Saint-Exupéry (treinta y nueve) (FIN)




TREINTA y NUEVE (FIN)



Mientras esperaba en el hotel intenté calmar mi ansiedad. Tuve la profunda sensación que estaba haciendo lo correcto. No debía de irme así. Ahora no estaba solo sino que existía alguien más en mi vida que me producía una completitud que jamás había imaginado. Saqué del bolsillo del pantalón una moneda y jugué con ellas entre mis dedos. La hacía descender una y otra vez entre los dedos. Era un modo eficiente, que siempre lograba que mis nervios se aplacaran y que poco a poco me tranquilizara. Lourdes bajó al rato. Traía cara de sueño.

— ¡Esteban!, ¿qué pasa?…
— Nada en especial. En realidad sí, pasa algo importante —dije. Pasa que eres mi hermana y ya no estoy solo. La soledad siempre ha sido una compañera inseparable en mi vida, y más aún desde la muerte de mi madre, pero ya es hora de que eso cambie. No quiero más soledad.
— Pero Marina existe en tú vida y no tienes soledad…
— No hablo de esa soledad, sino de la soledad de la sangre. Ser hijo único no es algo que guste a todo el mundo. A algunos podrá parecerle atractivo, interesante, pero en realidad es todo lo contrario. Tarde o temprano la soledad avanza y se apodera por completo de tú vida, reptando bruscamente cuando tus padres fallecen, asfixiándote cuando en las noches de vigilia los recuerdos y las esperanzas se trenzan en luchas sin cuartel intentando unos y otras sobrevivir, apoderarse por completo de ti. No quiero más esa soledad en mi vida, Lourdes. Eres mi media hermana. Eres mi hermana completa, y te necesito en mi vida.

Noté que mis palabras habían emocionado hasta las lágrimas a Lourdes. Unas cuantas lágrimas se deslizaron por sus mejillas lentamente. Sus ojos ahora emitían un brillo inigualable, profundo, capaz de atravesar medio universo en un santiamén. 

— Hay algo que quiero contarte —dije ¿Te acuerdas de la chica que llevaba aquellos pírsines y era recepcionista en el hostel “Roma”?
— Sí
— Ayer ha fallecido.

El rostro de Lourdes se compungió.

— ¡¿Pero qué ha pasado?!, ¿Por qué?…
— Un accidente automovilístico, justo en frente del hotel donde yo paraba. Marina lo ha descubierto y me lo ha contado. A muerto casi sin sufrir, pero antes de cerrar sus ojos le ha dicho algo a Marina. En realidad le entregó algo que me llamó poderosamente la atención.

Salí del hotel presuroso, llegué al automóvil y busqué en la mochila el libro que la-chica-de-los-pírsines había dado a Marina. Lo tomé, acaricié su lomo y por un instante analicé si estaba haciendo lo correcto, si debía de mostrarle el libro a Lourdes y librarme de aquella incertidumbre que me había causado. Regresé al hotel y tras entrar observé a Lourdes sentada en un sillón, con la mirada penetrante, observándome. Deposité el libro entre sus manos como si le entregase un gran tesoro. Su rostro inmediatamente demostró sorpresa y se quedó observando el libro un breve momento.

— Este libro… -dijo-, este libro es igual al que yo poseo. Es una vieja versión de “El Principito”.
— ¿Tienes uno igual? —pregunté sorprendido.
— Sí. Mi padre, nuestro padre, me lo ha obsequiado cuando era niña.
— ¡Casualidad! —exclamé ¿Estás segura?
— Sí, muy segura.

Subió corriendo las escaleras y al rato bajó con un libro idéntico, con la misma tapa, y tras fijarme, de la misma edición.

— Es un verdadero hallazgo -dije con cierto aire a sorpresa. Encontrar dos libros tan viejos, de la misma edición, después de tantos años es todo un acontecimiento, ¿no te parece?

Lourdes asintió con su cabeza.

