Gracias


El Errante” ha sido desde hace muchos años uno de esos blogs que he llegado a querer en demasía. Tal vez el que más. En él he plasmado muchos de mis escritos y borradores, he mantenido un feedback con los lectores y he conocido a personas que me han seguido como lectores y amigos a lo largo de los años de vida del blog.

Desde hace un tiempo siento que no estoy siendo franco con él y he enfocado todas mis fuerzas y escritos a mi blog principal: “Literato”. Por esta razón también he decidido llegar hasta aquí y apuntar todos los cañones al blog principal (quien mucho abarca poco aprieta).

He pensado en los lectores de éste blog, no crean que no, y he concluido que no se sentirán defraudados leyendo los textos del blog principal. En cierto modo ambos blogs se parecían muchísimo. Por esto que explico los invito a seguir leyendo mis textos en mi blog “Literato”.

Espero no haberlos defraudado y como siempre: muchas gracias por leer mis textos y darme un “gran espacio” en su literatura escogida.


Miguel Aguilera.
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Manos




"Su suavidad venía
volando sobre el tiempo,
sobre el mar, sobre el humo,
sobre la primavera,
y cuando tú pusiste
tus manos en mi pecho,
reconocí estas alas de paloma dorada,
reconocí esa greda
y ese color de trigo."

Pablo Neruda




Entre esos seres invisibles que cualquiera cruza a diario en las calles siempre hay uno más invisible que otro. Con una invisibilidad tan invisible que ni él mismo es capaz de percatarse de cuán invisible se ha vuelto. Cierto día encontré a alguien así. Yo iba hacia el sur, el hacia el norte. Me quité el sombrero, y saludé cortésmente. Él hizo lo mismo, solo que inmediatamente se detuvo.

- Buenos días, caballero –dijo él.

Yo asentí con mi cabeza.

- ¿Puedo comentarle algo, algo que me urge comentarle a alguien?

Volví a asentir, pues una necesidad tan imperiosa no debe censurársele a nadie.

- Verá usted, señor, el tema son mis manos.

Entonces las extiende, y yo las observo.

- Mis manos son transparentes, así, como los focos, como las lamparitas de luz.

Y me sorprendo, y abro la boca, y muevo mi lengua, y pregunto:

- Y eso que se ve ahí, eso… ¿qué es?

- Esos filamentos son mi sangre, señor.

Entonces enmudezco.

- Y la luz, ¿sabe que es la luz, señor?

Niego con mi cabeza. Estoy muy aturdido.

- La luz es mi luz interior, que fluye agitadamente por mis venas, recorre todo mi cuerpo y se muestra en mis manos. Cuando toco a alguien mi luz se aviva o se opaca, es todo cuestión de energía. Sin embargo, lo que me pone feliz es que mi propia luz está siempre intacta.



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(Imagen http://goo.gl/ovWcX)
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Volar




“Yo voy a volar algún día.
Estaré sobre los continentes
Y sobre las personas atónitas.
Tú me has ganado poco a poco…”

Poema anónimo






Una vez volé. No fue en un sueño, tampoco en un pensamiento. Volé de verdad. Fue cumplir un gran anhelo, algo que desde muy pequeñín había deseado y jamás considerado posible, pero como todas las cosas, a veces, sin explicaciones razonables, los milagros suceden.

Lo más curioso de poder volar es que puedes ver la vida de todos desde las alturas. Solo tienes que aguzar la visión y acercarte o alejarte un poco. Con ello logras ver cosas que otros no ven. Sin embargo, por más que podía volar, no me fue permitido ver a través de las cosas. No. Era demasiado.

Fue de mañana, tras despertar. Me senté en la cama y froté mis ojos. Un sol nuevo y anaranjado se recortaba en el horizonte. En frente de la ventana, el maizal se mantenía erguido y altivo ante los rayos tibios de ese sol. Escuché el trinar de los pájaros, que al igual que yo, despertaban esa mañana. Con el paso del tiempo, mis ojos se fueron acostumbrando a la luz solar y a los claroscuros de la habitación. A mis pies se hallaba mi mochila escolar, en el suelo mi ropa quitada la noche anterior, y apoyado al costado de la ventana mi barrilete. No podía despegar mis labios. Se mantenían cerrados, perezosos de moverse, y mi lengua aún más dormida, sin ganas siquiera de comenzar su tarea para decir alguna palabra. Pensé cuán maravilloso se veía el amanecer. Era un regalo de la vida. En aquella edad todo nos maravilla, pero el nacimiento de un nuevo día siempre me había producido un efecto especial en mi interior, como si yo hubiese muerto la noche anterior, y resucitado a una vida feliz al amanecer.

Mis padres dormían. Podía ver a través de la puerta entreabierta de mi habitación la de ellos cerrada. Era demasiado temprano. Mi padre había trabajado hasta tarde con sus maquetas y mi madre le había hecho compañía, sentada en el sofá, tejiendo sweaters para el invierno próximo. En aquel nuevo amanecer lleno de bonitas cosas sorprendentes, mis pensamientos adquirieron una fuerza desconocida, a tal punto que lo que deseé por un instante se hizo realidad: volar.

Comencé flotando sobre la cama. Sin estabilidad. Con mucho miedo. Me vi levitarme y no comprendía nada. En realidad el miedo y el susto que me producía aquella acción no me dejaban disfrutar en absoluto eso que tanto anhelaba. A medida que me despegaba un poco más de las sábanas iba sintiendo más temor. Así pasó durante unos cuantos minutos. Luego, como si de repente algo invisible y poderoso dentro de mi interior impartiera una orden, comencé a estabilizarme mejor y a no tener miedo. Lo primero que noté fue que según lo que pensara mi cuerpo se movía en una u otra dirección. Por ejemplo pensé que deseaba seguir viendo la gran bola anaranjada del sol en el horizonte, entonces todo mi cuerpo se movió lentamente en el aire hasta posicionarse frente a la ventana. Allí, flotando cercanamente al techo, me mantuve observando toda la salida del sol, viendo el verde del maizal, mirando las vacas que salían del tambo vecino, disfrutando del pastar de los caballos. Un aire puro y reconfortante se colaba por la ventana. Las cortinas apenas oscilaban con un movimiento casi imperceptible. Ya me sentía cómodo y seguro, no tenía miedo, y tampoco tenía idea de cuánto duraría aquel milagro.

Recordé que cuando era más pequeño ya soñaba con volar. Algunas veces se lo había mencionado a mi madre mientras desayunábamos. Ella solía responderme que seguramente había soñado por la noche, o que mi imaginación tenía gran actividad al despertarme. Pero en realidad era algo distinto a eso lo que me sucedía. Sentía de verdad deseos poderosos de despegar del suelo y moverme por el aire como las aves, y así conocer lugares inhóspitos, personas que de otro modo no conocería, inclusive ver a mis propios amigos de la escuela jugando en los patios de sus casas sin que ellos se percatasen de mi presencia. Jamás mi madre me alentó para que aquel deseo pasara de la utopía a la realidad. En realidad era solo en mi mente de niño que el deseo era tan grande que yo anhelaba que se hiciese realidad. Ella, siempre con los pies tan bien afirmados sobre la tierra, hacía que mi deseo se esfumara como una burbuja al explotar.

