Imperceptible (22)





22


Al llegar a la estación terminal de Río Cuarto yo estaba dormido. No era un sueño demasiado profundo, pero sí para mantenerme aislado del mundo vivo y de los pensamientos. Divaga en sueños cortos y alguna que otra pesadilla. Desperté cuando un movimiento brusco me sobresaltó. Era el chofer, con una minúscula sonrisa en sus labios, que me mecía para despertarme. Al bajar estiré las piernas y alongué como pude todo mi cuerpo. El aire se sentía puro y sublime. Sonreí. Estaba nuevamente en mi ciudad. Una sensación de nerviosismo y desesperación me corría como una centella por todo el cuerpo. Tomé entonces un taxi, el cual cruzó rápidamente la ciudad hasta llegar al barrio.

La primera sensación que tuve al llegar fue que el tiempo se había detenido. La sensación de nerviosismo había desaparecido. Ahora muy lentamente sentía distenderme y poco a poco los recuerdos fueron aflorando en mi mente hasta lograr reaccionar y entender que estaba nuevamente en el sitio que tanto echaba de menos. Pagué al taxista y observé como éste se marchaba a toda prisa atravesando la vieja calle de la alameda. Una nube de polvo lo perseguía. Los álamos, como guardianes atemporales, se mantenían erguidos y altivos tal como siempre los recordaba. Todo el mundo aún dormía. Ni perros se veían deambular. La luna de a poco iba desapareciendo ante la llegada del amanecer. Las estrellas daban paso a destellos anaranjados provenientes del horizonte. La vida comenzaba a insinuarse. A pocos metros de la casa habían empezado a construirse otras casas. El barrio lentamente se iba agrandando. Contemplé la despensa a lo lejos. La casa de Victoria. El frente de mi casa. Nada parecía haber cambiado. Sin embargo yo sentía como que una vida completa me había atravesado. Tomé la mochila, la puse sobre mi hombro, y entré a la casa. El olor del hogar es inconfundible. Lo absorbí por completo, disfrutando cada segundo lo que mis sentidos me comunicaban. Tomé un vaso de agua y me senté a la mesa. Apoyé la barbilla sobre mis manos, y éstas sobre la mesa. Contemplé por un rato la quietud del hogar. El silencio era un silencio distinto al que podía reconocer en cualquier otro sitio. La luz también lo era. Los primeros destellos solares ahora se filtraban dentro de la casa. Lo hacían como finos haces a través de las persianas. El canto de los primeros pájaros comenzaba a escucharse, y el murmullo del río de a poco inundaba toda la estancia. Minúsculas partículas de polvo flotaban en el ambiente. Algunas caían muy despacio sobre la mesa, tal como si tuvieran un paracaídas atadas a ellas. Un brinco de felicidad pareció dar mi corazón. Tomé un baño, me cambié de ropa y decidí visitar a la vecina de la despensa. Al pasar por frente de la casa de Victoria tuve la misma sensación de soledad que antes de marcharme. Era una sensación semejante a la que me producía mi madre cuando la descubría espiándome. Sin embargo nadie me observaba desde la casa de Victoria (al menos eso creí siempre).

La vecina de la despensa se alegró de verme. Me puso al tanto de las noticias barriales y sobre los vecinos. Me hablaba de gente nueva, de cambios en la ciudad y otros menesteres alusivos a la vida en sociedad. No me atrevía a preguntarle por Victoria, pero no hizo falta. Me contó que la había visto venir al barrio un par de meses después que yo me había marchado. Que entraba a la casa y salía al rato y no volvía pasados varios días. No había vuelto a la despensa ni había charlado con ningún otro vecino. Haciendo memoria la mujer recordó que Victoria parecía ensimismada, ajena a todo lo referido a la vida que antes llevaba. Eso le había causado un gran interrogante. Se había preguntado el porqué de aquel cambio pero nunca había logrado averiguarlo. Tampoco quiso meterse, dijo. Después de haberla visto por aquellos días no supo más de ella. La casa había permanecido cerrada desde entonces. Aquellas noticias me impactaron al principio pero luego me hicieron pensar en cuál sería el motivo por el cual Victoria no volvería a vivir en la casa. Se escapaba a todos mis análisis mentales. Tal vez había conocido a algún hombre y viviera con él. O se hubiera mudado de barrio, pero de ser así habría vendido la casa pues no era una mujer adinerada para soportar semejantes costos. O tal vez algo había pasado en su vida y la había llevado a huir de nuestras vidas y del barrio. No quise hacer demasiadas conjeturas. Volví a mi casa y me concentré en arreglar el jardín y el patio. Los frutales necesitaban un poco de mantenimiento y el césped había crecido muchos centímetros por las últimas lluvias. Pasé toda la tarde en esos quehaceres. Pero no podía quitarme de la mente el porqué de la desaparición de Victoria.

Mientras me concentraba en las tareas del jardín reflexioné sobre las personas que habían sido importantes en mi vida y en cómo ellas tarde o temprano terminaban desapareciendo o esfumándose. Parecía ser una regla inevitable en mi vida. Jesús, mi amigo, había muerto. Rebeca D. había desaparecido sin dejar rastro. Y ahora Victoria de un momento a otro parecía haber cambiado completamente, ausentándose definitivamente de mi vida. Me imaginé ser una especie de ser al cual nadie podía arrimársele por demasiado tiempo. Como si el mismo hecho de acercárseme trajera aparejada otra regla que rezara «no puedes permanecer más de X tiempo a su lado, ¡tómalo o déjalo!», en donde la X era la variable que inevitablemente me conducía a la infelicidad. Algunos acataban la regla y se compenetraban conmigo. Eran los menos. Tal vez los más selectos por la misma vida. Otros en cambio preferían pasar de largo y solo mezclarse de manera informal o superflua intentando, inconscientemente, no profundizar. Supongo que a todo el mundo debe pasarle algo similar. Que son los gajes del oficio del destino. Pero para mí era muy especial dado que se trató siempre de mi vida.


Yo no amaba a Victoria. De eso estaba más que seguro. O al menos eso siempre había pensado. Siempre me decía para mis adentros que no podría enamorarme de una mujer que me llevara tanta edad. Aunque supongo que apuntaba a la edad como punto más débil y no como el ojo del huracán. Usaba a la edad como la mecha detonante para salir huyendo y no como el problema en sí. Sin embargo dentro de mí no sentía ese amor nativo y poderoso que debía sentir un hombre enamorado. Después de pensarlo un tiempo reflexioné y caí en la cuenta que jamás antes había estado enamorado. Que Rebeca D. había sido para mí un oasis en medio del desierto, una ilusión sentimental que jamás había llegado a compenetrarse con mis sentidos. Me había preguntado muchas veces si estaba enamorado de ella, y me había respondido que sí, pero ahora pensaba que todo era fruto de una grandiosa obnubilación y que ello me había producido una profunda ceguera. Sí la había querido. También la había deseado. Pero solo eso. Sin embargo con Victoria había encontrado el placer sexual y la armonía espiritual que uno desea hallar en una mujer. Pero no así el amor. Por aquellos días creí que el amor no era algo para mí. Porque algunos vienen a este mundo a ser amados por muchas personas y otros, solo por unas pocas o por ninguna.


Me amoldé rápidamente a la vida en el barrio. En pocos días conocí a los nuevos vecinos y los demás, los más viejos, estaban felices de verme nuevamente viviendo allí. Había logrado reencontrarme con mi anterior vida, pero yo ya no era el mismo. Me parecía haber vivido muchos años fuera de aquel sitio y haber retornado con otro espíritu y una nueva manera de ver la vida. Me sorprendía a mí mismo al pensar y sentir aquello, pero era así. Todo el ovillo de problemas y negatividades que me habían impulsado a vivir otro estilo de vida se había esfumado, y ahora tan solo quedaba un vacío enorme cargado de serenidad en el cual podía ir reacomodando mis días según se me antojase. Sin embargo, la soledad no se había ausentado. Comenzaba a percibirla reptando a través de las paredes de la casa en las noches o en los ratos de mucho silencio. Decidí entonces que debía trabajar. Ocupar mi tiempo era una salida airosa para ganar la contienda. Compré el diario local durante varios días y sentado sobre el sofá remarcaba con bolígrafo distintos empleos que se ajustaban más o menos a mí perfil. No era que había dejado de atraerme la artesanía, pero lo tomé como una etapa ya superada en mi vida la cual se había cumplido más que a la perfección. Ahora era momento de otra cosa. Eso se desprendía de mis entrañas. Tal vez era hora de un trabajo más tranquilo y que se adecuase más a mis afinidades.

Mientras remarcaba los trabajos uno me llamó la atención. Era una vacante de empleo administrativo en una editorial de libros que había llegado con una nueva sucursal a la ciudad. Me pareció algo muy atractivo. Me hice a la idea que sería un gran trabajo. Algo completamente distinto a lo que había hecho en toda mi vida y que podría darme una rica oportunidad para inmiscuirme en el mundo de los libros. Tracé un par de círculos con la lapicera alrededor del aviso y guardé la página en el bolsillo del jeans. Esa tarde no hice nada en la casa y decidí caminar por la calle de la alameda. Caminé despacio reencontrándome con el lugar. Escuchaba el trinar de los pájaros, el susurro del viento, el murmullo incesante del agua del río corriente abajo. Me detuve un instante y me senté sobre un montículo de tierra prominente. Observé el curso de agua. Los rayos de sol se reflejaban sobre él y arrojaban destellos, tal como si fueran estrellitas doradas que nacieran desde las profundidades. Me sumergí en una especie de éxtasis y así permanecí hasta que el sol cayó y dio paso al anochecer.


