Saint-Exupéry (veintiocho)



VEINTIOCHO

Estacioné el automóvil, giré la llave de encendido del motor y tras escuchar cómo se apagaba y volvía el silencio permanecí inmóvil por un rato. Miré mis manos aferradas al volante. Giré mi cabeza a la derecha y observé a Marina. Ella me miraba en silencio, como si escudriñase en mis facciones algún indicio que le diera pie a deducir qué pensamientos pasaban por mi cabeza. Sin embargo yo no pensaba en nada. Mi mente estaba en blanco, mis manos sudaban y cierto temblor de nerviosismo subía desde la planta de mis pies, pasaba por mis piernas y se perdía en la plenitud del torso. El miedo escénico a una posible verdad. Una verdad que podía llegar a ver la luz después de muchos años de encontrarse sumida en la oscuridad, replegada en el fondo de un tiempo ya pasado y que había pertenecido a otras personas, mis padres. Era el mismo miedo que sentía en los momentos que mi padre nos dejaba al irse de viaje y nos quedábamos solos con mi madre por las noches. Los sonidos del viento al atravesar la parra del patio, el sonido que producían las hojas al caer, las sombras danzantes que jugaban con las luces de mercurio de la calle, el ruido de las celosías golpear contra la pared. “No temas, hijo...” era la frase salvadora de mi madre, que se cernía sobre mí como una mano tierna y suave que lograba extraerme de aquel miedo de niño inocente y colocarme entre algodones. Mi madre, la persona que a fuerza de golpecitos exactos y esmerados talló gran parte de mi personalidad. La única persona en el mundo que escudriñó cada una de mis aristas y extrajo de ellas cierta esencia que hasta yo mismo desconocía.

Marina posó su mano sobre la mía y así, tras sentir su tibieza, logré desprenderme del volante. Nos dimos un beso y quedamos con nuestras frentes apoyadas por un instante. Dentro del automóvil era todo silencio. Afuera era todo silencio. Parecía que el tiempo hubiera detenido sus incanzable correr y nos permitiera por un momento compenetrarnos de lleno en lo que estábamos viviendo. No puedo mentir, no puedo negar que en ese momento mi estómago se hacía un nudo y se endurecía. Di un beso en la frente a Marina y abrí la puerta del automóvil.

- Espérame aquí. Ya vuelvo.

Salí del automóvil y me dirigí a paso firme hasta el mercado. Era una construcción que debía tener cerca de cien años. Aún en su fachada quedaban rastros intactos de arquitectura que facilitaban poder datar su fecha de construcción. Un cartel que rezaba: Mercado “Don Antonio”, se mostraba altivo y vigente, como si el paso de los años no lo hubieran alterado. Abrí la puerta y miré dentro. Detrás del mostrador de la carnicería había un señor longevo afilando un cuchillo. No había clientes, no había cajero. Pensé que sería por la hora; después de todo en los pueblos chicos la gente siempre va tarde por las compras. Me acerqué al hombre casi sin mirarlo a la cara. Las manos me sudaban. Al llegar al mostrador observé que el hombre parecía tener mucho más años de los que yo le había calculado.

- Buenas tardes -dije carraspeando- ¿Podría hacerle una pregunta, señor?
- Claro, hijo. Todas las que quiera. Por eso no se cobra... todavía -dijo bromeando el anciano y echando al aire una sonrisa.

Debo decir que la primera impresión que tuve de aquel hombre fue positiva. Hizo que mi cuerpo se aflojara y que poco a poco aquella tensión que se había apoderado de mí fuera esfumándose. Sonreí. Eso era señal que me empezaba a sentir mejor.

