Imperceptible (10)


Rebeca D. corría por la vereda. Esquivaba a una que otra persona. Su meta era una: alcanzar el colectivo 74 que la llevaría a su trabajo, el bar de todos los días. A los lejos una nube pálida y estirada se recostaba sobre un cielo enormemente azul y diáfano. El aire era puro y al inhalarlo quemaba los pulmones desacostumbrados a tanta pureza. Apretados, con rostros de sueño, con auriculares en los oídos, bostezos y miradas lánguidas, las personas acompañaban el viaje de Rebeca D. Todos juntos compartían un momento de sus vidas. Cada cual tenía en mente un destino con un único objetivo al que debían de llegar. Rebeca D. tenía el suyo. Desde hacía varios años aquel bar era su “oficina de trabajo”, al menos así solía ella llamarlo. Rebeca D. vendía sueños. No estaba prohibido vender sueños, inclusive ahora tampoco lo está. Es un oficio algo poco frecuente, que parece irreal, sin embargo tiene clientes, y buenos clientes. A lo largo de la historia hubo personas que lo hicieron, vendían sueños. Cual galardonado ilusionista medieval Rebeca D. hacía magia con sus pensamientos, y otorgaba alegría, esperanza y por qué no, felicidad. Sin embargo aquel trabajo no se remuneraba con dinero. El dinero no existía. La paga era la retroalimentación positiva que la persona desesperanzada dejaba como huella en la bella mujer.

Su carrera de vendedora de sueños había comenzado hacía muchos años ya. Una noche de mayo más precisamente, justo cuando ella cuidaba a su hermana en el hospital. Por las noches se paseaba de una a otra habitación observando el rostro enfermo y suplicante de cada paciente, las miradas perdidas en la oscuridad, los sollozos angustiantes que repercutían en los pasillos, los gestos cargados de dolor y soledad. Poco a poco algunos fueron reconociéndola como la muchacha dotada de una increíble sonrisa que calmaba los sufrimientos del alma y la conciencia. La reconocían y le hacían señas para que se acercara. Ella, un tanto tímida y arrebolada, permanecía entonces un rato a su lado escuchando sus penas, dando aliento y contándole historias que transportaban al enfermo a un mundo paralelo en donde su enfermedad se erradicaba y solo se podía vivir de un único modo: feliz. Ella aceptaba complacida. Sentía que aquel accionar estaba hecho a su medida. Le nacía hacerlo y lo disfrutaba. Mientras su hermana descansaba y se reponía Rebeca D. dejaba fluir una parte de su ser, que al principio desconocía pero que poco a poco, a medida que las personas fueron puliéndole, llegó a contemplar con toda su dimensión y poder. Sin embargo, y tras casi setenta noches en aquel hospital, entendió que algo poderoso habitaba dentro de ella. Algo que tal vez todo el mundo tiene dentro pero que no lo sabe encontrar ni explotar. Ella lo había conseguido. Casi sin querer había generado caricias invisibles a aquellas personas afligidas y desesperanzadas. Fue entonces que entendió que ese “algo” era tan poderoso que no debía dejarlo reposar ni en el olvido, y mucho menos desperdiciarlo. Debía protegerlo y perfeccionarlo.


El colectivo vacilaba sobre las calles angostas de la ciudad. Un viento húmedo soplaba y se colaba por las ventanillas abiertas. Daba de lleno en su rostro. Respiraba profundamente, se sentía plena, digna, capacitada para llevar adelante cualquier empresa. Mientras el rumrum del colectivo no cesaba recordó los días del hospital. Los niños con cáncer, las madres primerizas, los abuelos abandonados a la buena de Dios. Esos pensamientos le causaban profunda congoja. Sentía como si ella tuviera una conexión espiritual con la vida, tal como si fuese una rica raíz capaz de absorber lo que los demás sienten y padecen y comentárselo a la vida misma, y ésta en una confesión íntima le respondía con sabiduría para que accionase y pudiera brindar los nutrientes necesarios para seguir viviendo más aliviadamente.

Había aprendido a mimetizarse con las personas. Veía lo que no se ve. Sentía lo que pocos sienten. Extraía lo que casi nadie extrae de un ser. Sin haberlo deseado, y mucho menos proponérselo, esos días en el hospital habían abierto una puerta en su vida que la conectó con un mundo de sentimientos y de sensibilidades. Aprendió a acariciar, a escuchar, a entender, a llorar, a mirar con paz y cariño, a pronunciar el número indicado de palabras en el momento justo. Sentía que por ella corría un verdadero flujo rico de comunicación hacia quienes más lo necesitaban.

Entonces llegó al bar. Abrió la puerta como todas las mañanas, se sentó en la mesa que siempre solía hacerlo y esperó. Esperó paciente que la vida le indicara cuál sería su próximo “cliente”. Fumó un cigarrillo, dos, tres. No tenía apuro. Solo esperaba.
De a poco se fue conociendo quien era ella. Algunos la confundían, la tomaban por una vulgar mujerzuela. Otros le temían, pensaban que sus palabras gozaban de cierto embrujo traicionero. Solo los más desesperanzados y desesperados acudían a ella aconsejados por otros o bien por el rumor del boca en boca que se corría por las calles aledañas al bar. Nunca faltaban clientes. Siempre existía alguien que necesitase de su don.

Pero ese “don” no servía para con todos. Solo para con hombres. No sabía por qué, pero el influjo que ella ejercía sobre los hombres terminaba siempre trayendo resultados positivos. Con las mujeres aquella sabiduría invisible no tenía el mismo efecto que con los varones. Al comienzo, cuando un nuevo cliente se le presenta, siempre lucha para desviarlo de la idea de parecerle una mujer interesante. Es que los hombres tienen esa terrible idea fija, sabía comentar. Hablaba con parsimonia, mirando fijamente a su cliente, intentando que éste se dé cuenta que ella no es una mujer, sino un canal, un medio por el cual fluye esperanza. La mayoría lo entendían. Solo unos pocos se resistían a ello y caían obsesionados por su belleza e influjo, efecto que la alejaba totalmente del cliente. Jesús Domínguez era uno de ellos. Ignorando el “oficio” de Rebeca D. Jesús se sentía terriblemente atraído por sus encantos. Sin embargo la segunda vez que lograron coincidir en el bar Jesús noto algo distinto en ella, tal vez algún destello fugaz en sus ojos, la manera de mirar o simplemente el modo de gesticular. No sabía explicárselo en su mente pero algo distinto envolvía la presencia de aquella mujer aquel día en el bar.

Esta vez no lo dudó. Acercándose a la mesa saludó a Rebeca D. y preguntó si podía sentarse. Ella con una sonrisa accedió. Jesús Domínguez corrió la silla y como si fuese un temblor casi imperceptible supo que aquella acción iniciaría un cambio drástico en su vida.

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Imperceptible (9)




9


Ser imperceptible suele doler. Es un dolor diminuto, así como la palabra, “imperceptible”, que poco a poco comienza a horadar el capullo que mantiene aislado nuestro rico interior del mundo que nos rodea. Tras perforarse, el interior se vulnerabiliza. Queda expuesto a las radiaciones nocivas que suele emitir la vida. Es un proceso irrefrenable. No hay marcha atrás. Ese dolor lo comencé a notar por aquellos días. Tal vez fuera el hecho de conocer a Rebeca D. lo que lo exponenció. Tampoco me concentré en buscar el epicentro. Como ondas que recorrieran años luz de distancia: la belleza, la inteligencia cauta y nativa, y la presencia de femme fatale de Rebeca D. producían sobre mí un fortísimo embrujo de mujer, evocando así las radiaciones nocivas. Daba resultado. Por más que me negase a su influjo ya había yo quedado prendado.