— Sin embargo —dijo ella—, ¿por qué la chica recepcionista habrá querido dárselo a Marina? Tal vez…

Y tras decir aquellas palabras quedó con una expresión dubitativa, como si dentro de su mente se tejiera una hipótesis compleja que necesitaba tiempo para desentrañarla.

— Hay algo extraño en todo esto, Esteban. Esa chica, piénsalo, se ha aparecido en nuestras vidas de manera oportuna e imprevista. Según lo que tú me has contado ha sido importante en cada momento que apareció en tú vida. También lo ha sido para mí aunque en menor grado ¿Crees que…?
— ¿Qué? —pregunté con ansiedad—, ¿qué piensas?…
— Algo un poco risueño, pero soy de ese tipo de personas que no cree en las coincidencias. Me inclino siempre a pensar que en el mundo existe un equilibrio cósmico con todo lo vivo que lo habita y el resto del universo. Las casualidades no son parte de mi pensamiento analítico. En realidad lo que quiero decir es que las cosas suceden por algo, necesitan suceder por algo, ¿entiendes?

Asentí.

— Creo que esa chica, tú y yo teníamos una fuerte conexión.
— ¿Conexión?, ¿qué clase de conexión?
— No lo sé, Esteban. Pero si tomas cada momento en donde ella ha intervenido en tú vida y la analizas puede que obtengas algo más, algo que podría ayudarnos a entender el porqué de la entrega de ese libro a Marina.
— Tal vez sea una coincidencia —dije. Tal vez ella quiso darle ese libro a Marina sin motivo alguno, en un acto reflejo que su mente disparó al momento previo de su muerte. Y yo sí creo en las coincidencias. Marina estuvo en el lugar justo, a la hora justa, en que la-chica-de-los-pírsines falleciera ¿Por qué no?, es algo que tranquilamente podría haber sido de ese modo.

Lourdes quedó pensativa. Se acomodó en el sillón con mayor comodidad y me escrutaba de hito en hito. En ese momento la mujer gorda bajó por las escaleras y se nos unió. Tomó los dos libros de la mesa y los observó por un momento.

— Estos libros son de la misma edición, un verdadero hallazgo. Quien sea su dueño los compró juntos o bien pasó mucho tiempo buscando a uno de ellos —dijo la mujer gorda.
— ¿Juntos? —pregunté.
— Sí, ¿por qué no? Tal vez pensó regalárselos a dos personas distintas, o bien quedarse uno para sí.
— Uno de esos libros me lo obsequió mi padre —dijo Lourdes.
— ¿Tú padre?, o sea tú padre también, Esteban.

Los tres quedamos con la mirada fija en los libros. Ninguna conclusión salía a la luz. Finalmente Marina entró al hotel y así los cuatro, por primera vez, sonreímos en toda la mañana. Finalmente decidimos ir a almorzar, los cuatro, como nunca antes lo habíamos hecho. Caminamos, no deseábamos ir en automóvil. Yo iba delante con Lourdes, y Marina y la mujer gorda venían detrás, a paso más lento, sumidas en profunda charla. De repente me sentí en familia. Era la primera vez que sentía esa sensación desde la muerte de mi madre. Trataba de oír mi propio corazón y cuánto estaba disfrutando de aquel momento. Lourdes con su sonrisa entibiaba por completo mi ser, y escuchar a Marina charlando detrás de mí me hacía sentir en plena completitud. Desbordaba alegría. Podría haber muerto en aquel instante y lo habría hecho embriagado de felicidad. Cruzamos la plaza principal y divisamos a lo lejos el comercio del anciano. También el recuerdo de la casa de la infancia de mi madre me asaltó bruscamente. En pocos días había logrado receptar mucha información delicada y especial de mi vida. Ahora tenía una hermana a quien amar, y eso era algo inesperado e impresionante a la vez. La vida me había tomado por sorpresa. No tenía la menor duda de ello. El reloj de la torre de la iglesia comenzó a dar sus campanadas. Era ya mediodía.

