Saint-Exupéry (veinticinco)

VEINTICINCO


Caía la noche sobre el vecindario y unas pinceladas rojizas aún persistían colgadas del cielo. El sol, ya casi fugado, daba paso a una noche que asomaba como larga y cargada de una atmósfera melancólica. Ambas mujeres preparaban la cena en la cocina del hotel. La mujer gorda cortaba delicadamente unas cebollas y Lourdes, con suma prestancia y cuidado, metía en una olla todos los ingredientes mientras revolvía el contenido a conciencia. No hablaban. Tan solo se limitaban a realizar cada una su trabajo en la cocina y a escuchar un programa radial que transmitía música de los años 70.

El día había sido largo para Lourdes. Se sentía aturdida y fuera de su eje. Seguía sin poder encajar las ideas y eso la ponía nerviosa. Desde niña había sido una persona metódica, bastante introvertida, de la clase de personas que guardan mucho para sí y les cuesta horrores contar y expresar sus pensamientos y sentires. Sus padres la habían aconsejado y guiado en los primeros años de su infancia y la adolescencia, y aquello había resultado en una mujer recta, de buenos y firmes principios y por sobre todo de simple mirada ante los actos de la vida. Pero esta vez los acontecimientos la superaban. Se sentía al volante de un automóvil deportivo en plena ruta a más de 300 km por hora. Ante el menor movimiento en falso sería imprevisible saber qué pasaría, que sería de su frágil vida.

Una vez la cena estuvo lista la mujer gorda destapó un Cabernet Sauvignon y sirvió un poco en las copas. Comieron en el mismo silencio que cocinaron. La mujer también se veía cansada por el trajín. A su modo, procesaba toda la información y recuerdos de la situación de Lourdes y eso le compungía el corazón. Pensaba que la vida estaba siendo injusta con una joven como aquella, pero que al fin y al cabo la vida misma era así: nadie podía predecir su curso, nadie podía torcerle el brazo.

Después de cenar se despidieron y se dirigieron a sus habitaciones. La mujer gorda se durmió instantáneamente. Era de sueño fácil y pesado. En cambio Lourdes no la sacó tan barata. El insomnio se apoderó de ella y pasó gran parte de la noche contemplando el techo y las manchas de humedad de una de las paredes de la habitación. Afuera hacía una noche clara, sin viento, de una luz lunar amarillenta, desteñida, que no invitaba a nada. Entre tantos pensamientos rescató uno que brilló por sobre los otros. Recordó el hostel “Roma” y a aquel hombre que había conocido por ese tiempo. Reconoció nuevamente que todo aquello que ahora le estaba sucediendo se había originado con la búsqueda sin sentido de aquel hombre. Sin saberlo el destino la había conducido ante un nuevo portal en su vida. “Las cosas suceden de maneras ininteligibles”, se dijo. Y en efecto, tenía razón. Gracias a aquella situación entre el hombre, el hostel “Roma” y aquellos buenos días, ella ahora se encontraba ante un descubrimiento especial: la doble vida de su padre. Sin lugar a dudas el destino había echado mano a sus misterios e intrigas y había activado un puñado de sorpresas que la joven mujer debería de soportar.


A la mañana siguiente ambas se dirigieron al municipio. Un empleado municipal las recibió de buena forma, ofreciendo sus servicios. Era un hombre delgado, un tanto parco, pero sin embargo al estar unos minutos delante de su presencia uno podía cambiar de idea con respecto a la primera impresión. La mujer gorda explicó la situación. El empleado frunció el entrecejo y sus pestañas se juntaron casi un centímetro. Parecía que aquel acto activaba su memoria. Tal vez sería un método para que los recuerdos flotasen en su mente y luego poder captarlos y traerlos al presente. Después de un instante el hombre hizo un chasquido con sus dedos, algo así como un ¡eureka!, pero sonoro.