Al regreso del trabajo esa noche de viernes llegué a la pensión y encontré a Jesús leyendo un libro. Era un libro de Nabokov. Jesús Domínguez leía a Nabokov. Debo admitir que me causó una sana impresión, casi al punto de hacerme esbozar una sonrisa. Me vio llegar y solo atinó a una diminuta mueca en su boca que interpreté como un cordial saludo. Cenamos en silencio esa noche. Las palabras parecían haberse esfumado. La noche oscura como pocas parecía habérselas devorado. Nos acostamos temprano. Él siguió leyendo su libro a la tenue luz de un velador antiguo que reposaba sobre la mesa de luz que ambos compartíamos. Yo miraba el techo ordenando pensamientos, relajando la vista e intentando dormirme de una vez por todas. Afuera se escuchaba cada tanto el chirriar de los neumáticos de algún automóvil. Las luces de la calle parecían también haber sido engullidas por la masa oscura de la noche. Un débil viento del norte movía las ramas del fresno que daban a la ventana. Sus sombras dibujaban figuras geométricas que mantenían un lento oscilar contra la pared blanca del dormitorio. Era un día más, una noche más. Sin embargo, para Jesús no lo era.

- Rebeca D. –dijo Jesús sin siquiera levantar su vista del libro que leía. El solo hecho de escuchar el nombre de esa mujer me causó un recorrido impulsivo de adrenalina por todo el cuerpo.
- ¿Cómo? –pregunté tontamente.
- Rebeca D. He dicho Rebeca D. ¿La conoces?
- No sé de qué me hablas –contesté.
- Nada en particular. Solo he dicho el nombre de una mujer y te he preguntado si la conoces. No tiene nada enigmático, Maximiliano. Es solo una simple pregunta.
- No, no conozco a ninguna Rebeca D. Y ¿puedo saber por qué lo preguntas?
- Porque hoy he ido al bar, a ese bar donde también tú almuerzas, y ahí me he puesto a leer y ha entrado una mujer bellísima irradiando atracción por donde se la mirase. Al principio no llamó mucho mi atención, pero luego se interesó por el libro que leía, mantuvimos una corta charla y de la nada se calló. Ya no volvió a dirigirme la palabra. Solo se limitó a fumar y a mirar por la ventana con una mirada terriblemente melancólica, como si detrás de aquel vidrio hubiese otra vida que ella anhelase o alguien a quien esperase. Se podría decir que en ese instante que la observé me causó mucho ternura. No podía quitar mis ojos de ella. No solo por su belleza sino por ese algo que de ella emanaba.

Jesús Domínguez cerró el libro y lo posó sobre la mesa de luz. Dándose vuelta me miró fijamente.

- Dime Maximiliano, ¿es ella?
- ¿A qué te refieres con “ella”?
- Pues a esa chica, la que te causó profunda impresión, la chica de la cual hablamos anoche.
- No, no es ella –mentí.

No sé por qué mentí. O más bien sí sé. Supongo que en un punto tenía sentimientos encontrados hacia Jesús. Ingenuamente me cerré a pensar que aquel hallazgo, el de Rebeca D. en el bar, era mío y tan solo mío. Que fantásticamente yo podría llegar a ser el único hombre sobre la faz de la tierra en el cual una mujer podría reparar ¡Qué idiota!, ¡terrible necedad la mía! Sin decir una palabra más mi amigo volteó y en poco rato se durmió. Me quedé pensativo mientras el destello de la luz mortecina del velador dibujaba un hongo redondo y amarillo contra las paredes de la habitación.

Apagué la luz e intenté conciliar el sueño. Un pensamiento me acurrucaba. Me tomaba de la mano y lentamente me inducía al mundo oscuro e impredecible de los sueños. Veía que llegaba a casa de mi madre (ella aún vivía) de la mano de Rebeca D. Mi madre nos abría la puerta, nos sonreía, nos invitaba a pasar. Había cocinado una rica ensalada y carne al horno. La mesa estaba dispuesta perfectamente y ella se mantenía sonriente apoyada en la cabecera, tal como si el solo hecho de la presencia de Rebeca D. fuera el salvoconducto necesario para traspasar la infranqueable puerta de su carácter y personalidad. Estaba aprobada. El aroma a comida despertaba el apetito. Rebeca D. sonreía. Mi madre le sonreía a ella. Se miraban como si se escrutaran a través de sus sonrisas. Por momentos sentía que mi pecho iba a estallar de felicidad. No entendía la escena. Me parecía algo fantástico, fabuloso, como extraído de un libro de Poe.

Las otras, las anteriores, las que yo había intentado llevar a la casa, eran todas putas para ella. Mujeres de mala vida, desvergonzadas, buenas para nada. Sin embargo en aquella visión Rebeca D. había impactado a mi madre. Había logrado hacerla sonreír. El sueño se manifestaba como una turbulencia. Sentía, porque en los sueños también se siente, que las escenas se manifestaban a flor de piel, tal como si la consciencia tuviera una clara lucha con el resto de mi cuerpo, en la cual ella estaba ganando la contienda.

Comíamos en silencio saboreando la exquisita comida. Rebeca D. con mucha educación tomaba los utensilios y masticaba con parsimonia y clase. A mi madre eso le agradaba. No dejaba de sonreírle y observarla. Tras terminar la cena mi madre levantó platos y utensilios. Nosotros ayudamos con el mantel, el pan, los vasos y las botellas de bebida. Era todo perfecto.

Luego de que mi madre fumara un cigarrillo nos acompañó a la puerta para despedirnos. Yo seguía feliz. Lo sentía por todo mi cuerpo. En una especie de lucha entre el mundo de los sueños y el real sentía esa sensación de felicidad atravesarme. Rebeca D. besó en la mejilla a mi madre.

- No vuelvas a hacerlo –dijo mi madre manteniendo su esplendorosa sonrisa- No vuelvas a hacerlo o te juro que no respondo de mí.

Rebeca D. sin quitar su sonrisa escrutó a mi madre con su mirada por un instante.

- ¿Tan desagradable ha sido verme? –preguntó.
- Mucho más de lo que piensas –respondió mi madre mientras que con la punta de su zapato acharolado destruía la colilla de su cigarrillo recién fumado.
- Supuse que era algo así. Difícil mantener tan falsamente una sonrisa. Pero una duda me queda aun flotando por mi cabeza, querida señora… –dijo Rebeca D.
- ¿Qué será, perra? –contestó mi madre.
- ¿Acaso no se conforma con haberle distorsionado la vida a su hijo?, ¿no ha sido suficiente perversidad?, ¿qué quiere?, ¿no está contenta?

Mi madre iluminó aún más su sonrisa. Ciertos destellos parecían irradiar desde sus dientes a través de sus labios.

- Creo que eres la perra más puta de todas las que ha traído a esta casa. Eres tan vulgar que crees poder ahondar y dañar mi persona. Pero no te equivoques, perra. No. Muchas como tú lo han intentado pero todas han fracasado y tú no eres la excepción ¡Míralo!, ahí está, compungido, encorvado, gris, bajo tú ala. Es un pichón caído de su nido. Incapaz de nada, bueno para nada. Ese es mi hijo, el mismo que yo parí. El que jamás fue capaz de hacerme sonreír con espontaneidad, al contrario, ha sido el generador de la farsa de mi risa durante años.

Entonces sentí un súbito calor que recorría por dentro de las paredes de mis venas. La sangre, a modo de lava, bullía a través de mí. Un hálito de ira inundó mi consciencia. De un salto me abalancé sobre mi madre haciéndola caer al suelo y tras ello comencé a asestarle golpes duros en su rostro. Pegaba con fuerza. Cada vez más duro. Tras cada envión que mi brazo derecho embestía contra su rostro recordaba algún momento de mi infancia. Mi madre ahora reía a carcajadas. Su rostro comenzaba a desfigurarse. Estaba completamente bañado en sangre. Yo golpeaba más y más fuerte. Y lloraba. Caía saliva de mi boca y se juntaba con mis lágrimas formando así una patética escena de mi ser.

