Saint-Exupéry (cuatro)



CUATRO


[...] Después de la lluvia la ciudad pareció limpiarse hasta de pecados. La tierra desprendía un exquisito olor a humedad y el aire acarreaba manojos de olores de vergeles de vaya a saber qué mundos. El anochecer se posaba ese día sobre la ciudad de manera cautivante dejando contrastar las pequeñas luces de las calles con un cielo azul oscuro que prontamente se volvería negro. Mi madre hacía la cena, un guiso de arroz y pollo, y yo la observaba desde la silla en la que me encontraba sentado debajo de la parra.

Desde allí la noche parecía magnífica, y los movimientos exactos y suaves de mi madre en la cocina también. De ella aprendí que la suavidad más que una cualidad es un don que puede colarse en los genes y viajar a lo largo de nuestra vida demostrando que somos seres capaces de expresarnos a través de ella. Cada utensilio, cada verdura, cada acción que mi madre tocaba o realizaba en la cocina iban cargadas de esa suavidad que aquí describo.

Sorbía lentamente una copa de vino y olfateaba el olor a guiso que se esparcía por el aire. Me retrotraía todo aquello a mi niñez y a los días bonitos en los cuales mi abuela solía esperarme a la salida del colegio con sus exquisitas comidas. Perforado por los recuerdos terminé la copa y esperé que mi madre me llamara a cenar. Mientras, pensaba en el día que estuve junto a Lourdes en el hostel. Nuestra charla, nuestra conexión, el modo de mirarnos. Analicé todo aquello que sucedió ese día y dejé expuesta una hipótesis que hablaba sobre las posibilidades que brinda el destino y cuan vulnerables somos a ellas. Embutido en todos esos pensamientos escuché la voz de mi madre llamándome a cenar. Cenamos y bebimos una copa de vino blanco. Mientras comíamos ella bebía despacio sorbitos diminutos.

Esa noche al acostarnos mi madre se dirigió a mi habitación a charlar unos minutos. Me sorprendió verla parada junto al marco de la puerta con su camisón de algodón blanco. Hacía mucho tiempo que no veía a mi madre con su ropa de dormir, tanto quizá como desde que era un adolescente. Apenas la vi el corazón se me estrujó. Era más menuda de lo que la recordaba. El tiempo, a su forma, se estaba haciendo cargo de envejecerla a su antojo.

- ¿Puedo pasar, hijo? –dijo ella con un cariz tierno en su voz.
- Claro, mamá –dije yo.

Ahora estábamos los dos sentados sobre el borde de la cama. Ella tomándome de la mano y mirándome con sus ojos de madre.

- Quería decirte hijo que me hace muy feliz verte sano, fuerte y ya hecho un hombre. Es un tesoro para mí que eso sea así. Después de la muerte de tú padre no pensé que fuera capaz de llevar esta casa adelante y hacer de vos un muchacho capaz de enfrentar la vida. Pero ya vez, todos nos equivocamos en algún momento, y los pensamientos no son esquivos a ello. He pensado que ya soy una mujer mayor y que algún día la vida terminará para mí. He estado pensando mucho en esto en los últimos meses –ante estas frases mi semblante cambió, pues de algún modo ella me mostraba una realidad de la cual yo no quería saber nada- sobre muchas cosas que he deseado, que he soñado y que se han hecho realidad o no en mi vida. No me arrepiento de nada, eso es sí. Hice la mayoría de las cosas que he deseado hacer. Sin embargo hay un par de cosas que quisiera ver antes de morir…

Con un nudo en la garganta y una presión horrible en el pecho miré fijamente a mi madre y le pregunté:

- ¿Qué cosas mamá?

Ella acarició su mano izquierda con la derecha y titubeó. Parecía estar sumida en una contienda interior que pronto expulsaría un veredicto final. Otra vez comenzó a llover. Las primeras gotas impactaban sobre el techo y comenzaba a ingresar el olor a tierra mojada lentamente por las ventanas de la casa. Un aire fresco inundaba la habitación. Entonces mi madre volvió a mirarme, posó sus manos en su falda, y dijo:

- Me gustaría verte feliz con una mujer. No hablo de casamiento, no hablo de nietos, no. Sino de felicidad. De leer en tus ojos que has encontrado una chica que te haga feliz de una vez por todas. ¡Tampoco hablo de atorrantas! –dijo gesticulando y riendo- ¡No!, hablo de alguien que remueva tus sentimientos y los ate con los de ella de una manera tan fuerte que seas incapaz de zafar. De modo tal que ya no quieras seguir en soltería. Esa es la primera cosa que me gustaría ver antes de morir…
- ¿Y la segunda? –pregunté.
- La segunda es algo que tiene que ver con mi adolescencia y de algún modo está ligado a vos. Es algo que pasó hace muchos años, cuando recién nos conocíamos tú padre y yo. Es algo simbólico, algo tal vez que suene a tus oídos como hasta tonto, pero para mí cobra un significado muy grande.
- ¿Qué es, mamá?, ¡no lo hagas tan largo!
- Cuando tú padre y yo nos conocimos y decidimos ser novios él me hizo un regalo. Fue un regalo simple pero que a mí me colmó de alegría. Fue inesperado. Nos veíamos siempre por los atardeceres en la plaza de la ciudad donde ambos nacimos, Posadas. Y ese día, al aparecer en su bicicleta por la esquina, traía consigo un paquete envuelto en papel madera. El paquete era pequeño, atado con hilo en forma de cruz, y tenía un bonito moño. Tú padre se sentó a mi lado, me besó, y antes que yo pudiera decir palabra alguna puso el paquete en mi falda y me dijo que era su primer regalo, que estaba emocionado por ello y que lo había comprado con varias semanas de salario. No pude menos que emocionarme. Solté unas pocas lágrimas que cayeron sobre el papel del regalo dejando marcados unos círculos oscuros. Entonces tú padre me beso. No me dio tiempo a abrir el regalo. Nos besamos un buen rato sentados en aquel banco de la plaza.
- ¿Y luego?, ¿qué pasó?, ¿lo abriste?...
- Cuando quise abrirlo tú padre me detuvo. Dijo que no lo abriera allí, que lo hiciera dentro de la iglesia. Que sería un bonito modo de hacerlo, ahí, justo frente a Dios. No me pareció mala la idea, y como la iglesia estaba frente a la misma plaza asentí.