- Síganme –dijo haciendo un gesto por sobre su hombro-, creo que en el sótano quedan archivos sobre aquella época en unas cajas de cartón.

Los tres bajaron las escaleras que conducían al sótano. Tras encender una bombita de luz de bajo consumo el empleado reconoció las cajas arrumbadas en un estante, de entre otras.

- Son esas –exclamó victorioso.

Tras quitarle el polvo las depositó sobre una amplia mesa de madera que había en medio del sótano. Con la ayuda de un accesorio cortó los precintos que mantenían las cajas selladas y las abrió.

- Aquí están. Son estos todos los documentos que datan de aquella época y pertenecen a la hostería. Pueden mirarlos y también, aunque va en contra de mi cargo y responsabilidad, pueden fotocopiar algunos en la fotocopiadora del primer piso. Tómense el tiempo que necesiten. Cerramos a las 13 hs.

Tras decir esto el empleado dio media vuelta y subió las escaleras perdiéndose en ellas. Lourdes de manera nerviosa abrió de par en par las tapas de cartón y empezó a sacar parte del contenido y lo ubicó sobre la mesa. Había planillas, carpetas, fotografías, rollos y revelados fotográficos, juegos de llaves, y hasta una vieja radio a transistores de marca “Spica”, enfundada en un estuche de cuero negro. Se preguntó a quién habría pertenecido aquella radio, tal vez al señor Cruiff fue la primer respuesta que su mente disparó.

Durante un par de horas miraron papeles sin sentido. Datos y más datos abarrotados en renglones y celdas de planillas. Información inconexa, fechas, importes de estadías, apellidos sin sentido y nombres de desconocidos. Nada. No había nada interesante. Tampoco quedaba más que revolver dentro de las cajas. Lo habían revuelto todo de adelante hacia atrás y viceversa. La mujer gorda echó un suspiró al aire. Su rostro denotaba cansancio y un toque de fastidio. Lourdes continuaba mirando la papelería como si en ella pudiera existir algo más, tal vez algo nimio que se había pasado por alto. Pero por más que buscase e intentara encontrarlo nada salía a la luz. No había indicios de su padre dentro de aquellas cajas. El rastro había concluido ahí, o mejor dicho en la fotografía encontrada en la vieja hostería.

Cerca del mediodía ambas mujeres subieron las escaleras y dijeron al empleado municipal que la búsqueda no había sido fructífera. Éste, poniendo cara de afligido, estiró sus brazos y dio un par de palmaditas en los hombros de cada mujer.

- Tengan paciencia, si hay una verdad saldrá a la luz. La vida oculta pero también muestra.

Sin embargo ellas se miraron y parecieron decirse que en aquel momento la vida no quería mostrarles nada, al contrario, parecía que quería esconderlo todo. Salieron del municipio y Lourdes decidió caminar un poco. Necesitaba tomar aire y acomodar sus ideas, aunque más que eso necesitaba rehacerse, acomodar un poco los estantes desordenados de su interior. La mujer gorda entendió al vuelo lo deseado por la joven, y sin oponerse se subió al automóvil y se dirigió al hotel.


Dos días después, sin saber qué hacer y qué camino tomar, Lourdes decidió irse del pueblo y seguir rumbo a su ciudad. En lo más hondo de su ser presentía que todo aquello que había sucedido en ese lugar tenía un significado, que no había sido mera casualidad; no obstante no encontraba una respuesta, ni siquiera un pequeño indicio que le indicase el camino que debía tomar. Desilusionada totalmente comenzó a empacar sus pocas pertenencias. Era cerca del mediodía de un día Jueves. La mujer gorda repasaba números en una planilla dentro de la recepción y una mucama arreglaba camas y preparaba las habitaciones vacías.