A medida que fue pasando el tiempo aquella mañana, fue resultándome menos duro el moverme por el aire. Me deslizaba con sagacidad de una esquina a la otra en la habitación, esquivando los obstáculos como el ropero, la lámpara que pendía del techo, o el perchero. Hasta había aprendido a descender. Al principio, en el primer intento, aterricé dramáticamente sobre la cama, y reboté un par de veces para finalmente caer de bruces en el suelo. Pero después, poniéndole empeño, lo hacía suavemente y posaba primero mis pies y luego dejaba caer el cuerpo. Me sentía listo para ir por más, así que cerré la puerta de mi habitación (no quería que mis padres supieran que podía volar) y me senté en el alféizar de la ventana. Desde allí contemplé la inmensidad del mundo que tenía frente a mí. En un día tan precioso era inevitable desear volar como los pájaros por cualquier lado. Entonces me arrojé. Caí un par de metros en picada libre, pero inmediatamente, y tras pensar que deseaba volar por sitios hermosos, comencé a flotar, con cierta inestabilidad, pero elevándome más y más hasta alcanzar una altura desde la cual la casa y todo el campo se convirtieron al tamaño de las maquetas de mi padre.

Tuve un poco de pánico con la altura. Miraba hacia todos lados y no me concentraba en disfrutar. Pensaba qué pasaría si me chocara con algún ave, o bien si pasara cerca mío un avión. No tenía idea, pero me preocupaba. Intenté quitar ese pensamiento pero no pude hacerlo rápidamente. Pese a estar volando, no podía disfrutarlo. Así me mantuve durante un buen rato. El aire se sentía helado y mis cachetes se había helado aún más, al punto de arderme. Volé en todas las direcciones. Me fui probando. Fui agarrando mayor confianza y me movilizaba en dirección a los cuatro puntos cardinales y de arriba hacia abajo y viceversa. Poco a poco los nervios fueron dando paso al placer de disfrutar aquello que estaba viviendo. Volé por sobre las plantaciones de frutales, sobre las florecillas blancas de los damascos, sobre los campos de lavanda, sobre el bosque de pinos vecino. Cada cosa que veía desde el aire era completamente distinta a como la recordaba desde tierra. Se mezclaba con el color del cielo y la magnificencia del vuelo. Una abrumadora cantidad de información bombardeaba mi cabeza y yo podía procesarla muy lentamente, y a veces ni eso, tan solo dejaba que mi percepción fugaz de aquel momento le comunicase a mis sentidos lo extraordinario que estaba viviendo.

Supongo que volé por el lapso de una hora y media sin bajar a tierra. Cuando lo hice pensé en mis padres, y en el susto que se darían si no me encontraban en mi habitación. Pero no podía permitirme regresar. Tal vez si lo hacía ya no podría volver a volar y todo retornaría a la normalidad. Entonces decidí volar un poco más. El cielo seguía despejado, el aire ahora no era tan frío. Entonces volé hasta el paseo del pueblo. Me mantenía a una distancia prudencial con tal de que nadie me viese y se alarmara por mi presencia en el aire. Una chica bonita paseaba un perro atado a su correa, un par de ancianos jugaban al ajedrez sentados en un banco, y varias parejas caminaban tomados de la mano. Desde arriba la armonía entre los seres humanos se percibía de un modo magnífico. Me hubiera gustado poder verme sonreír en aquel momento. Un espejo hubiera estado bien, y en él contemplar mi sonrisa de felicidad por lo que estaba viviendo. Pero no había ningún espejo, tan solo mis ojos contemplándolo todo y mi corazón latiendo presurosamente, bombeando más sangre rápida y caliente a través de mis venas, comunicándole a todo mi cuerpo con tibieza que estaba viviendo uno de los momentos más trascendentales en mi vida.

De repente la niña del perro se agachó y lo acarició. El perro comenzó a ladrar, me había visto. Ella levantó la mirada y se encontró con la mía. Ahí me quede, flotando, hipnotizado por la mirada de aquella niña. Ella se mantenía aferrada a su mascota, pero pude percibir en sus ojos que no había miedo. Yo tampoco sentía miedo aun habiendo sido descubierto. Finalmente me regaló una sonrisa. Levanté mi mano derecha y la saludé tímidamente. Ella hizo lo mismo devolviéndome el saludo. Comenzó a caminar junto a su perro y yo la seguí. Se dirigió a uno de los barrios del pueblo que condilaban con la ruta. Observaba cada uno de sus movimientos. Cada tanto se detenía ella y el perro se sentaba a su lado, entonces miraba hacia el cielo y volvía a cruzar su mirada con la mía. Sabía que yo estaba allí, que la seguía. Después de unas cuantas cuadras llegamos a un caserío viejo del barrio. Ella entró en una de las casas de dos pisos y al rato una de las ventanas de la parte superior se abrió de par en par. Era ella. Asomada a la ventana se quedó observándome y yo, extasiado ante su mirada, ya no pensaba en flotar, ni en volar, tan solo quería seguir contemplándola. Supongo que ese es mi primer recuerdo que tengo de haberme enamorado a primera vista. Un rostro angelical, una sonrisa auténtica e inocente, un día maravilloso, yo volando, no podía pedir nada más. Ella volvió a levantar su manito y me saludó una vez más. Me sentía pleno. Sin embargo, un pensamiento me asaltó de repente: mis padres.

Levanté mi mano y la saludé, despidiéndome. Tomé dirección hacia el campo, hacia la casa de mis padres. Crucé nuevamente sobre los campos de lavanda, sobre el pinar. Al llegar a la casa ingresé por la ventana y descendí sobre la cama. La puerta de la habitación aún permanecía cerrada. La abrí sigilosamente, y observé que la de mis padres también estaba cerrada. Respiré con alivio. Quise volver a flotar, a volar, pero ya no pude. Esa fue la única vez que pude lograrlo. Por más que me concentraba en volver a volar ya no podía despegar los pies del piso. No había caso, había vuelto a ser normal.

Durante aquel día sentí que me había acercado un poco más a mi interior, había activado mis sentimientos de un modo intenso y por algo mágico había volado. Cada vez que recuerdo lo que sucedió aquella mañana me estremezco. A veces, incluso me parece soñar despierto que vuelvo a volar, y siento esa sensación del aire rozarme la yema de mis dedos, el frío en mis cachetes, el olor al aire al atravesar los campos de lavanda. Jamás les conté a mis padres que había logrado volar. No lo entenderían y pensarían que su único hijo estaba fantaseando o imaginando cosas estúpidas de la niñez. Ni siquiera a mis hijos se lo he contado. Una noche, después de hacer el amor con mi mujer, quise contárselo, pero volví a sentir mi lengua tan pesada como aquella mañana al despertar, en donde mis labios se negaban a comunicar palabra alguna. Cada tanto suelo recordar a la chica del perro. Me pregunto qué habrá sido de su vida, o si habrá tenido hijos y contado que una vez siendo niña vio volar a un niño. Tal vez lo haya hecho, o quizás aún atesora dentro de ella el recuerdo como algo mágico, algo que por más que parezca irreal fue real y ella, como yo, lo vivimos de un modo único e irrepetible, como esas cosas especiales en la vida que te conectan de un modo inimaginado para siempre.




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(Imagen tomada de internet. Se desconoce su autor)
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Saint-Exupéry (treinta y nueve) (FIN)




TREINTA y NUEVE (FIN)



Mientras esperaba en el hotel intenté calmar mi ansiedad. Tuve la profunda sensación que estaba haciendo lo correcto. No debía de irme así. Ahora no estaba solo sino que existía alguien más en mi vida que me producía una completitud que jamás había imaginado. Saqué del bolsillo del pantalón una moneda y jugué con ellas entre mis dedos. La hacía descender una y otra vez entre los dedos. Era un modo eficiente, que siempre lograba que mis nervios se aplacaran y que poco a poco me tranquilizara. Lourdes bajó al rato. Traía cara de sueño.

