Imperceptible (14)



Días después de haber estado con Rebeca D. poco a poco la vida se fue amoldando a mí. La ebullición que su presencia imprevista me había provocado se había casi disipado por completo y empezaba a formarse tan solo un recuerdo de aquel encuentro. Jesús Domínguez no volvió. Tan solo después de varios meses me llegaron noticias del departamento de policía indicándome que Jesús había sido identificado en una redada en el norte del país, junto a otras varias personas todas integrantes de una red de narcotraficantes procedentes de Bolivia. Era un telegrama simple, escueto, sin nada más que contener que un grupo de palabras comunicando una noticia amarga. Aquello me entristeció. Hubiera dado cualquier cosa por ver feliz a Jesús, por saber que de algún modo su vida se encaminaba y que aquello que lo flagelara durante tanto tiempo había quedado finalmente en el olvido. Pero no era así. Aquel pensamiento y deseo mío no escapaba de eso, un deseo, solo un anhelo. Jesús había caído una vez más en un hondo pozo del cual no le sería fácil salir. Tras leer aquel telegrama policial hice un bollo el papel y lo arrojé al cesto de basura. Encendí la radio y sintonicé un programa melódico que solían dar por las noches, en días laborales, a eso de las 20 hs. Una mujer, cuyo nombre nunca supe, animaba aquel programa. Me gustaba el tono de su voz. Me la imaginaba con suaves labios color rosa pálido y brillante, piel tersa, pelo lacio y negro y facciones duras pero bellas. Como si su belleza facial se librara batalla contra la dureza de rasgos y a su vez se ensalzara con la dulzura de su voz. Hablaba de temas varios, de cosas del corazón, de historias urbanas, de sentimientos. Por lo general los oyentes llamaban exponiendo sus pesares, o sus dichas. Agradecían al amor de su vida o bien llamaban con intenciones de encontrarlo, como si al realizar aquel llamado él o ella estuvieran justamente sintonizando en el dial aquel programa y se percatara de que su otra mitad estaba en su búsqueda. La mujer animadora instaba a que las personas llamaran en busca de amores, o bien que contaran sus dolencias o las razones de soledad que las afligía. A veces los llamados eran muy emotivos y lograban aflorarme lágrimas, tal como si yo, de un modo inexplicable, me pusiera en la piel de esas voces que contaban momentos vividos en sus propias vidas. También me imaginaba que yo era uno de los que llamaban y contaba lo que me sucedía con Rebeca D., pero inmediatamente rechazaba esa idea y me decía que aquello no era para mí, que era un necio en pensar así y que debía sepultar de una vez por todas aquella loca idea de ser “algo más” que un amigo para ella.
Mientras escuchaba la radio hojeaba displicentemente una revista de pesca. Solo observaba las fotografías y alguna que otra palabra de los titulares cuya tipografía fuera lo demasiado grande e importante como para llamarme la atención. Al cabo de un rato sonó el timbre. Abrí la puerta. Un hombre calvo y de rostro enjuto estaba parado delante de mí. Tenía apariencia norteña pero no estaba del todo seguro. Eran pasada las once de la noche. La pensión estaba en silencio. Sin embargo aquel hombre había ingresado al edificio de algún modo. Alguien le había abierto la puerta y ese alguien no era yo.
- ¿Qué desea? –le pregunté.
El hombre procedió a rascarse el mentón y siguió en silencio. Mientras, me escudriñaba con unos ojos perdidos y débiles, casi grises ya por la misma edad. Por un momento una sensación de tristeza me invadió como una ráfaga. No sabría decir por qué pasó eso pero esa sensación me causó una terrible angustia. Volví a preguntarle.
- Señor, ¿qué desea?
- ¿Usted es Maximiliano Puig? –preguntó el hombre calvo.
- Sí, soy yo.
- Señor Maximiliano Puig, disculpe usted el atrevimiento que me he tomado para venir hasta aquí pero necesitaba hablar con usted ¿Podría pasar? Es que estoy algo viejo y mis piernas me juegan una mala pasada con el dolor.
Accedí a la petición del anciano. Tras cerrar la puerta él se desplomó en una silla y yo me pregunté qué diablos estaba haciendo ¿Por qué dejaba pasar a un desconocido a mi casa?, ¿quién era aquel viejo? Me faltaban todas las respuestas y el anciano las tenía en su poder.
- Desea tomar algo?, ¿un café, un té? –pregunté servicialmente.
- Un té estaría bien.

