Imperceptible (15)






15


A la mañana siguiente el anciano había despertado antes que yo y preparó unos mates amargos. Yo había dormido en el sofá. Me dolía la espalda y la nuca y aún mi cabeza daba vueltas con la amarga noticia de la muerte de Jesús Domínguez. Tras tomarnos unos mates y charlar brevemente acompañé al viejo a la terminal de colectivos. Esa misma mañana partió rumbo a Jujuy. Nunca más volví a verle, sin embargo hay noches de mi vida en que al cerrar los ojos me parece aún ver aquellos ojos grises y tristes que él poseía.

Los días siguientes no fueron buenos. Me aboqué al trabajo con una ferocidad desconocida, intentaba no pensar en nada y solo lograr concentrarme en lo rutinario y que ello tuviera a mis pensamientos en cautiverio. Luchaba para que no quedara ni un espacio de tiempo libre. No deseaba pensar absolutamente en nada. Creo que de algún modo intenté mecanizarme, o mejor dicho: automatizarme. Suele ser la manera más rápida y práctica para intentar evadir las negatividades de la vida, pero no por ello la solución más eficiente. Mi madre siempre solía decirme que jamás intentara escaparle al destino. Creo que disfrutaba ver mis reacciones a los embistes del mismo. Y era en ese disfrute que yo atesoraba un gramaje diminuto y paciente de odio y resentimiento hacia ella.

Como dije al principio de esta historia yo me consideré, desde que tengo uso de razón, un hombre meticuloso. Lo absorbí bien de niño, tal vez por obligación, o por evitar discutir con mi madre y por mantener una línea de conducta que me alejara lo más posible de su mirada. Esa meticulosidad me llevó, como consecuencia, a conocer más profundamente a las personas. Desde siempre puse especial énfasis en observar con detenimiento a quienes se me acercaban. Al principio, principalmente cuando era niño, desconfiaba mucho de todo el mundo. Pero con el tiempo eso cambió. Nunca fui una persona que sobresaliera por sobre los demás. No. Más bien era el chico tímido de la clase, el muchacho vergonzoso para hablar a las mujeres, el vecino que pasa desapercibido o el estudiante de secundaria que es considerado un perdedor para el resto. Intentaba el cambio, deseaba que nada fuera así, pero me encontraba muchas veces liado en una telaraña que mi propia personalidad tejía y a mí alrededor.

Era mi padre quien percibía aquellos momentos. Cuando lo hacía se acercaba para hablarme. Lo hacía siempre y cuando mi madre no estuviera cerca. Tampoco sé por qué no lo hacía cuando ella lo observaba. Supongo que tal vez por algún conflicto entre ambos, o por el simple motivo de la vulnerabilidad hacia ella, que se exponenciaba en esos momentos.

Mis padres nunca discutían, o al menos no lo hacían frente a mí presencia. Sí se observaban en silencio y muchas veces con miradas feroces. Cuando algo así sucedía era mi padre quien salía del campo de batalla y se iba de la casa. Tomaba las llaves del automóvil y se perdía por horas. Yo no sabía adónde iba. Creo que mi madre menos. Tampoco le importaba, supongo. Ella encendía la radio, hervía una pava de agua y se ponía a tomar mate sentada a la mesa de la cocina mientras observaba a la gente del vecindario hacer su vida. El silencio entonces se apoderaba de la casa. Solo se escuchaba como ella, reina en una soledad austera, sorbía el mate. De vez en cuando carraspeaba, seguramente por efecto del humo del cigarrillo en sus pulmones, pero solo eso. Si yo hacía algún tipo de ruido en esos momentos se volvía y me miraba del mismo modo que lo hacía con mi padre. Y no deseaba recibir aquel tipo de mirada. Era fría y penetrante, tal como una noche gélida de invierno en medio del campo. De algún modo mi madre ponía una coraza a su alrededor. Una pared invisible y sólida que excluía a mi padre y a mí de su propio universo. Era entonces cuando yo me encerraba en mi cuarto y ordenaba mis cosas. Doblaba la ropa, acomodaba los libros, barría el piso, organizaba la cama o los muebles de la habitación. Cualquier acción era oportuna para evadir la soledad apremiante. Aquello me forjó. Ese modo de vida esculpió mi personalidad, me destacó la meticulosidad, el poder de observación y también desarrollo una especie de sentido especial que me permitía percibir casi en el acto el sentir de las personas y las emociones que de ellas emanaban.

Fue una de esas tardes en la cual mi madre miró feo a mi padre que él decidió irse. Sin embargo esa vez fue distinta al resto, mi padre se fue caminando. No había tomado las llaves del automóvil. Cerró la puerta muy despacio y se echó a caminar en dirección a la salida de la ciudad. Lo observé alejarse desde la ventana de mi habitación. Aún recuerdo su manera de caminar. Me daba la sensación de un ser abatido, humillado, asqueado de aquellas situaciones ¿Por qué mi padre no discutía con mi madre? No lo sabía. Podía suponer demasiadas cosas pero todas pertenecían al subconjunto de las suposiciones y en él siempre hay elementos que pueden quedar fuera.

