Saint-Exupéry (treinta y seis)






TREINTA y SEIS



Recuerdo que decidimos salir de la casa del viejo a caminar. Necesitábamos hacerlo. Creo que tanto Lourdes como yo sabíamos en el fondo de nuestra consciencia que debíamos hablar, pues presentíamos que había algo más que simple casualidad en nuestro encuentro, tal vez un algo que no era común, y que estaba ligado pura y exclusivamente a nosotros dos, a nuestras vidas, a nuestros correspondientes pasados, y que debíamos encontrar de una vez por todas. Faltaba poco para ser mediodía, el sol se posicionaba perpendicular sobre nuestras cabezas. Hacía calor. Caminábamos despacio, tomados de la mano. Muchas veces he intentado razonar aquel momento: me veo caminando sin hablar al lado de ella, tomándola de la mano, sin importarme si Marina pudiera verme, sin siquiera saber por qué la tenía tomada de la mano. Y por más que rebusqué respuestas en mi cabeza jamás encontré una que explicara aquello. Tan solo caminábamos tomados de la mano, como si ese simbolismo de unión fuera el proceso final de una fusión, de un rompecabezas que por fin lograba estar unido. De vez en cuando nos mirábamos de reojo. Si alguno sorprendía al otro haciéndolo entonces le sonreía. Contándolo así parecería que fuera una imagen cursi, un tanto atolondrada para dos personas que no tenían ningún tipo de relación más que una amistad remota, pero puedo asegurar que no lo era, sino que se trataba de completa honestidad e ingenuidad, de una expresividad primitiva que se escapaba de nuestros ojos y era transportada por el destello que lograba refulgir de nuestras miradas o de la mueca de sonrisa de nuestras bocas. Era un simbolismo auténtico, puro, del lenguaje universal que los seres humanos portamos en nuestro interior y se activa cuando menos lo pensamos, y es capaz de emitir señales poderosas y profundas de una manera primitiva y simple, para ser captadas por otro ser humano que las entiende, y recepta. Nosotros lo captábamos. No lo entendíamos, pero sé que lo captábamos.

Al llegar a la plaza observé los bancos disponibles para sentarnos, pero ninguno me convencía. Lourdes hacía lo mismo y tampoco emitió señal de que alguno la conformara. Entonces seguimos caminando, sin dirección, tan solo caminando. Cruzamos la calle, dejamos la plaza detrás de nosotros, y subimos a la vereda de la iglesia. Lourdes se detuvo. Alzó la mirada y contempló la iglesia con cierta admiración.

—Es hermosa, ¿cierto?
—Sí, lo es. Es simple, vieja, con sus años a cuestas, pero tiene la belleza de todos esos años acumulada sobre sus paredes. Es como si en cada metro cuadrado hubiera años de historia. Me pregunto cuántos ojos como los nuestros se habrán posado en ésta misma fachada desde el primer día que fue construída. Los objetos tienen ese don, ellos permiten que los observes y permanecen inmutables, tan solo atrapando los momentos mágicos en que las miradas de un ser vivo se posa sobre ellos ¿Qué harán después con esa energía?, no lo sé Lourdes, pero siempre pienso que permanece ahí, en el interior del objeto, como si fuera una onda de radio viajando a través del espacio.
—Lo has dicho en un modo bonito, Esteban. No podría haberlo definido mejor.
—Solo se trata de palabras. Creo que por más que uno intente expresar muchas cosas con palabras es difícil lograr definirlas. Cada uno le pone a esas palabras, a esa definición, su toque personal, lo que su mente y sentir le expresan a la acción de ver con sus ojos, percibir con su olfato, o palpar con su tacto. Supongo que así también actuamos antes las personas en nuestra vida.
—Sí. Algo así —dijo Lourdes.

Se hizo una pausa de silencio en la calle, sin automóviles que circularan, sin personas caminando.

— ¿Crees que Dios nos ha cruzado en la vida por algo en especial?
—Tal vez... ¿por qué no? Después de todo él debería ser quien maneja los hilos de todas las vidas de esta Tierra, ¿no? Sí, podría decir que él algo tiene que ver con este encuentro entre tú y yo. Pero todavía no sé qué es lo que quiere mostrarnos.