Mientras llenaba la pava de agua miraba al anciano por el reflejo del vidrio de la ventana. Se lo veía arrumbado, tal como un viejo mueble sin lustre y abandonado. La intriga me carcomía. Pero debía ser paciente. Tras servirle el té lo abordaría con preguntas certeras. Sin embargo no hizo mucha falta. Tras prender la hornalla de la cocina y colocar sobre ella la pava el viejo habló.
- Veo que escucha el programa de radio de esa chica que es tan famoso. Yo también lo escucho. Me hace compañía de algún modo. A veces uno se aburre de estar siempre acompañado por la soledad. Digamos que pasamos a conocerla en demasía, tanto que ni nosotros ni ella nos sentimos a gusto. Pero ese programa radial es muy lindo. Además uno se imagina que del otro lado está esa chica, y que es hermosa y joven. Bueno, al menos yo pienso eso. Me reconforta pensar en la gente cuando es joven. Uno cuando llega a viejo se olvida muchas veces cual es el verdadero fin de vivir. Cuando se es niño o joven las metas parecen brotar de cualquier sitio y que todos los años que imaginamos nos restan por vivir serán pocos para tantas cosas por hacer. Sin embargo, cuando el ocaso de la vida va llegando, esas metas se van disolviendo, tal como la niebla bajo un nuevo sol, y solo queda la realidad, el día a día, como un hecho tácito y palpable del cual no se puede escapar. La realidad a veces es hereje para con nosotros señor Maximiliano. Míreme a mí. Mi realidad indica que estoy vivo, que puedo caminar, que aún puedo hablar cosas con bastante coherencia, pero no obstante ello me dice que mi cuerpo está demasiado viejo y cansado, que tengo un par de enfermedades que seguramente me llevarán a la tumba y que si tengo suerte podré vivir unos años más movilizándome por mis propios miedos sin caer en algún hospicio o albergue, olvidado por el resto del mundo. Ese espejo que la realidad me muestra no lo imaginé jamás en mi juventud. Todo lo contrario. Imaginaba días gloriosos, una vejez emotiva y cargada de afectos, rodeado de nietos y ¡hasta bisnietos!, ¿por qué no? Pero no ha sido así. En algún lado tomé mal la dirección. Doblé una esquina incorrecta o bien mi brújula se volvió loca y no me percaté de ello. Como los aviones y barcos, ¿vio?, cuando llegan a ese famoso triángulo. O tal vez algo completamente distinto: mi destino era el ser un solterón. Solo me quedaba un sobrino que era como un hijo para mí. Y ahora él tampoco está.
- ¿No?, ¿por qué?, ¿qué ha pasado con él? –pregunté al anciano. Me había causado mucha curiosidad como había terminado de hablar. Tal vez el tono cansino o bien su mirada más que triste.
- Ese es el motivo de mi visita mi querido Maximiliano Puig. Mi apellido es Domínguez, soy el tío de Jesús, que si no estoy errado él era su amigo. Y digo era porque él ha muerto.

Aquella noticia me fulminó como un rayo. En el rostro del anciano había un mar de penas. Un nudo trenzó mi garganta y mi pecho. No podía respirar. No lo podía creer. Si hasta hacía un par de meses Jesús había estado conviviendo conmigo, bajo el mismo techo, inclusive abriéndose y compartiendo sus cosas. El anciano con sus manos temblorosas me escrutaba con la mirada. Sus ojos grises me recorrían lentamente. A través de ellos pude imaginar el paso del tiempo y de la vida, y ver esa aceptación que finalmente uno consigue ante las tragedias de la vida. Seguramente él había sufrido bastante por la muerte de su sobrino. Al menos eso me decía su proceder. Lo confirmaba su mirada y el movimiento nervioso de sus labios. Entristecí. No pude evitarlo. Nos quedamos en silencio por unos minutos. Solamente la radio se escuchaba rellenando todos los rincones de la habitación. El sonido suave y dulce de la voz de aquella misteriosa mujer nos acompañaba en el luto presente.

Con una mano temblorosa el anciano tomó la taza de té y lo sorbió despacio. Él y el tiempo se movilizaban meticulosamente tal como si ambos supieran de antemano que ante los antojos arrojadizos del destino no hay solución humana ni temporal posible.
- Perdóneme Maximiliano por venir a comunicar esta noticia de este modo. Pero no sabía de qué otro modo hacerlo. Usted sepa entender que me ha costado mucho localizar su dirección y hallarlo. No es fácil para mí llegarme desde Jujuy a mi edad. Sin embargo algo me decía que debía de hacerlo. Por algunas cartas de mi sobrino supe cuánto él lo apreciaba. En sus frases, en los remates de los párrafos, en cada rincón de las cartas se esboza un cambio en su vida, un nuevo fluir, algo distinto a esa oscuridad en la que se había sumergido. Y usted, amigo mío, fue quien le tendió una mano para que eso fuera posible. Yo amaba a mi sobrino. Lo vi crecer. Fui partícipe activo de su infancia y prometí a mi hermano que cuidaría de él cuando la muerte lo llamara. Mi hermano murió al poco tiempo que usted volvió de Jujuy. Jesús sufrió mucho por su muerte. Yo intenté hacer que el espacio dejado por mi hermano fuera lo más chico posible sin que todo su esplendor decayera. Algo habré hecho bien me supongo. No obstante al enterarme de la muerte de Jesús sentí que fallé drásticamente y aún hoy me lo sigo reprochando.
- No debería hacerlo. Si usted siente que hizo todo lo posible por su sobrino deje el resto en manos del destino. Ante eso nada puede hacerse –dije- Hoy he recibido un telegrama de la policía donde me decía que Jesús había caído en una redada por narcotráfico. Lo imaginé detenido en alguna comisaría o cárcel, pero jamás muerto.

