Saint-Exupéry (treinta y dos)



TREINTA y DOS

Recuerdo que al llegar esa noche a un hotel cercano a la plaza Marina cayó rendida sobre la cama. Vi cómo me sonreía y cómo esa misma sonrisa fue desvaneciéndose y dando paso al sueño. Primero sus párpados comenzaron a pesarle, luego las comisuras de sus labios se fueron arqueando hacia abajo. Finalmente su boca se entreabrió unos pocos milímetros provocándome una sensación de placer y erotismo a la vez. Sus ojos se cerraron y su cuerpo quedó tendido, atravesando en diagonal la cama. Me quité las zapatillas, luego la remera, el jeans, la ropa interior. Caminé desnudo por la habitación acomodando los bolsos, encendiendo el televisor y poniéndolo en volumen nulo. Luego apagué la luz. Corrí las cortinas de la ventana y observé las luces de la ciudad. Era un bello anochecer. Me sentía extraño en aquella habitación. Por momentos me volvían deseos de dejar todo así como estaba, despertar a Marina y volvernos a Córdoba, a la redacción, a nuestros respectivos trabajos y seguir nuestras vidas tal como eran. Me vino a la mente la imagen del gordo Pérez y su habitual sonrisa. Seguramente me estaría echando de menos, tal como yo lo hacía. «¿Qué harías tú en mi lugar, Federico Moccia?», susurré. El vago recuerdo del viejo amigo fallecido parecía cobijarme en la quietud de la habitación. Seguramente él me habría dado un par de palmadas en la espalda, luego mirado a los ojos y finalmente, con gran prestancia y parsimonia, habría abierto la boca para decirme unas cuantas verdades, unos cuantos pensamientos que tuvieran como fin el tranquilizarme y hacerme entender que los cabos sueltos no sirven para nada en la vida, que si podemos y está a nuestro alcance debemos siempre concluir y lograr finalizar lo que empezamos.

Abrí la pequeña heladera que estaba en la habitación y observé su contenido: cuatro latas de cervezas, dos latas de gaseosa Coca-Cola, dos latas de gaseosa Fanta Ligth, cuatro botellas de agua mineral y un par de barritas de chocolate. Tomé una lata de cerveza y la destapé con cuidado para no despertar con el ruido a Marina. Tomé un edredón que había dentro del placar y cubrí a Marina con él. Dormía como un ángel. Siempre he pensado que ella estaba cargada de una ternura sin igual, y que de su mano mi vida había cobrado verdadero sentido, logrando rescatarme de ciertos pozos y ausencias que quedaron después de las partidas de mi amigo Moccia y mi madre. Mi mundo durante tantos años había sido tan minúsculo, tan limitado. Se había convertido en un subconjunto de escasos elementos en el cual las relaciones entre ellos a veces hasta me excluían a mí mismo. Sin embargo a mi vida había llegado esa mujer, Marina. Ella había entrado con ese ímpetu que irrumpen algunas personas, y había trastocado varios puntos; le había dado un nuevo enfoque a mis días. Ahora era mi compañera de aventuras, sí, así lo pensaba. Se presentaba a mi lado como una fiel compañera. Firme, pensante, con carácter decidido y sin titubeos. Se había convertido en la muleta ergonómica perfecta para impedir mi caída, mi abatimiento.

Bebí la cerveza de a sorbos pequeños mientras seguía observando la ciudad desde la ventana. En los edificios vecinos solo había un par de luces encendidas y nada más. Supuse que todo el mundo estaría fuera, o bien volviendo de sus trabajos. Cuando uno pierde el ritmo laboral piensa que el resto del planeta va en contramano, como si ellos fueran los descontrolados y uno mismo el que lleva la dirección correcta. Abrí el vidrio de la ventana que daba al balcón. Di un par de pasos y me paré a observar la ciudad. No tuve vergüenza de estar desnudo. Nadie se percataría de mi presencia en la oscuridad, y si alguien lo hacía me tenía sin cuidado. Corría una brisa estival, agradable a la piel. Apoyado sobre la baranda del balcón observaba cómo la gente caminaba por la calle. Algunos iban tan ensimismados que no levantaban su mirada del piso, como si fueran verdaderos autómatas biológicos. Alcé la vista y miré al cielo. Ya no había rastros del sol ni de sus últimos rayos. La noche estaba cerrada. Sin nubes. Sin estrellas. Un cielo oscuro, de un negro llamativo, que se asemejaba más a una pizarra de escuela que a un cielo nocturno del litoral argentino. Terminé de beber la cerveza y pensé que debía ducharme. De repente me brotaron un par de vagos recuerdos, de momentos vividos durante el día: la silla mecedora, el lento movimiento de las cortinas de la casa del anciano, la plaza, la soledad de algunas calles, las facciones del viejo. Las imágenes se me sucedían en la mente como diapositivas presurosas, una tras otra, sin orden, desvaneciéndose apenas intentaba fijarlas. «Debo serenarme», me dije. Al regresar al interior de la habitación observé que Marina ahora yacía de lado, envuelta en el edredón, con los pies fuera de él. A simple viste la imagen de mi pareja durmiendo me causó una sensación de ternura, de una fragilidad extrema. Era la misma chica que mientras estaba despierta se llevaba el mundo por delante, la que empujaba a todos, la que lideraba una redacción de un multimedios; sin embargo al dormir parecía un animalito indefenso y frágil en medio de una oscuridad repentina que la había tomado por sorpresa.

Entré al baño, giré la perilla del agua caliente y esperé que el vapor del agua me indicara que ya estaba a punto. Luego mezclé con agua fría abriendo la otra perilla. Me metí debajo de la lluvia. Estaba tibia. Ahí me quedé un buen rato. Sin mover un solo músculo. Serené mis sentidos. Solo dejé alerta mis oídos. Al tener los ojos cerrados una oscuridad más densa que el cielo nocturno me envolvía por completo. No tenía pensamientos. No quería pensar en nada. El agua seguía cayendo. Se sentía maravillosa al tocar mi piel, al recorrer mi cuerpo. Poco a poco me fui entregando a ese placer que tanto libera. Fue entonces que tuve una visión. Veía a mi madre aparecer lentamente como si subiera por un camino de grava. Era joven. Yo no me veía, pero sí podía ver como ella caminaba hacia mí y me sonreía.

- Mamá -dije- ¡Mamá!, ¡aquí!, ¡acá estoy!, ¡soy yo, Esteban!

Entonces mi madre levantaba su mano derecha y la agitaba saludándome. Sin embargo no avanzaba. Si bien caminaba, siempre permanecía en el mismo lugar. Reaccioné al ver eso, sentí nervios e impotencia. Extendí mi mano y la vi muy distante. No sé bien a qué distancia estaríamos pero sabía que era lejos, lograba percibirlo.

- Te cansarás, Mamá... ¡detente ya!