La risa de mi madre se escuchaba cada vez más fuerte. Era ensordecedora. Tal como si estuviera viviendo una historia de horror tuve la sensación que jamás podría lograr acallar aquella risotada fantasmagórica. Me levanté de un salto. Tomé a Rebeca D. de un brazo y me eché a andar. Cruzamos la entrada de la casa. Volteé por última vez y mi madre aún reía en el suelo empapada en sangre. Su cuerpo se convulsionaba y entre cada convulsión continuaba emitiendo aquellos estruendosos bufidos del infierno.

Al caminar un par de cuadras nos detuvimos. Podía sentir la sensación de agitación y tensión aún dormido. Podría jurar que se sentía real. Rebeca D. comenzó a reír también. La miré.

- ¿Crees que así te librarás de ella? –preguntó entre risa y risa- No, no te liberarás así. Ella habita en ti, es parte de ti ¿Acaso no te has dado cuenta?

Y continuó riendo. Tapé mis oídos con la palma de las manos. No quería escuchar aquellas macabras risotadas avenarles. Deseaba un par de manos más para perforar mis sienes y extraer todos aquellos pensamientos que me aturdían. Grité. Grité muy fuerte. Un alarido de horror.

Tras el grito me encontré boca abajo en la cama, con la espalda helada. Jesús encendió la luz del velador y preguntó que me sucedía. Nada, respondo. Nada, ha sido una pesadilla, solo eso. La luz vuelve a apagarse y la oscuridad morbosa de la noche avanza cada milímetro de la habitación hasta absorberla nuevamente por completo. Cierro los ojos e intento dormirme, pero el eco de la risa de mi madre aún perdura en mi mente. Su horrible risa machaca una y otra vez mi cabeza al punto tal de casi hacerla estallar. Finalmente me duermo con la sensación de estar recostado en el mismo infierno.

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Imperceptible (8)





8

Jesús Domínguez esa mañana salió temprano. Era una mañana lluviosa, de las típicas mañanas grises en donde todo parece languidecer y se tiñe de una tristeza perpetua. Caminaba despacio, cabizbajo, sumergido en un mar de pensamientos arremolinados. Un camión pasó por la calle, y un ruido a mercadería saltando en su interior lo volvió por un instante a esa realidad que para algunos parece locura. Cada tanto una ventisca fría atraía un manto más denso de agua y empapaba con gusto. Los primeros transeúntes que poblaban las calles caminaban ensimismados, encorvados, tal como si el gris plomizo del cielo pusiera un enorme dedo sobre sus cabezas manteniéndolos casi en posición fetal, sin dejar erguirlos. Al llegar a la parada del colectivo terminó su recorrido. Esperó paciente hasta que el colectivo llegó.

La puerta del bar se abrió despacio. Jesús Domínguez ingresó cabizbajo, sin mirar a nadie ni a nada. Se ubicó en una mesa pegada a la vidriera. Desde ahí podía observarse toda la calle. Los automóviles parecían moverse en cámara lenta, las personas, debajo de sus paraguas, caminaban como si estuvieran aletargadas, en un sueño invernal profundo. Una tupida e insistente llovizna caía ahora mojándolo todo, penetrando profundamente en la tierra de las plazas, humedeciendo las paredes y confiriendo al pavimento un tono aceitoso y brillante. Pidió un café, un par de medialunas y sacó un libro del bolsillo: Risa en la oscuridad, de Vladimir Nabokov. Sorbía el café lentamente, degustando el sabor y almacenándolo en su memoria. Ahora la llovizna se transformaba en una lluvia densa, ya nadie caminaba por las veredas.

Dentro del bar eran unos pocos. Clientes habitués, un mozo, el cajero. El sonido de la máquina de café era la música de fondo. El olor a café el perfume. Mientras leía el libro su mente se poblaba de pensamientos. Imaginaba cada pasaje, pero no lograba compenetrarse con los personajes. Esa mañana estaba inquieto. Recordaba la charla que habíamos tenido la noche anterior: su pasado, su soledad, su adicción. Más no podía concentrarse en la lectura. Intentaba entender los primeros párrafos de un capítulo del libro donde un hombre engañaba a su mujer destrozando a su familia en pos de un par de piernas firmes y jóvenes y del irrefrenable deseo carnal, pero mientras más lo releía menos concentración adquiría y la historia se le escurría sin dejarle el sabor de la historia. ¡Cuánto desearía él enamorarse!, ¡cuánto quisiera tener una familia! Y aquel personaje del libro lo echaba todo a perder gracias a la carne frívola.

La puerta nuevamente se abrió. Esta vez con un poco más de ruido. La ventisca se coló dentro dejando un puñado de escalofríos en la piel de quienes estaban sentados a las mesas. Rebeca D. cerró el paraguas, observó la estancia y se sentó en la mesa contigua a Jesús Domínguez. Ella llevaba un pilotín color carmesí, su pelo recogido, su perfume Eclat D’Arpege y su rostro delicadamente maquillado. Enseguida llamó la atención de Jesús. Sin embargo éste siguió leyendo, pasando parsimoniosamente cada hoja como si el tiempo en aquel sitio dejara de existir. Se escrutaban cada tanto con miradas penetrantes. Él la observaba subrepticiamente. Ella tomaba café y cada tanto pitaba un cigarrillo. Él en cambio salía de la abstracción de la lectura para perderse en el embrujo de los encantos de esa chica guapa y llamativa que estaba en frente suyo.

- ¿Lees a Nabokov? –preguntó Rebeca D.

Jesús Domínguez se sobresaltó. Miró alrededor suyo y cayó en la cuenta que el único hombre del bar que leía un libro era él. Y justamente era un libro de Nabokov. Algo que en ese instante parecía habérsele olvidado.

- Sí, lo he comenzado hace poco –respondió él.
- Es un bonito libro, que cuenta una linda historia. Una real historia diría yo.
- ¿Sí?, pues hasta ahora me parece interesante, aunque no comparto en mucho la manera que el personaje masculino engaña a su esposa.
- El engaño es parte de esta vida –repuso ella- Tarde o temprano alguien te engañará. Si no es una mujer que hiera tú amor será un amigo o un ser querido. Nadie está exento del engaño. Es como un quiste metido dentro de nuestro ADN. Es imposible de extirpar.
- Pues no creo que sea tan así. Supongo que habrá personas que se comprometen a seguir ideales, a luchar por sus principios, a no dar tregua y dejarse vencer. Siempre he pensado así –dijo Jesús.
- Pareces un hombre pensante.
- Lo intento. A veces me aturdo. Pero lo intento.
- ¿Cómo te llamas? –preguntó ella mientras expulsaba de sus pulmones el humo del cigarrillo.
- Jesús Domínguez.
- ¿Sabes, Jesús? Es difícil encontrar hombres interesantes en la vida. ¡Ojo!, no lo digo a nivel masculino y estético, no, hablo de hombres con pensamientos y personalidades capaces de no sucumbir antes las tentaciones. Hombres que optan por seguir un camino y no se frenan ante el primer aguacero que les cae encima. Y cuando me encuentro con uno así no puedo callarme y tengo que decírselo.

Rebeca D. soltó volutas de humo al aire y casi mirando a través de ellas contempló como Jesús Domínguez la observaba impávido, como si toda aquella sarta de elogios metafóricos no hubiera perforado la carrocería blindada de su propio ego.