— ¡Esteban!, ¿qué pasa?…
— Nada en especial. En realidad sí, pasa algo importante —dije. Pasa que eres mi hermana y ya no estoy solo. La soledad siempre ha sido una compañera inseparable en mi vida, y más aún desde la muerte de mi madre, pero ya es hora de que eso cambie. No quiero más soledad.
— Pero Marina existe en tú vida y no tienes soledad…
— No hablo de esa soledad, sino de la soledad de la sangre. Ser hijo único no es algo que guste a todo el mundo. A algunos podrá parecerle atractivo, interesante, pero en realidad es todo lo contrario. Tarde o temprano la soledad avanza y se apodera por completo de tú vida, reptando bruscamente cuando tus padres fallecen, asfixiándote cuando en las noches de vigilia los recuerdos y las esperanzas se trenzan en luchas sin cuartel intentando unos y otras sobrevivir, apoderarse por completo de ti. No quiero más esa soledad en mi vida, Lourdes. Eres mi media hermana. Eres mi hermana completa, y te necesito en mi vida.

Noté que mis palabras habían emocionado hasta las lágrimas a Lourdes. Unas cuantas lágrimas se deslizaron por sus mejillas lentamente. Sus ojos ahora emitían un brillo inigualable, profundo, capaz de atravesar medio universo en un santiamén. 

— Hay algo que quiero contarte —dije ¿Te acuerdas de la chica que llevaba aquellos pírsines y era recepcionista en el hostel “Roma”?
— Sí
— Ayer ha fallecido.

El rostro de Lourdes se compungió.

— ¡¿Pero qué ha pasado?!, ¿Por qué?…
— Un accidente automovilístico, justo en frente del hotel donde yo paraba. Marina lo ha descubierto y me lo ha contado. A muerto casi sin sufrir, pero antes de cerrar sus ojos le ha dicho algo a Marina. En realidad le entregó algo que me llamó poderosamente la atención.

Salí del hotel presuroso, llegué al automóvil y busqué en la mochila el libro que la-chica-de-los-pírsines había dado a Marina. Lo tomé, acaricié su lomo y por un instante analicé si estaba haciendo lo correcto, si debía de mostrarle el libro a Lourdes y librarme de aquella incertidumbre que me había causado. Regresé al hotel y tras entrar observé a Lourdes sentada en un sillón, con la mirada penetrante, observándome. Deposité el libro entre sus manos como si le entregase un gran tesoro. Su rostro inmediatamente demostró sorpresa y se quedó observando el libro un breve momento.

— Este libro… -dijo-, este libro es igual al que yo poseo. Es una vieja versión de “El Principito”.
— ¿Tienes uno igual? —pregunté sorprendido.
— Sí. Mi padre, nuestro padre, me lo ha obsequiado cuando era niña.
— ¡Casualidad! —exclamé ¿Estás segura?
— Sí, muy segura.

Subió corriendo las escaleras y al rato bajó con un libro idéntico, con la misma tapa, y tras fijarme, de la misma edición.

— Es un verdadero hallazgo -dije con cierto aire a sorpresa. Encontrar dos libros tan viejos, de la misma edición, después de tantos años es todo un acontecimiento, ¿no te parece?

Lourdes asintió con su cabeza.

— Sin embargo —dijo ella—, ¿por qué la chica recepcionista habrá querido dárselo a Marina? Tal vez…

Y tras decir aquellas palabras quedó con una expresión dubitativa, como si dentro de su mente se tejiera una hipótesis compleja que necesitaba tiempo para desentrañarla.

— Hay algo extraño en todo esto, Esteban. Esa chica, piénsalo, se ha aparecido en nuestras vidas de manera oportuna e imprevista. Según lo que tú me has contado ha sido importante en cada momento que apareció en tú vida. También lo ha sido para mí aunque en menor grado ¿Crees que…?
— ¿Qué? —pregunté con ansiedad—, ¿qué piensas?…
— Algo un poco risueño, pero soy de ese tipo de personas que no cree en las coincidencias. Me inclino siempre a pensar que en el mundo existe un equilibrio cósmico con todo lo vivo que lo habita y el resto del universo. Las casualidades no son parte de mi pensamiento analítico. En realidad lo que quiero decir es que las cosas suceden por algo, necesitan suceder por algo, ¿entiendes?

Asentí.

— Creo que esa chica, tú y yo teníamos una fuerte conexión.
— ¿Conexión?, ¿qué clase de conexión?
— No lo sé, Esteban. Pero si tomas cada momento en donde ella ha intervenido en tú vida y la analizas puede que obtengas algo más, algo que podría ayudarnos a entender el porqué de la entrega de ese libro a Marina.
— Tal vez sea una coincidencia —dije. Tal vez ella quiso darle ese libro a Marina sin motivo alguno, en un acto reflejo que su mente disparó al momento previo de su muerte. Y yo sí creo en las coincidencias. Marina estuvo en el lugar justo, a la hora justa, en que la-chica-de-los-pírsines falleciera ¿Por qué no?, es algo que tranquilamente podría haber sido de ese modo.

Lourdes quedó pensativa. Se acomodó en el sillón con mayor comodidad y me escrutaba de hito en hito. En ese momento la mujer gorda bajó por las escaleras y se nos unió. Tomó los dos libros de la mesa y los observó por un momento.

— Estos libros son de la misma edición, un verdadero hallazgo. Quien sea su dueño los compró juntos o bien pasó mucho tiempo buscando a uno de ellos —dijo la mujer gorda.
— ¿Juntos? —pregunté.
— Sí, ¿por qué no? Tal vez pensó regalárselos a dos personas distintas, o bien quedarse uno para sí.
— Uno de esos libros me lo obsequió mi padre —dijo Lourdes.
— ¿Tú padre?, o sea tú padre también, Esteban.

Los tres quedamos con la mirada fija en los libros. Ninguna conclusión salía a la luz. Finalmente Marina entró al hotel y así los cuatro, por primera vez, sonreímos en toda la mañana. Finalmente decidimos ir a almorzar, los cuatro, como nunca antes lo habíamos hecho. Caminamos, no deseábamos ir en automóvil. Yo iba delante con Lourdes, y Marina y la mujer gorda venían detrás, a paso más lento, sumidas en profunda charla. De repente me sentí en familia. Era la primera vez que sentía esa sensación desde la muerte de mi madre. Trataba de oír mi propio corazón y cuánto estaba disfrutando de aquel momento. Lourdes con su sonrisa entibiaba por completo mi ser, y escuchar a Marina charlando detrás de mí me hacía sentir en plena completitud. Desbordaba alegría. Podría haber muerto en aquel instante y lo habría hecho embriagado de felicidad. Cruzamos la plaza principal y divisamos a lo lejos el comercio del anciano. También el recuerdo de la casa de la infancia de mi madre me asaltó bruscamente. En pocos días había logrado receptar mucha información delicada y especial de mi vida. Ahora tenía una hermana a quien amar, y eso era algo inesperado e impresionante a la vez. La vida me había tomado por sorpresa. No tenía la menor duda de ello. El reloj de la torre de la iglesia comenzó a dar sus campanadas. Era ya mediodía.