Pero mi madre se esforzaba en llegar a mí, y lo hacía en vano. Comencé a sentir mucha impotencia y desesperación, una mezcla horrible de sensaciones. Entonces mi madre se detiene. Ha avanzado un poco. Me doy cuenta de eso de repente. Ahora tiene sus manos a los lados, inclina ligeramente su cabeza hacia la derecha y me observa con una sonrisa que presiento es forzada y detrás esconde tristeza. Yo hago lo mismo, y tras hacerlo me angustia. Esa angustia empieza a recorrerme todo el cuerpo, siento como el agua de la ducha me distribuye la angustia, pienso en porqué mi madre se expresa así, con esa mirada y esa sonrisa tan figurativa. La visión lentamente comienza a desvanecerse. Me angustio aún más. No quiero abrir los ojos. Deseo que la visión se mantenga y preguntarle a mi madre qué le pasa, por qué me parece que está triste. Pero de repente la oscuridad vuelve a imponerse y la visión desaparece. Ahora la negrura se convierte en un color anaranjado fuerte. Todo se ha vuelto anaranjado y mi madre ha desaparecido. Abro los ojos y la luz del baño me impacta de lleno. Con una mano refriego mis ojos y con la otra cierro las perillas de la ducha. Me quedo inmóvil con los brazos cruzados mirando fijamente los cerámicos del piso. No pienso, solo siento, presiento, trato de que la moraleja de la visión me indique a flor de piel qué intentaba decirme. Y así permanezco largo rato. No hay resultado. Me siento vacío.

Al volver a la habitación todo está igual que antes. Marina sigue compenetrada en su sueño, las luces del edificio de enfrente aún siguen prendidas, la ventana al balcón deja entrar aire fresco y ondean las cortinas. Me visto, me calzo las zapatillas y decido salir a caminar. «Me vendría bien una cerveza», me digo. Busco en la mochila de Marina un papel y una lapicera y le escribo un mensaje: «Bajé a tomar algo. Vuelvo en un rato. No te asustes. Te quiero»

Me encuentro caminando por las calles de Posadas. Es casi medianoche. No conozco la ciudad pero intuyo varias cosas. Siempre me he considerado un hombre observador. Trato siempre de estar atento y de recordar lugares, carteles, rostros. Memoria fotográfica creo que le llaman. Camino rumbo a la plaza San Martin, tal vez el aire fresco del espacio abierto me venga bien, eso pienso. Meto las manos en mis bolsillos y saco la billetera. Observo cuánto dinero tengo y analizo que el suficiente para tomar un par de copas distendidamente. Después de un rato de caminar desinteresadamente observo un grupo de bares frente a la plaza. Decido sentarme en una mesa, afuera. Elijo el bar: uno chiquito, con mesas y sillas individuales altas, que emulan perfectamente una barra de confitería. Un muchacho con aire norteño vestido con camisa blanca, pantalón negro y un delantal a rayas me acerca una carta. La tomo pero no la miro, no me apetece nada para comer, solo tomar una cerveza. Al rato la cerveza helada está en la mesa. Bebo despacio, siento como el líquido recorre mi garganta y me da la sensación de plenitud que solo el alcohol logra cuando uno está sediento. Miro la calle sin mirarla. Observo a la gente pasar sin verla. Escucho que gente habla a mí alrededor sin escucharla. Entonces un par de manos me cubren los ojos, me sobresalto, no entiendo nada. Instintivamente tomo las manos para quitármelas, « ¡quien carajo está haciéndome esta broma! », pienso. Las manos me presionan fuertemente los ojos, me cuesta sacarlas. Son manos de mujer. Un pensamiento fugaz dibuja en mi mente el rostro de Marina. Me doy vuelta y entonces la veo. No, no es Marina. Nada más alejado a ella. Lo primero que me viene a la mente es una playa junto al mar, yo tendido en ella observando un cielo negro brillante plagado de estrellas que titilan. A mi lado la misma mujer que ahora está frente mío. Me habla y me cuenta cosas sobre las estrellas. Sí, es ella, la-chica-de-los-piercings, y entonces pienso que otra vez el destino me tiene en sus fauces...


Sonríe. Es ella. Hace tanto tiempo que no sé de ella. Estoy sumamente alterado, confundido. Parece que el mundo se ha dispuesto a tratarme como un sonajero de bebé. La veo hacerme un gesto para sentarse. Mueve sus labios, me habla, pronuncia frases que por más que ingresen por mis oídos se quedan atascadas dentro de mi mente sin ser comprendidas. Es que la sorpresa es mayúscula. Jamás hubiera imaginado encontrarme con ella en aquel sitio tan alejado, sin embargo, las coincidencias en la vida son así, eso pienso. Vuelvo en mí. Ahora hablo, la saludo, la invito cortésmente a sentarse a la mesa. El mozo de la camisa blanca, pantalón negro y delantal a rayas se acerca nuevamente y ofrece una carta a la-chica-de-los-piercings. Observo con la delicadeza que ella toma la carta y la sonrisa delicada con la cual agradece al mozo. Aún no he cruzado palabra con ella. De repente me entra un escalofrío. Mi mente me ataca como si fuera un grupo de agujas punzantes que tienen la ambición de clavarse lo más profundo para producirme dolor, una pregunta aflora en mi interior y toma volumen, empieza a dejar paso al pánico y al miedo escénico de saber que puede tener una respuesta posible en la cual yo esté involucrado también, la formulo en mi pensamiento: Si la-chica-de-los-piercings está aquí, ¿Lourdes también estará cerca?, ¿acaso el destino es cíclico?, ¿hará que las vidas puedan confluir nuevamente en un punto después de cierto paso del tiempo? Caigo en la cuenta que son muchas las preguntas sin respuesta que en ese instante bloquean mi cabeza. Entonces decido cortar por lo sano, liberar la mente de pensamientos sin sentido, sin respuestas válidas posibles, y sonrío a la chica.

- No sé qué decir -es la primera frase que elabora mi cerebro y sale de mi boca.
- No te preocupes, está bien. Veo que te has sorprendido y de sobremanera al verme.
- Sí, así es. Jamás pensé encontrarte en aquí, y menos a esta hora. Además hace tanto tiempo que no te veía, que no supe nunca más de vos, que esto es una verdadera sorpresa -dije mientras carraspeaba para que mi voz no se notara demasiado nerviosa.
- ¿No crees que la vida es maravillosa?, me refiero a cosas como ésta, a los encuentros casuales, a tal vez designios invisibles de Dios que nos mueven como fichas de ajedrez en la vida. Yo sí lo creo. Creo que es maravilloso que pasen cosas como este encuentro que tenemos ahora.

Lo pensé por un momento. Tras serenarme analicé lo que ella decía. Mi mente me decía que sí, que era maravilloso, pero el resto de mi ser me hablaba en un lenguaje que no comprendía muy bien, como si la sola presencia de la chica frente a mí fuera algo que alterara todo. Recordé el refrán sobre el simple aleteo de una mariposa y las consecuencias inconmensurables que puede producir.

- Debo reconocer que más allá de la sorpresa me encanta verte -respondí sonriéndole-. Las buenas personas son difíciles de olvidar ¿Recuerdas Colombia?, ¿la playa?, ¿las estrellas?
- Claro... eso nunca lo olvidaría. En aquel entonces también debía de estar en ese lugar, junto a vos.
- ¡¿”Debías”?!, ¿cómo es eso?, no entiendo...
- Pues... -hizo una pausa y quedó estática con su sonrisa maravillosa a flor de labios-, hay cosas que no tienen una explicación lógica, ¿sabes?; hay cosas que mejor dejarlas así, sin explicaciones, para que resulten auténticas y duraderas en el tiempo.
- No logro entenderte ¿A qué te refieres?, ¿qué es lo que debo dejar sin explicación?
- Me acabas de hacer una pregunta, sobre Colombia y la noche en la playa, ¿cierto?, pues bien, mi respuesta a eso es que debió ser así, yo debía estar ahí y vos también. No más vueltas, no más explicaciones, es tan simple como eso.