- Pues me considero un hombre normal –respondió él mientras daba una vuelta de hoja al libro- no creo ser ni más ni menos que otros.
- Pues deberías verlo desde un ángulo femenino –replicó ella. Desde aquí las cosas no se ven con las mismas tonalidades que un hombre las observa. Por lo general, y esto es un ejemplo, cuando un hombre ve a una mujer atractiva tiende enseguida a sucumbir ante sus encantos o a correr despavorido por miedo al rechazo. Se emboban, se dispersan, llegan hasta perder los puntos de vista y la mirada aguda con la cual, en otros momentos, son dignos de elogio o reparo. Y nosotras, cuando notamos eso, terminamos sucumbiendo y pensando que nuevamente algo falló. Que otra vez la historia se repite y no de la mejor manera ¿Entiendes? Por eso, cuando un hombre interesante se nos presenta y se mantiene en sus cabales y no se dispersa, sonreímos, nos alegramos y vemos en él una veta interesante, algo anormal al resto.
- Es una mirada interesante –respondió Jesús mientras cerraba el libro.

Con un suspiro Rebeca D. siguió fumando y mirando a través de la ventana. Ya no volvió a dirigirle la palabra. Observaba con languidez el caer de la llovizna. Sus ojos, tal dos luceros resplandecientes, emitían vivos destellos de vida. Tales destellos cautivaban a Jesús, que atónito ya no podía dejar de observar a esa mujer bella y con dialéctica. Después de unos minutos ella pagó la consumición y sin mirar ni despedirse de Jesús se marchó del bar. Él la siguió con la mirada hasta perderla de vista al doblar la esquina.

De una de las mesas un anciano de cara gorda y blanca, con un bigote diminuto y gris, hizo gesto de sentarse a su mesa. Jesús no se opuso, invitó con una seña al anciano a sentarse. Con una voz insólitamente agradable y suave, sin altibajos y dulce, el pequeño hombre le habló:

- Discúlpeme usted muchacho si me entrometo, pero he visto que ha estado dialogando con esa señorita muy bonita. Lo he observado por un rato y he decidido no callarme ¿Sabe usted que esa señorita viene a menudo a este bar?
- No, no lo sabía –respondió Jesús.
- Pues sí. Ella viene casi a diario. No sé bien en qué trabaja, pero siempre está charlando con un hombre distinto, fumando sus cigarrillos rubios y echando volutas de humo al aire. No quiero decirle con esto que sea una mala mujer, ¡oh, claro que no!, pero a mis años reconozco el poder del encanto femenino en los rostros de los hombres, y ella produce ese efecto. Si usted se mirase en este instante en un espejo entendería de qué le hablo –dijo el anciano.

Jesús se sintió cohibido. Por un instante una ráfaga acalorada traspasó todo su rostro y un síntoma de vergüenza se apoderó de él. El anciano de cara regordeta le observaba inmutado.

- Mire señor –repuso Jesús Domínguez- yo no sé quién es esa señorita, ni en qué trabaja, ni mucho menos. Tampoco me interesa nada de ello. Solo hemos tenido una conversación sobre el libro que estoy leyendo y nada más.
- Pues no lo tomes a mal, hijo. Solo he querido decirte algo que a un viejo como yo a esta altura de la vida no se le pasa por alto.

La mirada serena del viejo y sus arrugas benévolas dejaron pensativo por un instante a Jesús. En ese instante algo repiqueteó en su memoria y recordó la charla que él y yo habíamos tenido la noche anterior. La charla en donde yo le había mencionado a una mujer que me había cautivado ¿Acaso sería Rebeca D., la chica que sabía de Nabokov y expulsaba volutas de humo al fumar, la misma que yo le había mencionado? Tal vez sí, se dijo. Miró las pupilas del anciano, vio las rayas profundas y oscuras que salían de ellas y analizó un instante más la posibilidad de una súbita coincidencia. Era el mismo bar donde yo almorzaba todos los mediodías, él lo sabía, tal vez esa chica que yo había mencionado fuera la misma que había estado hablando con él. Sin dar más vueltas llamó al mozo, pagó la cuenta, tomó el libro y se marchó.

Cruzó la calle al trote. La lluvia no amainaba. Al llegar a la vereda de enfrente volteó y vio al anciano que lo observaba desde detrás de la vidriera del bar. Por un instante pareció ver un destello en los ojos del anciano, una luz de faro que iluminaba con un poco de claridad sus pensamientos entre tanta niebla y bruma en su mente. ¿Quién era esa chica?, ¿sería la misma? Sin querer atosigarse con preguntas que a ese punto comenzaron a parecerle absurdas siguió su marcha, ahora con rumbo a la pensión, en medio de uno que otro paraguas que protegían a sus dueños de una lluvia casi endemoniada.


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Imperceptible (7)





7


Una mañana de otoño encontré a mi madre tirada en el sofá. Su mano tendía al vacío y un cigarrillo se había consumido por completo entre sus dedos, llegando hasta el filtro, sin que las cenizas cayeran por completo. La escena logró impactarme. La mujer de pupilas heladas con el don del mutismo yacía completamente borracha, dormida, expuesta y vulnerable, en el living de la casa. Su mirada de alteridad, de ojos que ven las cosas demasiado lejos, se había esfumado. De fondo sonaba una canción de Sandro que emanaba, a bajo volumen, del tocadiscos. Las cortinas, tapizadas de diminutos círculos verdes, se movían lentamente, como si de algún modo danzaran enamoradas escuchando la canción que invadía todo el lugar. Afuera el día se presentaba con viento y tierra. Ella se veía tan vulnerable. Nunca la había visto de aquel modo. Desde la escalera contemplaba la visión. Sin hacer ningún tipo de ruido observaba su plácida respiración, el equilibrio perfecto del cigarrillo acabado que pendía de su mano, su pelo revuelto. Nada perturbaba ese su sueño. Estaba alejada de todo lo terrenal, tal vez estuviera transitando otros universos –pensé-, paralelos a éste, en dónde ella no fuese mi madre ni yo tampoco su hijo.

Mientras mi madre estaba en casa yo no podía salir sin su permiso. Si su antojo era que no saliera a jugar con los niños del barrio ese día debía quedarme encerrado, en un estado de penitencia sin sentido alguno. Cuando sucedía corría a mi habitación, trepaba a la cama y desde la ventana veía cómo los otros niños jugaban y se divertían en la calle. Me dolía más que ellos me ignoraran que la dureza de la prohibición de mi madre. En cambio, sí obtenía el permiso para ir a jugar detrás venía una enumeración gigantesca de consejos y reproches. Ese día, viéndola borracha y profundamente dormida, no titubeé. Algo movilizó todo mi ser. Era algo grande, semejante a una mano enorme que empuja con fuerza desde la espalda hacia adelante.

Decidí irme de casa sin su autorización.

Tomé una campera y atándola a la cintura me escabullí por detrás del sofá. Al cruzar, las cenizas que pendían del cigarrillo consumido cayeron al suelo. El corazón me galopó fuertemente. Un sonido sordo llenó mi cabeza aturdiéndome. Atiné a gritar, pero en el instante ahogué el grito con la mano derecha. Cerré los ojos. Pensé en cosas bonitas. Finalmente al abrirlos de nuevo vi que solo se había acomodado en el sofá. Ahora roncaba. De vez en cuando balbuceaba alguna que otra palabra ininteligible. Finalmente llegué a la puerta.

Una vez girado el pomo de la puerta la libertad estaba ahí, presente, justo delante de mí. Una ola fervorosa de adrenalina me recorrió las sienes. El viento parecía soplar con más fiereza. En el vecindario no andaba un alma. Miré hacia ambos lados. Nada se veía. De vez en cuando un automóvil cruzaba por la esquina. Las ventanas de las demás casas estaban a medio cerrar y no se veía a nadie que estuviera observándome. Caminé un par de cuadras en dirección este. Hurgando en los bolsillos caí en la cuenta que no tenía dinero. Solo un par de monedas que había encontrado en el bolsillo de la campera. Nada, unos pocos pesos que solo alcanzarían para comprar alguna golosina. Seguí caminando sin pensar en nada. Me sentía feliz de hacerlo. Nunca había vivido una sensación como aquella. Siempre había estado acatando las órdenes de mi madre y jamás la había contrariado.
Ahora, era libre.