Tras cruzar por el frente de la iglesia todos miramos su fachada. Imaginé al padre Ernesto allí, junto a mi madre, ambos charlando, sentados en los bancos de la iglesia, mi madre emocionada por el obsequio recibido de mi padre. Él había mantenido el secreto bien guardado. Mi madre se lo había pedido y él supo mantenerlo. Sentí en ese instante que ya no tenía importancia saber cuál era aquel secreto, y que no había defraudado a mi madre si no lo develaba. De algún modo lo que mi padre había hecho con su vida y lo que mi madre había querido mostrarme se habían unido en la línea del tiempo y habían coincidido en un punto, y era justo en uno que nos había permitido a Lourdes y a mí encontrarnos y reconocernos. Me detuve tras pasar la iglesia y abracé a Lourdes sin más. Tras su sorpresa ella no dudó en abrazarme y besarme en la mejilla. Fue un abrazo cargado de energía vital para mi corazón. Permanecimos un buen rato abrazados bajo la mirada sonriente de Marina y la mujer gorda. Oía su respiración tranquila y acompasada, podía sentir que entre mis brazos ella se sentía protegida, como un animalito indefenso ante una noche cerrada y oscura. El mejor regalo que la vida me había hecho por aquellos días era presentarme a una hermana. Sentía una profunda emoción. Ella también dejó de hacerse cuestionamientos con respecto a nuestro padre, y decidió guardar la historia de su vida bajo llave, predisponiéndose a disfrutar lo que vendría, el presente, lo que ahora como hermanos teníamos y podíamos disfrutar.

Después de aquellos días convulsionados el tiempo acomodó las cosas. Nuestra hermandad fue fusionándose más y más haciéndonos inseparables. Atrás habían quedado las preguntas, los cuestionamientos, las búsquedas de verdades o mentiras que por algo el tiempo y el destino habían guardado celosamente. Ya no había necesidad de escarbar en el pasado. El presente se sentía más luminoso, y el futuro anhelado mucho más esperanzador. Comprendimos tácitamente que nos teníamos el uno al otro, que la vida que nos quedaba por delante valía la pena vivirla sin mochila pesada sobre los hombros.

La mujer gorda regresó a su pueblo y a su vida. Fue una persona muy importante por aquellos días para Lourdes. Había logrado también encontrar cierto beneplácito en ayudar a mi hermana en su trajín por la vida, logrando reencontrarse con sus propios fantasmas y abriendo puertas que jamás pensó volvería a abrir o saber que existían.

En 2009 me casé con Marina Fernández y nos fuimos a vivir a casa de mi madre. Ahora que estoy bajo esta parra que conozco desde niño, escribiendo estos recuerdos, siento que mi corazón galopa dentro de mi pecho y que una fuerza poderosa me lo oprime, permitiéndole expulsar todo lo que atesora y tiene para contar. He recordado todo lo referido a mi hermana y a mí, a las etapas que han iluminado mi vida, a las personas que han hecho de ella una de esas historias increíbles que valen la pena ser contadas y vividas. Marina prepara la cena, y huelo el aroma llegar desde la cocina, rememorando aquellos días en que mi madre solía hacerlo con tanto cariño, para luego sentarnos debajo de esta misma parra a charlar o simplemente contemplar la noche. En mis manos tengo el libro de Saint-Exupéry que la-chica-de-los-pírsines dio a Marina antes de morir. Acaricio su tapa y los recuerdos me juegan una amarga pasada. Saint-Exupéry escribió un libro magnífico, cargado de bellas oraciones y una enseñanza invisible debajo de ellas. Tal vez la-chica-de-los-pírsines o mi padre quisieron que Lourdes y yo aprendamos de ellas y que pudiéramos sentir en nuestra vida y en nuestros corazones que todo lo esencial es invisible a los ojos.



FIN



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