El mozo volvió a la mesa. Esta vez venía sin el delantal a rayas. Preguntó a la-chica-de-los-piercings que bebería y si comería algo. Ella pidió un whisky con hielo y un vaso de agua. Nada para comer. Me sobresalté al ver su petición, pero era más de medianoche y un whisky viene bien a esa hora. El mozo volvió a dejarnos solos. Volvimos a retomar la conversación.

- Siempre has sido enigmática para mí -dije en tono sereno mientras jugaba con el vaso que contenía la cerveza-. Entras y sales de mi vida como un fantasma. Desde aquel día que nos conocimos en ese hostel cercano a mi casa natal nuestras vidas se han cruzado un par de veces y cada vez que sucedió me he maravillado por una cosa u otra. Tienes ángel -terminé diciendo.
- Eso... ángel -dijo ella largando una risita y mostrando toda su dentadura.

El mozo volvió y depositó un vaso de whisky envuelto en papel blanco sobre la mesa y un vaso de agua al lado. Ella tomó el vaso y bebió un par de diminutos sorbos. Pensé por un instante que solo lograba mojarse los labios con la bebida.

- ¿Qué haces por aquí? -preguntó mirándome directamente a los ojos-, ¿qué haces en Posadas?

Dudé. No sabía si decirle la verdad de mi visita a la ciudad o evadir elegantemente su respuesta con otro tema. No quería mentirle, ella no merecía eso. Pero algo me decía que si le explicaba el porqué de mi estancia en la ciudad debería dar explicaciones de temas que ni aún yo sabía cómo explicarlos. Entonces decidí que evadirme sería lo mejor.

- De paseo. Distrayéndome un poco...
- ¿No trabajas?
- Sí, pero he pedido unos días... tampoco es tan importante mi trabajo en la redacción.
- ¿Has vuelto a ver a la chica con el tatuaje del Principito? -tiró inesperadamente.

Hice un alto. Me quedé observándola sin responder. Lourdes... hacía tanto tiempo que no sabía de ella.

- No, nunca más volví a saber de ella.

La chica volvió a beber otros diminutos sorbos de whisky. Apoyó el vaso en la mesa y jugó con su dedo índice sobre el borde del mismo. Repitió aquel movimiento durante un par de minutos, tan solo concentrándose en el vaso y en nada más, como si yo no estuviese frente a ella, como si el universo hubiera decidido que la única persona que lo habitara en aquel momento fuera ella y solo ella.

- Debo irme -dijo inesperadamente.
- ¿Ya?, ¡aún no hemos hablado casi nada! -aclamé ansioso-. ¡Quédate un rato más!
- No, no puedo... en serio, debo irme.

Asentí con cara de derrota. Bebí de un trago lo que quedaba de cerveza en mi vaso.

- ¿Puedo acompañarte?, hasta tú hotel, o hasta dónde vives. Es de madrugada, no vendrá mal compañía para caminar.
- Preferiría que no –respondió de manera tajante y ya sin sonreír.

Recuerdo que aquella respuesta me desilusionó de sobremanera. En realidad deseaba acompañarla, hablar con ella, recordar viejos tiempos, charlar de cosas que habíamos vivido en todo ese tiempo que no nos habíamos visto. Pero ella se había negado. Después de todo tal vez yo no fuera gran compañía para ella. Bajó de la silla, acomodó su cartera sobre el hombro derecho y me besó en la mejilla.

- Estoy feliz de haberte visto. En realidad necesitaba verte. Sí, necesitaba verte.
- ¿A mí?, ¿verme a mí?, ¿por qué? –pregunté confundido.
- Muchas preguntas Esteban… haces muchas preguntas. Te diré algo: el tiempo suele ser cruel, o mejor dicho, la gente lo interpreta así. Sin embargo el tiempo es sabio y se susurra cosas con el destino. Pero ambos no escapan a las directivas que Dios les imparte. Él desde algún lugar observa lo que el tiempo y el destino traman y acepta o no dicha trama. Si te apuras, si aceleras el tiempo y te impacientas por conocer tú destino entras en una niebla densa, en la cual pareces perturbado y empiezas a buscar dirección a tientas, con las manos hacia delante, sin reconocer nada, pues simplemente ¡no ves! Si aceptas que el tiempo y el destino indiquen un camino entonces podrás verlo, caminarás sin tropiezos y lo que parece inexplicable o ininteligible comienza a tener sentido y a ser entendido.
- ¿De dónde sacas todo eso?

Solo sonrió. Entonces levantó su mano y se despidió.

La vi irse y perderse en la oscuridad de la esquina. El poco movimiento de la ciudad en madrugada comenzaba a ahogarse. El mundo parecía tener sueño. Yo también estaba cansado y somnoliento; no obstante aquel encuentro logró una gran perturbación en mí. Pagué la cerveza y dejé propina al mozo. Me marché rumbo al hotel. Al llegar me desnudé y me recosté al lado de Marina. Seguramente se había despertado pues estaba en ropa interior y acostada de su lado. Me acomodé en la cama en posición fetal con mi rostro mirando al suyo. Podía oler ese olor dulzón que desprenden las mujeres enamoradas. Todo en ella era perfecto. Envidiaba la paz con la cual dormía. Me sentí solo, muy solo. «Marina, despierta Marina, necesito que con tus alas me cobijes y me tapes. Marina, hazme olvidar el día de hoy…»


(Continuará en un próximo capítulo...)

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Saint-Exupéry (treintaiuno)



TREINTAIUNO

―Aún me parece increíble que me esté ayudando -dijo Lourdes a la mujer gorda- En tan poco tiempo mi vida ha dado tantos tumbos, ha bifurcado de un camino a otro, y aunque en esos movimientos bruscos cada vez me siento más y más confundida también reconozco que su ayuda y que esté a mi lado me reconforta, me hace sentir y pensar que puedo ir hacia adelante. En algunos momentos me pregunto si podría haber avanzado sin usted y creo que sí, pero no tan rápido. A veces es necesaria la mano invisible de personas que se nos cruzan en la vida para que tomemos impulso.

La mujer gorda solo sonrió al escuchar las palabras de Lourdes, a decir verdad esas palabras pronunciadas por la chica eran un halago, pero para ella significaban mucho más, rayaban la felicidad que produce a un ser humano servir y ser complaciente con otro. Finalmente detuvo el automóvil frente a un hotel situado a pocas cuadras de la plaza principal de la ciudad de Posadas. Tras bajar, ambas tomaron una bocanada de aire, se miraron durante un instante a los ojos y sin decir palabra alguna supieron que debían seguir adelante y escarbar el pasado. Revolver viejos momentos suele ser una tarea poco reconfortante, a veces hasta tornándose dolorosa, sin embargo Lourdes sabía perfectamente que era la única manera de enfrentarse a la verdad de su vida, a sus orígenes, a ese algo que aún permanecía escondido en las tinieblas esperanzado en encontrar algún día la luz del sol y de la verdad. La chica tocó el tatuaje en su antebrazo, el Principito parecía también percibir aquello que a ella le pasaba. Recorrió las líneas del dibujo, pasó la yema de los dedos por sobre la capa azul, sobre el pelo amarillo del niño ficticio, y finalmente descansó su mirada calle abajo como si de ese modo lograra sacar el saldo del destino que la había depositado en aquella ciudad con la esperanza de saber de una vez por todas quién era realmente.