Tras cruzar por el frente de la iglesia todos miramos su fachada. Imaginé al padre Ernesto allí, junto a mi madre, ambos charlando, sentados en los bancos de la iglesia, mi madre emocionada por el obsequio recibido de mi padre. Él había mantenido el secreto bien guardado. Mi madre se lo había pedido y él supo mantenerlo. Sentí en ese instante que ya no tenía importancia saber cuál era aquel secreto, y que no había defraudado a mi madre si no lo develaba. De algún modo lo que mi padre había hecho con su vida y lo que mi madre había querido mostrarme se habían unido en la línea del tiempo y habían coincidido en un punto, y era justo en uno que nos había permitido a Lourdes y a mí encontrarnos y reconocernos. Me detuve tras pasar la iglesia y abracé a Lourdes sin más. Tras su sorpresa ella no dudó en abrazarme y besarme en la mejilla. Fue un abrazo cargado de energía vital para mi corazón. Permanecimos un buen rato abrazados bajo la mirada sonriente de Marina y la mujer gorda. Oía su respiración tranquila y acompasada, podía sentir que entre mis brazos ella se sentía protegida, como un animalito indefenso ante una noche cerrada y oscura. El mejor regalo que la vida me había hecho por aquellos días era presentarme a una hermana. Sentía una profunda emoción. Ella también dejó de hacerse cuestionamientos con respecto a nuestro padre, y decidió guardar la historia de su vida bajo llave, predisponiéndose a disfrutar lo que vendría, el presente, lo que ahora como hermanos teníamos y podíamos disfrutar.

Después de aquellos días convulsionados el tiempo acomodó las cosas. Nuestra hermandad fue fusionándose más y más haciéndonos inseparables. Atrás habían quedado las preguntas, los cuestionamientos, las búsquedas de verdades o mentiras que por algo el tiempo y el destino habían guardado celosamente. Ya no había necesidad de escarbar en el pasado. El presente se sentía más luminoso, y el futuro anhelado mucho más esperanzador. Comprendimos tácitamente que nos teníamos el uno al otro, que la vida que nos quedaba por delante valía la pena vivirla sin mochila pesada sobre los hombros.

La mujer gorda regresó a su pueblo y a su vida. Fue una persona muy importante por aquellos días para Lourdes. Había logrado también encontrar cierto beneplácito en ayudar a mi hermana en su trajín por la vida, logrando reencontrarse con sus propios fantasmas y abriendo puertas que jamás pensó volvería a abrir o saber que existían.

En 2009 me casé con Marina Fernández y nos fuimos a vivir a casa de mi madre. Ahora que estoy bajo esta parra que conozco desde niño, escribiendo estos recuerdos, siento que mi corazón galopa dentro de mi pecho y que una fuerza poderosa me lo oprime, permitiéndole expulsar todo lo que atesora y tiene para contar. He recordado todo lo referido a mi hermana y a mí, a las etapas que han iluminado mi vida, a las personas que han hecho de ella una de esas historias increíbles que valen la pena ser contadas y vividas. Marina prepara la cena, y huelo el aroma llegar desde la cocina, rememorando aquellos días en que mi madre solía hacerlo con tanto cariño, para luego sentarnos debajo de esta misma parra a charlar o simplemente contemplar la noche. En mis manos tengo el libro de Saint-Exupéry que la-chica-de-los-pírsines dio a Marina antes de morir. Acaricio su tapa y los recuerdos me juegan una amarga pasada. Saint-Exupéry escribió un libro magnífico, cargado de bellas oraciones y una enseñanza invisible debajo de ellas. Tal vez la-chica-de-los-pírsines o mi padre quisieron que Lourdes y yo aprendamos de ellas y que pudiéramos sentir en nuestra vida y en nuestros corazones que todo lo esencial es invisible a los ojos.



FIN



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Saint-Exupéry (treinta y ocho)




TREINTA y OCHO




Al llegar al hotel Marina se encontraba sentada en el esquinero de la cama. La habitación se encontraba silenciosa, las cortinas corridas, y un leve olor a jazmín se deslizaba en el aire, tal vez procedente de alguna planta cercana o bien de algún puesto de flores de la calle. Los últimos rayos de un sol débil y cansino se colaban por la ventana tiñéndolo todo de un color anaranjado y añejo. Marina poseía la mirada perdida, las facciones se le notaban cansadas, y mantenía su barbilla apoyada en ambas manos, y sus brazos apoyados en sus piernas. Presentí que algo pasaba. Supuse que estaría enojada por mi ausencia, por el modo en que me había ido por la mañana, o tal vez el muchacho de hotel no le había dado mi mensaje. Sinceramente me estaba llenando de supuestos. Cerré la puerta, avancé unos pasos y poniéndome en cuclillas delante de ella la observé fijamente. Al verme esbozó rápidamente una fugaz sonrisa que así como había aparecido se esfumó de repente. Claramente algo no andaba bien. Ella era demasiado demostrativa y expresiva para comportarse de aquel modo, y en su rostro había un mensaje que ahora estaba evidenciado, y que casi con seguridad no era nada bueno. Tomé sus manos entre las mías y la besé suavemente en los labios. Volvió a esbozar otra fugaz sonrisa, ahora un tanto más cálida. Esta vez movió sus labios, dejó escapar un escueto “Hola…” y volvió a sumergirse en ese plano en donde se hallaba, con la misma mirada perdida.

— ¿Qué ha pasado? —pregunté casi en susurro.

Intentó responderme rápidamente pero enseguida sus labios volvieron a quedarse quietos. Afirmé erróneamente para mis adentros que estaba enojada por mi ausencia. La tomé entre mis brazos y la acurruqué por un rato sin decir palabra alguna. Podía escuchar el leve murmullo de su respiración y sentir cómo el aire que emanaba de sus fosas nasales llegaba hasta mi cuello. La calidez de siempre, a la que solo ella me tenía acostumbrado. Por un instante pensé que realmente era un hombre privilegiado, dichoso, bendecido por Dios y la vida al haber encontrado una mujer como ella. Tantas cosas habían pasado, tantos momentos de tensión, de angustia, inclusive de zozobra, y ella seguía a mi lado, incondicional, como una sombra que es incapaz de huir de su dueño. Acaricié su espalda, jugué con mi barbilla en su pelo. Ella solo estaba allí, entre mis brazos, como un pequeño animalito indefenso que había sido sorprendido , en medio de la oscuridad de un bosque, por la acechante noche. 

— He visto morir a alguien... —dijo entreabriendo levemente sus labios.
— ¿Cuándo?, ¿dónde?
— Hace unas horas, aquí, frente al hotel. Un accidente horrible. Una chica. Joven. Bonita. Fue horrible.

Entonces comprendí aquella escena y el estado de ánimo de Marina. La aprisioné fuertemente contra mi pecho sin saber qué decirle o qué opinar al respecto. Imaginé por un instante el accidente, cargado de casualidad, sorprendiendo a Marina en plena calle, ella viéndolo todo, asustándose, yo lejos, ella sola. Me reproché mi ausencia, pero no me atreví a pronunciarlo en voz alta.

— Era hermosa, con su pelo claro, sus ojos color miel y su rostro con varios pírsines dándole un aspecto rockero y contemporáneo.

No supe qué aludir.

— Lo que más me impactó fue el modo en que me miraba. Su cuerpo había quedado de costado y sus ojos me observaban como si me conociera. Me sentí flechada por su mirada. Fue entonces que me acerqué abriéndome paso en medio del gentío y eludiendo la guardia policial, luego me arrodillé a su lado y le hablé. Ella no podía hablarme. Sin embargo sus ojos hablaban miles de palabras invisibles. Y en una de sus miradas, un fugaz destello en sus pupilas, entendí que deseaba que tomara algo de su cartera.
— ¿De su cartera?
— Sí, su cartera. La busqué entre sus piernas, la abrí, y observé con sorpresa que dentro había solamente un libro, ¿y sabes qué?
— ¿Qué?
— Era una vieja edición del libro “El Principito”, de Saint-Exupéry. Lo tomé entre mis manos y pude sentir el paso del tiempo en su tapa. Entonces ella se fue. Me dejó ahí, arrodillada, con el libro en mis manos y con la muerte merodeando.