Decidí seguir a mi padre. Salté por la ventana de mi habitación al patio. Luego corrí agachado hasta el paredón. Trepé, y salté hacia la calle. Mi padre me llevaría ya varias cuadras, pero no importaba, si corría seguramente lo alcanzaría. Me tomé el tiempo suficiente para observar si algún vecino estaba viéndome. Cuando me aseguré que nadie lo hacía comencé a correr. Al pasar por la vereda del frente de la casa me agaché lo más que pude. Faltando un par de pasos miré de soslayo y observé a mi madre tomando mate y mirando a través de la ventana. Se la veía como una reina arraigada en su castillo, rodeada de un aura que la hacía distinta a todo. Era una reina solitaria.

Al llegar a la esquina eché a correr velozmente. Debía alcanzar a mi padre y no perderle de vista. Me daba profunda curiosidad saber hacia dónde se dirigía. Tras un tiempo corriendo calles abajo le divisé. Iba con su caminar cansino observando las últimas casas de la calle. Faltaba poco para salir de la ciudad. Me preguntaba adónde iría. Tal vez al campo –me dije- o a caminar por la banquina de la ruta. No lo sabía. Lo seguí a una distancia prudente intentando así que no me viera y que si volteaba y miraba hacia atrás me diera tiempo para esconderme rápidamente. Entonces se detuvo. Faltaban un par de casas y ya estaba el campo y la ruta. Se paró y giró a su izquierda. Me escondí detrás de un poste de luz y observé sus movimientos. Entró a la penúltima casa. No podía creer lo que veía ¿Mi padre conocería a las personas que vivían en aquella casa? Aunque no lo había visto golpear las manos ni tocar el timbre supuse que quienes habitaban en la casa le conocían. Corrí hasta la casa al lado de esta y me quedé un rato observando mientras mi respiración volvía a serenarse.

Era una casa vieja, estilo prefabricada, de madera y pilares de cemento. De tejas rojas y ventanas blancas. Tenía en frente un jardín marchito con un incipiente pastizal que crecía ante la falta de cuidado. Las ventanas tenían unas cortinas color marfil un tanto percudidas con unos bordes tejidos al crochet. La puerta de enfrente estaba vieja y seca, y clamaba a gritos una mano de pintura. Dentro de la casa parecía no haber nadie. No obstante yo sabía que mi padre había entrado allí. Lentamente caminé por el frente de la casa y observé si había movimientos dentro de ella. Nada. Las cortinas seguían tiesas, como si la fuerza de gravedad las mantuviera en rigor mortis apuntando hacia el centro de la tierra. Observé que la casa tenía un pequeño patio con unos cuantos árboles y al final un paredón que la separaba del patio vecino. Un viejo ombú había crecido majestuoso en medio de la propiedad. Los demás árboles eran frutales. De una rama del viejo ombú colgaban dos cuerdas que daban vida a una hamaca. En ella, con su mejilla derecha apoyando en una de las sogas, mi padre estaba sentado con la mirada perdida en la nada.

Acercándome lo más que pude me quedé quieto y escondido detrás de uno de los árboles. Él no se percató de mi presencia. Fue entonces que vi llorar por primera vez a mi padre. Nunca lo había visto así. Me causó una honda conmoción verlo llorar así. Las lágrimas caían lentamente por sus mejillas y sus manos se aferraban fuertemente a la soga de la hamaca mientras se mecía muy lentamente. Como si una burbuja invisible lo cubriera se mantuvo en aquella postura largo rato totalmente abstraído del mundo real. Tuve ganas de llorar también, pero no lo hice. Agaché la cabeza y miré hacia el piso. El pastizal crecido tenía el color de las espigas del trigo virgen. El aire tenía olor a humedad y el viento acariciaba el pastizal meneándolo de un lado al otro. Sin querer estornudé y como si de un rayo se tratase tuve a mi padre en frente mío en cuestión de segundos.

Sin decirme nada me tomó de la mano y caminamos hasta la hamaca. Me sentó en su falda y comenzó a balancearse. Fuimos de menor a mayor, totalmente en silencio. Mientras más alto íbamos más me agarraba a las manos de mi padre. El sol comenzaba a esconderse y un hermoso color anaranjado teñía ahora el cielo y la tierra. Mira, dijo mi padre. Y entonces observé como una bola gigantesca y anaranjada se posicionaba sobre el horizonte. Cada vez que la hamaca nos elevaba yo extendía mi mano hacia el sol intentando alcanzarlo.

- Tú puedes –decía él- haz un esfuerzo más, siempre haz el esfuerzo en la vida hijo.

Y mientras el atardecer caía y daba paso al anochecer, mi padre y yo compartíamos uno de los momentos más importantes de mi vida: el único en que ambos nos pudimos ver en plenitud.


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(Imagen: http://www.eltiempo.es/fotos/en-provincia-cadiz/los-juegos-del-sol.html )

3 comentarios:

ana claudia díaz dijo...

hola,
te encontre en el comentario de katarsis
el cual me parecio tan sabio que termine en esta pagina y ahí, ya fue imposible no leer!
me encanto!

saludos

Unknown dijo...

@ANA:

Hola, bienvenida a mi blog.

Sí, dejé un comentario con una opinión mía en el blog de Katarsis. Las conexiones son así en la internet: un clic sobre un link te lleva a conocer otros mundos.

Me alegro que te guste lo escrito en éste blog. Cuando quiera pasá y leé que siempre hay algo para eso.

Saludos.

SIL dijo...

Cuánto valor tiene que una persona que nos ha engendrado nos diga que si nos los proponemos, lograremos alcanzar el sol.
Analogía de que ningún imposible es IMposible...

La imagen de la mujer solitaria es conmovedora.

Beso y sigo... viene atrasado mi tren.

Beso

SIL