Saint-Exupéry (treinta y cuatro)





TREINTA y CUATRO


Apenas abrí un ojo percibí la claridad del amanecer entrando por la ventana, como si trajera con ella parte necesaria de la energía que necesitaría el nuevo día. Sentía mi cuerpo inmóvil, mis músculos aún dormidos, como si solo mi mente se hubiera despertado y el resto prefiriera seguir dormido. La luz era ténue, débil, pero irradiaba vida. Recorrí con la mirada la habitación muy despacio, como si jamás hubiese estado allí. Finalmente me detuve ante mi visión del rostro de Marina que dormía plácidamente, en posición fetal, hacia mi lado. Entonces los músculos y nervios de mi rostro se movilizaron, y rápidamente gesticularon lo que mis pensamientos y sentimientos les indicaron: una sonrisa. A pesar de sentirme cansado y de haberme acostado tarde y sentir que la cabeza me dolía, ver a Marina dormir serenamente fue un despertar feliz, tan intenso y puro como la luz solar que entraba a través de la ventana.

Me incorporé despacio, tratando de no hacer ruido, ni mover demasiado la cama. No deseaba que Marina despertara. Una vez en pie me vestí. Me calcé los pantalones, me puse la camisa, y descalzo caminé hasta la ventana. El ruido de un portazo de automóvil me sobresaltó. Al asomarme a la ventana vi un automóvil viejo estacionado frente al hotel, sin nadie en su interior y nadie caminando en la calle. Podía verse por sobre los techos de zinc y tejas cómo el sol lentamente comenzaba a reptar sobre la ciudad. Suave y lento, sin demasiada prisa, todo a su debido tiempo. Me senté de lado en el alféizar de la ventana y respiré hondo por unos momentos. El aire se sentía puro, sin smog, cargado de una vitalidad inexpresable. Las cortinas se mecían lentas, como si disfrutaran tanto del aire como yo lo hacía. Terminé de abrocharme la camisa, de calzarme las zapatillas y sentí el impulso de salir de la habitación y aprovechar el silencio y el fresco de la nueva mañana. Observé que Marina seguía en la misma posición, súmamente dormida, alejada de todo el mundo real. Por un instante sentí sana envidia de aquella escena. Qué más quería yo en aquel momento que descansar así, plenamente, y olvidarme de todo cuanto había complicado mi existencia. Pero, una vez más, me dije que estaba en el camino correcto y que debía continuar. Las medias tintas son para los flojos, y a decir verdad, no era ese mi estado en aquel momento.

Salí del hotel y me encontré parado en la vereda sin saber cual sería el rumbo de la caminata. El automóvil viejo permanecía estacionado solitariamente y sin rastro de su conductor. Seguramente algún trasnochado, como yo, que paraba en el hotel. Pensé que no había dejado una nota a Marina por si despertaba, así que volví a la recepción, escribí una nota rápida y se la di al conserje para que la echara por debajo de la puerta. Volví a salir y tomé rumbo al este. Caminé un par de cuadras sin cruzarme con un alma. Después de un rato me topé con un viejo perro que buscaba comida en los cestos de basura. Mientras caminaba repetía mecánicamente en mi cabeza cada momento vivido la noche anterior con la chica de los pírsines: el encuentro fortuito, el modo de mirarnos, su personalidad tan cambiada, el modo de hablarme, sus frases, y su ida tan repentina. Algo no encajaba en mi cabeza, no se trataba de una sola cosa, sino de varias que había observado y anotado en el subconsciente mientras estuve reunido con ella. Parecía una fusión de cosas distintas en su personalidad y en su accionar; inclusive en su físico había cierta aura que la mostraba mucho más dulce y atractiva. Sin encontrarle respuesta a tales cambios caminé un par de cuadras más hasta llegar a la plaza central. Una vez allí me sobrevino una sensación de inquietud y nerviosismo. Enseguida pensé en la casa del anciano, en todo aquello que me había contado el día anterior, en su pasado con mi madre, en la propia vida de ella, y entonces me dieron muchas ganas de regresar a la casa y volver a charlar con él. Observé la hora en el reloj pulsera: las siete y cuarto de la mañana. Rápidamente concluí en un cálculo mental que Marina dormiría como hasta las nueve, así que puse rumbo hacia la vieja casa.


Después de un par de golpecitos a la puerta ésta se abrió, y el rostro del anciano apareció instantáneamente. Parecía tener más arrugas que el día anterior, como si en tan solo unas pocas horas el tiempo se hubiera enceguecido y ensañado con él.