Meneando levemente la cabeza y volviendo su mirada al piso aquel hombre se dejó caer finalmente. Unas minúsculas lágrimas comenzaban a aflorar de sus lagrimales y su rostro se volvía duro y gris. Quise comenzar a hablar, cambiar de tema, el aire a cada instante se tensaba más y se volvía irrespirable. Pero no pude. No tenía palabras. Finalmente él secó sus lágrimas con un pañuelo y habló.
- No lo sé amigo mío –dijo el anciano mirando el piso- no sé cuál es el límite que nos dice de qué lado queda lo que hacemos bien y lo que hacemos mal. Mientras más se acerca la hora de mi partida de este mundo menos comprendo muchas cosas. Es como si volviera a la niñez aceleradamente, tal como el cuento de Scott Fitzgerald, el de Benjamin Button, ¿lo ha leído?
- Sí, lo he leído.
- Pues así me siento a veces.
- Entiendo el punto –sostuve- no obstante no creo que sea justo para usted acarrear semejante culpa sobre sus espaldas en estos años de vida.
El anciano hizo un silencio y quedó pensante, tal como si mis últimas palabras estuvieran siendo evaluadas en un juicio, ante un tribunal invisible, capaz de dar en cualquier momento un veredicto final al que se le debía acatar sin cuestionamientos. Recogí la taza de té y la llevé a la cocina. Abrí el grifo, enjuagué la taza, arrojé el saquito usado a la basura. En la radio aún se escuchaba música y la voz dulce de aquella mujer. La imaginé por un instante a mi lado, mirándome tiernamente, acariciándome y ensortijando la terminación de mi cabello entre sus dedos. En silencio, ambos parados al lado de la mesada de la cocina, nos mirábamos como sabiendo que estas cosas pasan, que la vida es un misterio constante, que las personas que amamos o queremos hoy están y mañana tal vez no. En aquella imagen me sobrevenían ganas de besar a la mujer. De tomarla por la cintura y atraerla fuertemente hacia mi cuerpo. Apoyar unos grandes senos que mi mente dibujó en contra de mi pecho y percibir su aliento, fresco como la menta, adentrándose en mi boca. Mientras, yo la observaba. Recorría el brillo de sus labios y el destello fugaz de sus ojos. Increíblemente aquella visión me hacía sentir en otro mundo, totalmente distante del que yo habitaba. Libre de dolor y de penas, libre de ausencias y pérdidas. Un mundo en donde yo era importante y nada se tornaba gris. Donde la música y las palabras eran adornos hechos a medida que decoraban a la perfección las vidas de los seres humanos. En ese mundo imaginario me encontraba junto a la mujer de la voz dulce, la mujer que habitaba dentro de una radio a transistores y contagiaba de vida mis noches.

Al volver en mí me dirigí al comedor. El anciano se había dormido. Una respiración débil y entrecortada se escuchaba trabajosamente salir desde el recorrido largo y penumbroso que ofrecían sus pulmones. Tomé una manta y lo tapé. No se despertó. Cerré la ventana y al hacerlo observé cómo de fondo unas nubes grises comenzaban a tapar estrellas y luna. La noche, como cómplice de todas las historias que se viven debajo de ella, parecía guardar luto también. Tal vez en algún lugar del infinito cosmos Jesús Domínguez estaría sentado, observándonos y pensando cuando sería el momento para que su tío y yo estuviésemos a su lado. Pronto Jesús, pensé. Pronto será el día –volví a pensar- porque aquí los días pasan lentamente pero en tú cielo pasan tan veloz como el rayo, tan rápido como la luz de la luna sobre todos los seres vivientes.


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Imperceptible (13 - canción)



Mientras pensaba en el capítulo 13 de esta historia, "Imperceptible", escuchaba esta canción de Leo García y Gustavo Cerati y me imaginé la canción adecuada para el capítulo: "Tesoro". Además es una forma de acordarme de esas letras increíbles de Cerati... un verdadero genio.

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Imperceptible (13)




Después del largo abrazo nos recostamos en la cama. Ella mirando hacia el este, yo al oeste, como si dos flechas invisibles indicaran la dirección que los cuerpos debían de tomar para no equivocarse, para que un choque no se produjese. Al poco rato escuché su leve respiración romper el silencio de la habitación. La madrugada, agitada por el viento y las hojas, parecía no hacer caso al momento que sucedía en nuestras vidas ¿Preguntas?, sí, muchas, agolpándose en mi cabeza, no obstante decidí dormirme y así lo hice.