Si me voy ahora dejaré en paz a esta mujer. Lo mejor será volver y reordenar mis pensamientos y mi vida en la ciudad. Tal vez volver al asentamiento en el norte sea una salida favorable, o por qué no buscar un nuevo rumbo junto a otros grupos ecologistas, pensó. Una vez que la mochila estuvo repleta de sus pertenencias encajó el libro de “El Principito” que su padre le había regalado en uno de los elásticos de la misma y salió de la habitación. Tras bajar las escaleras se encontró con la sorpresa que afuera, justo delante de la recepción del hotel, la mujer gorda hablaba con el empleado del municipio. El hombre parecía explicarle algo y la mujer, por la expresividad de su rostro, parecía un tanto perpleja. Cuando Lourdes llegó a la puerta el hombre dio media vuelta y se alejó caminando en dirección a la salida del hotel. La mujer gorda se quedó parada contemplándolo mientras en sus manos sostenía un paquete. Lourdes apuró el paso y llegó hasta la recepción.

- ¡Querida! –exclamó la mujer gorda al ver a Lourdes acercarse- ¡tengo noticias para ti! Mira –dijo la mujer mientras desenvolvía el paquete- ¡mira esto!

El papel que envolvía el paquete cayó al piso junto al hilo que lo sujetaba. Dentro de una caja de cartón estaba la radio “Spica” con estuche de cuero negro que habían visto en las cajas del sótano del municipio.

- Es la radio que vimos en el sótano –dijo Lourdes un tanto confusa y asombrada por el objeto en sí.
- Sí, esa misma. Pero hay un detalle –comentó la mujer gorda mientras le quitaba la funda de cuero a la radio. Mira.

Tras quitarle la funda, la mujer posó la radio sobre el alféizar de la ventana de la recepción, tomó la funda de cuero y sacó de su interior una pequeña fotografía.

- ¡Es mi padre! –exclamó Lourdes.
- Sí, es tú padre, querida Lourdes. Pero hay más, mira al dorso de la fotografía.

La chica dio vuelta la fotografía y allí, como si fuese una señal divina, estaba escrito el nombre de su padre y una dirección perteneciente a una ciudad que enseguida sonó en su cabeza.

- ¿Te suena esa dirección? –preguntó la mujer gorda mientras acomodaba su rodete.
- No, pero sí la localidad. En ese pueblo sé que nació mi padre. Es en la provincia de Misiones. Él supo hablarme varias veces de su niñez y de lo bonito que era todo allí. Sus amigos, sus anécdotas de la infancia, el trabajo de mi abuelo, los quehaceres diarios de mi abuela paterna, la vida en sí que él tuvo allí. No olvidaría nunca algo tan importante. Pero esa dirección no la conozco.
- ¿Qué harás? –preguntó la mujer gorda.
- Iré –dijo decididamente Lourdes- necesito ir y ver si allí, en esa dirección de esa ciudad, existe algo que me una a mi padre y me aclare un poco más este lío.
- Es lejos, ¿te hará bien ir tan lejos?
- Lo sé, y sí, me hará bien, lo necesito, necesito saber toda la verdad.
- Supongamos que vas y allí no hay nada. Supongamos que es solo una dirección que tú padre tomó, o recordó, y la anotó ahí por solo vicio o como ayuda memoria. Si la dirección no fuera cierta o es errónea, ¿no crees que es mucho riesgo y una empresa demasiado grande para llevar a cabo?
- No. Usted no entiende –dijo Lourdes mirando fijamente a la mujer gorda- Yo necesito saber si tengo un medio hermano. Necesito saber si mi padre tuvo una doble vida y necesito saber si ese medio hermano hipotético vive o no.

Entonces la mujer gorda asintió con su cabeza y abrazó a Lourdes.

- Sí querida, te entiendo perfectamente –terminó susurrándole a los oídos.

(Continuará en un próximo capítulo...)

