Imperceptible (17)





17


A
veces es mejor dejar ir las cosas. Dejarlas volar libremente. Que puedan elevarse tanto que en un determinado punto ya sean inalcanzables y queden fuera del campo gravitacional de nuestra propia vida. Lo difícil es darse cuenta de cuando eso es necesario, cuando es momento de soltar amarras, soltar lastre, y dejar que las cosas divaguen y sean libres. Lo mismo sucede a veces con el amor o las personas que queremos. Sin embargo cuando ese sentimiento es quien nos ancla a una persona y no somos correspondidos por ella, dejarlo ir duele. Medité mucho este tipo de pensamientos. Algunas personas, amigos por sobre todo, hablaban sobre este tipo de resoluciones y lo bien que le hace al alma, al espíritu. Si bien yo no tenía ningún tipo de relación formal con Rebeca D. sí sentía una atracción y un sentimiento (que escondía muy bien) hacia ella. Me costaba pensar que debía dejarla ir de mi interior. Me negaba en cierto modo a ese pensamiento. Pero aun así, hice un gran esfuerzo y logré día a día desarraigarla de mi vida.

En la soledad de la pensión hallaba paz. Después de arduas jornadas de trabajo retornaba a la casa y me encerraba hasta el otro día. De algún modo quería escaparme del mundo. Sentía por esos días como si el mundo no estuviese hecho a mi medida, o yo a la de él. Éramos una especie de enemigos muy íntimos. Una cajita de cartón pequeña metida dentro de otra y viceversa. Coincidíamos en algunas horas del día, pero luego, cuando el reloj marcaba la hora de culminar mi trabajo nos desconocíamos. Así se había tornado el trato con el mundo que me circunscribía. Una parte de mí, la cual no puedo precisar, tiraba de mi interior y se sumergía en un profundo ostracismo causándome una increíble soledad. Fueron días duros de vivir. Todos tenían, a mi modo de ver, los mismos colores, o mas bien podría decir que era como una acuarela de colores pálidos y lánguidos que no me producía ningún tipo de emoción para alegrarme. Sabía que estaba en el camino correcto, que debía ser así. Rebeca D. había pasado a ser una mera construcción generada por mi memoria y mi mente. La había descatalogado hasta de mis recuerdos. Ya ni recordaba el timbre de su voz, o el olor de sus cabellos. Nada. Y si algo relacionado a ella sobrevenía entonces lo aniquilaba, certeramente, sin piedad.


Después de mucho tiempo volví al bar donde solía almorzar. El mismo bar donde había conocido a Rebeca D. El lugar se mantenía igual. La misma luz, los mismos rincones, el mismo mozo, los vidrios con aquella espléndida transparencia, los mismos rostros habitués de siempre. Al entrar me senté en la mesa de costumbre. Por mi condición de hombre meticuloso no suelo alterar mis costumbres, algo que seguramente raya el punto del enojo y la ira para algunos que me conocen. Hice señas al mozo y pedí un cortado en jarrito. El mozo asintió con una sonrisa como recordando lo que siempre pido cuando no almuerzo. El anciano de cara gorda y blanca y de bigote diminuto y gris seguía arrumbado en la misma silla de siempre. Oculto de la vida y observándolo todo. Por un instante me puse a pensar en su existencia y en lo imperceptibles que solemos ser para las demás vidas. Un profundo suspiro me nació después de aquel pensamiento. Sorbí un poco de café y miré durante un rato a las personas caminar por la vereda. Al cabo de un rato recordé que en el morral tenía un libro de Nabokov. Era el mismo que leía aquel día que conocí a Rebeca D. Me puse a releer algunos pasajes mientras tomaba el café. La sorpresa sobrevino cuando di vuelta una página. Allí, doblada por la mitad, había una carta. Reconocí la letra al instante, era la de Jesús Domínguez. No sabía de la existencia de aquella carta, pero sí asocié su hallazgo con el hecho que él leía aquel libro en sus últimos días de vida.