- ¿Qué será, entonces? -dijo el hombre.
- Quisiera preguntarle algo sobre el padre Ernesto, el cura que falleció hace ya muchos años. - - Mire, no soy de aquí, soy de Córdoba, y he venido buscando información sobre mis padres y el único que podría haber sabido algo sobre ello es el padre Ernesto. Pero bueno, la fatalidad ha hecho que tampoco pueda ayudarme.
- Sí, sí... -dijo el hombre mientras su rostro se compungía y posaba el cuchillo junto la chaira sobre el mostrador-, ¿y qué necesitas saber sobre el Padre Ernesto?
- Si usted sabe de alguien que sepa de él. Verá, yo necesito saber si él conoció a mis padres.
- Ahhh -exclamó el anciano abriendo los ojos como plato- ¡hubiéramos empezado por ahí! ¿Tus padres eran de por acá?
- Sí, ambos nacieron aquí, pero siendo jovencitos se fueron a vivir a Córdoba.

El hombre tomó nuevamente el cuchillo y la chaira y siguió con la tarea de afilar. Lo hacía de manera precisa, sin error. Se dejaba ver que sabía lo que hacía. Tal vez llevaba años en el mismo sitio haciendo exactamente lo mismo, chocando el filo del cuchillo contra el otro metal. A veces la gente gusta de hacer lo mismo por años, otras veces lo hace sin darse cuenta siquiera, y así la vida pasa y ellos simplemente siguen hechizados dentro de un paréntesis atemporal en donde la misma acción se continúa una y otra vez.

Después de un rato de pasar el cuchillo contra la chaira observó el filo, asintió con la cabeza y nuevamente posó los objetos sobre el mostrador.

Escudriñó mi ser por un momento sin decir palabra alguna. Noté que estaba un tanto pensativo, como si fuera un perro escarbando en un montículo de tierra en búsqueda de algo enterrado, tal vez un hueso, tal vez un pequeño tesoro. Tenía una cabeza pequeña, con muy poco pelo, y sus ojos, lo más llamativo de su rostro, se asemejaban a dos témpanos helados a la deriva en un mar ártico.

- Dices que tus padres vivieron en el pueblo de jovencitos.
- Sí, así es señor.
- ¿Y cuál eran sus nombres?
- Mi madre se llamaba Elena Villalobos, y mi padre...

El anciano no me dejó terminar. Levantó una mano, esbozó una sonrisa y sus ojos fríos se iluminaron de una manera especial. Su mirada se perdió por un instante en dirección a la plaza. Se podía observar claramente que miraba hacia allí pero en realidad no miraba nada.

- Elena... sí, la recuerdo. Yo soy un poco mayor que ella. ¿Cómo está ella ahora? -dijo el anciano finalmente.
- Mi madre falleció en 1992 -respondí secamente.

El anciano dejó caer sus grandes cejas y cerró por un momento los ojos. Un halo sombrío pasó por su rostro. Fue apenas perceptible. Conocía a mi madre, de eso no había dudas. La noticia lo había golpeado.

- Lo siento mucho, hijo -dijo con un hilo de voz muy fino, nada que ver con la voz normal que él tenía.
- Veo que la noticia de la muerte de mi madre lo ha sorprendido -dije.
- Sí. Es que uno siempre mantiene en mente que todas las personas queridas y recordadas aún viven. Tal vez suene a un vil autoengaño, pero es una manera egoísta de no pensar en que la muerte nos roba todo y poco a poco nos deshoja como pétalos de una flor.
- Sin embargo eso es inevitable -dije con seriedad.
- Lo sé, pero vuelvo a decirte -y tal vez lo entiendas a mi edad-, el pensar que nadie de tus personas allegadas o queridas han fallecido te permite levantarte día a día de un modo distinto, no sé si más feliz, pero sí con la cabeza y el corazón más oxigenados y puros.
- No lo sé -comenté por lo bajo-, no me gustaría autoengañarme de ese modo. Sería como negar que todo lo que inicia un buen día acaba. Es como una negación infantil al proceso de vida de un ciclo biológico. La muerte de mi madre causó en mí un gran vacío. Puedo reconocer eso. No obstante logré rellenarlo lentamente y enfoqué mi vida pensando que así debía de ser, que por más que yo amara con todo el corazón a mi madre ella tarde o temprano se alejaría para siempre de mí.
- Veo que has sufrido mucho -dijo el hombre mirándome de soslayo. Ven, vamos a sentarnos un rato en un banco de la plaza, creo que tenemos muchas cosas por charlar.