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Saint-Exupéry (veinticuatro)



VEINTICUATRO

La mujer gorda acomodó su rodete mirándose en el espejo retrovisor del automóvil. Podría decirse que era una de esas mujeres que no descuidaban un segundo su apariencia. Enseguida tomó un lápiz labial y recorrió sus gruesos labios con él, confiriéndoles un tono carmín. Miraba de vez en cuando a Lourdes, que estaba sentada a su lado, con la mirada perdida y sus pensamientos vaya a saber en qué sitio. Finalmente guardó el lápiz labial en su bolso y bajó del automóvil. Lourdes la siguió. Ahora ambas estaban paradas frente a la vieja hostería, con sus miradas enfocadas en la omnipotencia que aún seguía desprendiendo la construcción. La fachada de la construcción se alzaba altiva aún tras el paso de los años. Había un silencio absoluto, casi nada parecía tener vida en los alrededores, y si no fuera por el murmullo del correr del agua del río todo se asemejaba a un sueño.

- ¿Estás lista? –preguntó la mujer gorda.

Lourdes asintió con la cabeza y entonces comenzaron a caminar hacia la hostería. Al cruzar la puerta de entrada Lourdes sintió un escalofrío, como si aquel paso hiciera convulsionar de algún modo a su ser interior. Le pareció que el interior tenía algo distinto a cómo lo recordaba de su anterior visita. “Tal vez sea la luz del día”, pensó, pero no quedó muy conforme con aquella auto-respuesta. A cada paso que avanzaban los recuerdos de su padre comenzaban a aflorar. Mientras más los traía al presente y analizaba menos podía entender lo que estaba sucediéndole. No encontraba ninguna fisura que delatara aquella posible doble vida de él. Aun así se sintió traicionada y dolida. Aquella imagen impoluta y venerada que ella mantenía sobre él ahora se veía claramente al borde de un abismo. La mujer gorda caminaba dando pasos cortos y seguros, como las personas que saben perfectamente hacia dónde se dirigen. Subieron las escaleras y caminaron sin decirse ni una palabra. Lourdes jugaba nerviosamente con un anillo que tenía en el dedo anular de la mano izquierda. Finalmente estuvieron delante de la habitación donde se encontraban los retratos. La luz del sol ingresaba por los dos ventanales que tenía la habitación. Las cortinas estaban rasgadas y sus puntas rotas, deshilachadas, tal vez comidas por roedores que seguramente eran ahora los únicos huéspedes del lugar. Todo estaba recubierto por una película muy fina de polvo, que daba una apariencia de manto blanco perpetuo sobre la superficie de las cosas. La mujer gorda avanzó hasta los portarretratos y deteniéndose frente a ellos los miró uno a uno como si aquellas imágenes la transportaran en el tiempo.

- ¿Reconoce a estas personas? –preguntó Lourdes.

La mujer gorda hizo una diminuta mueca y sus ojos quisieron cargarse de lágrimas que enseguida reprimió.

- Sí, los reconozco a casi todos. Dime niña, ¿cuál es tú padre?
- Ese, el que está junto a la mujer y el niño.

El portarretrato estaba tal cual lo habían dejado días atrás Lourdes y Enrique, inclusive tenía marcados los dedos sobre el polvo que recubría el vidrio. La mujer lo tomó entre sus manos y lo acercó lo suficiente para observar a las personas fotografiadas. Inmediatamente esbozó un gesto que a Lourdes le pareció de admiración, sorpresa tal vez; luego una leve sonrisa se dibujó en sus labios color carmín.

- Sí, sí, recuerdo a este hombre. Yo era niña y solía venir en bicicleta a jugar de este lado del río. Los Cruiff querían mucho a los niños del pueblo, tal vez porque ellos no habían podido tener hijos, y a mí siempre me tuvieron como entre algodones. Me solía sentar con ellos bajo la galería y desde ahí observábamos cómo los huéspedes iban y venían, o bien como pasaban la tarde junto al río. Algunos usaban la hostería como lugar de pernocte, otros como un sitio de descanso, y podían pasarse hasta una o dos semanas aquí disfrutando de la tranquilidad y el paisaje. Este hombre, el que tú señalas como tú padre en la fotografía, supo venir varias veces. Lo recuerdo bien. Siempre vestía correctamente y usaba saco y corbata. Era amable y cordial. Una o dos veces se dirigió a mi persona dándome un dulce. Le gustaba sentarse con la mujer de la fotografía a orilla del río mientras el hijo jugaba con los pies metidos en el agua.
- ¿El hijo de ambos? –preguntó Lourdes un tanto aturdida.
- Sí. Supongo que era el hijo, pues lo llamaba así cada vez que se refería a él.