Una pared de vidrio separaba un minúsculo escritorio y una bonita chica sentada detrás de él, de mi persona. Toqué el portero eléctrico y observé cómo la chica tomaba el teléfono.
- Editorial «Alianza», buenos días, ¿en qué puedo ayudarlo?
- Hola –respondí- venía por el aviso del diario sobre la vacante laboral.
- Bien. Espere un minuto por favor.
Un ruido seco, similar a un timbre, desactivó la traba de la puerta de vidrio y me dejó ingresar.
- Tome asiento señor. En un momento se lo hará pasar para tomarle sus datos. Tiene algunas revistas en el revistero que puede leer, o bien mirar nuestro video institucional en aquel televisor.
- Gracias –respondí.
La chica volvió a sumergirse en su computadora y yo me quedé relajado y en silencio. El ambiente era grande y espacioso. La luz natural entraba como si se tratase de un manantial que no presentaba obstáculos, y el silencio que reinaba en aquel sitio parecía de a ratos ensordecedor. Las paredes, prolijamente pintadas de color marfil, armonizaban con todo lo demás. Mientras estuve sentado me decía si estaba en lo correcto. Si realmente quería trabajar en un sitio así. Claro que solo era una entrevista de trabajo y que nada estaba asegurado, pero siempre en la vida existe una posibilidad que puedas tener suerte y lograr emplearte en un buen sitio. Tal vez ésta sería esa oportunidad. Al cabo de un rato la chica me habló.
- Señor, ya puede pasar. Suba por el ascensor a su derecha hasta el tercer piso. Al abrirse la puerta una señorita estará en un escritorio esperándolo. Con ella debe tener la entrevista.
- Muchas gracias –dije a la chica y enfilé hacia el ascensor.

Una vez que la puerta se cerró detrás de mí sentí un poco de claustrofobia en aquella caja metálica. Las manos me sudaban, la corbata parecía asemejarse a una horca y la cabeza me bullía. Estaba a punto de entrevistarme con alguien que me preguntaría las cosas clásicas de una entrevista laboral y que tal vez, si no tenía suerte, archivaría para siempre datos de mi vida en algún legajo digital de computadora. Me miré en el espejo del ascensor. Acomodé el nudo de la corbata, repasé mi cabello con las manos y me di un par de palmaditas en las mejillas. Logré serenarme. Otra vez un ruido seco, similar esta vez a una campanilla, anunciaba que había llegado a destino, el tercer piso. Lentamente la puerta metálica se abrió.
- Buenos días señor –dijo una chica de espaldas a mí.
- Buenos días –respondí.
Fue en ese instante, justo cuando la chica volteó y me miró a los ojos, que creía en el destino de las vidas. Justo cuando Rebeca D. fijaba su mirada en mí creí aquello.


(Imagen: http://www.flickr.com/photos/concrete4/4452982093/][img]http://farm5.static.flickr.com/4004/4452982093_a775619d36.jpg)
Leer más...

Imperceptible (21)



21



E
n el peregrinar de aquellos días acaparé un sinfín de recuerdos y vivencias. Solamente los anoté en el cuaderno interior de mi espíritu (del cual jamás se borrarían) y me prometí nunca olvidarlos. Después de casi dos años de deambular de un lado al otro, de conocer a cientos de personas y de disfrutar de paisajes maravillosos desperté un día pensando que ya era suficiente, que ya era hora de regresar. Fue lo más parecido a un llamado silencioso. Como si el ser que habita dentro de mí al despertar aquel día decidió susurrarme sus ansias de volver a mi antigua vida.

No me había deshecho totalmente del vínculo con mi ciudad. Me pareció importante no hacerlo, además sabía que tarde o temprano volvería. Cada tanto solía escribir alguna que otra carta a la mujer de la despensa. Le preguntaba por el jardín de mi casa, por los frutales, por la gente del barrio, por el río y también la calle que tanto me apasionaba. La mujer amablemente me respondía. Luego, yo retiraba sus respuestas en una sucursal del Correo Argentino en una de las ciudades patagónicas. A veces solía telefonear y hablar con ella. Pero era escueto, pues después de un par de minutos al teléfono comenzaba a acrecentarse una profunda congoja que lentamente me arremolinaba las entrañas. Odiaba que eso sucediera y entonces prefería casi no llamar. Ni en las cartas, ni en los llamados, me atreví a preguntarle por Victoria. Nunca la mencioné. No puedo definir con exactitud el porqué, pero creo que si me esmerara y lo intentara tampoco podría, pues supongo que no existe una respuesta exacta de mi parte a ese punto. No obstante, siempre la recordaba: una tarde de sol, un viento norte cálido, la calle surcada de álamos, y ella tan imponente y segura.

Regalé todas mis pertenencias a amigos artesanos. Cargué mi mochila solo con algunas pocas prendas y compré un boleto de regreso a Río Cuarto. Recuerdo verme observar el boleto con detenimiento. Recorrí cada letra de la las palabras «Río Cuarto». Me parecía increíble estar a punto de volver a mi lugar en el mundo. La emoción se sentía extraña. Era semejante a la que sentí el día que decidí marcharme e iniciar mi recorrido por la Patagonia. Es increíble como todo inicia y finaliza del mismo modo casi siempre. Como si fuésemos parte de un ovillo gigante del cual comenzamos a tirar de uno de sus extremos y llegamos al otro, y al haberlo acabado deseamos hacerlo una vez más, y otra, y otra. Siempre otra vez.

Partí una tarde lluviosa en la cual no hacía tanto frío. La terminal de colectivos estaba semivacía. Un par de taxis estacionados y nada más. Nadie me había ido a despedir. Lo prefería así. Después de un tiempo de andar por la vida aprendes que es mejor no aferrarte demasiado a los afectos, de lo contrario puedes salir sumamente herido. El colectivo salió puntual. Los primeros kilómetros los contemplé con la cabeza apoyada en el vidrio observando como las gotas de lluvia impactaban contra la ventanilla y se deslizaba hacia atrás como si se tratase de un melancólico llanto atravesando una mejilla. No me percaté cuando la lluvia cesó. Desperté en una de las paradas a medio camino. Unas cuantas luces de mercurio me cegaron apenas abrí los ojos. Sentí frío y cerré mi campera. Algunos de los pasajeros habían descendido. Otros permanecían dormidos. Decidí bajar y tomar una gaseosa. Tenía la boca reseca y las tripas se quejaban de hambre. La parada duró unos quince minutos. Al termino de ellos un hombre gordo y de pronunciada calvicie subió al volante y aceleró el colectivo indicando que era hora de seguir viaje. Acomodado ya en el asiento me dispuse a dormir. Pero no pude hacerlo. Comencé a divagar en pensamientos y a mirar las estrellas. Las nubes habían desaparecido por completo y de la lluvia casi no quedaban rastros. De vez en cuando se veían grupos de luces perdidas en el horizonte que seguramente pertenecían a algunos pequeños poblados. Me imaginaba a las personas que vivirían en aquellos lugares y que jamás lograría conocer. Personas que vivían sus vidas con la misma convicción que yo lo hacía con la mía. Personas que pisaban la misma tierra que yo pero que, por las reglas de la vida, jamás nos percataríamos de nuestras existencias. De haber tenido papel y lápiz en ese instante hubiese escrito alguna historia referida a las luces del horizonte. Hubiera comenzado con «érase una vez un lugar...» y solas las palabras continuarían contando una historia que seguramente se asemejaría a cualquiera de las vidas que residían en aquellos parajes. Es que las historias de vida son similares, y pueden llegar a serlo en demasía. Otras en cambio pueden ser casi únicas e irrepetibles. Y son esas las que tal vez uno atesora como si se tratase de objetos extraños o piedras preciosas ¿Sería la mía una vida así? Pensé siempre que no, y más en aquel momento. Mi vida me resultaba común, ordinaria, sin ningún tipo de brillo que la hiciera llamativa o importante para los ojos de otro ser humano.
No tenía lápiz ni papel pero sí tenía una mente completamente despejada a la cual no le era imposible imaginar y pensar. Durante un largo trecho de viaje imaginé distintas historias. Algunas de las cuales eran muy parecidas a la mía. Hasta inserté en ellas como protagonistas a Jesús Domínguez, a Rebeca D., a Victoria y también a Linda y su abuelo. Me sentía como un maestro titiritero que manipulaba sus títeres antojadizamente. Pero solo eran eso: historias que aparecían y se desvanecían en mi mente.

En un punto caí en la cuenta que todos dormían dentro del colectivo. Solo el chofer y yo estábamos despiertos. Afuera la oscuridad era una masa homogénea que lo acaparaba todo. Los árboles que se divisaban parecían convertirse en figuras fantasmagóricas, y las estrellas parecían estar rodeadas de un halo de humedad, tal como si estuviesen detrás de un vidrio empañado. Me pregunté si alguien en el mundo estaría en ese momento pensando en mí. Me resultó gracioso el pensamiento pero tenía cierto peso. Si bien no sabía con certeza la respuesta deseaba que alguien en el mundo estuviera haciéndolo. Anhelaba que eso estuviera pasando, pues me producía una profunda emoción el solo pensar en ese alguien y en la acción de acordarse de mi persona. Podría ser alguien que yo conociese o tal vez alguien desconocido, que aunque yo no conociera sí pensara en mí. Pasé la mano por el vidrio empañado y observé la oscuridad. Al cabo de un rato me quedé dormido.

Tuve varios sueños, y cortos. En la mayoría de los sueños yo no representaba un «papel principal». No. Más bien representaba los ojos de un espectador que observaba y sacaba conclusiones de las escenas que veía. Vi a un hombre recostado a la vera de un río. Era de noche. El hombre miraba las estrellas mientras mantenía su cabeza apoyada sobre sus manos. Su rostro era difuso. No parecía conocerlo. Tenía la sensación que aquel hombre se encontraba tranquilo y sereno en ese momento. De repente con su dedo índice comenzó a dibujar una figura en el cielo. Unía puntos imaginarios que eran representados por distintas estrellas. Primero fue un cuchillo, luego un gato, finalmente un corazón. Tras terminar de dibujar sonreía como si el haber logrado hallar una figura fuera un caso de gran júbilo. Era en ese instante que yo sentía ser ese hombre. Resultaba extraño pero podía entrar y salir de aquel hombre como si fuera a conciencia. De a momentos lo observaba como un ser distante y en otros como si yo mismo estuviese dentro de él tirado en el césped observando las estrellas. De repente ese sueño se desvanece y me veo acostado en el piso de un bote en medio de un lago tranquilo. Es hora de la siesta. Mi madre me observa desde el muelle. Me resulta curiosa la escena pues nunca había ido con mi madre a un lago. Pero me veo allí, me siento allí, soy yo. Un inmenso cielo celeste pende sobre mi cabeza. No hay sonidos. Solo se percibe de vez en cuando el golpe del agua contra los lados del bote. Mi madre, sentada sobre el piso del muelle, lee un libro mientras mece sus piernas al vacío. Una terrible soledad me ahoga. Quiero huir de aquella escena pero me es imposible. Aquella tranquilidad me agobia. No deseo ser alguien en medio de la nada. Grito. Grito más fuerte. Pero todo tipo de grito o gesticulación es en vano, se ahoga en la nada. Mi madre sigue meciendo sus piernas y no quita la vista del libro. El agua sigue mansa y tranquila alrededor del bote. El sol entibia con más fuerza. Entonces ya no deseo más estar allí y me arrojo al agua. Pero no sé nadar. Me siento caer al agua y sentir desesperación. Agua entrándome por la boca, por la nariz, irritándome los ojos. La luz del sol lentamente va desapareciendo. Mis pulmones se llenan de líquido. Siento morir. Ya no hay burbujas que suban a la superficie. Ahora todo se vuelve oscuro. No siento tampoco frío. El sueño se desvanece y la sensación de muerte se disipa. Ahora estoy flotando en el lago. Es de noche y el cielo está lleno de estrellas. No siento frío, tampoco si mi ropa está mojada. Tengo la leve sensación de que estoy muerto pero no lo sé a ciencia cierta. Ya es de noche. En el muelle mi madre lee un libro a la luz de un farol. Sigue concentrada en la lectura. La observo y quiero gritarle pero no tengo voz. Intento mover mis brazos pero no puedo. Deseo nadar pero estoy muerto.