―¿Por dónde empezaremos? -preguntó Lourdes a la mujer gorda.
―Por la dirección que encontramos escrita detrás de la fotografía, en la radio, ¿lo recuerdas?
―Ufff... lo había olvidado completamente...
―Debes serenarte, niña. Acelerarte, dejar que los nervios te confundan, no te llevará a nada, tan solo a liarte más. No esperes nada. Mientras uno más espera encontrar algo puede llegar a ser más y más grande la desilusión si no resulta lo esperado. Calma tú ansiedad.

Lourdes asintió con un leve movimiento de cabeza. Sacó de la mochila la fotografía encontrada en el pueblo, un mapa de la ciudad y posándolo sobre el techo del automóvil se ubicó geográficamente.

―Estamos aquí -dijo- a pocas cuadras de la plaza San Martín. La dirección en la fotografía es cercana a la plaza. Podemos dejar el automóvil aquí y caminar. De paso nos familiarizamos con la ciudad.
―Me parece buena idea. Aunque también deberíamos buscar un lugar donde pernoctar -opinó la mujer gorda.
―Sí, pero eso lo buscaremos después. Primero ubiquemos el lugar indicado en la fotografía, ¿te parece?
―Me parece.

La ciudad continuaba con su trajín diario. No se enteraba de las nuevas visitantes que transitaban por sus calles. Se manifestaba dormida, quieta, como una gigantesca construcción que permanece atemporal y ausente. Ambas mujeres caminaban despacio. De vez en cuando intercambiaban alguna que otra palabra, casi siempre por algo que veían y les llamaba la atención. Lourdes llevaba la mochila colgando de un hombro. La mujer gorda caminaba con cierta incomodidad, tal vez por el calor que hacía en ese momento, o tal vez por los finísimos tacos que tenían sus zapatos.

Fueron alrededor de seis cuadras las que caminaron en total desde que dejaron el automóvil. Lourdes mantenía en una de sus manos la fotografía con la dirección y en la otra un mapa que habían comprado en una estación de servicio antes de entrar a la ciudad. Se detuvieron en una esquina. Observaron el cartel indicador y cotejaron el nombre de las calles de la intersección con la dirección de la fotografía. Sí, habían llegado. Miraron casa por casa buscando en las fachadas las distintas direcciones. 573, 588, 591, 598. Finalmente el número 598 estaba delante de sus ojos. La mujer gorda lo había avistado primero y lo señaló con su dedo regordete.

―Allí, es aquella casa, Lourdes.

Ahora, la distancia entre el pasado y el presente parecía tan solo depender de unos pocos pasos, unos pocos metros que tal vez podrían blanquear muchos años de verdades y mentiras ocultas. Cruzaron la calle a paso firme y seguro. A Lourdes le latía fuertemente el corazón. Al llegar a la reja que separaba el frente de la casa con la vereda ambas contemplaron el jardín rodeado por ligustros. Se veía hermoso. Una sonrisa inmediata afloró en los labios de las mujeres. Así, asidas a la reja, se quedaron un momento contemplando el vergel. La casa tenía dos ventanas al frente de las cuales ondeaban dos cortinas blancas de un paño blanco y fino. Detrás de los ligustros había varias plantas de geranios que arrojaban un olor fuerte al aire. Sintieron por un instante que no estaban en una gran ciudad sino nuevamente en el pueblo, tal vez en los fondos del hotel, o bien en el patio de cualquier casa cercana al río.

―Es hermosa -dijo la mujer gorda.
―Sí, lo es -respondió inmediatamente Lourdes.

La chica asió el picaporte y cuando quiso accionarlo para abrir la puerta de reja pareció titubear, como si de repente algo le indicara que no diera un paso más. Fue entonces que una voz salió de cualquier parte e hizo que soltara el picaporte.

―¡Ey!, ¡¿sos vos?! -dijo la voz.

Lourdes en el acto se dio la vuelta y reconoció a la-chica-de-los-piercings en el acto.

―¡Sí, sos vos! -dijo la chica de los piercings-. ¡Vaya coincidencias que tiene esta vida!
―Hola... -respondió Lourdes un tanto aturdida y sorprendida-. Soy yo, sí.
―Mira que encontrarnos aquí, en Misiones, en esta ciudad y justo en este momento ¿No te parece un tanto loco? -dijo sonriendo la chica de los piercings.

A todo esto la mujer gorda tan solo observaba absorta el encuentro. No entendía nada, pero podía concluír que ambas mujeres se conocían de antes.

―Sí, es algo muy loco -respondió Lourdes ahora un tanto más distendida.
―¿Qué haces por acá?
―Buscando algo... es un poco complicado de explicar -dijo Lourdes.
―Entiendo... a veces hay cosas que no son fáciles de explicar, principalmente las que nos resultan casi imposibles de explicar -dijo la chica de los piercings soltando una leve risita.
―Sí... es que es muy complicado diría yo...
―Bueno. No importa ¡Lo que importa es que estamos acá, reencontrándonos después de tanto tiempo!, ¿Quieres que tomemos un café?

En ese momento la mujer gorda comenzaba a impacientarse. Miró a Lourdes a los ojos y atinó a hacerle una seña para que se negara y que siguiera adelante con el objetivo por el cual habían llegado a la ciudad.

―Vamos, dale -dijo la chica de los piercings- tengo buenos recuerdos tuyos del hostel “Roma” y me caías bien por aquel tiempo. Vamos. Tomémosnos un café. Dame ese gusto. Además tengo algo muy importante para contarte que me ha sucedido gracias a vos.
―¿Gracias a mí? -preguntó Lourdes sorprendida.
―Sí, gracias a vos.
―Está bien -finalizó diciendo Lourdes- tomemos un café, rápido, por acá cerca.

La mujer gorda meneó la cabeza levemente como si aquella respuesta fuera algo inesperado y que de algún modo complicara sus planes. No obstante no dijo nada. Lourdes presentó a la mujer gorda y a la chica de los piercings. Ambas se dieron un beso en la mejilla y se sonrieron como lo suele hacer la gente que no se conoce y tampoco tiene intenciones de conocerse. Se alejaron de la casa por la misma calle donde habían llegado. Ubicaron un pequeño bar y se sentaron en una de las mesas dispuestas en la vereda. Lourdes se sentía incómoda. Sabía que estaba desviando su atención del objetivo principal, pero tampoco quería arruinar el momento del encuentro con la chica de los piercings. Si bien no las unía ninguna amistad sí mantenían ese lazo invisible que une a las personas que se encuentran en la vida y son conscientes de dicha unión. La sonrisa franca y desinteresada en los encuentros casuales es algo que hace pensar a los participantes en las maravillas escondidas de la vida. Eso pensaba Lourdes en aquel instante y mantenía feliz a su corazón. Pidieron unas gaseosas y unos sandwichs. La mujer gorda solo se limitó a pedir gaseosa y nada para comer. Estaba exhausta y sedienta. Mientras las chicas charlaban sobre el encuentro y sus vidas la mujer gorda se tomó de una sentada la bebida y divagaba con la vista haciendo hincapié en distintos adornos del bar; después de todo ella era ajena a aquel encuentro y entendía a la perfección lo que estaba sucediendo. Al cabo de un rato y viendo cuán compenetradas estaban las chicas en la charla decidió salir a caminar por su cuenta. Se lo comunicó a Lourdes y quedaron de encontrarse al cabo de una hora en el automóvil.