Ya de mañana desperté primero que ella. Eran cerca de las diez. Apenas abrí los ojos pensé en Jesús Rodríguez. Seguramente estará durmiendo, me dije. Pero no. Jesús no había llegado. Realmente era extraño pues él nunca se ausentaba sin antes decírmelo o llamarme al teléfono. Supuse que habría pasado la noche en casa de alguna mujer, o bien en algún sitio donde la pasara bien. No me quitaron más tiempo aquellos pensamientos y me enfoqué en preparar el desayuno. Corté unas rebanadas de pan del día anterior y las puse a tostar, calenté la pava y cebé el mate. Tomé un pote de miel y otro de mermelada de duraznos de la heladera y con todo aquello organicé una bandeja para llevar al dormitorio. El día se mostraba benigno, aunque gris. Nubéculas gris oscuro y alargadas recorrían el cielo displicentemente. La hojarasca se había amontonado en los esquineros de los edificios y casas, y de vez en cuando se eleva jugando con algún resabio de viento que soplaba. Parecía estar fresco. Rebeca D. despertó al rato. Me observó con un dejo de extrañeza a través de los mechones de cabello que le caían sobre sus ojos. Tras reconocerme esbozo una bonita y amplia sonrisa.
- Eres única –le dije al mirarla.
- ¿Sí?, ¿te parece? –me respondió y mientras lo hacía se sonreía nerviosamente haciendo gesticulaciones risueñas.
Haciéndome un gesto caí en la cuenta que yo estaba con el mate en la mano, cebado, y sin convidar. Lo tendí hacia ella y también le ofrecí una tostada untada con mermelada. Mientras tomaba el mate miraba por la ventana. Ella se veía increíblemente bella. La mañana se presentaba irreal, distinta a muchas que yo pueda recordar. Como esas mañanas en la que despiertas y el mundo parece más colorido, más alegre, totalmente dispuesto para nuestro uso a piacere.
Hablamos de cosas mundanas, nada importantes. No se tocó tema alguno que nos comprometiera. Yo sabía que ella conocía a Jesús pero tampoco se lo mencioné. Él seguía sin aparecer. Pasado el mediodía la invité a almorzar y fuimos caminando hasta el restaurante. Aquella caminata fue muy placentera. Me sentía feliz de estar en su compañía y a la vez tenía mucha intriga por el real motivo de su acercamiento a mí. Creo que ni ella misma lo sabía. Sin embargo ninguno era invisible para el otro. No. En esos días ambos nos teníamos muy presentes, aún sin saber el porqué de ello. Mientras caminaba sonreía constantemente. Tal como lo hacen las mujeres cuando gustan de un hombre o están perdidamente enamoradas. Pero nada de eso había. Supuse que ella era así, que su personalidad contaba con aquella bella sonrisa de manera permanente y que bien bonito le sentaba. Como una persona realmente simple y librada de cualquier tapujo me acompañó todo el camino al restaurante haciéndome olvidar día, hora y tiempo ¿No era increíble? Pues sí, lo era.

- ¿A qué sabe hacer el amor cuando no hay amor? –me preguntó apenas faltando un par de cuadras para el restaurante.
- A nada –respondí yo.
- Sí, a nada –dijo ella mientras su rostro se opacaba rápidamente.

Esa pregunta había roto el silencio que nos rodeaba como un cuchillo filoso desgarra la carne al entrar. De repente la bonita sonrisa de su rostro se borró y pensé por un instante que la pregunta estaba asociada a viejos recuerdos, tal vez dolorosos, que por astucia y malicia le habían sobrevenido.

- Es que yo no siento nada si lo hago sin amor –volví a decirle retomando el tema. Es como hacer un trabajo repetitivo, un accionar mecánico, o algo por el estilo. No me deja nada. Trato de que jamás pase pero tampoco puedo escaparle a algo que suele tendernos una trampa. Algunas veces podemos ser el sujeto y otras el predicado. Depende de la posición y de la acumulación de amor en la pareja. Creo que es más doloroso para quien lo acciona sin sentir y miente en la situación. Salvo que ambos estén en común acuerdo y de antemano coincidan en acostarse y copular sin importarles el sentimiento.
- Yo no haría el amor sin amor –dijo ella aún con su mirada perdida.
- Pues eso habla bien de ti y del respeto por tus principios e ideales. Si para ti es lo correcto, si tú visión del amor y el sexo apunta a esa postura me parece correcto que no lo hagas. De lo contrario te sentirías traicionada por ti misma.
- Es que ese es el punto, Maximiliano.
- ¿A qué te refieres?
- Hace unos meses conocí a alguien. Fue un flechazo, un impacto certero, algo que a ambos nos atrapó en una vorágine cargada de vértigo de la cual era imposible escapar. Lo conocí en una reunión de amigos. Nos presentó una amiga en común. Al principio fueron cruces de miradas cargadas de charlas, sonrisas frenéticas y halagos. En pocos días nos acostamos. Comenzamos a acostarnos varias veces en el día. Yo lo deseaba. Él me deseaba. Teníamos un sexo rico, exquisito. Me sentía una verdadera mujer. Con solo verlo mi sexo se enloquecía y mi cabeza revolucionaba. Me enamoré en tiempo record. Estaba atolondradamente perdida por aquel hombre. De repente me sentía el centro del universo para alguien y notaba que todo mi cuerpo también enfilaba a sentirse así. Pero un día tras hacer el amor se levantó de la cama, se vistió y diciendo solo un corta frase hizo explotar todo aquel universo que yo había construido en torno a él.
- ¿Qué fue lo que te dijo? –pregunté.
- Dijo: “hoy es el último día que te veré” y tras cambiarse cerró la puerta y nunca más volví a verlo. Yo estaba desnuda, recostada de lado mirando hacia la ventana observando como la luz del día comenzaba a entibiar la habitación. Cuando escuché aquella frase me sonreí, pensé que me lo decía en broma, jamás imaginé que aquellas palabras fueran ciertas. Además no tenía por qué ser así. Al escuchar que la puerta se cerró un sobresalto me avasalló. Me incorporé en la cama y caí en la cuenta que no se había despedido. Siempre al irse me daba un diminuto beso en la cintura, pero aquel día no lo hizo. Entonces la frase se apoderó de mi cabeza. Al principio luchaba en contra del pensamiento pero pasando las horas se volvía más y más tedioso. Y sucedió. Las horas pasaron, los días pasaron, y de él no tuve noticias. Sentí una absoluta desesperación. Yo, la mujer que era muy solicitada por los hombres, ahora estaba sola y abandonada. La palabra abandono y soledad encajaban a la perfección para describir aquel momento. Pero no en mi cabeza. Me deprimí. Iba al bar, tomaba café, charlaba con mis clientes, trabajaba, pero todo lo hacía mecánicamente. Nada me llenaba. Era como una taza de café caliente que abruptamente la chocaban y derramaba todo el calor contenido por doquier, sin miramientos, quedándose casi vacía.
- ¿Y qué pasó?, ¿lograste salir de eso?
- Sí. Al principio me sentí el ser más vacío e invisible que existía. Los días se pasaban como se los arranca de un taco calendario. No lo exteriorizaba, al contrario, ocultaba como me sentía. Aunque supongo que quienes me querían de verdad podían observar que algo en mí no brillaba. Creo que él era mi arquitecto. Que me había construido a su manera. Era como una obra perfecta que a punto de ser inaugurada de repente fue abandonada. La obra, ahora llena de malezas y abandonada, solo era habitada por la soledad y el recuerdo de lo que podría haber sido. Sentí por primera vez en mi vida que había una nueva manera de ser imperceptible y era una muy dolorosa. Me encontraba con un interior dolido, abandonado, usado, ultrajado, y con un puñado de planes e ideas echados por el piso. Pero claro, yo pensaba eso. Él, no.