Entonces despierto. Un salto en la ruta hace rebotar mi cabeza contra la ventanilla. Un dolor agudo me concentra los sentidos por un instante. El sueño me parece más que vívido. Aún veo a mi madre leyendo al lado del farol en medio de la oscuridad. Y me siento más invisible que nunca. No se ha percatado jamás de mi existencia. Sigo muerto, sigo siendo el mismo niño que siempre fui para ella. Entonces lloro. Lloro en la oscuridad que invade el interior del colectivo como hacía años que no lo hacía. Lloro como un niño que a pesar de ver la luz que desea jamás llega a ella y se siente solo, aturdido y perdido en medio de un vasto océano. Lloro de impotencia. Lloro por no ver realmente quien soy.

Safe Creative #1009277444615



(Imagen: http://xavivives.blogspot.com/2010/06/una-gota-de-agua.html )
Leer más...

Imperceptible (20)



20


D
esde la niñez, pasando por la pubertad y la adolescencia, pensé siempre que ser alguien imperceptible significaba algo como «no existir» o «ser ignorado». Hubo días en esas etapas de mi vida que me decía que yo había nacido para ser imperceptible. Que tal vez era un designio de Dios, o que mi madre haciendo algún conjuro con vaya a saber que demonio, habían logrado que yo pasara desapercibido para el resto de las personas. Pero esas ideas cayeron todas al piso, como si fueran estalactitas en primavera, el día que inicié mi viaje hacia la patagonia. Creí que jamás pasaría algo así, pero poco a poco fue sucediendo. Lentamente las personas fueron cruzándose en mi camino durante el viaje y así comencé a entrelazar las fibras poderosas y fuertes de la amistad. Amigos del camino, amigos de viajes, amigos artesanos, amigos de bares, amigos de la vida misma.

Una tarde sentado en una mesa fuera de un bar pensé en lo que estaba viviendo. Disfrutaba de una cerveza helada y veía cómo un grupo de niños se divertían jugando al fútbol en una plaza vecina. Jugaban ignorandolo todo. Sin interesarles si el mundo giraba, si la luna estaba aún siguiendo al mundo o si una bomba nuclear estaba a punto de caer sobre sus cabezas. Jugaban. Tan solo hacían eso, y lo lograban con tanto empeño que daban sana envidia.
Al contemplarlos pensé en todo lo que iba viviendo en la travesía que me propuse y en cómo había enriquecido mi vida. Sorbía la cerveza lentamente. Dejaba que el líquido se desplazara lentamente por la laringe y refrescara mi cuerpo (o al menos me diera esa sensación). Me dije que ya no era alguien imperceptible. Que había logrado ser visible para muchas personas. Tras decirme una y otra vez aquello sentí una felicidad completa. Casi al punto del llanto. Terminé de beber la botella completa de cerveza, tomé la mochila y me dirigí a la ruta a hacer dedo. Iba rumbo al sureste.

Después de un rato de caminar paralelamente a la ruta decidí parar y descansar. Me senté sobre la mochila y tomé un poco de agua. Ya casi atardecía. Un leve viento sur comenzó a soplar y poco a poco refrescaba. A lo lejos las luces de un vehículo que avanzaba se comenzaron a agigantar. Parecían dos luceros hermanos que se dirigían a toda prisa hacia mi posición. Era una camioneta color beige. Una chica y un anciano venían en ella. Hice dedo. Pararon. Si bien me había embarcado en aquella aventura no era mi predilección hacer dedo en las rutas. No era por algo especial sino que no me sentía cómodo haciéndolo y pensaba que perdía mucho tiempo de mi vida en una acción que dependía pura y exclusivamente de la caridad de algún alma bondadosa al volante.

- ¿Hacia dónde vas, hijo? -me preguntó el anciano.
- Al sureste -respondí- hasta donde pueda llevarme. Ahí me quedaré.
- Sube -dijo haciéndome seña para que me acomodara en la caja de la camioneta.

Subí y me acomodé en un rincón. La chica que iba al lado del anciano solo había desviado su mirada un segundo para observarme y luego volvió a mirar hacia la ruta. Me pareció que no le interesaba en absoluto la conversación que tuvimos con el viejo. Durante un par de horas la camioneta mantuvo un andar cansino por las rectas rutas de la patagonia. Ya era de noche y comenzaba a hacer bastante frío. Me abrigué con una frazada que saqué de la mochila. Arriba, en lo alto del cielo, las primeras estrellas comenzaban a titilar. El frío se hizo sentir más. Finalmente llegamos a una estación de servicio en donde paramos a cargar combustible. El anciano bajó y se dirigió al bar. La chica quedó dentro de la camioneta. Yo bajé, deseaba ir al baño. Al regresar la chica seguía sentada en la misma posición y con la misma pose como la había visto antes ¿Se encontraría bien?, eso me pregunté. Subí nuevamente a la caja de la camioneta y me tapé con la frazada. Fue una gran sorpresa escuchar justo a pocos centímetros de mi cara la voz de aquella chica.

- ¿Realmente hacia dónde vas?
- Hola. Hacia el sur, a cualquier pueblo -respondí.
- ¿Y por qué vas a cualquier pueblo?
- No lo sé. Supongo que me da lo mismo uno que otro.
- ¿Y qué es lo que haces?
- Artesanías -dije secamente.
- ¿Artesanías?, ¡ufff!, el sur está lleno de artesanos. Los hay de toda índole. Jóvenes, adolescentes, viejos, parejas, solteros. Todos buscan fusionar su alma bohemia con el paisaje y de paso hacerse de un poco de dinero.
- Sí, algo por el estilo. Puede ser -acoté.
- ¿Y porqué has decidido ir al sur y no al norte, o a otro país?
- Supongo que algo interiomente me indicó que mi destino era el sur. Tampoco lo sé. Es que hay cosas que uno no se pregunta ni se cuestiona, las toma tal como son o las siente. Yo sentí que deseaba ir hacia el sur y cambiar mi vida. Y así lo hice -le respondí.
- Eres un poco raro -dijo la chica.
- Pues no eres la primera que me lo dice así que no has ganado ningún premio -respondí con una sonrisa.
- Yo nunca me he propuesto algo así.
- ¿A qué te refieres?
- A tomar un decisión como lo has hecho tú. Es decir, tomar mis cosas y echarme a la vida sin mirar hacia atrás. Creo que trae aparejado una toma de decisión bastante fuerte en la vida de uno. Tal vez yo no esté preparada para ello, aunque muchas veces siento la necesidad de hacerlo. Es como un profundo grito que nace dentro de una caverna en mi interior. Como si el ser que habita en ella me lo reclamara a gritos. Pero la caverna es demasiado profunda y mis oídos y me mente se niegan a tomarlo como algo real. Más bien piensan que es producto de mi imaginación y hacen que se generen pensamientos risueños que borran la imagen de la caverna y de su habitante.
- Tal vez deberías escuchar esa voz interior -repuse-. Las voces interiores de nuestra consciencia nos hablan de lo que interiormente necesitamos. Deberías escucharla.
- No lo sé. Calculo que algún día lo haré. Pero por ahora no puedo.
- ¿Y qué te lo impide?
- Tampoco lo sé ¿Has sentido alguna vez que eres presa de una atadura invisible, algo así como estar sentado en una silla con una mordaza en la boca y con las manos por detrás atadas? Bueno, así me siento a veces. Y esa oscuridad me da miedo. Mucho miedo. Pero aunque forcejeo me abandono y me dejo vencer. Me sumerjo en la oscuridad y poco a poco voy sintiendo que ahí estoy bien. Que cualquier cambio me sacará de ese mar de tranquilidad. Entonces me quedo, y aún siendo consciente de ello, no puedo librarme de las ataduras. Es conformidad, supongo.

Por un instante reflexioné.

- Pues yo entonces he roto mis ataduras -dije- he logrado librarme de ellas y me he permitido salir a la vida.
- Envidio eso -respondió ella.

A todo esto el anciano regresó del bar con una bolsa cargada de mercadería y botellas.

- ¿Seguimos viaje chicos? -preguntó.
- Está bien, solo que yo ahora también iré aquí detrás abuelo -le respondió la chica.
- Como quieras -respondió el anciano.

Así fue que reiniciamos viaje y ahora ya no estaba solo sentado en la caja de la camioneta. La chica, nieta del anciano, ahora se sentaba a mi lado y se tapaba también con mi frazada. Ya hacía frío, mucho frío. Las noches en las rutas del sur pueden ser terriblemente gélidas. Aquella había comenzado a serlo.