Ya era el atardecer cuando el cielo comenzó a cargarse de nubes. A simple vista parecía que el clima cambiaría, o que al menos había probabilidades que una lluvia cayera. La mujer gorda caminaba sin rumbo fijo. De repente pensó que podría ir ella misma a la casa. Tal vez hubiese alguien y podría preguntarle sobre el pasado de Lourdes. Pero enseguida se dijo que no, que no tenía derecho a desenterrar el pasado de la chica y que eso era algo que a ella no le correspondía hacer. No obstante volvió rumbo a la casa y cuando estuvo a pocos metros vio que la puerta de reja se abría. Aminoró su andar y distraídamente prestó atención. Un anciano había abierto la puerta y mantenía la mano posada sobre la misma. A continuación una pareja salió y saludaron al viejo. A simple vista le pareció que el saludo era demasiado formal, como si la pareja y el viejo no tuvieran demasiada conexión. Siguió prestando atención y mantuvo el paso cansino. Al llegar a la vereda de la casa vio como el anciano cerraba la puerta del frente. Observó a la pareja cruzar la calle y caminar calle abajo. Se decidió a seguirlos. No por nada en especial, sí tal vez por una simple corazonada. Aunque su ansiedad le indicaba que lo mejor era tocar el timbre en la reja y hablar con el anciano ella sabía que si lo hacía estaría invadiendo el mundo privado de Lourdes y adelantándose a una historia que no le pertenecía, que no era de ella.

Continuó caminando detrás de la pareja hasta que ésta se detuvo frente a un automóvil. La chica entró y se sentó en el asiento del acompañante y el muchacho sacó un cigarrillo y lo encendió. Tras echar una bocanada de humo hacia arriba el muchacho apoyó sus brazos sobre el techo del automóvil. Parecía ensimismado, algo lejano y distraído. Como si alguna cosa lo tuviera a mal traer. La mujer gorda pasó por detrás sin mirarlo, de repente se detuvo, abrió su cartera, sacó un atado de cigarrillos, eligió uno y se acercó a él con intenciones de pedirle fuego.

―Disculpe joven, ¿me daría fuego? -dijo la mujer gorda.
―Claro -dijo el muchacho, acercándole el cigarrillo y sobresaltándose ante la petición de la mujer desconocida.
―¿Lindo atardecer, no? -dijo ella.
―Sí, la verdad que muy lindo es el atardecer en esta ciudad.
―¿De Córdoba?
―¿Perdón?
―Decía si es usted de Córdoba... lo digo por la tonada -dijo la mujer gorda dejando escapar una risita tan característica en ella.
―Sí. soy de Córdoba.
―Fíjese que yo tampoco soy de esta ciudad... ¡cómo nos reconocemos los provincianos, ¿no?!
―Es cierto, nos reconocemos mucho.
―¿Paseando? Disculpe si soy entrometida, solo que como no conozco a nadie de por aquí y justo me encuentro con alguien que no es tampoco de aquí me da por la charla.
―No hay problema -dijo él-, pero no, no estamos paseando... en realidad estamos aquí por otro tema. Tema personal. Complicado. De esas cosas raras que pasan en la vida.

La respuesta del muchacho le había parecido llamativa a la mujer gorda. Sorpresiva. No se esperaba semejante respuesta. Sintió de pronto una ola de curiosidad. Un presentimiento extraño, como si detrás de aquella respuesta emitida por el muchacho desconocido hubiese algo que invisiblemente se conectara a otra cosa, tal vez a algo conocido por ella. Sin embargo, poniendo su mejor cara de desconcierto, se quedó mirando fijamente al muchacho aguardando que éste prosiguiera hablando.

El muchacho dio un par de pitadas y continuó mirando a la mujer gorda. Le llamó la atención que aquella mujer se quedara allí parada aún sin conocerlo. Sintió que ella deseaba charlar, aunque él no. Pero por cortesía, por saber que ambos eran dos extraños en un lugar del mundo que no los reconocía como nativos, le dirigió nuevamente la palabra.

―¿Y usted que hace por Misiones, señora?
―Pues... tambien por cosas personales -respondió ella-. En realidad no mías, sino de alguien que conozco y a venido aquí a buscar... su destino, podría decirse.
―¿Su destino?
―Bueno, no, me corrijo: su pasado.
―¡Bueno, parece que somos varios entonces quienes buscamos nuestro pasado en esta ciudad! -exclamó el muchacho.
―¿Acaso usted también tiene un pasado con baches?
―Sí. Y a medida que avanzo lo veo más lleno de huecos, de más zonas grises y me siento más y más perdido.
―¡Qué cosa!, parece que últimamente la gente que conozco tiene ese tipo de problemas en sus vidas.
―¿Será que el mundo está cambiando? -bromeó el muchacho.
―Tal vez...
―Solo falta que usted también tenga problemas con el suyo, señora.
―No -respondió ella-, mi pasado está demasiado bien escrito y sellado. Ya descansa en paz.
―Lo dice como que no quisiera revivirlo.
―¿Para qué?, ¿qué se logra reviviendo un pasado?, ¿acaso algo cambiaría?
―No, supongo que nada cambiaría, pero el pasado es como la cinta de un electrocardiograma, en vez de mostrar cómo está nuestro corazón nos indica con distintos picos la intensidad de nuestros recuerdos.
―¿Sabes, muchacho? Tú analogía es muy interesante y rebuscada a la vez. Jamás me hubiera imaginado comparar la cinta de un electrocardiograma con mis altas y bajas del pasado. Pero ahora que lo pienso tienes razón. Los picos de intensidad de nuestro pasado pueden parecérsele. Sí. Sin dudas.
―Es solo una comparativa. El pasado es importante para nosotros. En cierto modo también nos dice, a modo de susurro, quienes somos, de dónde venimos, como mejoramos o desmejoramos, y pasa factura de nuestro paso por la vida.
―Eres un poeta.
―No, claro que no, señora. Soy un hombre demasiado vulgar para ser un poeta. Solo que en los últimos años muchas cosas se han sucedido en mi vida y en muy pocos días he debido de revolverlas abruptamente. Es como que muchos días estaban metidos dentro de una gran bolsa, todos mezclados sin ton ni son, y he debido ordenarlos.
―Creo entenderte... Dime... ¿qué has venido a buscar a Posadas? -preguntó la mujer gorda con extrema curiosidad.

Justo en el instante que el muchacho respondería la chica desde dentro del automóvil lo llamó. Fue en ese momento que él se agachó, metió la cabeza por la ventanilla y habló con ella.

―Me tendrá que disculpar, señora, pero debo irme. Mi novia tiene ganas de descansar.
―Claro, no hay problema. Además, ya se está entrando completamente el sol y como nos encontramos en una ciudad desconocida será mejor ir buscando donde pernoctar.
―Así es -dijo él.

Se despidieron con un apretón de manos, con ese lenguaje universal que tanto entienden los que se conocen como los desconocidos. La mujer gorda decidió volverse por donde había venido. Ya había pasado más de una hora y seguramente Lourdes la esperaba en el automóvil.

El muchacho subió al automóvil y encendió el motor. Tras arrancar y hacer unos pocos metros observó por el espejo retrovisor como aquella extraña mujer caminaba en dirección opuesta al automóvil. Por un instante sintió la sensación que aquel encuentro tenía una carga extraña en sí mismo. Como si ese encuentro de dos desconocidos tenía razón de ser por algún motivo. Pero inmediatamente miró al frente y se concentró en el manejo. La chica a asu lado bostezaba. Se la veía cansada.

―¿Estás cansada? -preguntó él.
―Sí, muy...
―Ya llegamos al hotel... falta menos para que el día termine.


(Continuará en un próximo capítulo...)