Llegamos al bar y nos sentamos en la mesa que ella solía sentarse. El mozo nos reconoció y con una sonrisa nos dejó la carta. Solo pedimos café. Creo que con un pequeño gesto agradecí que le haya dado la dirección de mi domicilio a Rebeca D.
- Creo que para los hombres solo soy un lindo cuerpo y una cara bonita –dijo.
- Creo que te subestimas –respondí. Además de eso que dices, y que es cierto a simple vista, hay una mujer inteligente y de principios que lo sostiene.
- Entonces será que la otra parte de mí aún está en letargo –comentó incrédulamente. No logro que despierte. Está sumida en un sueño invernal.
- No creo que sea así. Más bien diría que está expectante. Y tampoco diría que eres imperceptible. Para mí no lo eres. Me resultas atractiva y no solo físicamente, también tú personalidad me atrae.
- No me acostaría contigo –me dijo con melancolía y cortando mí comentario.
- Ya lo sé –respondí. No estás enamorada de mí.
- No. No te veo con esos ojos.
Aquella frase me perforó el pecho.
- Tampoco yo –mentí.

Salimos caminando despacio del bar y al llegar a la esquina nos despedimos con un breve abrazo.
- Sabía que por algo debía buscarte. Me hizo bien hablar contigo. Siempre todo el mundo me busca para contarme sus cosas, sus males, sus amarguras, todo lo que la vida les hace para que no sonrían, mientras que yo jamás contaba nada a nadie. Siempre me he guardado lo que me hace mal o me duele. Supongo que algo hizo clic interiormente y como por arte de magia apareciste ¿Será que estaba escrito en nuestro destino?
- Seguramente –respondí.
- Me parece lo mismo.
Volvimos a un intervalo de breve de silencio.
- El primer día que te vi en el bar te dije que me parecías un tipo interesante, ¿lo recuerdas?
- Sí.
- Bueno, sigo pensando lo mismo. No eres invisible para mí. No. Eres importante. Sí, esa palabra es bien usada en ti. Importante. Es lindo ser importante para alguien, ¿no crees, Maxi?
- Lo es –dije entre dientes.

Con la sonrisa a flor de labios, se acomodó la cabellera, sus cabellos brillaron al sol y su blusa se ondeó al viento. Su pecho, firme y abultado, dejaba escapar sensualidad ante los dos botones que no sujetaban la parte superior de la blusa. Una oleada de sensualidad y seducción me abordó. Sonreí tontamente. Un pensamiento de hombre crédulo me recorrió rápidamente. Con un beso en la mejilla se despidió y se alejó calle arriba. Aquella tarde, en las postrimerías del otoño, decidí no ir a trabajar. Volví a la pensión y me encerré en la habitación. Solo e invisible.


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(Imagen: http://treeinabox.blogspot.com/2010/02/i-think-youre-crazy.html )
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Imperceptible (12)





12


Era de noche aquel domingo. Me encontraba cansado y decidí dormir temprano. Pocas estrellas en el cielo, un viento fresco, Jesús no se encontraba en la casa, todo se daba para que me desparramara entre las sábanas e invocara el sueño. Pero entonces me despertó el ruido de piedritas que chocaban contra la ventana.
Al principio escuchaba los golpes sin saber desde donde provenían, es más, hasta pensé que sería alguna que otra hoja que el viento impactaba contra la ventana. Pero no, eran piedritas. Al abrir los ojos observé por unos instantes la ventana y efectivamente, pequeñas piedritas golpeaban contra el vidrio. Aquello me hizo recordar mi adolescencia, cuando por las noches tenía deseos de salir y mi madre no lo aprobaba. Entonces era mi padre el que con un gesto me daba la autorización. Eso me ponía feliz, pero no era una felicidad plena. El hecho de que mi madre siempre tuviera una negación para mis actos se había convertido en mi cruz, en algo que dolía y terminaba volviendo opaca cualquier cosa que pudiera dar brillo a la relación primaria que nos vinculaba. Los hombres solemos mimetizarnos más puramente con la figura materna. Es como una lámina delgada y pegajosa de la cual no se puede zafar, de la cual no hay elección posible, es así, se manifiesta así, y estamos de acuerdo que así sea, y lo disfrutamos asintiendo. Ella lo sabía, y tal vez por ello hacía uso abusivo de ese hilo invisible que nos unía. Ella sí sabía cómo hacerlo. Siempre lo hacía. Sabía a la perfección cuales eran mis puntos débiles, donde se doblegaba mi carácter, en que esquina de mi subconsciente yo olvidaba la señalización de parar y entonces, implacable, caía encima de mí, sin contemplaciones, a veces sin piedad, incrustando algo punzante e invisible en la llaga dolorosa que se produce en la personalidad. Siempre presentí que tenía una especial animadversión contra todo aquello que a mí me diera placer y felicidad. Mi padre, en algún punto, supongo que sabía de la existencia de esos modos de mi madre hacia mí; no obstante jamás hizo nada para remediarlo. Siempre estuvo parado en la vereda de enfrente, observando, escudriñando como la vida de los demás seres que conformábamos su familia transcurría ante sus ojos sin casi ser participe en ninguna acción importante.