—Buen día -dije al verlo-, disculpe la hora, ¿podría hablar con usted?
—Claro -respondió él, y con un gesto me invitó a entrar.
—Verá usted joven que me sorprende su visita. Aún no caigo de la sorpresa de ayer y ahora de nuevo, verlo aquí, en esta casa, me parece algo muy peculiar. 
—No quiero incomodar -dije mientras instintivamente buscaba la silla mecedora con la mirada.

El viejo esbozó una sonrisa y me indicó el lugar donde ahora había acomodado la silla.

—Parece que te ha gustado la silla. Ya te he dicho que es tuya. Podés llevártela cuando quieras. Creo que después de todo tú madre se pondría muy contenta si la tuvieras, o tal vez tú abuelo, o porqué no tú abuela.

En ese instante sentí que sería una buena idea lo que me proponía. No puedo explicar ni aún hoy con palabras lo que la silla significó y significa para mí. Solo el sentimiento que me moviliza cada vez que me siento en ella y comienzo a mecerme es indescriptible. Busqué la silla y tomé asiento. 

—¿Y ha que has venido? -preguntó el anciano.
—No lo sé -respondí rápidamente. Anoche no he dormido muy bien, y esta mañana al despertarme he salido a caminar y de repente me encuentro aquí, sentado en la silla, frente a usted, como si fuese una especie de imán, o algo por el estilo...
—Mala noche -dijo el anciano.
—Sí, mala noche.
—Te diré una cosa -dijo el viejo acercando una silla y sentándose delante de mí- cuando tenía tú edad las malas noches eran frecuentes. Había días que vivía amargado y desencantado con la vida y eso me molestaba un poco pues era joven y no eran sentimientos ni sensaciones para una persona joven. Pero no era infeliz, me refiero a interiormente, ¿me explico?
—Sí
—Pero uno sabe cuando hay cosas que lo desencantan, y yo siempre he sido perspicaz con ello. 
—Pero entonces, ¿qué era lo que le sucedía? -pregunté un tanto extrañado y perplejo.
—Me entristecía mi libertad interior. Esa es una de las pocas cosas que uno puede conservar o perder, es lo que más allá del libre albedrío puede manipular a su antojo y decidir cómo lo querrá: libre o vedado. Si bien no era infeliz tampoco disfrutaba mi vida a pleno. Embarullaba mi cabeza con ideas y pensamientos que solo me atascaban, y nunca llegaba a buen puerto. Mi esposa lo percibía.
—¡¿Esposa?! -pregunté sorprendido, pues recordaba vagamente que aquel hombre había mencionado que era soltero.
—Sí, así le llamo, y le llamé, a la única mujer que se arriesgó a convivir conmigo por unos cuantos años. 

Después de decir aquello su mirada se volvió sombría y lejana. Tuve la sensación que remover viejos recuerdos de aquel tema herían de un modo singular su interior. Sentí compasión. Por un instante pude verme reflejado en él a su edad, y una angustia súbita me nació desde las entrañas. Podía percibir en la expresión del viejo el fuego abrasador de los recuerdos volviendo a quemar su corazón. Intuí que debía de cambiar drásticamente de tema, pero el anciano no me dejó...

—Primum Vivere...
—¿Qué? 
—Dije, Primum Vivere -repitió el anciano-, o sea «Lo primero es vivir»...

Sí, lo primero es vivir, eso mismo pensé al escuchar aquellas palabras. Solo me nació darle una palmada en el hombro y sonreírle. Y aquel gesto fue un puntapié inicial para que el semblante del viejo cambiara, se volviera más natural, y en sus ojos se encendiera cierta chispa que antes no estaba en su mirada.

Había algo de común entre ambos. No podía especificar qué era en aquel momento, pero lo intuía.

—Aprender a vivir es algo muy difícil -dijo el viejo-, tal vez la lección más complicada que tenemos como seres humanos. Consta de un delicado equilibrio que se logra con el tiempo y con el correcto pasaje por determinadas vivencias. Algunos lo aprenden y llegan a umbrales casi de sabiduría, en los cuales pueden disfrutar de la vida plenamente, y otros ni siquiera logran entender durante toda su vida lo más mínimo del vivir. La felicidad, está inmersa en el vivir. Entra y sale, se escabulle cuando lo desea y vuelve a introducirse cuando le canta la gana. No es algo que podamos manipular a nuestro antojo, no obstante, si podemos reconocerla entonces debemos hacer buen usufructo de ella, y no dejarla pasar, desaprovechándola.

El anciano vaciló un instante, volvió la cabeza hacia el jardín y ambos observamos cómo las plantas comenzaban a moverse por acción del viento.