- Oye, ¿qué hacías antes de decidirte ser un bohemio? -me preguntó-. Tenías otra vida, ¿cierto?
- Trabaja en un comercio. Sí, puede decirse que tenía otra vida.
- ¿Y así como así, de un día para el otro decidiste que debías fabricar artesanías y salir a buscar la vida?
- Algo semejante -respondí-. ¿Sabes?, haces muchas preguntas y yo todavía no te he hecho ninguna?
- Puedes hacerlas. Si quieres, claro.
- Al menos dime como te llamas -dije.
- ¿De verdad te interesa mi nombre?
- Sí. Siempre me interesa saber con quien hablo ¿A tí no?
- No siempre. A veces pienso que no deseo saber quien es mi interlocutor pues no sé si volveré a verle en la vida. Mi modo de pensar me dice que atesore los nombres de aquellas personas a las cuales probablemente se relacionen con el tiempo en mi vida. Las otras solo ocupan espacio en mi mente con sus nombres.
- ¡Woowww!, ¡pareces muy práctica!
- Intento serlo.
- Bueno, a mí sí me interesa saber tú nombre aunque solo compartamos este viaje como punto de unión de nuestras vidas.
- Ok. Linda. Mi nombre es Linda.
- Bonito nombre -dije-. Parece un nombre inglés.
- Lo es. Nací en Estados Unidos y de niña vine a vivir a Argentina. Mis padres vinieron de jóvenes a realizar un curso en la universidad y les gustó este país. Después que yo nací decidieron volver y establecerse aquí. Siempre me dijeron que veían que aquí yo sería más feliz que en Estados Unidos.
- ¿Y lo eres?
- Supongo que sí. Aunque no sé como sería ser feliz en Estados Unidos. Nunca he ido. ¡Mira! -dijo señalándome un grupo de estrellas- ¿Ves ese grupo de estrellas? todas en conjunto forman distintas figuras. Todo depende de cómo las observes. Algunas veces son animales, otras son rostros y hasta objetos. Cada vez que esta constelación se muestra veo distintas figuras en ese grupo de estrellas.
- ¿Y ahora que ves? -pregunté.
- Pues veo...

Por un instante quedó con la mirada fija en el grupo de estrellas sin decir palabras. Yo también observaba las estrellas intentando encontrar alguna figura reconocible entre ellas. Pero ahí murió esa conversación. Como si hubiese sido atrapada dentro de una burbuja sin tiempo la chica enmudeció y se abstrajo a un mutismo impenetrable. El viento silvaba y enfriaba el alma. El anciano conducía con parsimonia y enfocado en las líneas punteadas de la ruta. Éramos tres almas independientes viajando en una tierra del fin del mundo en medio de la noche. Almas incompletas llenas de vacíos y esperanzas. Así, cargados de nuestros propios pesares, llevando la mochila repleta de pensamientos y silencios, no volvimos a hablarnos hasta el final del viaje. Al llegar a un pueblo pequeño al borde de la cordillera de los Andes el anciano paró el motor de la camioneta y haciendo señas me indicó que hasta ahí llegaba. Era madrugada cerrada. El viento era intensamente frío y calaba los huesos. La chica dormía acurrucada en la frazada. Aún me parece verla dormir, tan displicentemente y despojada de cualquier presión bajo aquellas estrellas australes. Me puse la mochila, di la mano al anciano y agradecí el aventón. Volví a la ruta.

Caminé durante buen rato. No deseaba quedarme en aquel pueblo. Tampoco tenía sueño. Me había amigado con las noches y las madrugadas y distanciado de la brillantez del día. No obstante, al momento de trabajar y vender las artesanías, siempre mantenía un equilibrio para no trastocar mi reloj biológico. A medida que avanzaba por el costado de la ruta la noche parecía engullirme. No dejaba de pensar en el plácido sueño de Linda y en los ojos demasiados grises del anciano. La gente es extraña, pensé ¿O tal vez el extraño soy yo? -me dije. Los árboles dejaban de ser árboles, los arbustos de ser arbustos, y la misma ruta desaparecía en una oscuridad que parecía desprenderse del horizonte. Las estrellas y su titilar eran lo único reconocible. Lo demás eran todas formas que se generaban en la profunda oscuridad nocturna. La luna estaba ausente. Froté mis manos y eché aire caliente entre ellas mientras las mantenía unidas. No recuerdo cuanto caminé ni en qué dirección pero finalmente llegué a una estación de servicio. Tenía un pequeño bar en el cual solo había un hombre haciendo la vez de mozo y despachante de combustible. Tomé un café caliente y apoyándome contra el frío vidrio de la ventana esperé los primeros colores del amanecer.

Nunca más volví a ver a Linda ni a su abuelo. Sin saberlo aparecerían y desaparecerían de mi vida como quien inhala y exhala oxígeno por un instante. Tampoco es claro porqué las personas aparecen y desaparecen de nuestras vidas ¿Quién es uno realmente para ellos?, ¿por qué yo?, ¿cuál era el fin de conocernos? Nunca dejo de hacerme ese tipo de preguntas. También me las hacía mientras caminaba por la ruta esa madrugada, o mientras mi cabeza, un tanto adormilada, descansaba apoyada en el frío vidrio de la ventana del bar. Hay algo de vulgaridad común en nuestras vidas. Un algo que nos es vedado pero que para la vida en sí es poderoso y disftura jugando con ello. Ese algo nos define, nos hace distinto al resto, y está visible solo para algunas personas y por breves momentos de tiempo. Por más que para algunos sea vulgar, para otros no lo es, al contrario, les resulta por demás llamativo. Así como los enamorados cuando ven ese aura que los identifica a miles de kilómetros de distancia. Me he preguntado muchas veces qué sería de la vida de aquellas dos personas que compartieron un rato de sus vidas conmigo y no he obtenido respuestas significantes a ello. Tampoco las había obtenido en aquellos días. Lo tomé como algo natural. Como algo que debía pasar así, como algo perteneciente a la bitácora del caminante que recorre los caminos de la vida.


Safe Creative #1009247427709



(Imagen: http://www.flickr.com/photos/writingthelight/4443270971/ )
Leer más...

Imperceptible (19)



19

D
el otro lado del río, justo en frente de mi casa, la calle siempre se veía solitaria. Bordeada por álamos altivos y cargada de una melancólica tristeza esa calle siempre lograba hipnotizarme. Solía sentarme a orilla del río a observarla. Recorría con la vista toda su longitud. De vez en cuando algún automóvil descendía del puente y cruzaba por ella. Pero eran las menos de las veces.
Mientras la observaba pensaba en la vida. Imaginaba que ésta era como la calle: con un inicio y un fin definidos. Cada tanto se veían algunos claros luminosos y otros sectores oscuros de sombra, tal como la vida misma. El viento, que solía correr fuerte desde la margen del río, mecía los álamos como si lo hiciera bajo el hechizo de una melodía acompasada. Esa manera de imaginar aquella calle me servía para pensar en mi vida también. Lograba ver los momentos luminosos que había vivido y los carentes de luz. Me veía a mí mismo en distintas situaciones y mientras más tiempo pasaba contemplando la calle más vívidas se volvían mis memorias. Me preguntaba dónde quedaron guardados los recuerdos de Jesús Domínguez, en que lugar de mi cabeza se albergaban las vivencias con él vividas. Y también los tiempos en que Rebeca D. había llegado a ser partícipe de mi existencia ¿Qué sería de ella? No lo sabía. No había vuelto a pensar en ella siquiera. Resultaba raro pero había logrado vencer esa atracción magnética que ella siempre produjo en mí. De algún modo, y sin darme cuenta, me había librado de su embrujo. Ahora, que el tiempo había logrado semejante hazaña, sentado mirando aquella calle recordaba a ambos.

Una de esas primeras tardes en mi nueva casa salí a caminar con Victoria por aquella calle. No tenía nada que hacer y ella tampoco, así que basándonos en la coincidencia la invité a caminar, a lo cual accedió con una bonita sonrisa. Si algo tenía aquella mujer que la diferenciaba del resto era su carisma. Una bonita y franca sonrisa y miradas cargadas de sinceridad eran capaces de hablar y expresar mucho más que su boca y gestos juntos. Se veía humildad y honestidad a través de ella. Podría decir que era transparente. Pasar momentos a su lado resultaba una experiencia conmovedora. Sin embargo, y no sé porqué, yo siempre sentía que entre ambos había una cortina parecida al ule que nos imposibilitaba compenetrarnos un poco más.

- Lo que descubres en la vida, a medida que el tiempo transcurre, no solo es que envejeces sino también que el tiempo y nuestra memoria pueden hacer magia. Sí, es algo que poco a poco vas entendiendo -comenté mientras caminábamos.
- ¿Porqué lo dices? -preguntó ella.
- Pues porque las cosas que hasta hace un tiempo atrás ocupaban mi mente con pensamientos ahora ya no lo hacen. Es como si se hubiesen esfumado. Como si les hubiera llegado el momento de desaparecer y cumpliendo tal regla a la perfección han desaparecido.

Estaba claro para mí que me refería a haberme olvidado de la muerte de Jesús Domínguez y de la existencia de Rebeca D; sin embargo Victoria ignoraba esa etapa de mi vida.

- Yo suelo atarme a los recuerdos -repuso ella. Me angustio, siento como que me falta el aire, y termino bañada en lágrimas. No me ha sido fácil nunca dejar ir las cosas muy rápido. Tú sabes, soy algo complicada en eso. Cuando estuve casada muchas vivencias me impregnaron por completo. Mi esposo era el centro del universo y yo un satélite que giraba en torno a él. A veces me parecía que él me ignoraba por completo. Que en mis vueltas elípticas a su alrededor él jamás se percataba de mí. Eso me entristecía pero no se lo hacía ver. Seguramente fue un error, o no. No es bueno analizar mucho las cosas después que suceden. Es como abrir nuevamente heridas que han cicatrizado como pudieron.
- No sabía que habías estado casada -repuse.
- Sí. Lo estuve.

Por un momento ambos callamos y seguimos caminando a la par escuchando solamente el mecerse de los álamos y el ruido que la arena de la calle producía bajo de nuestras pisadas. Observé a Victoria de soslayo. Parecía volver a revivir parte de sus recuerdos, y estar abstraída vaya a saber en qué espiral de que mundo.

- No solo estuve casada sino que también tuve un hijo.
- ¿Y dónde está él? -pregunté.
- Murió. Pasó hace mucho tiempo. Fue a causa de leucemia. Lentamente la enfermedad avanzó y no pudimos hacer nada más. Cuando aquello pasó nuestro matrimonio sufrió un profundo deterioro. Mi esposo se abocó a su trabajo y el diálogo en la pareja se esfumó. Yo me encerraba en mi habitación y permanecía allí por horas. Por las tardes salía a caminar por esta calle y a lo largo de la costa del río durante horas. A veces me sorprendía la noche y recién ahí caía en la cuenta de que debía volver. Fueron meses muy duros. Hasta pensé varias veces en el suicidio, o en irme lejos, a algún sitio en donde nadie me conociera. Pero no pude. Además sería huir, y nadie huye de los pensamientos. Entonces intenté acercarme a mi esposo, recomponer la relación. Pero no fue posible. Él se había vuelto otra persona. Hasta su modo de mirarme me indicaba que dentro de aquel hombre ya no existía ese ser humano del cual yo me había enamorado. Claro que es una apreciación. Me refiero a que aquello que nos había unido y que yo siempre notaba que existía dentro de él ahora se había ido, se había apagado.
- ¿Y entonces?
- Entonces nos separamos. Un día él cargó todas sus pertenencias en el automóvil y se marchó. Al poco tiempo me llegaron los papeles de divorcio por correo. Arreglé con un abogado para firmarlos y no ver a mi esposo, pues pensaba y sentía que ya estaba todo claro y bien así. Ese algo que un día nos había unido se había esfumado tal cual lo había hecho la vida de mi propio hijo.
- Imagino que fue muy duro -dije mirándola a los ojos.
- Demasiado. Pero no te das una idea de cuánto uno es capaz de tolerar en la vida, Maximiliano. Mucho. Increíblemente mucho.