Me acerqué a la ventana. Tenía frío. Ese sueño liviano, el primero que siempre sobreviene, había bajado mi temperatura corporal.

- ¿Maxi?, ¡¿Maxi?! -decía una voz en la calle. Me costó reconocerla pues solo la había escuchado una sola vez en mi vida.
- ¿Sí? -dije aún dormido.
- ¿Quieres bajar un minuto?, necesito que hablemos -dijo la voz.
- Bajo -respondí.

Vistiéndome casi a tientas, con mi cabeza aún liada y sin entender lo que estaba pasando salí de la habitación. Necesitaba ordenar ideas pero me resultaba casi imposible. Los pocos pasos que me separaban de la puerta de entrada me resultaron por demás abrumadores. Sentía como si me deslizara sobre un manto de niebla y mi cabeza, totalmente perpleja, se mantenía sumida en un murmullo ininteligible que impedía la gestación de pensamientos.

Abajo, en medio de la calle, Rebeca D. estaba parada con sus brazos en jarra arrojando piedritas a la ventana de mi habitación. Su voz era suave, decidida, eso la hacía un tanto especial. Si bien el sonido de su voz me resultaba familiar yo pensaba que hacía años que lo había escuchado. Me llegaba como un recuerdo lejano. Seguía arrojando las piedras a la ventana y pronunciando mi nombre, yo la observaba en silencio. En un punto no me interesaba por qué lo hacía, o cómo me había localizado, no, más bien estaba agradecido a la vida por permitir que aquella mujer estuviese cerca de mí. Al acercarme la vi más bella que como la recordaba. Sus cabellos meciéndose suavemente bajo el viento nocturno, la luminosidad de sus ojos jugando con las luces de la calle y sus facciones que encajaban a la perfección en mis gustos femeninos, le otorgaban un toque especial, refulgente. Me detuve frente a ella, en medio de la calle, ningún automóvil pasaba, nadie caminaba, solo éramos ella y yo. Yo y ella.

- No te alarmes. Creo que me recuerdas. Soy yo, Rebeca D., la chica del bar.
- Sí, sé quién eres -acoté.
- Te preguntarás porqué estoy aquí.
- No. Me pregunto cómo es que has dado con la dirección de mi casa.
- Simple –respondió ella- El mozo del bar me la dio.

Idiota, me dije. Claro, el mozo, era obvio, una respuesta simple, un idiota grandilocuente.

- ¿Qué quieres? –pregunté.
- Es complicado. Intentaré ser lo menos complicada posible y breve.

Tras decir aquello algunas luces de los edificios vecinos se apagaron por completo, solo quedaron las luces de la calle, tal como si al mundo no le interesase escuchar los motivos complicados que Rebeca D. tenía para darme. Acomodaba su pelo detrás de la oreja. Tragaba saliva y una diminuta mueca se dibujaba en la terminación de sus labios. Sus manos, delicadas y de dedos largos y finos, se movían con espasmos de nerviosismo. Aun así era increíblemente delicada, suave, capaz de acaparar la atención de cualquier hombre en cualquier sitio del mundo. La oscuridad de la calle se cernía sobre nosotros. El viento se había vuelto bastante fresco y no cesaba. Las hojas, como cómplices no invitadas a la reunión, se mostraban hostiles volando de un lado al otro, estampándose contra las paredes y ventanas del vecindario.

- Desde el día que te vi en el bar me pareciste un hombre peculiar. Te lo dije ese mismo día. Sin embargo noté que huiste y eso me incomodó. No te vi más por ahí. Comencé a pensar en aquel día y algo, no sé por qué, me decía constantemente que necesitaba acercarme a ti ¿Crees en las percepciones, en las premoniciones?, bueno, sea cual sea tú respuesta o pensamiento al respecto es algo como eso lo que me llevó a preguntarle al mozo el lugar donde vivías y es el motivo que hizo que haya venido hasta aquí esta noche. No puedo decirte a ciencia cierta porqué estoy parada ahora frente a ti como una loca sin demasiados argumentos explicativos. Pero sí puedo decirte que algo muy fuerte dentro de mí me dice que estoy haciendo lo correcto.

Una fuerte oleada de viento arremolinó la hojarasca, la elevó unos centímetros del suelo, y nos causó un terrible escalofrío. Tomé a Rebeca D. de un brazo y entramos a la pensión. No dijo nada, tan solo caminaba a mi lado como un niño que es reprendido por sus padres. Preparé café, coloqué unas cuantas galletitas dulces en una bandeja y le serví. Sorbía despacio, con gracia, hipnotizada por el vapor que emanaba desde la superficie del líquido negro. Todas las acciones se sucedían sin diálogo. Solo alguna que otra onomatopeya suave y miradas, muchas miradas. De vez en cuando diminutas sonrisas salían de sus labios. Me extrañó que Jesús no llegara pues eran más de las tres de la madrugada. Pensé que seguramente estaría en algún pub o con alguna mujer. Agradecí que no encontrara a Rebeca D. en la casa pues seguramente no lo tomaría de la mejor manera. Sintonicé la radio. Un programa con música de los ochenta sonaba y un locutor que arrastraba las palabras recitaba poemas para enamorados.