Observaba los barrios vecinos, sus calles, los automóviles, los perros que me ladraban desde detrás de las verjas, los comercios. Todo causaba una profunda admiración y curiosidad en mí. Cuando era más pequeño mi padre solía sacarme a pasear. Él sí era bueno conmigo. Me tomaba de la mano y a continuación decía, “¡anda Maxi, vamos a caminar y luego a los juegos de la plaza!”, y yo era feliz. Pero aquellos días se eclipsaron. De pronto sobrevino una oscuridad muda y la casa se volvió gris y con un silencio solemne.

Caminé un buen rato. Enseguida comenzó a hacer frío. El otoño era más crudo que otros que yo recordara. Me puse la campera subiendo el cierre hasta el final de la cremallera. No tenía noción del tiempo, solo sabía que estaba atardeciendo ya. Es entonces que cruzo la calle, por error mirando solo en una dirección y justo en ese momento un motociclista me atropella. Caigo de bruces. Un dolor agudo se introduce por mi nariz y me recorre el rostro por completo. No sé dónde estoy. Siento miedo. Lloro. Pido por mi madre. Mi madre no está.

Dos vecinos presenciaron el accidente. Al recomponerme me preguntaron donde vivía, mi nombre, dónde estaban mis padres, y unas cuantas preguntas más. Solo respondí con la dirección de la casa de mi madre. Enseguida en un automóvil me acercaron. Ya estaba bien, solo con un poco de dolor en mis piernas. Al abrir la puerta ella aún seguía en el sofá. Dormida. Babeada. Indiferente a todo lo que ocurría en el mundo. Un profundo olor a alcohol permanecía flotando en aquella habitación. Cerré la puerta de calle con cuidado, sin hacer ruido. Nuevamente pasé detrás del sofá, pero esta vez aguantando el dolor de las raspaduras y moretones en mis piernas. Entonces consigo la escalera. Subo los peldaños y cuando mi pie izquierdo está por abandonar el último volteo y vuelvo a mirar detenidamente a mi madre. En ese instante me sentí imperceptible en su vida. Invisible. Me sentí por primera vez nadie para ella. Esa sensación de invisibilidad me gustaba sentirla, pero a la vez me causaba una profunda desolación. Tal vez así serían los fantasmas, los fantasmas reales, no los de los cuentos de horror, pensé. Ya en la habitación lavé las heridas, las curé con agua oxigenada y una crema, y me tiré a la cama.

La noche entraba agazapada a través de la ventana. Una oscuridad monstruosa poco a poco inundó la habitación. Imaginé que era como un fantasma que se deslizaba subrepticiamente, al acecho de mis movimientos. Entonces me pregunté sobre cuántos fantasmas habría en este mundo. Cuantas personas podríamos ser fantasmas de un momento a otro y comenzar, así, de la nada, a ser imperceptibles para los ojos y vidas de los demás. Me tapé hasta la cabeza. La sombra inundó la estancia por completo, las estrellas se fugaron y yo caí en el abismo de un terrible sueño.

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(Imagen: Sofía González (b. 1985, Argentina) - "Esnif" - Sanguinas)




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Imperceptible (6)


6


Mientras brotaban lágrimas de sus ojos me fue inevitable no sentir una opresiva angustia ante su relato. El modo en que lo exteriorizaba correspondía a una escena terriblemente dramática, de alto poder de sufrimiento. Quedamos un rato en silencio, tal como si quisiésemos que ese mismo silencio distendiera esa sensación de ahogo que el relato nos había producido. Tomamos unos mates entre sollozos hasta que continuó con su relato:

Una mañana, era invierno ya, sentí morirme. El frío era demasiado cruel. La ropa que tenía puesta no frenaba en lo más mínimo la sensación térmica y poco a poco caí en un principio de hipotermia. Hambre, sed, frío, momentos de locura y pocos de lucidez, todo apuntaba a un desenlace poco feliz. Si hasta pensé en que la solución más rápida sería morir. Una muerte rápida y efectiva –pensaba- que me librara del calvario. Entonces escuché sobrevolar el helicóptero. Un alboroto generalizado se desató en todo el campamento. Comenzaron los disparos y el fuego cruzado. Algunas balas impactaban en las paredes de adobe de la celda y pasaban de lado a lado. Yo mantenía una posición fetal en el suelo, aterrado, casi inconsciente. Y la balacera continuó un buen rato. Algo impactó contra una pared de la celda, se abrió un hueco considerable y un halo de viento helado me recorrió toda la humanidad. La luz natural me cegó. Voces, muchas voces, parecían sentirse a lo lejos y de repente dentro de mí cabeza. Me tomaron de las axilas y me arrastraron fuera de la celda. El aire helado quemaba mis fosas nasales y me impedía respirar. Me sentí nuevamente morir.

Un gendarme me cacheteaba cada tanto para impedirme que me durmiera. Finalmente fui llevado en el helicóptero a un hospital de la capital de Jujuy. Allí me tuvieron cerca de un mes. Siempre en terapia intensiva. Mi cuerpo estaba muy dañado. Mi psiquis aún más. Muchos pensaron que yo era un fantasma que había vuelto de la muerte. Apostaban a que el día de mi desaparición había sido el día de mi muerte también. Otros en cambio se pusieron felices de que estuviera vivo. Aquellos días que estuve en el hospital alucinaba, desvariaba, me sumergía en profundos estados alarmantes de excitación y convulsión. Creía tener sueños reales en donde personas que no conocía se sentaban a mi lado a charlar, a contarme historias, a velar por mí.

Mis padres no faltaron un solo día. Así, con su ayuda y mi propia lucha, finalmente me repuse. Pero mi adicción perduraba. Los médicos lo sabían y se lo ocultaron a mis padres. Yo guardé el secreto. Al salir del hospital renuncié a la policía. Deseaba algo nuevo para mí, un nuevo capítulo en mi vida. Aquello que había vivido era ya demasiado.

Sin trabajo, proveerme de droga no era fácil. Empecé a delinquir. Robos menores: dinero a turistas, relojes, alguna que otra joya que luego cambiaba por droga a los vendedores. Todos me conocían y por eso muchas veces, cuando no tenía dinero, me daban la droga y esperaban el pago. Caí en un abismo infernal, Maximiliano. Fue tan grande la caída que olvidé quien era, cómo era esa vida que me gustaba vivir. Hasta los sueños se diluyeron. Finalmente robé droga a un distribuidor. Mucha. Y me fugué. Comenzaron a buscarme y huí por los caminos vecinales. Hice dedo y me vine para Córdoba. Al llegar intenté hacer dinero la droga pero salió mal, me dieron una terrible golpiza y me dejaron tirado a la vera de la circunvalación. Un camionero me encontró y me llevó al Hospital de Urgencias. Apenas me repuse escapé. Di nombre y direcciones falsos para que no pudieran rastrearme. Y acá estoy, aquí me tienes, sintiéndome un verdadero gusano que ya no puede mirar hacia atrás.


Al terminar de hablar Jesús quedó en silencio mirando por la ventana hacia la nada. Mi boca estaba sellada. No había palabras que acotaran algo al relato. Solo atiné a darle unas palmaditas en su hombro. Otra cosa no me salió en ese momento.