Quedé atónito. Demasiadas casualidades, me dije. En un instante pasó por mi mente el tatuaje en el antebrazo de Lourdes y todo lo relacionado a ese libro tan particular. Marina se recostó a mi lado tomando una posición fetal. La abracé manteniendo el silencio. Finalmente cerró sus ojos y terminó durmiéndose entre mis brazos.

Dormimos varias horas. Un ruido penetrante terminó despertándome. Había comenzado a llover una vez más. Negros nubarrones se cernían sobre el centro de la ciudad. El olor a jazmín había desaparecido por completo y un fuerte olor a tierra mojada y humedad lo inundaba todo. Gruesas gotas impactaban contra los vidrios de las ventanas y eso finalmente terminó por despertarme. Marina seguía sumida en un sueño profundo. Observé la hora en mi reloj, eran casi las seis. Me pregunté qué sería de Lourdes, qué estaría haciendo, qué decisiones habría tomado y hacia donde desembocaría todo esto que nos estaba pasando a ambos. Sin embargo la muerte de la cual Marina me había hablado asaltaba todos mis sentidos ¿Podría ser posible que aquella chica del accidente fuera la-chica-de-los-pírsines? Si así fuera, si en verdad era ella, entonces no quedaba duda alguna que su vida estaba destinada a cruzarse una y otra vez con la mía. Siempre he creído en eso, en las almas predestinadas a cruzarse en la vida y todo lo que ese pensamiento conlleva. A lo largo de mi vida he concluido unas cuantas veces en aseverar que ello es verdad, que existen personas en éste mundo que deben de conectarse con uno y descargar “su mensaje” invisible. Tal vez la-chica-de-los-pírsines era una de ella. Ahora la gran pregunta era ¿cuál era ese mensaje? Recordé los días pasados en Colombia, durante mis vacaciones, y lo bien que la pasábamos ella y yo tirados en la arena disfrutando de observar el cielo nocturno. Había cierta conexión entre ambos que me producía una suerte de atracción física, pero a la vez psicológica. Me parecía algo fuera de lugar tener aquellos pensamientos mientras Marina dormía extenuada a mi lado, pero no podía despejarlos de mi mente, y no podía dejar de conjeturar. Presentía que había algo más en mi relación con esa mujer, pero que me era vedado a mi inteligencia y percepción. 

Tras levantarme decidí que la búsqueda había llegado a su fin. Que mi encuentro con Lourdes era en realidad el gran sentido de toda la búsqueda, y que aquel regalo que mi padre había hecho a mi madre en su juventud ya carecía de importancia y relevancia, pues mi encuentro con una media hermana era algo más que sorprendente y único. En aquel momento pensaba en mi madre y cómo ella habría tomado la noticia. Seguramente una honda tristeza abarcaría todo su corazón al saber que mi padre de algún modo tuvo una familia paralela. Creo que agradecí a Dios que mi madre nunca se hubiera enterado. Seguramente el destino tenía ese desenlace predestinado para mí y para ella. La vida paralela de mi padre jamás se cruzaría con la que mantenía junto a mi madre, y tampoco la mía con la de Lourdes. Así, del mismo modo que dos autopistas avanzan en la misma dirección y que por más que compartan cientos de kilómetros nunca se cruzarán. 

Decidir el fin de la búsqueda no fue una determinación fácil de tomar. Pero Marina estaba agotada y mi vida junto a ella estaba empezando a volverse frágil y tal vez resquebrajarse en cualquier momento. Desde que habíamos iniciado la travesía de la búsqueda del regalo nuestra relación entró en una especie de sueño aletargado, tan solo concentrándonos en todo lo relativo al objetivo que nos hacia viajar y nos mantenía en vilo, y olvidándonos por completo de las miradas, el sexo, las caricias, las sonrisas despreocupadas y cómplices entre ambos. Ella jamás dio señal alguna de cansancio o malestar por ello, pero yo comencé a notarlo. Me alegró darme cuenta que fui el primero en recibir esa alarma. Me hubiera causado demasiada tristeza enterarme al final, como lo hacen casi todos los hombres. En el fondo Marina agradeció también el fin de la búsqueda y esa conclusión final de retornar a nuestras vidas. A lo largo de muchos meses habíamos viajado kilómetros y kilómetros detrás de una vieja historia atrapada en el paréntesis del tiempo, olvidándonos de nosotros, de nuestros trabajos y de todo cuanto nos rodeaba. Las sorpresas nos iban tomando desprevenidos y a la vez nos jugaban distintos tipos de emociones. Marina había sido para mí un gran sostén, la persona capaz de apuntalarme e impulsarme hacia delante para que no claudicara en mi promesa a mi madre. Fue la gestora espiritual y emocional de aquel gran viaje.

Tras hacer las valijas pagamos la cuenta del hotel y nos dirigimos en el automóvil hacia la casa del anciano. Queríamos despedirnos, darle las gracias y tal vez llevarme el último recuerdo viviente de la vida de mi madre en esta Tierra. Estacionamos después del mediodía frente a la vieja casa. Tardé unos segundos en bajar. La visión del jardín, los geranios, el vergel completo, logró hipnotizarme una vez más. Mi madre había estado allí, había pasado parte de su vida entre esas paredes, jugando, sonriendo, sintiéndose plenamente feliz. El pecho pareció arrugárseme por un instante y una profunda sensación de angustia me recorrió por completo. Si bien había hecho lo posible por llegar hasta el regalo de mi padre no había logrado dar con él. Asumí en ese instante que hay gente que logra desentrañar historias y gente que no. Yo me sentía en el grupo de los “que no”. Esa sensación me causaba demasiada angustia, pero ya estaba decidido, la búsqueda había terminado, ahora solo debía entrar, saludar al anciano, estrechar su mano, darle las gracias por todo y salir a la ruta, volver a nuestra vida en pareja, al trabajo cotidiano, a la vida ordinaria. 

Toqué un par de timbrazos. Tras esperar unos minutos el anciano abrió la puerta con gesto duro, totalmente carente de sonrisa. En un instante comprendí en el mensaje que su rostro trasmitía. Él sabía que me marchaba, que yo había renunciado a la búsqueda. Nos saludamos con un abrazo e intercambiamos elogios del uno hacia el otro. Marina nos observaba desde el automóvil. Expliqué brevemente mi decisión sin dejar de mirar fijamente 4sus ojos. En su mirada, bien en el fondo, había cierta luminiscencia fulgurante que tan solo los gratos y bellos recuerdos mantienen encendida con el tiempo. Me escuchaba con atención, pero podía percibir perfectamente que no era a mí a quien escuchaba sino el susurro de los recuerdos. Voces que seguramente le hablaban a través del tiempo, débilmente, pero cargadas de nostalgias y alegrías vividas. El corazón se me estrujó repentinamente. Me sentí un verdadero cobarde. Volteé y miré a Marina. Su mirada era la misma que la del anciano. Creí por un instante que ambos estaban complotados para hacerme sentir así, con culpa, con ese sentimiento horrible de no haber logrado la meta y faltarle a la promesa de mi madre. Finalmente estreché una vez más la mano del anciano y nos dimos un fuerte abrazo. Sus manos apretaron fuertemente mi espalda y transmitieron un sentimiento inexplicable y extraño, el cual nunca había experimentado. Crucé el jardín y me senté en el automóvil. Apoyé las manos en el volante y miré fijamente hacia la plaza. Ahí estaba la iglesia, tal como el primer día de nuestra llegada. La hora de la siesta había comenzado. El tráfico había mermado y casi no se veía a nadie en la calle. Un sol altivo hacía olvidar la lluvia nocturna. La ciudad parecía estar preparada para nuestra partida y para el posterior olvido. Giré la llave y encendí el motor. Pisé los pedales, y avanzamos. 