Salimos y el hombre cerró la puerta del comercio con llave. Antes, había colocado un diminuto cartel que rezaba: vuelvo enseguida, colgado de la puerta. Cruzamos la calle en dirección a la plaza. Ahora se veía un poco más de movimiento. Marina me observaba desde dentro del automóvil. Le hice señas que estaba todo bien. Ella sonrió.

La plaza era grande, vistosa, colmada de palmares. Tenía unos bancos de madera pintados de color blanco con algunas ornamentaciones en bronce adheridas a sus patas. Se podría decir que la plaza tenía un bonito toque. Un delicado toque, que hacía que uno se sintiese cómodo y relajado mientras transitaba por ella. Mientras caminábamos a la par el anciano paracía sumergido en recuerdos. Sus ojos miraban hacia el frente, pero no miraban nada. Podía percibirlo. Estaba ausente, tal vez en el mundo de los recuerdos, o un poco más allá. Tuve intenciones de hablar pero no salía palabra alguna de mi boca. Por un instante pensé que algo invisible había sellado mis labios y era adrede, para que el anciano siguiera en sus cavilaciones y nada alterase el flujo de sus recuerdos.

Al llegar a un banco en medio de la plaza nos sentamos. El sol ya comenzaba a calentar bastante, y el aire era cálido y agradable. Había palomas y gorriones revoloteando por doquier. Los palmares, en sus copas, se mecían por el accionar del viento. De vez en cuando algún que otro transeúnte pasaba por delante de nosotros. El hombre posó sus manos sobre sus piernas y se mantuvo erguido en en esa posición por un rato, mirando hacia el frente, nuevamente no mirando nada.

- ¿Se encuentra bien? -pregunté.
- Sí, hijo, estoy bien. Es que... -en ese instante volvió ha hacerse un silencio y sus ojos se llenaron de lágrimas-, es que... verás, yo he conocido bien a tú madre. Demasiado bien diría yo.
- ¿Sí? -pregunté un tanto sorprendido.

El anciano asintió con su cabeza y volvió a quedar en silencio. Luego de un momento refregó sus manos y se las miró como si observase a un objeto totalmente ajeno a su cuerpo.

- Tú madre y yo supimos ser novios en nuestra adolescencia. Íbamos al mismo colegio secundario, el único que había por aquel entonces, y ahí nos conocimos. No fue una relación que durase mucho, pero sí fue muy intensa. Creo que sabes cómo es el amor de adolescentes; no hace falta que te explique demasiado. En los tiempos de antes el amor era el mismo amor de ahora, pero se lo vivía de otro modo. Tal vez más respetuosamente, tal vez más silenciosamente, no sé. No digo que esté mal ni bien, solo digo que era diferente. Y así como era de diferente también la huella que dejaba en los corazones era diferente. Hoy es todo mucho más efímero, hijo. Antes el amor de una mujer era algo glorioso para un hombre. Cuando te sentías amado creías tocar el cielo con las manos y poder apretar las nubes entre tus dedos. El bonito recuerdo que tengo de aquella relación con tú madre siempre ha sido para mí algo de lo que me jacto. Las buenas personas no se eligen, pasan por tú vida, se compenetran con ella, la impregnan con su gracia, y luego siguen su camino.