Aún nos sujetábamos de la mano. Mirábamos la fachada de la iglesia como si fuéramos dos niños contemplando algo colosal, jamás visto. 

— ¿Quieres que entremos? —pregunté.

Ella tan solo asintió con un movimiento leve de su cabeza. Se lograba percibir en su rostro cuánto le llamaba la atención la iglesia. Subimos los escalones con paso cansino, sin prisa alguna. Abrimos despacio las pesadas hojas de la puerta de madera y nos adentramos hasta cerca del altar. Era una iglesia sencilla, con vitrales cargados de dibujos santos, bancos de madera antiquísimos, y un altar pequeño para la magnitud del salón. Lourdes me soltó la mano y tomó asiento en un banco. Dejó su mochila a su lado, se arrodilló y mirando fijamente la cruz comenzó a orar. Era un murmullo imperceptible. Por un instante pensé que en realidad le hablaba a Dios, le pedía cosas que no se animaba a pedir a viva voz, y que deseaba profundamente dentro de ella. La imité. Me arrodillé y miré la cruz. Mantuve mis ojos posados en el Cristo crucificado durante un instante y enseguida me sobrevino una sensación de alivio, de tranquilidad. Tuve pensamientos sobre Marina, sobre mi madre, sobre mi vida transcurrida en los últimos años. Así mismo pensé en Lourdes y en nuestro encuentro. Cada pensamiento se concatenaba con el anterior y así formaban una especie de película, hecha con trozos de vivencias que abordaban mi consciencia interior y la empujaban a ser expresiva. Miré de reojo a Lourdes, se mantenía en la misma posición, solo que ahora con los ojos cerrados, su frente apoyada sobre sus manos unidas, e inmóvil. No nos cansamos de pedirle a Dios por nuestra vida, pensé. Inmediatamente volví la mirada a la cruz, al Cristo, y también le pedí. Le hablé como si fuera mi amigo, alguien a quien conocía de toda la vida. Ni una palabra de hipocresía o falsedad se escribía en mi diálogo mental con él, tan solo le expresé lo que más deseaba, y le agradecí cuanto me había obsequiado en la vida.


Mientras nos manteníamos en silencio, cada uno concentrado en su charla con Dios, escuché el sonido de la puerta de la iglesia. Alguien había entrado y se sentó justo detrás de nosotros, muy cerca. Después de unos minutos, mis rodillas me dolían. Decidí sentarme. Lourdes seguía concentrada en sus oraciones, en su charla silenciosa con Dios. Volteé para ver quién era la persona que se había sentado detrás de nosotros, y el impacto de mi asombro ante lo que mis ojos veían fue inmenso. Allí, justo detrás nuestro, estaba sentada la chica de los pírsines, sonriente, luminosa, tal como siempre la recordaba, tal como la había visto días pasados. Al percatarme de su presencia la saludé sonriendo y levantando mi mano, no quería interrumpir ni distraer a Lourdes. Recuerdo haber tenido la sensación de un silencio cargado de paz en aquel instante. Me levanté despacio y me senté al lado de la chica. Hablamos en susurros:

—Parece que está en el destino vivir cruzándonos —le dije con una sonrisa.
—Así es. Tal cual, Esteban. Debemos cruzarnos. 
—No puedo salir del asombro de esta casualidad ¿Ahora puedo pedir que los planetas se alineen y sucederá? —bromeé.
—Si lo pides con mucha fuerza tal vez...
—No creo tener tanta fuerza.
—No lo sabes. Hay que explorar la fuerza interior que uno tiene.
—En eso tienes razón —dije—, no obstante no gastaría mis fuerzas «concentradas» en alinear planetas.
— ¿Y en qué las usarías?
—Supongo que en resolver cosas de mi vida.
—Es un buen objetivo. Muchos deberían de concentrarse en gastar todas sus fuerzas en él.
—A la gente no le gusta gastar energías en las cosas que no ve. Lo hace en las cosas materiales. En lo que se ve a primera vista, en lo que llena la visual inmediatamente realizada la acción. Hago y obtengo, ese es el modo de ver la vida de muchos. Si no se «ve», entonces hay cierta frustración, cierto tedio a continuar accionando algo que tan solo retorna una conclusión vacía.
—Pero la riqueza está en eso, ¿no lo crees?, en perseverar y ser paciente. Los buenos frutos se obtienen con paciencia, Esteban.
—Lo sé... Dime, ¿cómo has llegado hasta ésta iglesia?
—Caminando —rió—, ¡no!, hablando en serio, salí a caminar esta mañana y deambulé tanto que cuando vi la iglesia quise venir y sentarme un rato.
—Aquí dentro hay paz —dije.
—Mucha. Pero no todos la perciben. Por más que muchas cosas te rodeen en este mundo y todos tengan la capacidad de percibirlas, solo un puñado de miles logra verlas y entenderlas.
—Es muy cierto eso. Es como escuchar una canción junto a un grupo de personas. Todas escuchan lo mismo pero a todas les parece sonar de un modo distinto. Lo llamativo es cuando a dos o tres sus oídos le indican que han escuchado algo similar, y sus conclusiones son parecidas. Es como que ahí, entre esas personas, hay más comunión que entre las otras.
—A pesar de nuestras diferencias y ser todos distintos hay algunos con los cuales «sincronizamos» mejor —dijo la chica de los pírsines.

Mientras hablábamos acomodaba su morral sobre sus piernas y miraba cada tanto a Lourdes. 

—Lourdes sigue concentrada en su charla con Dios —dijo la chica de los pírsins.
—Sí, así parece. Creo que es una manera de descargar sus tensiones interiores, de apaciguar la furia interna por lo inexplicable y calmar, al menos un poco, el dolor.
—¿Tanto así le sucede?
—Es una historia larga de contar. Muy larga...
—Las historias tienen un principio y un fin, Esteban. Todos escribimos una historia en esta vida. De un modo u otro conformamos páginas en la historia de éste planeta. Por más insignificantes que en algún momento de nuestras vidas podamos sentirnos, todos somos importantes y escribimos un pedacito de historia. Ya pasará lo de Lourdes...
—Lo dices como sabiendo qué sucederá...
—En cierto modo lo sé.

Sonreí e hice un gesto de saberme que era broma.

—No es broma —dijo ella—, en cierto modo lo sé.

Fue entonces que Lourdes se sentó. Había dejado de orar. Ahora contemplaba la cruz, pero con sus ojos abiertos. Al rato se volvió hacia mí sonriéndome.

— ¿Con quién hablabas?
—Con ella —dije mientras volteaba mi cabeza de lado para señalar a la chica de los pírsines.

Y fue entonces que noté en el rostro de Lourdes su incomprensión, una incomprensión justificada, directa, palpable, pues a mi lado no había nadie. Giré la cabeza desesperadamente buscando en todas las direcciones. Nadie. Me paré y caminé rápido entre los bancos, a través del pasillo, recorrí la parte posterior del altar, Nadie. Corrí hasta la puerta: estaba cerrada, si alguien la hubiera jalado se habría escuchado el chirrido de las bisagras al mover la pesada mole. Nadie. Entonces mi cabeza se abrumó. Lourdes corrió a mi lado, me tomó de las manos, y me miró a los ojos:

— ¿Qué pasa, Esteban?
—Nada —dije totalmente confundido y perplejo.
— ¿Con quién hablabas? —volvió a preguntarme Lourdes con cierto nerviosismo ahora palpable en el hilo fino de su voz.

—Pues... con la chica de los pírsines...



Lourdes echó a reír. 

—Esteban, cuando te miré hablabas solo. No me viste, pero en un momento dado dejé de rezar y hablabas solo ¿Estás bien?
—Supongo —dije muy confundido. Te juro que era ella, Lourdes. Te lo juro.

Lourdes frunció en entrecejo y me abrazó inmediatamente. Podía sentir cómo los latidos de su corazón demostraban que sentía miedo ante mi confusión. La abracé. Necesitaba hacerlo. Increíblemente me había sobrevenido un miedo repentino. Alcé la vista hacia los vitrales del techo. Una imagen de Jesús flotando entre ángeles me observaba desde lo alto. ¿Por qué no?, me dije en susurros... ¿Por qué no?...




(Continuará en un próximo capítulo...)


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