“Las historias tienen un principio y un fin, Esteban. Todos escribimos historias en esta vida” Esa fue la frase que cruzó por mi cabeza mientras salíamos de la ciudad. La había dicho la-chica-de-los-pírsines esa tarde en que ella, Lourdes y yo nos encontramos en la iglesia. Y ante tanta simplicidad de palabras caí en la cuenta que el mensaje que daba lo englobaba todo, desde el primer día en que mi madre me había contado lo del regalo hasta ese momento que me estaba marchando de la ciudad y dando por concluida aquella travesía. Parte de mi historia había tenido un comienzo y en ese preciso momento se estaba gestando un final. Ella tenía razón. Así como comienza, como inicia, un día concluirá, por un motivo u otro, concluirá al fin. Sin embargo es en medio de la historia, durante el tránsito que recorremos dentro de ella en donde somos capaces de satisfacernos a nosotros mismos o echar por la borda sacrificios y esperanzas. Y eso mismo estaba haciendo yo en aquel instante: echaba por la borda todos los sacrificios que hice para estar allí tras el regalo de mi padre, perdiendo así todas las esperanzas que albergaba desde un principio. Decidí estacionar. Apagué el motor. Me quedé durante un momento con las manos sujetas al volante mirando hacia el frente, hacia un punto que tan solo yo veía. Lo curioso fue que Marina no preguntó nada, tan solo se limitó a mantener el silencio y observar mi perfil ¿Porqué aquella chica con pírsines en su rostro aparecía y desaparecía de mi vida?, ¿ella era quien realmente había fallecido?, ¿por qué?, ¿por qué yo? 

— No es bueno que algo quede inconcluso —dijo finalmente Marina—. Te quedarás vacío al momento de responderte alguna pregunta que cuestione este accionar que estás teniendo. No hagas nada de lo que te vayas a arrepentir. Si realmente quieres irte, hagámoslo ya, pero no te arrepientas después. Sino da la vuelta, busca a Lourdes y trata de desentrañar todo esto.
— ¿Pero cómo? —respondí furioso y dando golpes al volante—, ¿cómo puedo resolver algo que realmente no entiendo y que a medida que más indago más me doy cuenta que es todo muy confuso y doloroso? No lo sé, Marina… no sé cómo…
— Lourdes es tú hermana. Ahora lo sabes. Tienes una hermana, alguien más en el mundo, alguien de tu misma sangre, un ser humano a quien puedes tenderle tú propia mano y sabrás que al tocarlo estás tocando parte de las fibras de tú padre. Te guste o no, así se escribió la vida de tú padre, y ni Lourdes ni tú son culpables de nada. Absolutamente de nada.

Marina tenía razón. Estaba huyendo. Alejándome de Lourdes, de los recuerdos, de lo que había descubierto sobre mi padre, de todo. Si bien mi mente me decía que no, que el motivo principal era dedicarle más tiempo a mi pareja, a mi vida, a mi labor, en realidad me mentía. Era el chivo expiatorio perfecto para ocultar los detalles verdaderos y dejar el caso sellado. Pero tarde o temprano resurgiría, tal como el Fénix, tal vez no desde las cenizas sino desde las cavernas más oscuras de mi memoria. Sí, Marina una vez más tenía la razón. 

— Busca a Lourdes. Habla con ella. Es hora que esta historia increíble que para ambos empezó hace tiempo vaya finalizando.
— Sí.
— Lourdes seguramente está igual que tú, o aún peor. Es fuerte, pero está sola. Por más que esa mujer que la acompaña sea en estos momentos su sostén ella necesita mucho más que el apoyo de una desconocida que la vida puso en su camino. Te necesita, Esteban. Lourdes, tú hermana, te necesita.

No lo pensé más. Encendí nuevamente el motor y marchamos rumbo al hotel donde Lourdes y su compañera de viaje se alojaban. Tras llegar, Marina me abrazó. Observé cómo su mirada me acariciaba más que la tibieza que mil soles podían irradiar. Entré corriendo al hotel, pregunté por ambas. El conserje me señaló que descansaban y que aún permanecían en la habitación. Dije que me anunciara, que le comunicara a Lourdes que abajo, en el hall de entrada, estaba su hermano esperándola.


(continuará en un próximo capítulo...)


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Saint-Exupéry (treinta y siete)




TREINTA y SIETE


—Tardan demasiado… —dijo la mujer gorda al anciano.
—Es que a veces hay cosas que el destino depara a los seres humanos que son imposibles de acotar en tiempos. Si es lo que yo pienso —dijo el viejo con la mirada perdida en la luz que ingresaba por la ventana que daba al jardín— ellos deben charlar bastante… sí… bastante… largo y tendido…
—¿Qué supone usted?
—Mi suposición no importa ahora. Si estoy en lo cierto habrá novedades, desenlaces, ese tipo de cosas que suceden cuando la vida gira imprevistamente y sorprende a todos, incluso a los dueños de esas vidas.
La mujer gorda se encogió de hombros, tomó la pava, la llenó de agua y la puso a calentar en la cocina.
—Tengo miedo por Lourdes —dijo ella en susurros. Es tan joven, se la ve tan frágil…
—Es fuerte  —sentenció el anciano. No se preocupe, es una niña fuerte por dentro. Basta verla un momento para poder palpar su fortaleza interior.