- Creo que sé por qué estoy aquí –dijo Rebeca D.
- ¿Te has dado cuenta ahora? –pregunté inquieto.
- Sí. Justo en este momento.

Volvió a sorber café e hizo una pausa pronunciada de silencio hasta hablar nuevamente.

- Creo que para ti no soy imperceptible –dijo.
- ¿Imperceptible?
- Sí, imperceptible.
- Pero… yo no creo que seas imperceptible para nadie, al contrario, eres bella, atractiva, con aire de persona inteligente, con modales femeninos bien marcados, no creo que seas imperceptible ni a hombres ni a mujeres –respondí.
- Ya lo sé. Sé que me miran por todo eso que has detallado, sin embargo nadie me ha mirado como tú lo hiciste en el bar. Así, como si vieras más allá de todo eso. Esa mirada tuya fue más allá de mis barreras, atravesó todos los muros de contención que forjo desde que comienzo el día hasta que me acuesto y los derribo. Tal vez para ti no sea nada de otro mundo, o ni siquiera te percataste de ello, pero tú modo de mirarme me hizo sentir observada de un modo único, Maximiliano.

Su sonrisa se acentuó por un instante y luego volvió a suavizarse. Yo la observaba sin decir una palabra. Acomodaba aquellas palabras suyas en mi cabeza y las intentaba procesar. Después de todo yo también sabía lo que era sentirse imperceptible para el resto del mundo e imaginaba lo glorioso que debía ser sentir que para alguien eres distinto, tal vez único, totalmente visible e importante. En la radio ahora sonaban canciones melódicas, con notas tristes y alargadas. Caminé hacia Rebeca D. y la abracé. Ella también me abrazó fuertemente.

- La imperfección de este mundo hace que la música suene –dijo ella. En un mundo imperfecto como este las cosas pueden volverse perfectas. La música. Lo que la música genera en nosotros. En un mundo perfecto el aire no vibra, se mantiene perfectamente estable. Sin embargo prefiero la imperfección aunque haya veces que la odie.
Todas aquellas palabras me las había dicho al oído mientras estábamos abrazados. La tibieza de su cuerpo me serenaba, me transmitía una paz única. Con la música de fondo observaba el mecerse de la copa de los árboles a través de la ventana. Afuera las hojas sin destino iban de un lado a otro sin importarles donde caerían. Adentro, aún fundidos en un abrazo, Rebeca D. y yo tampoco sabíamos nuestros destinos, y menos donde caeríamos.



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Imperceptible (11)




11


Cada uno pidió un café casi indicándolo con reverencia al mozo. Se sostenían las miradas sin decir palabra. Sin embargo se entendían por demás. Parecían conocerse desde hacía tiempo y jamás nadie pensaría que lo hacían de solo una vez de haberse visto. Sorbieron lentamente un café aguado, pálido, y bastante azucarado. El viejo regordete ahora estaba sentado al fondo del bar. Acurrucado entre sus hombros contemplaba a la joven pareja. Parecía encogerse y a su vez mover lentamente su cabeza en un gesto de negación, de no compresión. Un gesto imperceptible para todo el mundo pero lleno de significado para sí mismo. Siguió sorbiendo café. Ya no los miró más. No le importaba cuan perdida y desauseada estaba la juventud ¡al diablo aquel vano consejo al joven estúpido!, se dijo.

Se escrutaron con la mirada por largo rato. Los ojos de Rebeca D. mantenían un fulgor especial que irradiaba tibieza. Tras beber los cafés ella encendió un cigarrillo, él le convidó fuego. Las manos, como si de una ceremonia se tratase, se cruzaron en el aire grácilmente, sin romper aquella comunión, tan solo acompañando la escena.

- ¿A qué te dedicas? –preguntó Jesús sin dejar de mirarla ni por un instante.
- He venido en colectivo –comentó ella desviando la conversación- y tras pasar por una plaza he visto a una joven sentada. Sus manos posaban en su falda. Tenía la mirada abstraída. Los gestos rígidos. Sin embargo una sonrisa leve parecía aflorarle. En la parada de la plaza, mientras el motor del colectivo bramaba impaciente mientras los pasajeros descendían, me he puesto a observarla. Por un instante me pareció percibir que asistía a algún evento especial, en un mundo paralelo, sin importarle nada de lo que la rodeaba. Ese equilibrio con todo lo que a su alrededor conformaba el mundo que la mantenía en contacto con la vida me fascinó. Por un instante tuve deseos de bajar corriendo y caer arrodillada delante de ella y observarla. No dejar de observarla. Presenciar cómo sus pupilas dilatadas y perdidas reflejaran algún vestigio de un mundo distinto, incapaz de tener violencia, ausente del egoísmo y la hipocresía, lleno de distensión y paz. Pero no lo hice. Me quedé como atada al asiento. En silencio.
- ¿Y por qué no bajaste del colectivo?
- No lo sé. Por un instante sentí que un enorme atlas me sujetaba de los hombros y me lo impedía. Pero esa es una respuesta fantástica, ya lo sé, pero así se sentía.