Durante un instante dudé si debía leer o no la misiva. La intriga me carcomía. Si bien Jesús había fallecido hacía muchos meses ya me parecía que leer algo que él había ocultado en un libro era un acto fallido, algo que no estaba del todo bien. Pero mi curiosidad pudo más. Tras pedir un nuevo café me acomodé en la silla y con la tibieza de los rayos del sol que entraban a través del vidrio me dispuse a leer aquella carta.


“Querida mujer enigmática...

Este lugar desde donde te escribo es una habitación pequeña, común y corriente. No tiene nada en particular, al contrario, casi te diría que es la habitación más intrascendente del mundo. Sin embargo para mí tiene un significado especial. Aquí, en este punto en el universo, yo he encontrado paz para mi vida. He logrado profundizar mi amistad con mi amigo Maximiliano, al cual le debo mucho en estos últimos meses que vivo. Dentro de éstas paredes he logrado reencontrarme y por sobre todo he logrado tener ganas de vivir con más fuerzas.
Es una habitación sobria, con una cama chica, una pequeña biblioteca y un ropero en el cual caben solo algunas de mis cosas. Se podría decir que está diseñada para tener lo “mínimo y necesario”, pero uno siempre supone que todo lo que abarque nuestro diario vivir debe ser espacioso y muy amplio. La habitación está bien para mí y yo sé que ella también está conforme conmigo.

Mediante esta carta te puedo confesar lo que no me animo a decir delante tuyo ¿Vergüenza?, ¿timidez?, puede ser un poco de todo eso en las dosis que quieras darle. A decir verdad creo que tampoco se trata de nada de eso sino de tiempos. Sí, de tiempos. El tiempo es como un viejo señor relojero. Es quien mediante su mecanismo intrincado y exacto dice cómo y cuándo las personas deberán cruzarse en este mundo. Es quien finalmente actúa como verdugo del destino y hace que éste último ejecute con precisión. Creo, y para ello valió mi metáfora del viejo señor relojero, que tú tiempo y el mío no están sincronizados. Tal vez sea por eso que el sentimiento que germinó dentro de mí hacia tú persona no puedo expresarlo y algo, invisible y muy poderoso, me lo impide. Esa desincronización podría resultarme dolorosa, pero he decidido que no lo sea. Prefiero volver a cambiar mi vida, girar el timón, y lanzarme a la aventura de mi vida sin volver a dañarme. Me iré. Eso he concluido.

Creo que nunca leerás esta carta. Al menos sé que la escribo pero solo para mí. No tengo intenciones de enviártela ni tampoco que sepas que la he escrito para ti. Las cosas deben quedar tal como están. Ya tienen su propia armonía y el universo conspira para ello.

La semana pasada he ido día tras día al bar y no me he animado a entrar. Te he observado desde la vereda de enfrente mientras esperaba paciente el paso del tiempo sentado en las ventanas de los comercios. Tu mirada triste y lejana, la manera en que revuelves el café, el modo con el cual hablas a tus clientes, la manía de acomodar tú cabello detrás de la oreja. He observado todo lo relacionado a ti, tal como si yo fuera un espía al que ignoras a la perfección. Y nada es real. O al menos no debe ser real algo que mi mente pergeña y la realidad se niega a materializar. Es entonces que me he sentido necio y con un dedo inquisitorio hice culpable a mi ella por semejante viaje fantástico. Créeme que si pudiera decirte lo que pienso en este momento sobre ti sonreirías de felicidad. Al menos eso es lo que creo, pues dicen que las bonitas palabras cargadas de buenas intenciones hacen sonreír el alma y el eco florece en los labios. Pero tú estás por ahí, en algún lado de este mundo y yo sigo aquí, en esta diminuta habitación austera. Separados, lejos, cada uno con su propia vida.

No sé qué será de mi vida, pero sí sé que parte del vivir es sentir y expresar esos sentimientos de la manera más plena y naturalmente posible. Pues eso quisiera contigo, mujer enigmática, pero no puedo.

Me despido ya. Te saluda alguien imperceptible para ti...”