Continuaron tomando mates por un rato, casi sin cruzar palabras, cada uno ensimismado en sus pensamientos, alejados de sus presencias individuales.
Al llegar el mediodía la mujer gorda tomó su cartera y se despidió del anciano. Volvió caminando al hotel. Allí tomó una ducha y se dispuso a encontrar un bar o restorán para almorzar. Recorrió unas cuantas cuadras, y a pesar de ver algunos sitios abiertos no lograba decidirse. En ese aspecto ella era muy selectiva, tal vez demasiado. Le gustaba almorzar en el sitio justo, ideal, en donde pudiera sentirse cómoda, bien atendida, y si era posible sin ese bullicio ensordecedor que algunos comensales generan. Caminaba pensando en Lourdes, en qué menú pediría para el almuerzo, y sobre todo analizando hacia donde estaba llevándola todo el asunto de la búsqueda de la esencia de Lourdes. En su fuero íntimo sabía que algo estaba a punto de acontecer. Era una sensación que ella no podía describir, ni siquiera con pensamientos lograba esbozarla, pero que a nivel espiritual la desbordaba y le agitaba el corazón. Sentía emoción por todo lo que estaba sucediendo. Esteban era para ella una verdadera incógnita, pero a la vez representaba una especie de llave que seguramente abriría la puerta y dejaría entrar luz a la vida de su adolescente amiga. Finalmente entró en un bar pequeño, con fachada triste, en donde un mozo sexagenario atendía y servía en las mesas, y un cajero calvo y de diminuto bigote estaba apostado en una banqueta alta mirando televisión. Había pocas personas en el lugar, un par de parejas y un par de solitarios. La carta no tenía un número muy amplio de comidas por lo que optó por pedir algo clásico: milanesas, papas fritas y una gaseosa. Una vez el mozo tomó su pedido la mujer gorda sacó del bolso una agenda. La abrió de par en par y allí, como si estuviera dormida y olvidada, estaba la fotografía del padre de Lourdes, esa misma que habían encontrado en la vieja hostería abandonada del pueblo. Por un instante toda la atención de la mujer gorda fue atrapada por aquella fotografía. Miraba fijamente a aquel hombre desconocido para ella y muchos pensamientos se arremolinaron en su mente. No podía aceptar que un hombre fuera capaz de semejante daño a sus hijos. Tener una doble vida probablemente es uno de los actos más crueles a los que un hijo pueda someterse. La pequeña Lourdes sin saberlo era víctima de ello, sin casi dudarlo la mujer daba por sentado aquello. Cerró la agenda cuando el mozo llegó a la mesa con su pedido. Comió despacio, bebió toda la gaseosa, y de postre pidió helado. Una vez terminado el almuerzo pagó la cuenta, tomó su cartera, y al salir a la vereda el fuerte sol de la siesta impactó directamente en sus ojos. Haciéndose visera con la mano miró la calle en ambas direcciones. Dudaba de qué rumbo tomar. Si retornaba al hotel la incertidumbre y la espera carcomerían sus nervios. Si iba a casa del anciano seguramente pondría intranquilo al hombre, o tal vez éste no estuviera allí y sí en su carnicería. En definitiva sintióse perdida por un instante, hasta que finalmente decidió caminar sin rumbo. Las calles desoladas parecían no tener fin. Todo el mundo se había retirado a dormir la siesta, algo típico en las ciudades del interior del país. Solo algún que otro taxi o remisse pasaba por la calle a la caza de algún pasajero. De tantas vueltas que dio terminó encontrando el rumbo a la vieja iglesia. Camino a paso cansino. Una vez allí, decidió entrar y hablar con Dios.

Arrodillada, con la cabeza baja y de frente al Cristo crucificado, la mujer gorda rezó durante un buen rato. Las palabras salían susurradamente de su boca  tras un movimiento imperceptible de sus labios. Una vez finalizado el rezo se quedó de rodillas, en silencio, con los ojos cerrados tratando de poner la mente en blanco. Enseguida un recuerdo la abordó y la estremeció: era la hora de la siesta de un otoño casi invernal. Estaba ella recostada en una cama descansando mientras observaba, gracias a un generoso rayo de sol, las motas de polvo en suspensión que flotaban en la habitación. Se sentía enamorada de aquel muchacho que había sido primeramente su empleado y luego su gran amor. Era feliz. Su mente no tenía límites en cuanto a felicidad. Observaba con detenimiento el ir y venir de las motas de polvo imaginando que allí, justo dentro de aquella habitación, en ese instante de su vida, el tiempo parecía acotado. En realidad ella quería acotarlo. Si hubiese tenido la posibilidad de encerrar aquel momento de tiempo en un frasco lo hubiera hecho. Deseaba con todo su corazón no dejarlo escapar. La felicidad es algo que todos, tarde o temprano, queremos atraer y jamás dejar escapar. Sin embargo, mientras más intensa se hacía la luz del sol las motas se movilizaban más a prisa, como enrarecidas por la acción del sol, y enseguida comenzaron a desaparecer de su vista, ya no podía verlas, lentamente habían desaparecido. Entonces se encogió en la cama hasta lograr una posición fetal y rompió en llanto. Temió por su felicidad, por su amor, por aquello tan hermoso que estaba viviendo. No deseaba perderlo, sin embargo deducía que era imposible atrapar el tiempo, que por más que lo desease con todas sus fuerzas el tiempo haría de las suyas, y el destino, y tal vez el Dios al cual ella nunca le creyó, se encargarían de sellar su suerte. El llanto duró un buen rato hasta quedarse dormida. Al despertar, vio sentado en la punta de la cama a su amado, observándola en silencio. Al verlo sonrió. Sintió que el corazón le desbordaba de alegría, pero inmediatamente el recuerdo del llanto y las motas de polvo le sobrevinieron y su corazón dio un respingo y se aceleró, como se aceleran los corazones cuando el miedo se apodera de ellos. Sus ojos se volvieron a llenar de lágrimas y la sonrisa se esfumó de sus labios. Él, que la observaba con cariño, se acercó y la abrazó en silencio, sin saber siquiera el porqué del llanto. Tal vez supuso que así son las mujeres, que hay momentos en los cuales su sensibilidad las lleva a lagrimear y a sentirse indefensas y expuestas. Solo se quedó abrazándola y dándole diminutos besos en su cabeza. Ella sentía que la felicidad estaba allí, en los brazos de aquel hombre. Jamás había imaginado que aquello pudiera sucederle. Siempre pensó que el amor no estaba hecho para ella. Escuchaba a sus amigas hablar de amor, de sexo, de comprensión, de protección, pero para ella solo eran palabras que dibujaban un boceto bonito de algo desconocido y jamás probado. Pero en ese instante, en aquel abrazo, todo aquello parecía real y vívido, como jamás nunca lo imaginó. Su llanto cesó. Llegaron los besos, las caricias, y finalmente hicieron el amor.
Ahora, arrodillada en el banco de la iglesia, con sus ojos cerrados y su mente completamente en blanco, sabía perfectamente que la felicidad puede mantenerse por instantes, así, como las motas de polvo en suspensión; pero que así como el aire o el sol movilizan las motas y las hacen desaparecer de la vista, el amor y la felicidad también desaparecen. Tras persignarse se sentó en el banco de madera. Observó detenidamente el interior de la iglesia, palpó el silencio y lo sopesó. Respiró hondo y un suspiro se escapó de su pecho. El suspiro de quienes han sufrido al menos una vez en sus vidas por amor. Tras salir de la iglesia la hora de la siesta había pasado y ya se veía movimiento en las calles. La ciudad parecía despertar del letargo de aquella siesta. Decidió ir hasta la casa del anciano nuevamente.