Después de la caminata aprendí que la mujer con la que solía acostarme tenía un doble fondo, así, como algunos cajones. Algo que ocultaba y guardaba para ella. Tal vez eran momentos dolorosos, o simplemente recuerdos que no quería volver a vivenciar. No lo sabía. Tampoco me interesaba escudriñar y sacar a relucir aquello que ella, por algún motivo, deseaba mantener en el fondo.

En primavera de aquel año dejé mi trabajo. Me concentré en pensar qué quería hacer con mi vida, qué destino darle, o al menos hacia qué camino bifurcar. Me pasé un par de días encerrado en la casa. Me levantaba temprano por la mañana y regaba las plantas del patio. Luego hacía las compras y me ponía a cocinar. No desayunaba, pues siempre he pertenecido a ese grupo de personas que no toman el desayuno como algo importante para sus vidas. Mientras cocinaba casi siempre escuchaba algún nuevo disco de rock o blues. Subía el volúmen del reproductor hasta casi el máximo y dejaba que la música fluyese hasta el punto de hacer vibrar los vidrios de las ventanas. Después de almorzar dormía una siesta. El murmullo del río era tan acogedor que me sentía como en una cuna la cual era mecida por una mano gigante e invisible hasta que me dormía. Después de la siesta lavaba algo de ropa o me sentaba en el jardín a leer algún libro. Recuerdo haber leído mi primer libro de Haruki Murakami por aquellos días, «Crónica del pájaro que da cuerda al mundo». Tal vez hubiera un pájaro así por aquellos días viviendo en lo alto de los álamos, y que con su cric-cric giraba la cuerda necesaria que empujaba a mi vida a seguir hacia delante. Me ha gustado siempre pensar que esas cosas surrealistas pueden ser ciertas. De hecho en eso radica gran parte de la magia del vivir: en creer que las cosas imposibles pueden llegar a ser posibles.

Si bien ya no me acostaba con Victoria aún mantenía deseos de tener sexo con ella. Mientras estuve aquellos días encerrado en la casa no salía a ningún lado salvo a la despensa en busca de mercadería. Durante esos días nunca me crucé a Victoria. Después de unos días caí en la cuenta que cada vez que pasaba camino a la despensa su casa tenía las ventanas cerradas. Al principio pensé que tal vez era porque dormía, pero con el paso de los días comencé a pensar si estaría bien o le pasaría algo. Decidí entonces ir a visitarla, después de todo un poco de sociales no me venía nada mal. Toqué un par de veces su puerta y no me atendió. Cada golpe de mis nudillos sobre la madera retumbaba en el interior como si golpeara un tambor vacío. Después de insistir durante un buen rato volví a mi casa y me puse a leer un libro en el patio a la sombra de un frutal. Al anochecer las estrellas se presentaron como rubíes arrojados al azar en el cielo. Hacía calor. Era una hermosa noche de primavera. Aún pensaba en la ausencia de Victoria. Decidí entonces ir hasta su casa. Fui por detrás del patio. Al llegar golpeé reiteradamente las manos para ver si así me escuchaba. Me apoyé en el alambre que hacía de tapia, y golpeé más fuertemente las manos. Nada. Era evidente que la casa estaba vacía. Una completa oscuridad inundaba toda la estancia. Invadido por la curiosidad y la incertidumbre salté el alambrado y miré a través de las ventanas hacia el interior. Nada. Se lograban ver las sillas dispuestas alrededor de la mesa. La mesada de la cocina limpia y los utensilios organizados. Un jarrón en el centro de la mesa con algunas flores marchitas y la cama dentro de la habitación tendida. Victoria no estaba. Volví a mi casa aturdido. Pensaba que si ella se ausentaría por varios días al menos me hubiera avisado. Pero claro, no todos piensan como uno lo desea.

Después de dos semanas la casa aún permanecía vacía. Cada tarde saltaba la alambrada y miraba a través de los vidrios. Nada. Victoria seguía sin aparecer. Decidí entonces no preocuparme y dedicarme a mis cosas personales. Seguramente ella estaría de viaje o visitando algún pariente. No sabía dónde trabajaba, ni su número de teléfono. Me era imposible ubicarla así que tras desistir me concentré en pensar otra vez en mis propias cosas.

En el cambio radical que quise darle a mi vida un punto importante era hacer algo que jamás me hubiera imaginado hacer. Algo así como embarcarme en alguna misión humanitaria, o colaborar en comedores comunitarios, o bien dedicarme a diseñar artesanías y vivir un tiempo prudencial vagando y recorriendo el país. Esa necesidad de cambio se sentía como algo imperioso para mí.
En los atardeceres alrededor de la plaza central de la ciudad se juntaban artesanos. Algunos eran oriundos de la ciudad y otros venían de otras provincias o inclusive de Brasil o Bolivia. Me gustaba caminar por los puestos y observar. Los trabajos de orfebrería eran los que más acaparaban mi atención. En uno de los puestos conocí a un hombre norteño. Nos hicimos conocidos y cada vez que yo iba a la feria charlábamos y hablábamos de orfebrería y de artesanías en general. Eran buenos tiempos. Yo sentía que había encontrado mucha paz para mi vida. No obstante debía trabajar pues mis ahorros ya escaseaban y de no conseguir dinero me las vería en figurillas para comer y pagar los impuestos. Pedí entonces a aquel hombre que me enseñara los secretos de la orfebrería. Accedió con gusto. Nuestra amistad fue forjándose de a poco. Él era un orfebre platero. Sus manos parecían tener magia para manipular la plata. Me enseño a manipular el material en bruto, a fusionarlo, cortarlo, soldarlo, moldearlo, y llegar a realizar bonitas técnicas decorativas. Después de un corto tiempo ya me sentía capaz de lanzarme por mi cuenta. Le expliqué al hombre que deseaba recorrer el país y vender mis propias artesanías en plata. Él me dio algunos consejos y me regaló un par de herramientas de su propiedad que atesoraba. Compré plata con lo último que me quedaba de mis ahorros y me encerré unos cuantos días en mi casa a fabricar anillos, pulseras, medallas y otros objetos. Por las noches después del trabajo me sentaba a la orilla del río y en plena oscuridad me concentraba en escuchar el murmullo del agua. Me preparaba así para lanzarme a divagar por distintos lugares del país. Buscaba, muy dentro mío, esa porción de mi ser que sería capaz de llevar a cabo aquella proeza. Sabía que estaba ahí, durmiendo, aletargada, y que debía despertarla.
Ya no pensaba ni sentía que el trabajo era una labor mecánica y aburrida. Ahora lo disfrutaba. Había llegado a conectarme con algo que me gustaba. Me abrí paso por las tinieblas que en los últimos años habían oscurecido parte de mi vida y me encontraba frente a un claro que me permitía ver lo que yo deseaba y quería hacer.

Victoria no apareció. Como si hubiese decidido ser absorbida por el centro de la Tierra ella había desaparecido. La casa, sumida en la más profunda de las tranquilidades, permanecía solitaria. Todo seguía igual. Cada tanto saltaba el alambrado y husmeaba a través de los vidrios, pero nada. Absolutamente nada. No había rastros de ella. Pensé en denunciar el hecho a la policía, pero luego me dije que no, que tal vez ella había querido irse y olvidarse por un tiempo de todo lo que conocía. Algo así como lo que yo tenía planeado hacer. Preparé una mochila de unos ochenta litros con bastante platería, ropa y dos frazadas de dormir. Hablé con la dueña de la despensa y dije que me ausentaría por un tiempo y que hiciese el favor de regarme las plantas del patio. Antes de irme le dejé la llave de la casa por cualquier inconveniente. Finalmente, en la mañana de un día jueves de diciembre, compré un boleto de colectivo hacia la patagonia y así empecé una nueva etapa en mi vida.


Safe Creative #1009217394017



(Imagen: http://24.media.tumblr.com/tumblr_l5j4v1KPUS1qb0p52o1_500.jpg )
Leer más...

Imperceptible (18)




18


C
on el esfuerzo de varios años de trabajo finalmente había conseguido comprarme una pequeña casa situada a orilla de la margen del Río Cuarto. Era una casa pequeña, de un dormitorio, una cocina y un baño. Poseía un amplísimo terreno de fondo que lindaba con el río. Unos cuantos árboles frutales adornaban todo el patio. Flores y una gramilla cortada lo más prolijamente posible hacían de aquel lugar una casa de ensueño.

Siempre había pensado que llegar a tener una casa propia era algo imposible para mí. Aun cuando aquellos pensamientos me venían a la mente me negaba a aferrarme a una posible ilusión utópica. Un tanto por mi modo de ser y otro por una infancia plagada de negaciones que provenían por parte de mis padres. De ellos jamás aprendí el verdadero significado de la palabra superación. No entraba en mi léxico, ni contribuía a abultar mi diccionario mental. Más bien podría decir que estaba expulsada de mi vocabulario y no encontraba uso alguno para expresar mis pensamientos. Mi padre jamás fue una persona superadora. Tan solo se limitaba a un mundo reducido dentro del cual lo poco que éste contenía lo hacía feliz. Yo sentía que eso era más que suficiente para él. Mi madre se burlaba de ello. En cada una de sus peleas ella sacaba a relucir aquellos puntos vulnerables de mi padre y éste, tartamudeando y poniéndose nervioso al extremo, daba por concluida la discusión y se marchaba de la casa dando un portazo. Y las palabras quedaban rebotando por todas las habitaciones como si fueran una pelota de goma saltarina a la cual le es imposible dejar de moverse. Esas palabras que horadaban la personalidad de mi padre eran las puntas de flechas afiladas de mi madre. Ella detectaba el momento exacto para alzar el arco, tomar una de las flechas y dispararlo contra el blanco certero que ofrecía el carácter de mi padre. La imaginaba muchas veces así, con su brazo recto, firme y extendido, sujetando la flecha que apuntaba directo hacia su centro. Veía sus ojos cargados de malicia y su sonrisa con una mueca sumamente imperceptible que entonaba con la escena. El disparo era la frutilla de aquel postre. Era la llave maestra que abría la puerta y liberaba por completo el odio que poco a poco se fue generando en la relación. Un odio, que hoy día mirando hacia aquellos tiempos, veo como algo inevitable e irrefrenable entre ambos.