Cuando era niño jugábamos a un juego en la escuela primaria. Consistía en que dos niños formaban un aro con sus brazos y un tercero pasaba por él pidiendo un deseo. La sensación de atravesar el aro y pensar en el deseo era única. Me gustaba aquel juego. Solía desear cosas imposibles y otras veces cosas que para otros niños serían tontas o banales. Pero para mí eran importantes. Muchos de esos deseos apuntaban a la relación con mi madre. ¡Vamos, Maximiliano!, ¡pide un deseo!, gritaban mis compañeros. Entonces yo imaginaba que del otro lado del aro estaba mi madre, con sus brazos extendidos hacia mí, esperándome con una bonita sonrisa y sus brazos extendidos dispuestos a abrazarme fuerte y hacerme sentir que nada en el mundo me dañaría. Pero al otro lado del aro solo había un cielo enorme y en él un gran vacío. Mi madre no estaba allí. Tampoco lo estuvo nunca. No obstante me gustaba esa sensación de atravesar el aro, de pensar que cosas bonitas también podían sucederme a mí. Esa tarde mientras observaba a Jesús Domínguez, imaginé que con mis brazos podía crear un gran aro para que él pudiese atravesarlo, y justo en el momento que lo atravesase yo le gritaría, ¡Anda Jesús, pídele un deseo a la vida!


Al llegar a la casa Jesús cocinaba unos bifes con cebollas salteadas. El olor despertaba el apetito a cualquiera. Dejé la mochila y me senté callado a la mesa. Jesús me observó.

- Hoy ocurrió algo importante –dije.
- ¿Sí?, pues parece –respondió- ¿qué será?
- Conocí a alguien en el bar donde almuerzo todos los mediodías. Una chica. Una extraña chica.
- ¿Por qué extraña?
- Supongo que por todo. Un conjunto. Todo. No sé. A veces no es fácil explicar con palabras las cosas extrañas.
- ¿La conocías?
- No. Nunca la había visto en mi vida.
- Sin embargo te atrapó –dijo Jesús.
- No, solo que no he podido sacármela de la cabeza desde que salí del bar.
- Entonces te atrapó –volvió a repetir.

No contesté nada.
Seguí contemplando a Jesús Domínguez mientras continuaba cocinando y me perdí en pensamientos.
Con un poco de suerte, me dije, tal vez sueñe con un gran aro esta noche, y quizá lo atraviese, y del otro lado, con una bonita sonrisa y su mirada penetrante, Rebeca D. me esté esperando.

Esa noche Jesús y yo cenamos en silencio.

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(Imagen: Rafael Azofeifa (b. 1971, Costa Rica) - "Sin Título" - Mixto (naipes pintados con aerosol) )

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Imperceptible (5)



5


Era difícil encajar aquel rostro lozano y joven del Jesús Domínguez que había conocido en Jujuy con el del hombre que tenía frente a mí. Nos miramos por un minuto en silencio intentando reconocernos. Sus ojos parecían dos pozos de aljibe, abandonados y secos, carentes de todo vestigio de vida. Tiritaba. A duras penas se mantenía en pie. Su estado de excitación era total. Aquel muchacho fornido y recto de principios había sucumbido al embrujo de las drogas. Le di un abrazo. Me respondió con otro débil y casi tirándose sobre mi cuerpo. Lo hice pasar. Tomé su mochila y observé lo sucia que estaba, al igual que toda su vestimenta.

- Casi no te reconozco –le dije.
- Disculpa que haya venido así y sin avisarte, amigo. No tenía a quien recurrir y me acordé de ti.
- Está bien. No hay problema.
- Mira, no quiero ocasionarte problemas. Estoy huyendo. Debo algo de dinero. No mucho, pero lo debo. Creo que no me han seguido hasta acá. Además nadie sabe mi relación contigo. Ni siquiera mis padres saben tú dirección y creo que ya casi ni te recuerdan. Pero no me ha quedado otra que venir hasta tú casa. Gracias a Dios aún vives aquí.
- Vuelvo a decirte que no hay problemas, Jesús. Quédate tranquilo. Puedes quedarte cuanto quieras.

Supongo que dije aquello sin pensarlo. En ese momento me nació decirlo más por el recuerdo que basándome en la realidad que tenía enfrente de mis ojos. Aquel no era el muchacho que había conocido, ni siquiera era su sombra. Era alguien que había caído en un abismo del cual no podía zafar y aún seguía cayendo, en picada libre, sin siquiera poder aferrarse a algo. Me alegraba de verlo nuevamente, pero me apenaba ver en qué había terminado. A veces las personas tomamos caminos demasiados sinuosos que nos llevan a salas oscuras e imprevistas en la vida. Supuse que eso le había pasado a Jesús. Me dije que no debía preguntarle nada, que tan solo lo ayudaría a calmarse y que si de él nacía ya me contaría todo.

Con el transcurrir de los días fue adaptándose. De a poco el frenético tiritar y su mal aspecto fueron dando paso a cierta lozanía. Hablaba poco pero eso no importaba, necesitaba recuperarse. No tenía arranques de locura o excitación en busca de drogas. Supongo que él mismo de algún modo comenzó a luchar en contra de su adicción. No hablábamos tampoco de ello. Al tiempo comenzó a hablar de su vida, de sus cosas. Yo iba a trabajar y lo dejaba en la habitación. Él se encargaba de organizar los trastos, de preparar la comida, de llevar la ropa a la lavandería. No me molestaba su compañía, al contrario, atenuaba de algún modo mi silenciosa soledad.

Cierta tarde Jesús quiso hablar. Yo lo escuché:

Estando en la frontera hacía un patrullaje. Alguien interno me tendió una trampa y caí en manos de distribuidores de coca. Eran tipos siniestros, pesados, de muy mala calaña. Sabía quiénes eran y ellos también me conocían. Me retuvieron casi seis meses en cautiverio. Mis padres pensaron que me habían matado. Sufrieron mucho por ello. Pero no fue así. En aquellos meses de cautiverio estuve dentro de una celda improvisada, con paredes de adobe, de unos dos metros por dos metros de ancho. Solo había una pequeña ventana en una de las paredes que correspondía a la ausencia de un ladrillo. Por ahí se colaba el aire y la luz. Era la única comunicación con el exterior. Me habían hecho ingresar por la parte de abajo de la celda, por un túnel, el cual taparon y sellaron con un montón de adobones y tierra para que no pudiera escapar.
Me daban de comer a través del orificio de la pared. Casi siempre era algo líquido. Nada de carne. Me dejaban una botella de agua por día. La bebía en pocas horas y el resto del día padecía sed hasta el hartazgo y la desesperación, y por más que pidiese el líquido a gritos, nadie me escuchaba, ni atendía mis ruegos, al contrario, me ignoraban. Sí me arrojaban una bolsita con cocaína. Lo hacían casi a diario. En eso eran puntuales. El guardia que cuidaba la celda a unos metros se drogaba. Todos se drogaban en el campamento. A pesar de mi resistencia mental y mi resistencia física cierto día cedí y comencé a drogarme también. Supuse que eso me haría más llevadero el cautiverio, que sería una forma de traspasar los muros aunque más no fuera con la mente. Pero se hizo costumbre, se hizo adicción. Me equivoqué.
El campamento estaba en un pequeño monte hincado entre las montañas de la frontera. Reconocí el monte, era el de “Palma Sola”, fronterizo con la provincia de Salta. Había estado ahí antes haciendo investigaciones. Y sabía que sería difícil de escapar o que alguien me encontrase. Era zona de aluviones y eso me generaba cierto temor. Un aluvión en aquel sitio sería fatal y más si me encontraba encerrado en aquella celda. Al principio contaba los días, después dejé de hacerlo pues perdí la noción del día y la noche. Solo pensaba en luz y oscuridad. Observaba cómo la vida penetraba y se marchaba en tiempos regulares a través del agujero de la pared. Nunca había vivido algo semejante.
Había días que me agarraban accesos de llanto y lloraba como un niño en posición fetal. Pedía por mis padres, por mis amistades, por mi libertad. Nadie oía. Estábamos solo yo y mi conciencia. A veces me parecía escuchar una diminuta vocecita que me arrullaba en medio del dolor y diluía los pensamientos derrotistas que yo mismo generaba. Era entonces cuando dejaba que la voz me tomara de la mano y lentamente me iba adormeciendo. Me sumergía en un estado de inconsciencia y abstracción de mi propia realidad. Aspiraba cocaína y escuchaba esa voz más y más fuerte, tal como si estuviera a mi lado, como si compartiéramos juntos la celda. Por momentos el interior de la celda se pintaba de colores, me parecía ver una pradera, una puesta de sol, el patio de la casa de mis padres, los cerros. Y eso me emocionaba. Súbitamente una felicidad inconmensurable se apoderaba de mí y sentía elevarme a momentos de éxtasis antes jamás sentidos. Sin embargo, así como aquel júbilo había aparecido, también desaparecía rápidamente. Todo se volvía sombrío, con una oscuridad espesa y densa. Y me reconocía en el suelo frío, acurrucado contra una esquina de aquel infernal encierro, todo orinado, a veces defecado, bañado en sudor y lágrimas.
Créeme Maximiliano, por aquellos días pude pisar la puerta del infierno. Por instantes me parecía ver hasta al propio Caronte en su barcaza pidiéndome una moneda de oro, para así poder subirme a su barcaza y cruzarme del otro lado del río Aqueronte, y ya no vagar como una sombra difunta y errante. 
Supongo que por momentos deseé morir.