Volvieron al silencio por un instante. Ella, Rebeca D., fumaba nerviosamente y arrojaba las cenizas en el cenicero de lata.

- ¿Sabes? Mientras miraba a esa chica sentí un arrebato fugaz de envidia. Deseé por un instante sentirme así, distante, lejana, sin necesidad de nada, tan solo conectada a mi yo interior y elevada a un plano etéreo rodeado por la tibieza del sol. Por un instante me reprendí mentalmente por ese pensamiento, pero inmediatamente lo deshice. Anhelé, tal como nunca antes lo hice, un intervalo de tiempo para mí, viéndome distinta, en otros lugares, siendo otra persona yo misma.
- Sé de que hablas –dijo Jesús tomándole la mano sobre la mesa. Ella no la quitó, jugó con los dedos de él al primer contacto.
- Tuve miedo.
- ¿Miedo a qué? –preguntó él.
- Siempre he pensado que yo pertenecía a la parte fuerte del mundo. A esa mitad, o menor porcentaje, que está del otro lado del muro. Que no teme, que ve más allá, que ayuda, que protege, que ama sin pedir amor, que se esperanza. Pero al ver a esa chica me sentí terriblemente vulnerable, tal como si un agujero se hubiera abierto en el plano de mi consciencia y por él mirase un mundo cargado de errores e incoherencias. Eso me atemorizó. Volví a sentir el mismo tipo de miedo que cuando niña y algo me asustaba. Apenas el colectivo arrancó seguí con la mirada a la mujer. No se había movido ni un instante de aquella posición. Los rayos de sol comenzaban a danzar sobre su vestido y la copa de los árboles parecían formar sobre ella un perfecto domo verde que la protegía de todo.

Jesús tomó la mano de Rebeca D. entre sus dos manos. Recorrió sus dedos, los masajeo con movimientos suaves, tocaba el anillo que ella llevaba en su dedo meñique, lo sacaba y lo volvía a su lugar.

- ¿Alguna vez te has sentido así? –preguntó ella a Jesús.
- Sí –respondió él- hace mucho tiempo, mientras estuve encerrado en una habitación diminuta, aislado. Cerraba los ojos y pensaba en otro mundo, y atravesaba paredes y en esa libertad sentía una inmensa paz que me abordaba, un profundo perfume a flores, una acalorada brisa que me daba de lleno en el rostro. Al principio no sabía que había del otro lado, pero no tenía nada que perder pues el encierro, el silencio y el frío me confinaban a momentos de delirio y principio de locura.
- ¿Dónde fue eso? –preguntó Rebeca D.
- No tiene importancia. Lejos. Tan lejos que mi mente ni corriendo puede casi rescatar aquellos días. Mejor así. Enterrados, quitados de mi vida.

El murmullo dentro del bar había ido in crescendo. El humo de los cigarrillos se había estancado al metro de altura y ya la luz solar era dueña de gran parte de las sillas y mesas. Entonces Jesús, en un acto de arrojo, se acercó a la mujer e intentó besarla. Ella, con destreza, cruzó su mano derecha sobre los labios de Jesús y dijo: ¡no!

Solo esa palabra cortó el aire dentro del bar como si de una filosa daga se tratara. Jesús retornó a la silla y con su cara de un rosa pálido hizo un gesto de perdón. Ella asintió. Nerviosamente le sonrió.


Caminando por la calle, ya lejos del bar, Rebeca D. ajustó el cinturón de su cazadora y acomodó la bufanda al cuello. Un viento frío recorría las calles agazapándose en cualquier recoveco que le quedara a mano. El sol, ahora altivo pero pálido como durante todo el día, no daba el calor necesario. En su mente aún revivía la escena de la chica en la plaza. La mirada penetrante. La visión ilusoria. Caminó hasta la plaza pero no la encontró. El banco estaba vacío. Decidió sentarse en él. Sin embargo nada especial parecía tener. Era un banco de plaza como cualquier otro, sin nada especial, que no producía ningún efecto en la visión ni creaba agujeros en la nada para atravesar a otro plano paralelo en el universo. Pero sí había un grupo de encantadoras palomas que caminaban tambaleándose al sol. Comían cada tanto pequeñas migajas del suelo y restos de semillas de los árboles que habían caído. Se movían asíncronas, sin temor, relajadas, inmiscuidas en su propio mundo. Entonces revivió la visión. Las palomas al igual que aquella mujer podían abstraerse y ser auténticas en un mundo que tal vez distaba años luz de este. Y se las veía bien, llenas de vida, ocupadas en lo que podían ver y hacer.
Acariciada por el sol de la tarde Rebeca D. cerró los ojos. Respiró una bocanada de aire frío y lo dejó recorrer sus pulmones. El aire, como conductor de vida, penetró en su cuerpo y lo revitalizó. Ella lo expulsó finalmente con una sonrisa. Sonreía como una niña que puede ceder su muñeca a una amiga y solo disfrutar del eco que esa acción le brinda para regodearse. Se sintió viva. Llena de una exquisita alegría, la misma alegría tal vez que muchos podían ver en ella y la cual ella ignoraba, porque le resultaba simplemente casi imperceptible.

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(Imagen: http://www.flickr.com/photos/39984035@N04/4827836683/in/set-72157621686623355/ )

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