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Saint-Exupéry (treinta)



TREINTA


Después de varias cuadras de caminata nos detuvimos frente a una casita pequeña de fachada cuarteada por el tiempo. Tenía un jardín logrado con esmero, lleno de geranios, rosales y alguna que otra maceta pequeña esparcida a lo largo de la fachada. Lo bordeaba un ligustro, que a simple vista se sabía que se lo mantenía a conciencia: perfectamente cortado, abonado y regado. Estar parado frente a esa casa se sentía confortable, como si de ella emanaran dos manos gigantes capaces de tomarte entre ellas y protegerte de todo. Era esa misma sensación inexplicable que producen ciertos objetos o lugares, aunque uno jamás los haya visto en la vida. Marina me soltó la mano y se aferró a la reja que separaba la casa de la vereda. Estaba abstraída por aquella construcción que daba la sensación plena de haberse dormido en el paso del tiempo. Las dos ventanas pequeñas del frente estaban abiertas. Dos cortinas blancas colgaban de ellas y ondeaban lentamente al compás de los designios del viento.

- ¿De quién es esta casa tan linda? –preguntó Marina volteándose y mirando directamente a los ojos al anciano.
- Ahora es mía… -respondió el viejo con cierto sosiego en su lengua- Pero antes fue de tú madre –dijo mientras se daba vuelta y clavaba sus ojos en mí.

Aquello me alteró, hizo que me quedara petrificado y que por un lapso de tiempo me mantuviera bloqueado, mirando como ellos seguían comentando cosas que mis oídos no entendían y mi cerebro impensadamente asimilaría.

- ¿De mí madre? –pregunté al rato, un tanto absorto y aún sin poder asimilar con claridad el hecho de que en aquella casa hubiese vivido ella.
- Sí. Verás, ella nació en esta ciudad y a los pocos años sus padres, tus abuelos maternos, lograron comprar la casa. Al principio, y según lo que ella me contó, habían vivido alquilando una habitación en una pensión de la ciudad, pero luego, con algunos ahorros pudieron hacer la primera entrega y tus abuelos finalmente terminaron comprando la casa. A pesar de verla en estas condiciones en sus años mozos fue una linda construcción. El tiempo pasa para todos, hijo… para las edificaciones también…
- Ya lo creo… -respondí mientras observaba las viejas paredes.

Como si un impulso ajeno a mí me hubiera empujado abrí la puerta de reja y seguí el caminito de baldosas que cruzaba el jardín. Los geranios y los rosales viéndolos de cerca parecían más bellos. El césped desprendía una humedad y frescor encantadores y el trinar de los pájaros en un palmar vecino hacía que aquella visión fuera una de las más emocionantes que vi en mi vida. Marina y el anciano caminaban detrás de mí. Al llegar a la puerta de entrada me detuve. Tomé el picaporte y me quedé con él en la mano por unos instantes. Un rayo de imágenes pasaron por mi mente. Una niña sin rostro que jugaba en un jardín y al ser llamada por su madre a comer corría y abría la puerta asiendo ese mismo picaporte. Esa niña sin rostro seguramente había sido mi madre. Dicen que los objetos materiales se impregnan de los seres humanos que los utilizan. Es como si dejáramos nuestra huella espiritual en ellos y pudiese ser redescubierta por otras personas en días futuros. Una triquiñuela del destino sin lugar a dudas.

Enseguida solté el picaporte y di paso al anciano, el cual introdujo una llave en la cerradura y abrió la puerta. Nos adentramos en la casa. Olía a madera vieja. Las cortinas ondearon con mayor soltura y dejaron pasar el viento cargado de olor a geranios, el cual al mezclarse con el olor a maderas generó uno nuevo, que daba una sensación de antigüedad, de viejas vidas vividas. Adentro la casa era simple: una mesa, un viejo armario, un par de cuadros colgados de las paredes, un viejo tocadiscos, una alfombra amplia que ocupaba casi toda la habitación principal, una silla mecedora, y una pequeña biblioteca repleta de libros. Me dio la impresión que eran libros muy antiguos. A vuelo de pájaro leí algunos lomos: “El conde de Montecristo” de Alejandro Dumas, “Platero y yo” de Juan Ramón Jiménez, “Carta al padre” de Franz Kafka. También había una colección de libros en cuyos lomos de cuero resaltaban letras doradas con el título: “Historia de las guerras europeas”. Imaginé por un momento al anciano leyendo aquellos libros en la silla mecedora, concentrado y absorto en la lectura, mientras las cortinas ondeaban al viento y el olor a los geranios y rosales invadían la estancia. Fue una imagen escueta y fugaz, pero cargada de un realismo directo y profundo. Ese mismo anciano dentro de la casa difería mucho del que había conocido hacía un rato mientras afilaba un cuchillo. A veces las personas nos engañan. Tal vez no lo hacen adrede, sino de un modo distraído, enigmático y desconocido, que logra volver invisibles ciertas facetas de su personalidad y mostrar solo lo que nuestros ojos son capaces de captar y nuestro pensamiento capaz de dilucidar. Nos hacen pensar que son de determinada manera y resultan siendo de otra ¿O seremos nosotros mismos los que realizamos un juicio previo y prejuzgamos todo?

Avancé unos pasos y me detuve al lado de una silla mecedora, la cual estaba perfectamente ubicada en medio de la habitación principal, sobre la alfombra, en un claro simbolismo de ser un objeto importante en la casa, el cual seguramente era usado durante mucho tiempo por el anciano. Pasé mi mano por sobre su apoya brazo y sentí la textura de la madera noble y lustrosa. Le di un pequeño golpe con la mano y la silla comenzó a mecerse. Sonreí. Marina se me acercó por detrás y me abrazó en silencio. Apoyó su cabeza en mi espalda como si pudiese de esa forma oír mis pensamientos a través de mis pulmones y llegar a mi corazón.

- Esa silla estaba en la casa cuando la compré. Tal vez perteneció a tú abuelo, o a tú abuela. Me paso horas sentado en ella leyendo libros por las noches. Es una buena compañera. Pero si quieres te la obsequio, después de todo tal vez te estuvo esperando durante todos estos años…

Las palabras del anciano parecían sinceras. Me quedé un rato más tocando la silla con la mano y viendo cómo se mecía.

- ¿Vive solo acá? –pregunté sin mirarlo, aún yo le daba la espalda.
- Sí. Soy soltero. Nunca me casé.
- ¿Y cómo se lleva con la soledad?
- Como todo viejo: después de cierta edad comienzas a entender que la soledad no es un enemigo sino que es parte de tú propio ser. Es como la sombra, nadie puede matar a su sombra y dejarla ahí, muerta y tirada. Bueno, la soledad es igual. Siempre está con uno. Va adonde uno va, escucha y ve lo que uno dice y hace. Sin embargo durante gran parte de nuestra vida nos la pasamos intentando evadirla, alejarla de nuestro camino. Pero es imposible. Ella siempre aprovecha un momento de nuestros días para colarse y dejarse ver. Somos nosotros los que la pensamos y sentimos belicosa, irritante y dañina. Sin embargo, a medida que uno va envejeciendo, comienza lentamente a comprender que ella no es más que una mera muestra de lo grandiosa que es la vida y de lo maravilloso de la obra de Dios. Esa misma soledad que a veces de jóvenes nos resultaba asfixiante luego nos parece la más hermosa dama de compañía, y en ciertos momentos hasta la echamos de menos.