Durante los años que junté el dinero para adquirir la casa me había vuelto un hombre completamente austero. El derroche nunca había sido mi fuerte, por lo tanto ahorrar no me parecía algo dramático que fuera a cambiar de un cimbronazo mi estilo de vida. Seguía trabajando en el mismo comercio. Seguí leyendo libros y frecuentando el mismo bar todos los mediodías de aquellos años. Jamás volví a ver a Rebeca D. Si bien de aquella chica solo quedaban recuerdos similares a polaroids en mi memoria, me era inevitable no pensar en ella cada vez que pasaba por el bar. Se la había tragado la tierra, o tal vez la misma vida.

Los primeros días apenas comprada la casa tomé por costumbre ir reacondicionándola a mi gusto. Hacía un cambio aquí y otro más allá, de modo que el lugar fuese impregnándose de mi personalidad y yo acostumbrándome a ella. Tomé la decisión de mudarme cuando el reacondicionamiento estuvo bastante avanzado. Al principio solo tenía un simple colchón de una plaza y un conjunto de utensilios de cocina. Eso era todo. Lo demás decidí dejarlo en la pensión hasta que me mudara definitivamente. La casa era blanca, toda blanca. Daba la sensación de ser espaciosa aún con sus habitaciones tan pequeñas. El aire se sentía limpio y puro. Una maraña de florcitas de colores serpenteaba el terreno hasta el río. Las palomas y los gorriones se posaban a cualquier hora sobre los frutales y de vez en cuando se podía ver a alguno robando frutas maduras. La casa me había enamorado. A pesar de vivir solo no sentía la opresión de la soledad. Ni siquiera entraba en mis pensamientos. Las noches tampoco quedaban atrás. Si la luna era llena su reflejo sobre el agua se asemejaba al destello de una piedra preciosa. Las estrellas se veían como un manto de diamantes arrojado al azar sobre un paño negro. Y el aire nocturno embriagaba con sus olores. Hubo noches en las cuales la luna estaba muy altiva y llena y me sentaba a orilla del río a disfrutar. Oía el murmullo del agua correr serenamente. El ruido del viento atravesar la copa de los álamos o el jugar del agua con las ramas de los sauces que se posaban sobre ella. Eliminaba pensamientos de mi mente. Me sumergía en una piscina amplia y limpia en la cual nadaba a gusto y placer sin hacerme cuestionamientos, y sin recordar nada que rompiera aquella paz absoluta.

Armonizar con ese tipo de lugares lo eleva a uno a otro plano. Es como si se atravesara una pared invisible. Primero una pierna, luego la otra, y listo, ya estás en otro mundo, en la misma Tierra que todos habitan pero con otro modo de verla. Y es en ese mundo en donde todo parece mágico y distinto. Donde los colores parecen ser más vivos, los olores más exquisitos, los sabores más puros y las escenas como si fuesen de ensueño. Nunca pensé ver un sol más radiante o una luna tan blanca y resplandeciente. Inclusive el agua turbia del río parecía estar cargada de cierta belleza que la hacía única. Era feliz en aquel sitio y por vez primera sentí que había dado un paso positivo en las decisiones que tomaba para mi propia vida.

Del otro lado del camino de flores, que serpenteando llegaban hasta el río, había tres casas vecinas. Casitas humildes tanto o más que la mía. Conferían un estilo minimalista y escueto a la margen del río. Solo una de las casas estaba habitada. Una señora cincuentona, cuyo nombre siempre lo retengo en mi memoria, vivía en ella. Victoria, ése era su nombre. Al poco tiempo de vivir en la casa hicimos buenas migas. Solíamos cruzarnos de vez en cuando a la hora de ir por las compras de mercadería a una despensa ubicada del otro lado del puente carretero. Si se daba el encuentro caminábamos juntos y charlábamos, sino nos saludábamos con una sonrisa. Era amable, un tanto ensimismada, pero muy cortés y femenina. Poco a poco nos hicimos amigos. Ella solía venir a tomar mates a mi casa y yo a la de ella. Arreglábamos los jardines de ambos y cosechábamos parte de la fruta que se salvaba del ataque furtivo de los pájaros. Yo tenía en mente dejar de trabajar en aquel comercio y buscar otro tipo de empleo, algo más cercano a la nueva casa. Tal vez algún emprendimiento propio, tal vez algo que nunca había hecho antes y removiera la modorra que poco a poco se había ido acrecentando dentro de mi espíritu. Es inevitable no caer preso de la rutina diaria, y más en las grandes urbes.

Una tarde cortaba el pasto en frente de la casa mientras escuchaba algo de viejo rock en la radio. El sol se mostraba furioso y el calor era insoportable. Sin embargo yo seguía con la tarea de cortar el pasto y evitar que los insectos tuvieran más lugar donde esconderse. Victoria hacía otro tanto, solo que ella se había dedicado a podar el ligustro que contorneaba toda la entrada de su casa. Nos miramos y nos saludamos con una mano y un cruce de sonrisas. Aquel tipo de saludos se había vuelto común entre los vecinos, pero con ella parecía tener un dejo de complicidad. Se sentía distinto y tal vez fuera porque poco a poco le había tomado estima. Por un instante, cuando aquel saludo se dio, quedé mirándola. Tuve la sensación de que el mundo era injusto para con ella, que siendo una mujer tan aplicada, femenina y de bondad absoluta, algo faltaba en su vida para que la felicidad le fuera completa. Claro que era una percepción mía y bajo el juicio de mi modo racional de pensamiento. Tal vez ella sí era feliz y yo lo ignoraba. Tampoco soy de los que tienen ese sentido extra a flor de piel que les indica “algo más” de las personas que observan. Pero no obstante ello mi percepción esta vez me indicaba que Victoria no era del todo feliz.

“Me gusta que seamos vecinos”, solía decirme cada vez que charlábamos. Nuestras conversaciones comenzaban con pocas palabras y de a poco se iban enrareciendo, y cada vez se tornaban con más temáticas y plagadas de acotaciones y anécdotas. Supongo que ambos nos sentíamos bien el uno con el otro. Podíamos extender las charlas por horas sin que ninguno de los dos cayera en el aburrimiento o el hartazgo. Al cabo de un tiempo terminé acostándome con Victoria. Sucedió como algo normal, como si fluyera al igual que nuestras charlas. El deseo del uno por el otro fue acrecentándose con el pasar de los días. La riqueza del cruce de nuestras personalidades, el gusto del uno por el otro y la sincronización casi perfecta de nuestros modos de ser llevaron a que continuáramos ese encuentro entre las sábanas.

El sexo comenzó a repetirse con frecuencia. No había una hora específica, tampoco un día específico. Podía darse en cualquier momento, cualquier día. Tan solo bastaba que estuviéramos los dos disponibles y mientras comenzábamos alguna charla las miradas se entrecruzaban y sobrevenían las caricias, los besos, los roces cargados de sensualidad y deseo, hasta finalmente desembocar en sepamos, sudor y el frenesí incontrolable de los cuerpos. Con ella podía abrirme completamente. Me sentía un ser libre, capaz de expresarme en cuerpo y espíritu. Se notaba su experiencia a nivel del acto sexual en sí y de cómo sobrellevar aquellos encuentros para que cuando volviésemos a la realidad el impacto fuera lo menos doloroso para el interior. Solíamos hacer el amor a la margen del río. Nos era indistinto si había luna llena o una noche completamente cerrada. Escuchábamos el murmullo del río correr abajo mientras copulábamos en silencio. Solo dejábamos escuchar gemidos leves.

Aquello duró unos cuantos meses hasta que poco a poco fue perdiendo intensidad. Sin embargo las charlas eran iguales o tal vez más intensas. Era increíble el nivel de conexión que teníamos. El sexo fue ubicándose en segundo lugar y se abrió paso una compenetración mucho más fluida de sentimientos.
-¿Has pensado qué estamos haciendo? -le pregunté.
-Cada día desde que te he conocido -respondió ella.
-Yo también lo he pensado, y lo sigo pensando aún. Y temo concluir en algo. Supongo que es miedo a sacar una conclusión y que sea una resultante que no favorezca mi manera de sentir y desear.
-Pero el miedo te estanca.
-No. No en este caso. Creo...
Por un momento se creó un hondo silencio entre ambos. Se sentía tan hondo que parecía separarnos y vernos como dos puntos diminutos y muy distantes el uno del otro. Quería mantenerme concentrado en su mirada pero me resultaba demasiado fuerte y directa, por ende bajé la vista y la posé sobre sus manos. Eran flacas y de dedos largos. Uñas largas y prolijamente cortadas. Piel suave. Enfoqué mi mente en sus manos mientras intentaba por otro lado elaborar algo sobre qué decir al respecto de la conversación que veníamos manteniendo. Nada me salía.
-Cuando era más joven deseaba mucho saber sobre mi futuro. Me preguntaba constantemente como sería ese futuro. Al no saberlo, al ver que el horizonte se dibujaba difuso en mis pensamientos, imaginaba cómo sería. Pero tal vez hacía trampa y añadía a mi imaginación mis deseos también. Me era inevitable.
-¿Y qué imaginabas? -pregunté.
-Muchas cosas. Pero supongo que todas decantaban en un deseo en común: una familia.
-¿Y qué fue lo que pasó?
-Que la familia no estaba destinada a mí. Alguien, tal vez Dios, tal vez el destino, tal vez un grupo de dioses paganos, o la misma luna, decidió que la soledad me sentaría mejor que estar rodeada por una familia. Lo aprendí con el tiempo. Poco a poco fui dándome cuenta que el tiempo pasaba y que yo aún seguía sola. Que los hombres me atravesaban como si yo fuese transparente. Y jamás se quedaban. Entonces comprendí lentamente que tal vez la soledad no era un estado tan malo para mí. Y me aferré a las cosas tangibles, a las que cotidianamente llenaban mis días. La casa, las mascotas, las plantas, el trabajo, algunas amistades. El resto pasó a un plano en donde la gravedad era cero y no importaba el peso que tuvieran.
-¿Y ahora, conmigo, qué piensas? -le pregunté ahora sí mirándola fijamente a los ojos y sosteniéndole la mirada.
-Pienso que no pienso -me respondió. Pienso que me cansé de pensar lo que está bien y lo que está mal. Tengo ya cincuenta y un años y la vida sigue pasando día a día delante de mis ojos. Quiero sentir lo que deseo sentir y como me salga. Por ello no me cuestiono. Cada vez que nos acostamos y tú cuerpo penetra el mío quiero y deseo sentir eso, sin pensamientos, sin remordimientos, sin nada más que lo que está sucediendo en sí. No hay mucho para pensar Maximiliano, las cosas tan solo se dan así.