El rostro de Lourdes se transfiguró. Prontamente sus pómulos se cargaron de un color rosado intenso y sus ojos de lágrimas. Le fue imposible contenerse y desencajar un llanto, que aunque fue breve, fue muy sentido. La mujer gorda, en un acto reflejo, tomó a la chica entre sus brazos y ahogó su sollozo en su pecho. Aquella imagen causaría ternura a cualquiera y a su vez dolor. Un dolor enarbolado por la traición y por el engaño. Su héroe, el hombre que le había dado la vida, ahora solo era una mera imagen de su mente y su memoria. El nuevo retrato de él se asemejaba al de alguien desconocido, a una persona de la cual tan solo reconocía sus facciones pero a la cual no la vinculaba nada sentimental. Tras un rato de sollozar la mujer gorda apartó a Lourdes y la miró a los ojos.

- Debes ser fuerte. No estás sola. Estás conmigo. Te ayudaré, no te dejaré sola –volvió a repetir.

Lourdes con los ojos rojizos y las lágrimas deslizándose por sus mejillas asintió con un movimiento de cabeza, aún siendo consciente que aquellas palabras provenían de una persona que era completamente desconocida para ella, tan solo alguien que el destino ahora había puesto en su camino y solo eso.

- Es increíble que aún estos portarretratos sigan aquí. Este lugar ha sido morada de vagabundos, de parejas que vienen a tener sexo, inclusive se rumoreó que servía de aguantadero a ladrones rurales, y sin embargo nadie tocó jamás estas fotografías. Todo está intacto tal cual como lo dejaron aquella mañana los Cruiff tras su partida.

Mientras la mujer gorda sostenía algunos portarretratos en sus manos se hizo un silencio en la habitación. Lourdes mantenía entre sus manos el portarretrato de su padre y recorría el rostro de él con la punta de su dedo índice, como si con aquella acción acariciara el recuerdo del hombre que ella tanto amaba.

- ¿Sabes algo más de mi padre?
- A decir verdad no –respondió la mujer gorda-, aunque sí recuerdo el nombre del niño porque ambos teníamos más o menos la misma edad y una vez jugamos juntos. Se llamaba Esteban. Sí, Esteban. Y la mujer, la que siempre consideré su madre, le decía “Tebi” cariñosamente.
- “Esteban”… -dijo Lourdes pronunciando la palabra con un todo delicado y lejano.
- Sí, Esteban –repitió la mujer. Si vive debe tener más o menos mi edad. Pero otro dato no puedo darte. Fue hace muchos años y solo recuerdo eso que te he contado. Mi memoria no es de las mejores, ya tiene sus años…
- Sí, gracias. Me sirve –acotó Lourdes. ¿Acaso se acuerda del nombre de la mujer?
- No, de ella no, nada. El hombre, bueno, tú padre, la llamaba por palabras tales como “amor” o “querida”, pero jamás se dirigía a ella por un nombre de pila.

Amor”, “querida”, palabras que Lourdes al escucharlas no solo herían sus tímpanos sino que rasgaban directamente su corazón. Finalmente ambas dejaron los portarretratos que tenían en sus manos sobre el borde de la chimenea y salieron de la construcción. Una vez afuera, la mujer gorda se apoyó en el automóvil, sacó un atado de cigarrillos rubios de su cartera y puso uno entre sus labios. Hizo un convite a Lourdes, pero ésta lo negó con su cabeza. Raspó un fósforo y encendió el cigarrillo. Tras unas pitadas exhaló el humo de sus pulmones, tocó por un acto mecánico su rodete, y se quedó mirando perdidamente la costa del río. Ya era casi mediodía. Unas pocas nubes intentaban ahogar la luz del sol entre ellas pero no lo lograban. El humo del cigarrillo de la mujer se elevaba lentamente y se perdía a favor del viento.