Mientras mi madre hablaba la lluvia caía a baldazos. El cielo relampagueaba y parecía venirse abajo. Ahora estaba fresco y un viento cargado de humedad hacía flamear todas las cortinas de la casa. Por un instante mi madre volvió a sumirse en un titubeo. Sus labios se movían de manera nerviosa como si hablaran con un alguien invisible. Su mirada volvió a perderse y de pronto pensé que aquello que quería contarme de algún modo la hería, la lastimaba en sus profundidades. Como si los recuerdos que traía a tiempo presente se materializaran como una filosa daga que al salir a la luz hirieran parte de su espíritu. La tomé de la mano y acaricié su mejilla. Me pareció una niña frágil y sumamente expuesta. Aun así podía vislumbrar en ella a aquella mujer fuerte y decidida que me había dado la vida y criado durante todos esos años. Pensé en decirle que ya era suficiente, que podríamos hablar de cualquier otra cosa, o bien ya irnos a dormir, pero no tuve tiempo, solo fue una intención, pues ella continuó su relato.

- Cuando tú padre se despidió de mí aquella tarde yo crucé camino a la iglesia. Me senté en un banco, miré la cruz y vi el rostro del Cristo crucificado. Por un lado sentía profunda emoción y curiosidad por el regalo y por otro sentía una especie de pregunta constante en mi interior. Una vocecita que me decía muy lejanamente, “¿estás viviendo algo especial?, ¿crees que es así?” A pesar de que esa pregunta me resultaba extraña y a la vez no tenía una respuesta certera yo tenía la sensación de que sí, de que aquello que me sucedía con tú padre era importante para mi vida. Si bien uno nunca sabe cuándo algo nos marcará nuestra vida, a veces tenemos ciertas premoniciones o avisos que nos indican que pueden llegar a serlo. Eso sentí aquel momento. Después de mirar por un rato largo al Cristo en la cruz desaté el hilo que ataba al paquete y quité el papel. Y allí estaba, mi regalo ante mis ojos.
- ¿Qué era, mamá? –pregunté con mucha curiosidad.
- Fue un momento de muchos nervios y alegría a la vez. Era algo que yo deseaba desde hacía mucho tiempo y se lo había hecho saber a tú padre.
- ¿Pero qué era?
- Bueno, verás –dijo mi madre tomándose su tiempo- esa es la segunda cosa que quiero que hagas.
- ¿Hacer? –pregunté sorprendido- ¿cómo hacer?, ¿a qué te refieres?
- Sí, quiero que hagas una búsqueda. Puedes iniciarla ahora o después del día que yo muera. No importa. Quiero que busques el regalo que tú padre me regaló aquel día y yo dejé en aquella iglesia.
- ¿Lo dejaste en la iglesia?, ¿por qué?, no entiendo…
- Hijo, cuando encuentres el regalo sabrás por qué…


Después que mi madre tuvo aquella charla conmigo se acostó y ya no pude dormirme hasta bien entrada la madrugada. Daba vueltas en la cama y escuchaba la lluvia caer. Me levanté y me dirigí a la cocina. Estuve ahí parado al lado de la mesa, en medio de la oscuridad, viendo la lluvia caer sobre la parra y cómo las gotas que atravesaban a ésta se estrellaban finalmente contra el suelo. A pesar del sonido de la lluvia parecía que un amplio y sobrecogedor silencio se hubiera apoderado de
toda esa noche. Me preguntaba cuál habría sido el regalo que mi padre había hecho a mi madre, la razón por la que ella lo dejó en la iglesia, y así más preguntas y conjeturas se tejían con el pasar de los minutos. Una diminuta paloma estaba acurrucada en un esquinero de la parra. Parecía verme en medio de la oscuridad. Movía rápidamente su pico y clavaba sus ojos en mí. De algún modo para aquel animal yo no pasaba desapercibido, todo lo contrario, ella sabía que yo estaba ahí, parado, tejiendo conjeturas y deseando que el destino me hiciera descubrir los porqué ocultos.


(Continuará en un próximo capítulo...)

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(Imagen: http://especiales.laprensagrafica.com/2009/tierra/wp-content/uploads/2009/04/lluvia.jpg )


Capítulos anteriores: 1 - 2 - 3

1 comentario:

SIL dijo...

Miguel, sería importante que publiques la continuación en breve ...
Dijo Borges que ¨“la solución al misterio es inferior al misterio”

Pero este capítulo nos ha metido duda interesante.

Ya veremos.

Beso tardío pero seguro.


:D

SIL