Recuerdo que después de aquella charla me sentí como si fuera la luna girando alrededor de la Tierra. Como un satélite que seguía girando alrededor de un cuerpo astral mayor que ejercía un poder hipnótico y perseverante que no permitía despegarse de él. Victoria había logrado introducirse en algunas de mis cavernas más lúgubres. Había horadado la roca dura que algunos de mis pensamientos habían compactado. Y tras esos cambios drásticos logrados por ella yo había bajado los brazos y me había permitido ser explorado.


Safe Creative #1009147322005



(Imagen: http://www.phantasmaphile.com/2010/09/it-happened-tomorrow-probabilities-predictions-and-prophecies-panel.html )
Leer más...

Imperceptible (17)





17


A
veces es mejor dejar ir las cosas. Dejarlas volar libremente. Que puedan elevarse tanto que en un determinado punto ya sean inalcanzables y queden fuera del campo gravitacional de nuestra propia vida. Lo difícil es darse cuenta de cuando eso es necesario, cuando es momento de soltar amarras, soltar lastre, y dejar que las cosas divaguen y sean libres. Lo mismo sucede a veces con el amor o las personas que queremos. Sin embargo cuando ese sentimiento es quien nos ancla a una persona y no somos correspondidos por ella, dejarlo ir duele. Medité mucho este tipo de pensamientos. Algunas personas, amigos por sobre todo, hablaban sobre este tipo de resoluciones y lo bien que le hace al alma, al espíritu. Si bien yo no tenía ningún tipo de relación formal con Rebeca D. sí sentía una atracción y un sentimiento (que escondía muy bien) hacia ella. Me costaba pensar que debía dejarla ir de mi interior. Me negaba en cierto modo a ese pensamiento. Pero aun así, hice un gran esfuerzo y logré día a día desarraigarla de mi vida.

En la soledad de la pensión hallaba paz. Después de arduas jornadas de trabajo retornaba a la casa y me encerraba hasta el otro día. De algún modo quería escaparme del mundo. Sentía por esos días como si el mundo no estuviese hecho a mi medida, o yo a la de él. Éramos una especie de enemigos muy íntimos. Una cajita de cartón pequeña metida dentro de otra y viceversa. Coincidíamos en algunas horas del día, pero luego, cuando el reloj marcaba la hora de culminar mi trabajo nos desconocíamos. Así se había tornado el trato con el mundo que me circunscribía. Una parte de mí, la cual no puedo precisar, tiraba de mi interior y se sumergía en un profundo ostracismo causándome una increíble soledad. Fueron días duros de vivir. Todos tenían, a mi modo de ver, los mismos colores, o mas bien podría decir que era como una acuarela de colores pálidos y lánguidos que no me producía ningún tipo de emoción para alegrarme. Sabía que estaba en el camino correcto, que debía ser así. Rebeca D. había pasado a ser una mera construcción generada por mi memoria y mi mente. La había descatalogado hasta de mis recuerdos. Ya ni recordaba el timbre de su voz, o el olor de sus cabellos. Nada. Y si algo relacionado a ella sobrevenía entonces lo aniquilaba, certeramente, sin piedad.


Después de mucho tiempo volví al bar donde solía almorzar. El mismo bar donde había conocido a Rebeca D. El lugar se mantenía igual. La misma luz, los mismos rincones, el mismo mozo, los vidrios con aquella espléndida transparencia, los mismos rostros habitués de siempre. Al entrar me senté en la mesa de costumbre. Por mi condición de hombre meticuloso no suelo alterar mis costumbres, algo que seguramente raya el punto del enojo y la ira para algunos que me conocen. Hice señas al mozo y pedí un cortado en jarrito. El mozo asintió con una sonrisa como recordando lo que siempre pido cuando no almuerzo. El anciano de cara gorda y blanca y de bigote diminuto y gris seguía arrumbado en la misma silla de siempre. Oculto de la vida y observándolo todo. Por un instante me puse a pensar en su existencia y en lo imperceptibles que solemos ser para las demás vidas. Un profundo suspiro me nació después de aquel pensamiento. Sorbí un poco de café y miré durante un rato a las personas caminar por la vereda. Al cabo de un rato recordé que en el morral tenía un libro de Nabokov. Era el mismo que leía aquel día que conocí a Rebeca D. Me puse a releer algunos pasajes mientras tomaba el café. La sorpresa sobrevino cuando di vuelta una página. Allí, doblada por la mitad, había una carta. Reconocí la letra al instante, era la de Jesús Domínguez. No sabía de la existencia de aquella carta, pero sí asocié su hallazgo con el hecho que él leía aquel libro en sus últimos días de vida.

Durante un instante dudé si debía leer o no la misiva. La intriga me carcomía. Si bien Jesús había fallecido hacía muchos meses ya me parecía que leer algo que él había ocultado en un libro era un acto fallido, algo que no estaba del todo bien. Pero mi curiosidad pudo más. Tras pedir un nuevo café me acomodé en la silla y con la tibieza de los rayos del sol que entraban a través del vidrio me dispuse a leer aquella carta.


“Querida mujer enigmática...

Este lugar desde donde te escribo es una habitación pequeña, común y corriente. No tiene nada en particular, al contrario, casi te diría que es la habitación más intrascendente del mundo. Sin embargo para mí tiene un significado especial. Aquí, en este punto en el universo, yo he encontrado paz para mi vida. He logrado profundizar mi amistad con mi amigo Maximiliano, al cual le debo mucho en estos últimos meses que vivo. Dentro de éstas paredes he logrado reencontrarme y por sobre todo he logrado tener ganas de vivir con más fuerzas.
Es una habitación sobria, con una cama chica, una pequeña biblioteca y un ropero en el cual caben solo algunas de mis cosas. Se podría decir que está diseñada para tener lo “mínimo y necesario”, pero uno siempre supone que todo lo que abarque nuestro diario vivir debe ser espacioso y muy amplio. La habitación está bien para mí y yo sé que ella también está conforme conmigo.

Mediante esta carta te puedo confesar lo que no me animo a decir delante tuyo ¿Vergüenza?, ¿timidez?, puede ser un poco de todo eso en las dosis que quieras darle. A decir verdad creo que tampoco se trata de nada de eso sino de tiempos. Sí, de tiempos. El tiempo es como un viejo señor relojero. Es quien mediante su mecanismo intrincado y exacto dice cómo y cuándo las personas deberán cruzarse en este mundo. Es quien finalmente actúa como verdugo del destino y hace que éste último ejecute con precisión. Creo, y para ello valió mi metáfora del viejo señor relojero, que tú tiempo y el mío no están sincronizados. Tal vez sea por eso que el sentimiento que germinó dentro de mí hacia tú persona no puedo expresarlo y algo, invisible y muy poderoso, me lo impide. Esa desincronización podría resultarme dolorosa, pero he decidido que no lo sea. Prefiero volver a cambiar mi vida, girar el timón, y lanzarme a la aventura de mi vida sin volver a dañarme. Me iré. Eso he concluido.

Creo que nunca leerás esta carta. Al menos sé que la escribo pero solo para mí. No tengo intenciones de enviártela ni tampoco que sepas que la he escrito para ti. Las cosas deben quedar tal como están. Ya tienen su propia armonía y el universo conspira para ello.

La semana pasada he ido día tras día al bar y no me he animado a entrar. Te he observado desde la vereda de enfrente mientras esperaba paciente el paso del tiempo sentado en las ventanas de los comercios. Tu mirada triste y lejana, la manera en que revuelves el café, el modo con el cual hablas a tus clientes, la manía de acomodar tú cabello detrás de la oreja. He observado todo lo relacionado a ti, tal como si yo fuera un espía al que ignoras a la perfección. Y nada es real. O al menos no debe ser real algo que mi mente pergeña y la realidad se niega a materializar. Es entonces que me he sentido necio y con un dedo inquisitorio hice culpable a mi ella por semejante viaje fantástico. Créeme que si pudiera decirte lo que pienso en este momento sobre ti sonreirías de felicidad. Al menos eso es lo que creo, pues dicen que las bonitas palabras cargadas de buenas intenciones hacen sonreír el alma y el eco florece en los labios. Pero tú estás por ahí, en algún lado de este mundo y yo sigo aquí, en esta diminuta habitación austera. Separados, lejos, cada uno con su propia vida.

No sé qué será de mi vida, pero sí sé que parte del vivir es sentir y expresar esos sentimientos de la manera más plena y naturalmente posible. Pues eso quisiera contigo, mujer enigmática, pero no puedo.

Me despido ya. Te saluda alguien imperceptible para ti...”


Eso era todo. Dos pliegos de papel doblados dentro de un libro que hablaban de mucho sentimiento. No cabía duda alguna: Jesús estaba enamorado de Rebeca D. Salí del bar y me dispuse a vagar. Esa tarde falté al trabajo, previo haber llamado y mentir sobre que estaba descompuesto. No es mi estilo mentir, nunca lo ha sido, pero quería evadirme y necesitaba caminar y pensar. Pensar mucho. El interior muchas veces necesita oxigenarse y para ello nada mejor que una larga caminata que exude las toxicidades que empalidecen el espíritu. Caminé por el centro y sus adyacencias. A medida que mis pasos avanzaban mi campo de visión solo se circunscribía a unos pocos metros, dos o tres, no más. En esa burbuja visual flotaba mi pensar. No más lejos de ahí. Quienes caminaban y cruzaban la burbuja podían ser captados por mí, los demás eran ignorados. Después de divagar un buen rato decidí sentarme y descansar. Ubiqué la plaza central de la ciudad y escogí un banco apartado en donde una sombra generosa brindada por un enorme roble se proyectaba en perspectiva a través del suelo. Recordé que mis padres me contaron de niño que aquel árbol era un roble de Guernica, un retoño traído del país vasco. Sonreí ante el recuerdo y me acomodé mejor en el banco de cemento. Así, un tanto extasiado y envuelto en un viento cálido proveniente del norte, me quedé durante un buen rato. Cerré los ojos al punto de ausentarme del mundo visual. Solo escuchaba el ruido de la vida y mis sonidos interiores. Yo era nadie y a la vez el centro del universo. Eso sentía. El sonido del viento parecía ingresarme por un oído, atravesarme, y salir por el otro. Era una sensación fascinante y cargada de surrealismo.