Seguía dándole la espalda al anciano y mientras lo hacía analizaba su respuesta. Por un instante se me hizo la idea de que era un hombre muy sabio. No es fácil encontrar personas sabias en la vida. Hablo de esa sabiduría del vivir, que solamente logran aquellos que han caminado la vida minuto a minuto aprendiendo y experimentando vivencias nuevas. De repente paré el movimiento de la silla con la mano. Ya era suficiente.

- ¿Tiene algo para decirme? –pregunté al anciano ahora sí volviéndome hacia él.
- Algunas cosas… sería mejor que tú preguntaras, en tú rostro veo que hay demasiadas preguntas.
- Pero me imagino que usted estará apurado, me refiero al mercado, lo ha dejado solo.
-- No hay problema por ello. La gente ya me conoce. Además por un rato nadie morirá si no le atiendo.

Asentí con la cabeza. Tomamos asiento en unas sillas que había diseminadas por la habitación. Una radio se oía a lo lejos y se podía escuchar un tango de Aníbal Troilo. Apoyé mis manos sobre mis piernas, y ordené las ideas dentro de la cabeza.

- Una noche, antes que mi madre muriera, me hizo prometerle algo. Ese algo estaba relacionado con su juventud, más precisamente con el inicio de la relación que mantuvo con mi padre. Ella me contó que cierto día mi padre y ella se habían encontrado en un banco de la plaza frente a la iglesia y que él le había obsequiado algo que ella anhelaba mucho. Ese regalo que mi padre le dio no sé qué era, mi madre no me lo dijo nunca. Ella me hizo prometerle que yo lo buscaría y lo encontraría. No supe nunca por qué no me lo dijo, pero yo le prometí buscarlo, hacer el intento y aquí estoy, tras el rastro de un objeto que no sé si existe aún ni qué es. Finalmente ella me dijo que tal regalo lo había dejado en la iglesia que se encontraba frente a la plaza. Y asociamos, junto a Marina –dije señalandola a mi lado-, que esa iglesia era la Catedral.

Mientras, el anciano me observaba detenidamente, como si tras cada palabra que yo mencionase él supiera exactamente lo que yo diría.

Luego, proseguí:

- ¿Sabe? Cuando lo vi en su comercio, detrás del mostrador afilando el cuchillo, pensé que mi búsqueda había llegado a su fin. No sé el por qué exactamente. Fue una sensación muy real, como si un gran peso se me quitara de los hombros y pudiera yo descansar y relajarme de tanta tensión. Pero ahora que le estoy diciendo esto no sé si es tan así. Al llegar a Posadas he localizado la plaza y la iglesia que supuestamente era el punto donde mis padres se habían encontrado aquel día. He ido a la iglesia, intenté averiguar si sabían algo de aquellos días y solo obtuve como respuesta de una monja que el sacerdote que por aquellos años tenía por encargo la iglesia había fallecido. Era un tal padre Ernesto, y es por eso que tras perder todo tipo de huella posible casi dimos por finalizada la búsqueda. Pero tras esa desorientación repasamos unas fotografías de mi madre y allí asocié su local comercial con la plaza, y ahí nos dimos cuenta que estábamos tras una pista segura. Mi madre debió de haber vivido, o al menos transitado, por estos lares. Fue así como todo nos condujo a usted…
- Sí, entiendo perfectamente todo. Creo que es cosa del destino todo esto que ha pasado. No sé hasta qué punto pueda ayudarte, pero algo podré hacer ¿Cómo te llamas? –preguntó el anciano con un esbozo de simpatía en su rostro.
- Esteban –respondí a secas.
- Bueno Esteban, tal como te dije antes tú madre y yo fuimos novios durante un tiempo. Fue antes de que ella conociese y se enamorara de tú padre, pero aun así siempre seguimos en contacto y siendo buenos amigos. Yo amaba a tú madre. La amé con todo mi corazón, con esa fibra poderosa que un corazón joven puede darle al primer amor. Pero no pudo ser. Tras separarnos ella se enamoró de quien fue tú padre y con el tiempo se casaron y se mudaron de aquí. Sin embargo ella me contaba que no eran todas rosas en su relación con tú padre. Después de partir de la ciudad e instalarse en Córdoba, nos mantuvimos en contacto por correo postal. Nos enviábamos una carta o dos, al mes y así sabíamos el uno del otro. Tú padre nunca se enteró de esas cartas. Esa comunicación se mantuvo por varios años, hasta que un buen día se cortó definitivamente y ya no supe más de ella ni el porqué del silencio y la incomunicación. En las cartas que tú madre me enviaba contaba todo cuanto ella vivía para sí misma y con respecto a la relación con tú padre. Casi no callaba nada. Nos conocíamos tan bien que ella podía explayarse tranquilamente sabiendo que yo sería una tumba. Después de casi dos años de cartearnos ella me envió una carta en donde me contaba un secreto que jamás había contado a nadie. Allí me hablaba de ese regalo de tú padre y cuál había sido el destino del mismo.

En ese momento el anciano hizo una pausa clavando su mirada en el ondear de las cortinas. Luego prosiguió.

- El regalo que tú padre le hizo fue algo que tú abuelo le había enseñado a ella de niña. Era un libro. Un viejo libro que ya en aquel entonces tenía sus años y había venido en barco procedente de Europa. Tal vez de alguna vieja librería europea, no lo sé. Tú abuelo tenía el mismo libro pero en edición nacional. Sin embargo, el libro que tú padre le regaló era una primera edición. Ella contaba en la carta que al recibirlo se había emocionado mucho, que aquello era muy especial para ella puesto que era el primer libro que había tenido contacto con ella y la había introducido al mundo de la literatura. Cierta vez le había contado esa anécdota a tú padre y éste finalmente había dado con el mismo libro y una primera edición y se lo regaló. Como verás, Esteban, el objeto que buscas es un libro. Pero no es un libro simple, sino uno especial, uno que tú madre atesoró y quiso mucho.
- ¿Y usted tiene idea dónde está ese libro?
- Una sospecha, pero no una certeza –respondió el anciano mirando al suelo.
- ¿Sospecha?
- Sí. Pero espera, hay más que debo contarte…

Noté en el rostro del anciano cierta tensión. El modo con el cual entrecruzaba los dedos de sus manos y la manera nerviosa de mirar al piso me hizo pensar que eso de más que debía de contarme seguramente no sería algo que me haría feliz. Pero decidí no sacar conclusiones apresuradas y fui todo oído. Mientras, Marina se había sentado en la silla mecedora y se mecía lentamente. Nos observaba a ambos con atención. Cuando se hizo la pausa en el diálogo me quedé mirándola un tanto embobado. Sentía que todo aquello había pasado gracias a esa chica, que ella había hecho posible aquella búsqueda y aquel hallazgo. Como si se tratase de la búsqueda de un tesoro, y ella y yo fuésemos dos piratas desesperados, estábamos allí juntos y llegando casi al fin, a punto de agarrar las palas y desenterrar el tesoro dentro de la gruta.

- Espera un momento –dijo el anciano levantándose de la silla- iré a calentar agua en la pava así tomamos unos mates.

Se dirigió a la cocina y tras perderse detrás de una puerta me levanté y corrí una cortina. Afuera el día era espléndido. El verde del pasto del jardín y el colorido de los geranios creaban una bella sensación visual. Solo se dejaba oír el leve movimiento que hacía la silla mecedora contra el piso. Los pájaros se habían llamado a silencio por un instante y el viento había cesado. En la cocina se escuchaba cómo el anciano cargaba agua en la pava y encendía la hornalla de la cocina. Volvió al rato, tomó asiento y tras cebar un par de mates y beberlos él me extendió su mano pequeña y rugosa con el mate.