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(Imagen: http://fuckyeahillustration.tumblr.com/post/559310334/tzaddi-esguerra-wheresburger-tumblr-com )


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Imperceptible (4)





4

Jesús Domínguez era mi compañero de pensión en aquel tiempo. Era de origen norteño, de la provincia de Jujuy. Nos conocimos, por esas cartas ocultas que la vida tiene bajo la manga, en una excursión que hice por La Quiaca. Sucedió cuando estaba llegando a un restaurante de aquella localidad. Dos extranjeros un tanto ebrios me asaltaron. Las navajas relucieron el filo de sus hojas con los últimos destellos del sol del atardecer y apuntaron directamente a mi garganta. Hablaban en inglés, exasperados, supuestamente un tanto drogados o borrachos. Uno de ellos parecía más nervioso que el otro. Era evidente que querían dinero. No atinaron a pedirme otra cosa. Ni siquiera señalaron mi reloj, ni la mochila que llevaba, solo exclamaban frenéticamente ¡money!, ¡money! Fue entonces que apareció Jesús Domínguez. Puedo recordar perfectamente que salió de la oscuridad, de la nada tal vez. De un salto se interpuso entre los filos de las navajas y mi persona, y con un par de golpes certeros de sus puños los redujo. Las navajas cayeron al piso. De una patada las alcancé a arrojar bien lejos. Finalmente los cuatro nos trenzamos a golpes de puño. Uno de ellos comenzó a sangrar por la boca, el otro escupía de rabia. La lucha se volvió encarnizada, ciega. Nadie se metía a separarnos. Se podía sentir la presencia de las miradas de los lugareños escondidos detrás de las ventanas en los bares y casas, observando cómo nos debatíamos en una riña sin cuartel.
Finalmente Jesús Domínguez asesta un golpe duro en la mandíbula de uno de los extranjeros y éste cae desplomado al suelo, totalmente desvanecido. Su amigo se asusta y corre a socorrerlo. Llora, suplica que auxiliemos a su compañero. Su inglés ahora es una especie de spanglish con alto tenor de malas palabras. Los ayudamos. Jesús y yo sujetamos cada uno de un brazo al sujeto desvanecido y lo llevamos a la rastra hasta dentro de un bar ubicado justo en frente. Su amigo, aún con lágrimas en los ojos ahora se babea más que antes. Reconozco el nivel de drogadicción en sus movimientos, en sus ojos, en la histeria que lo envuelve por completo y en el frenesí de su proceder.

- Está drogado –digo a Jesús Domínguez.
- Sí. Estos yanquis están drogados. Viven drogados. Por eso atacan a los turistas. Ellos son extranjeros pero se han vuelto locales. Saben el horario de en qué los turistas deambulan solos, el horario de los contingentes, los identifican, los siguen, saben todos los movimientos del pueblo. Los he visto antes por acá. Suelen meterse en líos por los bares. A nadie le importa lo que pase con ellos. La policía ya está harta de meterlos tras las rejas y los pobladores solo los ignoran. Están un par de días encerrados y cuando se los deja libres vuelven a las andadas. La policía está esperando que finalmente llegue una orden para deportarlos y expulsarlo del país.
- ¿Qué hacemos ahora entonces?
- Nada. Esperar que venga algún policía, o simplemente los dejamos acá en el bar. Seguro el dueño del bar se encarga y lo entrega a las autoridades. ¿Tú estás bien?
- Sí, gracias. Si no fuera por tú ayuda tal vez no cuento la historia. Me has salvado de tamaño lío.
- No es nada. Justo volvía de trabajar.
- Mi nombre es Maximiliano Puig, ¿el tuyo?
- Jesús Domínguez, para servirte.

Tras darle un apretón de manos y despedirme enfilé hacia la puerta del bar.

- Oye, Maximiliano Puig, anda con cuidado por este pueblo pues eres turista, mucho no conoces y ya ves que hay sorpresas.
- Sí. Gracias.
- ¿Dónde te alojas?
- Aún no lo decido. Pensaba en un hostel, o tal vez en una hostería o albergue municipal.
- A esta hora no encontrarás nada de eso abierto ni que deseen registrarte para alojarte. Si quieres puedes quedarte en casa de mis padres. Allí vivimos ellos dos y yo, y hay lugar. Al menos hasta que consigas donde parar.
Acepté su oferta. Ya la noche caía sobre los cerros y el frío empezaba a posarse como un invisible manto sobre los objetos vivientes o inertes que posaban sobre la tierra. Aquella invitación a quedarme en casa de los Domínguez me caía como anillo al dedo. La riña había dejado mis nervios a la miseria. Necesitaba descansar y dormir un poco.

Así fue como conocí a Jesús Domínguez. Aquella noche cenamos en casa de sus padres y me quedé un par de días allí. Confraternizamos mucho, nos hicimos amigos de la vida, como ese tipo de conexiones que uno jamás imagina y de pronto suceden, y me sentí realmente compenetrado con la familia norteña. Jesús me contó que aquellos dos extranjeros eran oriundos de Texas y hacía dos años andaban vagando por distintas localidades aledañas. Se rumoreaba que había llegado en una avioneta contrabandeando drogas y que el avión falló y debieron abandonarlo en medio de la pista. Las pistas clandestinas de aterrizaje son algo común en el norte. La droga llega en pequeños aviones que descienden en pistas construidas por el hombre a la vera de los caminos vecinales. Llegan a tener entre quinientos y mil metros de longitud y en cierta época del año logran un gran tráfico clandestino y una exponencial criminalidad.

Jesús Domínguez pertenecía a la división fronteriza de la policía local, más precisamente al área narcóticos. De ahí que era bueno con sus puños y movimientos. Su instrucción policíaca le había conferido fortaleza y destreza para llevar a cabo una buena defensa personal ante los ataques y riñas. Además hacía inteligencia antidroga, lo que lo llevaba a ser un hombre clave para frenar el narcotráfico en la provincia. Al momento de irme de su casa le dejé mi dirección y mi número de teléfono, y nos despedimos como lo hacen dos buenos amigos que se conocen desde hace años.


Al cabo de un par de años, un día domingo por la mañana, tocan el timbre de la casa donde alquilaba. Tras espiar por la mirilla observo a un hombre parado al cual no reconozco. Pregunto quién es, pero no responde.
Abro con cautela la puerta, no sin dejar la traba enganchada, por si acaso es un asalto. Vuelvo a observar al hombre. Ahora lo reconozco. Es Jesús Domínguez. De su hombro cuelga un bolso, su cara está demacrada, su barba desprolija, y sus ojos vidriosos y perdidos como si intentasen encontrar un punto que se halla en fuga en algún lugar del espacio. Una constante excitación hace presa su cuerpo a cada momento. Está drogado.