No eran más de las cinco de la tarde cuando llegó a casa del anciano. Abriendo la puerta de reja muy despacio se adentró en el jardín de la casa. Tras tocar la puerta el anciano abrió inmediatamente y aquel, el cual hacía muy poco que la conocía, se puso muy feliz de que ella estuviera de regreso pronto.
—    ¿Ha sabido algo de ellos? —preguntó la mujer.
El anciano solo se limitó a mover con gesto negativo su cabeza y siguió organizando los accesorios de cocina.
—    Ya deberían haber regresado. Es tarde, ¿no le parece?
—    No, no me parece tarde. Además son personas adultas, no necesitamos preocuparnos por ellos. Tanto esa chica como el muchacho saben perfectamente cuidarse, y seguramente hay mucho hilo para desenrollar —dijo el anciano.
El tiempo se desenvolvía con la lentitud de esos días que pasan lánguidos y desapercibidos. La mujer gorda miraba televisión, el viejo seguía organizando los utensilios de cocina, las conservas de la despensa, el cajón de los cubiertos. Afuera el sol apaciguaba su intensidad. Un aire norteño cargado de humedad comenzaba a mover las hojas de las plantas del jardín. El ruido de los automóviles en la calle lentamente comenzaba a cesar. De algún modo la vida se había encargado de juntar en un mismo plano de tiempo y en un mismo lugar a un hombre y una mujer que no compartían nada en común, sino tan solo el fugaz paso de dos desconocidos por sus vidas, convirtiéndoles a ellos mismos en conocidos fugaces, personas que quiérase o no, por capricho del destino, debían de cruzar sus vidas con algún fin que ni siquiera ellos sabían.
Finalmente el viejo terminó con sus tareas y se sentó a la mesa. Sirvió un mate a la mujer gorda y se quedó contemplándola por un instante. En aquella mujer rozagante de vida había algo que a él lo retrotraía en el tiempo, en un túnel que hacia mucho ya no transitaba y que en su momento le había encantado pasearse. Ciertos rasgos de la mujer le traían a la mente los de su amada, los de esa mujer que un día despidió aun sabiendo que su corazón se iba con ella. El doloroso adiós del hombre enamorado es un alarido infernal que desgarra las carnes más apretadas, que calcina más rápidamente que el fuego de mil soles, y que acongoja más que la tristeza más añeja. La mujer gorda se sintió observada por el viejo y en sus pensamientos se preguntó por qué aquel hombre la miraba de esa manera. Pensó por un instante, de manera muy fugaz, que en aquella mirada había cierto aire a melancolía, a una tristeza cautivante de la cual él podía ser preso. Y sin estar equivocada extendió su mano, tomó la del anciano, y mirándolo a los ojos fijamente le sonrió. En la invisibilidad del gesto, en el poder que reside en el mismo, el anciano retornó como respuesta otra sonrisa, y un movimiento casi imperceptible en los dedos de su mano. La transmisión cálida entre los dedos de ambos hablaba más que mil palabras a la vez. En el silencio que ahora se presentaba en la cocina ambos permanecían expectantes, presos de sus pensamientos y recuerdos.

El sonido de unos timbrazos cortó el silencio como con un filoso bisturí. Apenas entreabrió sus ojos Marina notó la ausencia de Esteban. Volvieron a sonar los timbrazos, ahí se percató ella que era el teléfono de la mesa de luz. Tomó el aparato, lo acercó despacio a su oído.
—       ¿Diga?
—       Buenos días señorita, ya es mediodía y no tenemos registrado que haya desayunado el día de hoy, ¿desea algo?, ¿está usted bien?
—       Sí, perfectamente –respondió ella-, solo que he dormido demasiado. Inclusive mi pareja ha salido por lo que veo. Recién despierto.
—       ¿Desea que le acerquemos algo a la habitación?
—       No, gracias. Bajaré en un instante al bar a tomar un café cargado. Gracias.
Tras colgar el auricular acomodó un poco su cabellera, descorrió las sábanas y caminó en círculos por la habitación intentando recordar si Esteban antes de salir le había dicho algo. No pudo recordar nada. Enseguida estuvo cambiada y bajó al bar. Pidió un café fuerte, una medialuna, y lo bebió despacio, sin pensar en nada.
—       ¿Señorita? —interrumpió una voz de hombre, baja y suave. Era el conserje del hotel—. Disculpe usted, su compañero al salir del hotel me ha dado esta nota para usted.
Con cierta reverencia y suavidad el joven hombre dejó la nota en mano de Marina y tras dar media vuelta se perdió en los pasillos del hotel. Marina, que aun seguía despertándose de las tantas horas dormidas, abrió la nota y la leyó velozmente. Esteban había salido a caminar, tras no poder dormir, pensando seguramente en la maraña de caminos que su propia vida le iba entrecruzando delante de los ojos. Terminó de beber el café, arrugó la nota con su mano y la dejó en el cenicero cercano. “Debo encontrar a Esteban…”, se dijo, y tras subir a la habitación y buscar su cartera salió a la calle. La luz del mediodía parecía flechar sus ojos. El ruido de automóviles y motocicletas a la hora del cierre de comercios y bancos se hacía ensordecedor. Aquella calle que en casi todas las horas del día parecía adormilada ahora se asemejaba a un loquero, con un ruiderío ensordecedor, bajo los rayos de un sol que, a modo de ser despiadado, atentaba contra las retinas aun somnolientas de sus ojos. Caminó un par de pasos por la vereda del hotel y fue ahí que sintió el ruido, seco, agudo. Luego el griterío, los bocinazos, una frenada cercana, otras más lejanas. En su mente se tejieron instantáneamente varias hipótesis de manera visual, también con palabras. Pero todas decantaban en la palabra “accidente”. Giró la cabeza y observó ya un grupo de personas paradas en la calle, en forma circular, más allá, a los pocos metros, un automóvil, con su parte frontal abollada, y vestigios de sangre manchando la pintura. La gente murmuraba, otros llevaban una mano a su boca.  La escena era clara: un accidente, en pleno horario pico, alguien muy herido. Pensó en seguir su rumbo, encargarse de sus cosas, buscar a Esteban, pero tras hacer un paso sintió la irresistible tentación de acercarse al lugar del hecho y enterarse qué había pasado. Al llegar la policía bordeó todo el perímetro con cinta y comenzó a retirar a todos los curiosos, sin embargo eran pocos policías para tanta gente. Marina logró acercarse bastante y observó a una muchacha delgada, bonita, un poco más alta que ella, tirada de lado en el pavimento. Un hilo de sangre salía de su nariz y recorría lentamente su cara hasta caer en gotitas diminutas al suelo. Los ojos de la chica estaban abiertos. Parecían buscar a alguien, no eran precisamente los ojos de una persona al borde de la muerte. Ella, la joven accidentada, apenas divisó a Marina entre la multitud le clavó la mirada y ya no la quitó. Marina se sintió intimidada. Detrás de aquella mirada había palabras, podía sentirlo. No sabía que palabras, qué mensaje, pero sentía la presencia de esa conexión que la joven había activado en sus ojos. Se hizo paso entre los curiosos y tras forcejear con un policía y zafar airosamente se acercó a la chica, cayó de rodillas a su lado y acercó su rostro:
—      Dime, yo escucho.
La chica intentó hablar pero no pudo. Fue entonces que movió su mano un poco, con un gesto, un ademán que indicaba su cartera que estaba bajo su pierna. Marina tomó la cartera y volvió a mirar a la joven, la cual con un abrir y cerrar de ojos asentía la acción de la toma de la cartera. Marina abrió la cartera y la encontró totalmente vacía para su sorpresa, salvo por un único objeto, un viejo libro dentro. Tomó el libro, y al ver de qué se trataba sonrió.
—    Saint-Exupéry —dijo Marina.
La joven sonrió y finalmente cerró los ojos.
La muerte sorprende con gracia, arrebata con sigilo, juega, se divierte, mima a sus elegidos. La muerte se encuentra agazapada para aparecer en cualquier segundo de una vida. Tan solo ella sabe cuál es el segundo elegido, el instante que ha seleccionado para aparecer ante los ojos de su víctima, para emerger del fondo de lodo y mostrarse monstruosamente delante del desdichado. No hay quien escape de ella. Es pacto del Dios o de los dioses. Nunca nadie ha podido escapar de ella. Tampoco lo hizo la joven del accidente. Marina besó la frente de la joven y un río lento de lágrimas comenzaron a surcar sus mejillas. La expresión del dolor ajeno, del dolor por quien nos abandona, por quien ya no volveremos a ver en esta vida. Tomó el libro, lo metió en su cartera y tras pasar por debajo de la cinta policial se perdió entre el gentío que ahora se agolpaba por cientos al borde del accidente. Un policía tras subir el cuerpo de la joven a una camilla y taparla con la bolsa mortuoria grita a su colega, le indica que la joven no lleva documentación, que tan solo tiene como posibles rasgos identificadores muchos pírsines en su rostro.




(Continuará en un próximo capítulo...)


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