—Creo que lloverá -dijo el viejo-, por estas épocas las lluvias llegan sin previo aviso, tal como las malas noticias. 
—¿Y qué fue de su «esposa»? -pregunté retornando al tema que veníamos hablando.
—Cierto día tomó la decisión de dejarme. Así de simple. Al volver de la carnicería me encontré con unas cuantas valijas listas y ella sentada en el borde la cama contemplando un pequeño album de fotografías que teníamos. Al principio no entendía nada, ni siquiera el hecho de ver las valijas armadas me indicó lo que pasaba. Después pensé que iría de viaje con alguna amiga, o tal vez a la casa de su padre, en la Patagonia. Pero nada de eso pasó. Cuando dejó de mirar el album de fotografías y levantó la vista pude ver en sus ojos el dolor y la tristeza como nunca antes las había presenciado. Si bien el hecho de que en mi juventud la separación con tú madre me había causado profundo dolor, no se comparó jamás con lo que sentí aquel momento con mi «esposa». No dijo palabra alguna, solo dejó el album en la cama, tomó las valijas y pasó por mi lado sin siquiera un «adiós». Si en este momento te preguntas si volví a saber de ella debo decirte que nunca más volví a verla, y solo muchos años después, por esas casualidades del destino tuve accidentalmente una vaga noticia sobre su paradero. 
—¿Y dónde estaba?
—Lo leí en un diario de Buenos Aires que justo había dejado sobre el mostrador de la carnicería un cliente de paso. Mientras mataba el tiempo hojeando el diario vi la noticia, en un recuadro pequeño, en una página insignificante. Era su obituario. Había fallecido y algunas amigas le habían dedicado una oración en la parte de las necrológicas. Sentí una terrible punzada en el pecho, tal como si justo en aquel momento algo se hubiera desprendido súbitamente de mí. Sin embargo no lloré. Quedé absorto contemplando la plaza a través de la ventana, viendo a la gente pasear y disfrutar la vida, a los chicos correr, a los perros ir y venir en sus interminables corridas, a las palomas comer del suelo y elevarse nuevamente en vuelo. Todo eso me pareció tan fantástico en aquel momento como si jamás le hubiera prestado atención alguna. Volví a mirar la página del diario, enfoqué el diminuto recuadro y recorrí con la mirada el nombre de mi «esposa». No había dudas, era ella, y había muerto. Por eso, hijo, a la vida hay que vivirla y no ser preso de ella. Yo jamás supe porqué me abandonó pero aún así siempre me sentí terriblemente culpable y me martiricé durante años con la idea de que había sido un mal compañero para ella. No había día que no retrotrajera pensamientos y me auto flagelara, destrozándome, haciéndome sentir yo mismo el peor hombre sobre la faz de la tierra. 
—¿Y por qué no la buscó, o intentó detenerla?
—No lo sé. Me lo pregunté centenares de veces y jamás obtuve una respuesta convincente, una señal, una débil señal, que me indicara el porqué no había movido un dedo, un brazo, o cruzado mi cuerpo en su camino para evitar que se fuera. A veces cuando lo pienso me hago la idea de haber sentido una sensación de encierro en mí mismo, tal como si algo invisible y poderoso me mantuviera atrapado y me inmovilizara por completo, impidiéndome reaccionar, aletargando mis sentidos y dejando que la vida fluyera sin que yo pudiera intervenir. Tal vez haya sido cosa del destino, pues a veces, para quienes creemos en él, nos juega pasadas inimaginadas.


Después de aquella charla el anciano se disculpó y salió al jardín. Allí estuvo unos minutos parado observando a los geranios, el césped, las copas de los árboles. Entendí que necesitaba un momento de soledad. Aquel relato sobre su vida fue muy impactante. Podía sentir cuanta pérdida había rodeado a aquel hombre durante tanto tiempo y cómo la soledad se lo había engullido lentamente. Miré el reloj y ya eran casi las nueve. Pensé en Marina, seguramente ya estaría despierta o en eso. Salí al jardín y le dije al anciano que debía irme.

—Aún no te vayas, espera un minuto, tengo algo que darte.

Entramos una vez más a la casa, y observé al viejo rebuscar en la biblioteca. Tomó un par de libros, los envolvió en papel de diario y me los dio.

—Son un regalo; para que los leas en momentos de reflexión. Son míos, los tengo desde mi adolescencia y ya es hora que pasen a otras manos.

Agradecí el gesto y el obsequio. Al momento de estrecharle la mano, ya despidiéndome, tocaron a la puerta.

El anciano se disculpó conmigo y atendió:

—¡Ahhh! Son ustedes... -dijo. Pasen, pasen...




(Continuará en un próximo capítulo...)


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