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(Imagen: http://bruno-sensei.deviantart.com/art/Rowan-141144067 )


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Imperceptible (3)


Tras dar unas pitadas al cigarrillo éste logró prenderse por completo. Apoyando con suavidad sus labios contra el filtro la mujer desconocida esbozaba satisfacción en esa acción. Tras devolverme mi cigarrillo y agradecerme la gentileza se quedó parada, sin decir palabra alguna. Ahí estaba, rígida, inmóvil, como si fuese una estatua de carne y hueso que parecía no causar ninguna señal llamativa a nadie dentro del bar; sin embargo, a mí, me producía sensaciones huracanadas. De reojo yo observaba a su pareja, quien de manera distante y desinteresada solo se limitaba a observar por la ventana del local el constante pasar de los transeúntes por la vereda. Por un instante pensé que ambos no tenían conexión alguna, o bien a él le desinteresaba por completo el accionar de ella, o viceversa. Me resultaba rara esa escena. Enjugué el sudor de mi frente con un pañuelo y terminé de beber lo que quedaba en el vaso. En un cenicero ovalado, lleno de quemaduras y completamente tiznado, apagué el cigarrillo y me dispuse a marcharme.

- ¿Deseas algo? –le pregunté a la mujer tras levantarme de la silla.
- No, en absoluto –dijo a secas mientras continuaba dando pitadas lentas a su cigarrillo y no dejaba de observarme.
- Pues parece que sí –respondí- porque noto que me miras insistentemente y no te has movido de lugar.
- Tal vez –respondió ella. O mejor dicho, tal vez sí, tal vez no, después de todo ¿tú cómo sabes que yo te estoy observando de ese modo?, ¿acaso no será porque tú también lo haces? Por más que tengamos desarrollado cierto nivel de percepción no podemos nunca estar tan seguros que nos observan si nosotros no observamos también.

No supe que responder. Nuevamente enjugué el sudor de mi frente en el pañuelo. Su respuesta me puso más nervioso aún.

- Pues me ha resultado inevitable no observarte. Creo que ahora que lo mencionas ha sido mutuo. Solo que tú estás acompañada y yo estoy solo. Esa es una gran diferencia –expliqué.

Estaba comprobado: aquella mujer me incomodaba y en demasía. Tomé la mochila que llevaba conmigo y di el primer paso para irme. Afuera el sol achicharraba. Ya casi nadie caminaba por la calle, era hora de la siesta y la humedad hacía cada vez más insoportable el normal respirar. Busqué unas monedas en el bolsillo del pantalón, las necesitaba para tomar el colectivo.

- ¿Ya te vas? –preguntó ella.
- Sí, ¿por qué lo preguntas? –respondí.
- Tal vez porque me pareces alguien interesante. No abundan los tipos interesantes por aquí. Y aún no nos conocemos –sentenció.
- ¿Yo, interesante?, ¿y eso?, supongo que no deberías decirle algo así a un desconocido cuando tú pareja está a metros tuyos.
- No es mi pareja –repuso con holgura. Es solo un cliente y ya terminé con él. Me cansan los tipos aburridos. Tú no pareces aburrido.
- Pues sí lo soy –respondí.
- No lo creo. Más bien creo que eres tranquilo, algo soñador, y también un desgraciado, como muchas veces solemos serlo todos en alguna medida.
- ¿Desgraciado?, bueno, no estás del todo errada, algo de eso hay en mí. Tampoco es para hacerme cargo de toda la amplitud de significado de esa palabra, pero sí, puede decirse que muchas veces me considero un desgraciado.
- Pareces guardar algo –afirmó la mujer.
- No. O sí. En realidad todos tenemos secretos. Fíjate, no te conozco, no me conoces, estamos en este bar con olor a comida barata, lleno de vapores y sudores, y sin embargo mientras tú cliente espera en la mesa tú tienes charla con un desconocido al cual, como sin quererlo directamente, lo escudriñas a modo de arrancarle algún secreto, o encontrarle alguna fisura. Mis secretos no caen por fisuras. Hay algo bastante de hermetismo en mi personalidad como para que eso pase, señorita.
- Pareces más blindado de lo que suponía.
- Puede ser –respondí.
- Mi nombre es Rebeca D. –dijo ella.
- Un gusto, el mío es Maximiliano Puig.
- Eres, hermético y raro, Maximiliano Puig.
- Supongo que no más que tú –respondí cortando finalmente la conversación en seco.

Sus palabras revestían una rudeza única al momento de salir de su boca. Si bien no todo era acertado ella había dado en el blanco a cierta faceta de mi personalidad. Seguía sintiéndome incómodo. A su vez, su presencia captaba más mi atención al punto de percibirla como un gran magneto. Acomodé la mochila en mi hombro y esquivando a Rebeca D. caminé hacia la puerta del bar. Hacía demasiado calor. Los ventiladores de techo no lograban cumplir su función y las personas dentro del local masticaban y bebían en silencio, un tanto abotargados por el verano abrasador.

Al llegar a la puerta tomé el picaporte y tras hacerlo escuché nuevamente su voz. “No lo olvides, mi nombre es Rebeca D. Ya sabes donde puedes encontrarme cuando quieras hablar conmigo… Sé que lo necesitarás…”. Salí del local y no miré hacia atrás. Pero tampoco podía quitarla de mi mente. Pensé en primera instancia que sería una vulgar puta que se encargaba de levantar clientes en aquel bar, pero su apariencia no era la de una mujer de la calle, no, más bien sostenía rasgos refinados, una voz aplacada y dulce, y sus manos mostraban unas uñas esculpidas y delicadas que acompañaban delicadamente cada movimiento de sus dedos al momento de pitar el cigarrillo. Las putas no son así, me dije. O tal vez sí, y yo no había conocido a una tan refinada. Pero bien podría ser una acompañante profesional, de esas que uno puede encontrar a montones en catálogos V.I.P. o bien en listines de agencias de acompañantes que exponen a estudiantes universitarias o profesionales que esclavizan sus cuerpos en busca del dinero fácil para proseguir con sus carreras o vidas de modelo. De cualquier modo Rebeca D. aquel mediodía se encargó de alterarme el día.

Caminé las cuadras que separan el bar de mi trabajo con pasos lentos y largos. El calor era insoportable. Las ideas bullían dentro de mi cabeza. De vez en cuando se cruzaba alguna que otra persona fastidiosa por el calor, con los rostros de agobio y malhumor. Los colectivos deambulaban casi vacíos y casi todo el mundo ya dormía la siesta. Otros, como yo, recién se dirigirían a sus trabajos a comenzar una nueva jornada. De algún modo la alteración de aquel día había creado un eco molesto que repercutía con una molesta latencia en lo más profundo de mí. Esa estructura que edificaba los días de mi vida había sido alterada por una mujer desconocida, y aunque me sentía molesto y descolocado por ello, también debo admitir que me gustaba el viraje, pues me hacía sentir que era posible un cambio, una leve desviación a esa línea recta que modelaba los días de mi vida. Desde siempre tuve pánico al cambio. No es fácil cambiar, solía decirles a mis amigos. Los cambios pueden salir mal, entonces ¿para qué correr el riesgo? Y con esa corta amplitud mental me aferraba a lo que la rutina diaria me ofrecía. Imagino ahora que por aquellos días mi vida estaba sumergida en una especie de sueño placentero, sin alteración alguna, en el cual yo era un espectador más que un protagonista.

Al llegar al trabajo olvidé el encuentro del bar. Intercambié el turno con mi compañero de trabajo controlando el efectivo de caja, el número de facturas emitidas, alguna que otra novedad del día y nada más. Puse en off mi mente y solo me dediqué a vender, tal como lo hacía todos los días de mi vida por aquel entonces. Finalmente me olvidé por completo de Rebeca D., al menos por ese día.

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(Imagen: http://fuckyeahillustration.tumblr.com/post/626165740 )



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