Al abrir los ojos, de vez en cuando, toda mi visión se presentaba de un color. A veces roja, otras veces anaranjada o bien azul. De a poco los colores iban acomodándose y la imagen pasaba de un filtro de color unificado a uno multicolor. Entre cada abrir y cerrar de ojos una escena distinta se presentaba ante mí. Algunas veces eran personas que cruzaban la plaza, otras un perro, o bien una paloma, o también la nada. El mecerse de los cedros dorados que contorneaban la fuente central confería a la escena una paz inusual. En aquel sitio parecía que la vida pasaba apaciblemente, libre de problemas y presiones. Quienes cruzaban la plaza manifestaban un cambio radical en sus rostros, tal como si aquella acción los introdujera a un mundo mucho más armónico y conectado con sus sentidos. Imaginé aquel sitio como protegido por una enorme cúpula y todos los que estábamos situados debajo de ella como unos bendecidos observadores de un mundo distinto, el cual es imposible ver desde fuera de la cúpula ¿Sería así como veía la vida Rebeca D.?

Al cabo de un rato de estar sentado observé el retorno de las golondrinas a la plaza. Eran golondrinas de Canadá. Todos los años van y vienen atravesando grandes distancias, recorriendo kilómetros y kilómetros a lo largo de este mundo. Se veían como puntos diminutos sobre una hoja de papel anaranjado. El cielo, ya al atardecer, había adquirido esa tonalidad. Volaban en formación a una velocidad para nada despreciable. Ninguna estaba aislada o sola. Todas formaban parte de alguna bandada. Se veían similares a un cardumen de peces en el cielo. No existía en ninguna de ellas la soledad propiamente dicha. Por un instante sentí una profunda pero sana envidia. Esas diminutas aves parecían mostrarle al mundo entero que se puede ser parte de la vida de otros y que la soledad puede no existir. Ninguna era invisible para las demás. Siempre existía otra que volaba a su lado, haciéndole saber que el cielo, por más amplio e infinito que se mostrase, no la sorprendería en soledad. Apoyé la nuca contra el respaldo del banco y me imaginé ser parte de la bandada, estar mezclado entre ellas y volar por aquel cielo color naranja hacia la puesta del sol.


Safe Creative #1009107289119


(Imagen: http://www.flickr.com/photos/polamour/4853844599/ )
Leer más...

Imperceptible (16)





16



Poco a poco, con el pasar de los días, volví a sumergirme en la cotidianidad de mis días. El trabajo ocupaba dramáticamente gran parte, y el resto de las horas que estaba despierto las rellenaba con alguna actividad que despejara por completo mi cabeza de pensamientos que no valían la pena. Extrañaba de algún modo la compañía de Jesús Domínguez. Podría decirse que no fuimos grandes amigos, pero sí fuimos muy compenetrados y nos conocimos en una etapa bisagra de nuestras vidas. En aquellos días la amistad tenía una valoración mucho más especial que en la actualidad. Las pequeñas cosas sellaban un cerrojo invisible que nadie podía romper y así la amistad quedaba resguardada ante cualquiera que le propinase un ataque inescrupuloso.

Me preguntaba si en algún momento Jesús habría declarado sus sentimientos a Rebeca D. A decir verdad después de aquel día no volvió a hablarme de ella. Se sumió en un abismo silencioso del cual solo salía para charlar cosas banales o que atañían a la vida diaria dentro de la casa. Hablábamos de trabajo, de novedades del barrio en el cual vivíamos, sobre cómo organizar los gastos o bien sobre los partidos de fútbol de la última fecha del campeonato. Nunca nos metíamos con la vida sentimental del otro. No sé por qué no lo hacíamos, por lo general todos los hombres y mujeres necesitan contar parte de sus conquistas o desaires, pero él y yo no lo hacíamos. Como si se tratase de un acuerdo tácito entre ambos mateníamos absoluto silencio en ese tema. Sin embargo a mí siempre me quedaba la incertidumbre de si realmente él había llegado a más con Rebeca D.

Uno de los días antes que él no regresara a la pensión y que Rebeca D. se apareciera arrojando piedras a mi ventana intenté abordar el tema de su relación con ella. Merodeé con palabras y preguntas su muralla pero nada pude sacar en limpio. Creo que él sabía lo que yo tramaba. Y aún más, creo que él también percibía que yo sentía cosas por la misma mujer. Algo que era irremediablemente incompatible.

En esa charla que sostuvimos aquel día yo preparaba la cena y el escribía en su computadora portátil. Podría decirse que eran días intrascendentes, cargados de normalidad y enviciados de vientos de agosto. Cortaba ajo y perejil lo más fino que podía con un cuchillo de buen filo. El aroma a la comida casera invadía la cocina. Ambos permanecíamos en silencio después de la charla abocados cada uno a la actividad que estábamos llevando a cabo. De repente él me hizo una pregunta que aún hoy, cada vez que la recuerdo, me llena de escalofrío.
Oye, Maximiliano, ¿te has planteado alguna vez amar a alguien y no ser correspondido? Me refiero a saber que amas a alguien y que nunca antes has percibido algo así, y aún sabiendo eso es imposible que ese alguien te corresponda.
Me lo pensé por un instante. Mientras sostenía el cuchillo en el aire y contemplaba el puñadito de ajo y perejil sobre la tabla de corte repasé una por una mis anteriores relaciones amorosas. Por más que me esforzaba no lograba encontrar alguna que satisfaciera ciento por ciento aquella pregunta. Llegué a la conclusión que nunca había vivido una situación así. De alguna manera siempre había comunicado a mis parejas mis sentimientos y supongo que eso también se daba en la otra parte. O al menos yo quería pensar así. Después de todo destapar la olla de viejos amores no es algo que sea muy agradable para nadie. Por más que las relaciones hayan sido buenas los recuerdos muchas veces suelen ser traicioneros. Se amotinan en lo alto de una cumbre y desde allí, como dispuestos a librarnos un dura batalla, descienden con aire guerrero hacia nuestras sienes intentando generarnos pensamientos que perturben lo que antes permanecía tranquilamente dormido.
No. Creo que siempre he comunicado y me han comunicado lo que sentían por mí -respondí.
Has tenido gran fortuna entonces.
Seguí picando el ajo y el perejil pero ahora con menos ruido y más lentamente, tratando de ubicar alguna reminiscencia de relación que se me haya escapado al rememorar. Me preguntaba el porqué de aquella pregunta de Jesús, y la respuesta fue inmediata: Rebeca D.


Aquel día cenamos tarde. Ambos sumidos en un profundo silencio. Ni siquiera la televisión se había encendido. Solo escuchábamos de vez en cuando algún silbido del viento al pasar por entre la copa de los árboles de enfrente. Era una noche apasible, de mucho normalidad. Mientras masticaba cada bocado que me llevaba a la boca repensaba en la pregunta de Jesús y en su relación con Rebeca D. Ella también me gustaba, eso estaba claro, pero nunca me había dado un indicio que sobrepasara el umbral de la amistad. Sin embargo tal vez a él sí. Eso pensé inmediatamente.
¿Porqué me has hecho esa pregunta?, me refiero a la que me hiciste mientras hacía la comida, a la de amar a alguien y que te sea imposible comunicárselo.
Porque creo que me sucede una cosa así -respondió Jesús.
¡Acerté! -pensé para mis adentros.
¿Y porqué no se lo dices?
Porque temo el rechazo. Y el rechazo duele, lo sabes.
Pero tal vez no te rechace. Tal vez ella también sienta lo mismo por vos y no avanza. Algo así como que ambos se están mantiendo a una distancia prudencial y ninguno de los dos tira de la soga para acercarse. Si no lo hacen, ambos se quedarán ahí, tiesos, observándose a la distancia, sin disfrutar, y llenos de incertidumbre por saber si el otro siente o no lo mismo.
Jesús se llevó una mano a la cara. Palpó sus mejillas, cubrió sus ojos y los refregó. Finalmente enfocó su mirada hacia mí y así se quedó por un instante.
No es tan fácil. Creo que también sabes que no es fácil. Es como si una muralla alta en invisible me flanqueara el paso y me impidiera decirle a ella lo que siento. Hasta he pensado si no la he idealizado. Si no he caído en una trampa que mi propia manera de pensar me ha tendido.
Debes animarte -sugerí. Debes arriesgarte, total, tal como dice todo el mundo: “al no ya lo tienes”.

Me sorprendía escucharme hablar de aquella manera. Por un instante pensé que no era yo. Que era alguien que aconsejaba a un amigo y le estaba escuchando desde cierta distancia. Imaginaba la situación que mi amigo describía y me hacía eco de ella pero de una manera ausente, sin inmiscuirme en ese tema de manera personal. Pero claro, él hablaba de la misma mujer que a mí me gustaba y aún así yo podía evadirme de ello ¿Sorpresa para mí?, sí, sorpresa. Entonces tal vez mis sentimientos por ella tan solo eran un espejismo y no algo real y tangible. Podía escuchar y sentir como mi corazón latía, como mis pulmones se llenaban de oxígeno como dos grandes fuelles o como la sangre recorría de manera tibia cada una de mis venas, pero no podía sentir cual era la verdadera profundidad de mis sentimientos hacia esa chica que de algún modo se había introducido en mi vida y en la de mi amigo.

Aquella pregunta que Jesús Domínguez me hizo aquella noche quedó rondándome por la cabeza durante un par de días. Cada vez que me sobrevenía pensaba en porqué no había yo respondido que sí, que también me pasaba una situación así con la misma mujer que a él le gustaba. La respuesta nunca me llegó. Entonces destruí la pregunta y guardé aquel pasaje de mi vida en la memoria. Si algo debía de hacer era no seguir pensando en aquella chica y mucho menos si ella entraba y salía de mi vida como si se tratase de un fantasma. Además tenía mi vida por delante y necesitaba volver a mí.

Safe Creative #1009077264024



(Imagen: http://farm3.static.flickr.com/2349/1678100733_368972bab0_o.png )
Leer más...