- ¿Vivirá? –dijo Lourdes.
- ¿A quién te refieres? –respondió la mujer gorda tras darse media vuelta y enfocar su mirada en la chica.
- Al niño.
- Tal vez. Yo estoy viva, y él tiene mi edad más o menos, como te dije. Seguramente vive ¿Qué estás pensando, niña?
- Quisiera saber de él y si es hijo de mi padre en realidad. Pero mientras más lo pienso menos se me ocurre cómo podría hacer para encontrarlo. No tengo datos. Solo sé que ese hombre era mi padre, de ahí en más no hay nada más que me lleve al niño.
- Mmmmm… -dijo la mujer gorda mientras daba otra pitada al cigarrillo. Tal vez haya una posibilidad de conectarte con él.
- ¿Sí?, ¡¿cómo?!
- Cuando la hostería se habilitó llevaba por reglamento un registro de sus huéspedes. Una copia de ese registro debía ser presentado mensualmente a la municipalidad del pueblo y al departamento de policía. Seguramente en alguno de los archivos de ellos esté registrado el nombre de tú padre y algún otro dato que te ayude a vincularte con el niño de la fotografía. Eso sí, antes, todo se hacía sobre papeles, no existían las computadoras, así que probablemente, si encontramos algo, deberemos nadar entre una maraña de papeles en algún sótano o archivero lleno de cajas.
- Eso me tiene sin cuidado –dijo Lourdes-, pues si existe tal posibilidad me encantaría poder aprovecharla y saber finalmente si ese niño es mi medio hermano o no.
- Entonces no lo pensemos más –dijo la mujer gorda. Pongámonos a trabajar.
Ambas subieron al automóvil y mientras la mujer daba arranque al motor y se acomodaba el rodete frente al espejo retrovisor Lourdes repasaba con un pañuelo su rostro quitándose algún dejo de lágrimas.
- ¿Te encuentras mejor, niña?
- Un poco. Esto era algo inimaginable para mí.
- Lo entiendo. Pero la vida tiene estas sorpresas, niña. A veces uno se levanta por las mañanas, abre las ventanas, ve un hermoso sol, un cielo radiante, y de repente, en un segundo, todo aquello se opaca por algún incidente o mala noticia. Eso es el destino. También podemos morir en un segundo, y cuando eso pasa ya está, ya todo ha pasado y pasamos a ser parte de un acto reflejo más del mismísimo destino. Sé que mis palabras no sirven de mucho, pero al menos intenta no polucionar tú cabeza con pensamientos negativos. Tener clara la mente te animará a tener el corazón tranquilo. Así como el destino fue capaz de ponerte esta sorpresa en tú camino de vida, también ya se está encargando de que tú le encuentres alguna respuesta. Después de todo no podemos zafarnos de su influjo. Quiérase o no siempre estamos atrapados dentro de su espiral.

Lourdes asintió y dio un diminuto beso espontáneo en la mejilla regordeta de la mujer. Esta se sobresaltó y sonrió inmediatamente. Acto seguido ambas se abrazaron y se mantuvieron así, sin moverse, en aquella posición.

Ya en la ruta el automóvil se dirigía al pueblo. Ambas mujeres iban en silencio, con la mirada perdida en la línea blanca del carril, y sus pensamientos iban enfocados en encontrar el inicio de aquella trama que el destino, sin tapujos, había puesto en sus vidas.


(Continuará en un próximo capítulo...)

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(Imagen: http://goo.gl/DhDGO )
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