Supongo que lo que más me impresionó de las palabras del anciano fue el respeto que emanaba de ellas. Un respeto en todo sentido, inclusive cuando lo fusionaba con la palabra amor y lo mimetizaba con mi madre. Jamás hubiera imaginado que el destino me llevaría a conocer a un hombre que había amado a mi madre... y al cual ella tal vez también habría amado ¿Acaso nunca me detuve un instante a pensar en que mi padre podría no haber sido el único amor de mi madre? No. Nunca lo había hecho. Difícilmente uno imagine a sus padres en relaciones amorosas con otras personas. Difícilemente uno mismo imagina a su pareja en una relación amorosa con otra persona. Es algo invisible y de negación automática que se produce en los seres humanos. Es parte del sentido de posesión que tanto florece en cada uno al momento de sentirse enamorado y amado.

Guardamos silencio durante unos minutos. Dejé que el anciano tomara fuerzas. Noté que la noticia de la muerte de mi madre aún lo mantenía alejado de la realidad. Yo respiré hondo, miré el cielo y observé la copa de los palmares. Un par de pájaros cruzaban el cielo por sobre nosotros. Me pregunté si alguna vez vería a aquellos pájaros otra vez volar en mi vida. Tal vez nunca, me respondí. Tras bajar la mirada la posé en los ojos del anciano y, en un acto casi reflejo, palmeé con mi mano derecha su espalda.

- Mire... -dije un tanto dubitativo- para mí es un honor haberlo conocido. Si mi madre compartío momentos especiales e importantes con usted en su juventud es porque en realidad lo quiso y tal vez lo amó. Eso a mí me llena de emoción. Reconozco que no es algo común encontrarse un viejo amor de una madre en la vida, pero tampoco es algo de lo que haya que renegar ni mucho menos sentirse infeliz. Si de algo sirve, si en algo vale, quiero decirle que mi madre aunque ya no viva, y esté donde esté, seguramente está feliz por éste encuentro entre usted y yo.

Un par de lágrimas comenzaron a brotar de los ojos del anciano. Cruzó los dedos de sus manos y los apretó fuerte, muy fuerte.

- Creo que puedo ayudarte con lo del padre Ernesto. Y tengo una leve idea de lo que has venido a buscar aquí. Creo que es hora que sepas algunas cosas que por más que el tiempo se haya encargado de ocultar siempre permanecen allí, bajo el manto invisible del destino.

Asentí con la cabeza. Respiré hondo y tras darme vuelta hice señas a Marina que podía acercarse. Al llegar Marina vio llorando al anciano y se asustó. Tras explicarle la situación ella se puso en cuclillas, tomó las manos del anciano y lo besó en la mejilla. Aquella acción de Marina me sorprendió llamativamente. El beso, diminuto y tan sentido en la mejilla de aquel hombre me había parecido una de las expresiones más tiernas que había visto en mi vida. Con esa imagen en mi mente terminé el día. Mientras estaba acostado en una cama de hotel y Marina durmiendo a mi lado no dejaba de pensar en cómo habrían sido aquellos años felices de mi madre. A la vez sentía que existía una brecha entre aquellos momentos tensos que ella tenía con mi padre y esos momentos de felicidad que había pasado con el anciano del mercado. Quise desenchufar mi cabeza, apagar mi mente, esfumar mis pensamientos, pero me era imposible. Había algo en el aire, tal vez el influjo de los palmares o el murmullo que bajaba desde la flora selvática, que me hacía presentir que tan solo había encontrado la punta de un ovillo que era demasiado grande y largo para desenvolver.-


(Continuará en un próximo capítulo...)

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1 comentario:

SIL dijo...

El ovillo de la vida.

Nuestros padres TAMBIÉN tuvieron una vida. (suena obvio pero cuánto nos cuesta ponernos en ese lugar)

La imagen de la madre esmerilando la personalidad del hijo es magnífica.

Y esta frase, para acuñar en el alma:

Las buenas personas no se eligen, pasan por tú vida, se compenetran con ella, la impregnan con su gracia, y luego siguen su camino.

Beso y sigo.

(vengo más atrasada que carcajada de sordo =))))