- El padre Ernesto y yo éramos buenos vecinos y a la vez buenos amigos. Era común que él comprara en mi mercado y que yo me diese una vuelta a diario por la iglesia a darle una mano en las cosas que necesitaba. A veces debía apañárselas solo y era mucho trabajo para un hombre solo. Los monaguillos de la misa del domingo solían ir a barrer y lavar los pisos, pero no siempre lo hacían. No había monjas que frecuentaran la iglesia por aquellos tiempos, y el dinero que enviaba el obispado tampoco era abundante para pagar servicios de limpieza o de lo que se necesitase. Así que opté por ayudar yo mismo. El padre siempre fue un agradecido conmigo por ello, y entre tanto tiempo que supimos compartir cierto día me contó sobre el regalo que tú padre le había hecho a tú madre: “Mira, te contaré algo -dijo aquel día-, y lo haré porque sé que el tiempo ha pasado ya y las cicatrices de dolor que hubieran quedado por tú separación de Elena Villalobos han cicatrizado en su totalidad. Ella antes de irse me ha depositado en mis manos un regalo, un objeto. Me ha pedido que lo guarde aquí, que en un futuro alguien vendría a buscarlo, y que a ese alguien debía entregárselo. Era un libro, un viejo libro. Pero algo ha pasado hace unos meses atrás, y ha sido que se ha presentado su esposo con una niña y ella, la niña, me ha pedido el libro. Enseguida me puse feliz por ese hecho. Se había cumplido lo que Elena me había dicho aquel día. Pero sucedió algo inesperado. Tras darle el libro a la niña y verla fascinada por el libro, mientras ella con su padre se iban caminando de la iglesia, en voz alta pregunté por su madre, Elena, y fue entonces mi sorpresa. La niña volteó y me respondió que su mamá no se llamaba Elena. Entonces vi en los ojos del padre la mirada del error. Esa mirada que tienen las personas que admiten tener un gran error en sus vidas. La niña siguió caminando junto a su padre, salieron de la iglesia y se perdieron calle arriba. Me quedé pensando si había hecho bien en entregarle el libro pero en ese momento me encontraba muy aturdido por ese acontecimiento. Con el pasar de los días analicé la posibilidad de haber cometido yo un error. Sin embargo tampoco estoy seguro de ello. No sé si esa niña era quien debiera tener aquel libro en sus manos y eso hace que haya momentos que me sienta en ascuas. Solo sé que la mirada de aquel padre aún permanece fresca en mi memoria. Como si él, de un modo reflejo, quisiera haberme silenciado y que aquel nombre, Elena, no hubiera salido jamás de mi boca...”
- ¿Una niña?, ¿con mi padre? -pregunté de manera aturdida una vez más.
- Supuestamente era tú padre. No puedo asegurártelo ¿Tú tienes una hermana?
- No, que yo sepa no.
- Pues no sé entonces, hijo. Aquello fue lo que el padre Ernesto me contó aquel día y jamás volvimos a hablar del tema. Ahora que te he conocido aquello se ve más confuso y revuelto. En mi cabeza he tejido algunas suposiciones, pero son solo eso: solo supuestos...

Me quedé con la mirada detenida en los ojos del anciano. Solo supuestos. Sí, seguramente. Pero tal vez alguno de esos supuestos que él o yo podríamos formularnos fueran realmente la realidad.

- ¿Qué piensa usted? -pregunté con firmeza al anciano.
- Pues... la hipótesis que más peso tiene dentro de mis pensamientos es que tú padre tenía una hija con otra mujer y que tú madre nunca lo supo.
- ¿Y cómo sabía mi padre que el libro se había entregado al padre Ernesto?
- Pues porque tal vez Elena se lo había contado. Tal vez en algún momento en sus charlas íntimas ella contó cual fue el destino de aquel libro.

Medité por un rato aquella posible suposición. No me parecía descabellada, es más, hasta me parecía muy posible. Marina se levantó de la silla y se nos acercó. Nos mirábamos los tres como si tuviésemos que encontrar una llave extraviada para abrir el cofre encontrado por piratas y sin embargo ninguno tenía dicha llave.

- ¿Por qué el libro a la niña y no a tí? -preguntó Marina- ¿por qué elegiría tú padre obsequiarle el libro a tú supuesta hermana y no a ti?, ¿acaso de ese modo no estaría traicionando a tú madre?
- No lo sé... -respondí
- Yo creo que si tú padre ha tenido una hija, una media hermana tuya -dijo mirándose sus manos-, es ahí donde debería proseguir tú búsqueda. El libro ya no está en la iglesia y nadie que tenga vinculación con ella lo posee. El libro ahora lo tiene una chica, que cierto día llegó a la iglesia con un hombre, que se presentaron solicitándole el libro al padre Ernesto y que éste, ante aquella petición de tú madre tan secretamente guardada, asintió concluyendo que tú madre los había enviado. Pero sin embargo eso no debió de ser así, y creo que tú padre fue quien tomó las riendas y decidió modificar y echar por tierra los deseos de tú madre. No obstante, Esteban, si lo analizas bien y en frío, tal vez esta sea una oportunidad única en tú vida.
- ¿Oportunidad?
- Sí, hijo. Una oportunidad para desenterrar algo escondido dentro del pasado de tus padres. Algo que tal vez has ignorado siempre y te conduzca a cierta verdad. Si fuera el caso que la niña que se presentó con tú padre aque día fuera hija de él entonces tú tienes una hermana, y eso es algo maravilloso si lo piensas. Un hermano ya no habla de unicidad en la vida de un hijo único, habla de compartir las alegrías y tristezas de este mundo con otra persona que lleva nuestra misma sangre, alguien que Dios puso en esta tierra como un compañero físico y espiritual para nosotros.

El anciano tenía razón. Si existía la posibilidad que mi padre hubiera tenido una doble vida y en ella una hija entonces debía encontrarla, pues al fin y al cabo era mi hermana. Sin dudas, sin titubeos, simplemente era mi hermana. Pero ¿por dónde buscar? Nuevamente sentí que estaba en el inicio de otro ciclo. Que un gran ciclo que parecía llegar a su fin y con él la meta de nuestra búsqueda solo nos había conducido a uno nuevo, tal vez un tanto más complejo, cargado de un tinte emotivo y misterioso que ahora me llevaba no solo a la búsqueda de un simple libro, sino también al encuentro de una supuesta mujer que probablemente fuera mi hermana. Recordé entonces fugazmente aquel día de vacaciones en Colombia que pasé tirado en la playa junto a la-chica-de-los-piercings. Ella y yo mirábamos las estrellas y nos maravillábamos con ello. Nos preguntábamos cuantas historias abría escondidas detrás de las estrellas y cuántas historias humanas las estrellas habrían visto desde su lugar en el universo. Me parecía aún escuchar el murmullo de las olas al llegar a la playa ¿Qué sería de aquella chica? La vida sin lugar a dudas había dado muchos vuelcos en tan poco tiempo para mí.


Me acerqué a Marina y tomé sus manos. Nos miramos por un instante sin decirnos nada. Vi en sus ojos esa olada de fuerza interior que me empujaba a seguir adelante. Ese modo de mirar tan suyo invitándome a no quedarme, a seguir adelante y desentrañar aún más el ovillo. Ya hacía tiempo que estábamos ausente de la redacción pero no sería problema continuar unos días más fuera.

- Sigamos -dije.
- Sí, hay que hacerlo -dijo ella.


(Continuará en un próximo capítulo...)

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