Eso era todo. Dos pliegos de papel doblados dentro de un libro que hablaban de mucho sentimiento. No cabía duda alguna: Jesús estaba enamorado de Rebeca D. Salí del bar y me dispuse a vagar. Esa tarde falté al trabajo, previo haber llamado y mentir sobre que estaba descompuesto. No es mi estilo mentir, nunca lo ha sido, pero quería evadirme y necesitaba caminar y pensar. Pensar mucho. El interior muchas veces necesita oxigenarse y para ello nada mejor que una larga caminata que exude las toxicidades que empalidecen el espíritu. Caminé por el centro y sus adyacencias. A medida que mis pasos avanzaban mi campo de visión solo se circunscribía a unos pocos metros, dos o tres, no más. En esa burbuja visual flotaba mi pensar. No más lejos de ahí. Quienes caminaban y cruzaban la burbuja podían ser captados por mí, los demás eran ignorados. Después de divagar un buen rato decidí sentarme y descansar. Ubiqué la plaza central de la ciudad y escogí un banco apartado en donde una sombra generosa brindada por un enorme roble se proyectaba en perspectiva a través del suelo. Recordé que mis padres me contaron de niño que aquel árbol era un roble de Guernica, un retoño traído del país vasco. Sonreí ante el recuerdo y me acomodé mejor en el banco de cemento. Así, un tanto extasiado y envuelto en un viento cálido proveniente del norte, me quedé durante un buen rato. Cerré los ojos al punto de ausentarme del mundo visual. Solo escuchaba el ruido de la vida y mis sonidos interiores. Yo era nadie y a la vez el centro del universo. Eso sentía. El sonido del viento parecía ingresarme por un oído, atravesarme, y salir por el otro. Era una sensación fascinante y cargada de surrealismo.

Al abrir los ojos, de vez en cuando, toda mi visión se presentaba de un color. A veces roja, otras veces anaranjada o bien azul. De a poco los colores iban acomodándose y la imagen pasaba de un filtro de color unificado a uno multicolor. Entre cada abrir y cerrar de ojos una escena distinta se presentaba ante mí. Algunas veces eran personas que cruzaban la plaza, otras un perro, o bien una paloma, o también la nada. El mecerse de los cedros dorados que contorneaban la fuente central confería a la escena una paz inusual. En aquel sitio parecía que la vida pasaba apaciblemente, libre de problemas y presiones. Quienes cruzaban la plaza manifestaban un cambio radical en sus rostros, tal como si aquella acción los introdujera a un mundo mucho más armónico y conectado con sus sentidos. Imaginé aquel sitio como protegido por una enorme cúpula y todos los que estábamos situados debajo de ella como unos bendecidos observadores de un mundo distinto, el cual es imposible ver desde fuera de la cúpula ¿Sería así como veía la vida Rebeca D.?

Al cabo de un rato de estar sentado observé el retorno de las golondrinas a la plaza. Eran golondrinas de Canadá. Todos los años van y vienen atravesando grandes distancias, recorriendo kilómetros y kilómetros a lo largo de este mundo. Se veían como puntos diminutos sobre una hoja de papel anaranjado. El cielo, ya al atardecer, había adquirido esa tonalidad. Volaban en formación a una velocidad para nada despreciable. Ninguna estaba aislada o sola. Todas formaban parte de alguna bandada. Se veían similares a un cardumen de peces en el cielo. No existía en ninguna de ellas la soledad propiamente dicha. Por un instante sentí una profunda pero sana envidia. Esas diminutas aves parecían mostrarle al mundo entero que se puede ser parte de la vida de otros y que la soledad puede no existir. Ninguna era invisible para las demás. Siempre existía otra que volaba a su lado, haciéndole saber que el cielo, por más amplio e infinito que se mostrase, no la sorprendería en soledad. Apoyé la nuca contra el respaldo del banco y me imaginé ser parte de la bandada, estar mezclado entre ellas y volar por aquel cielo color naranja hacia la puesta del sol.


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(Imagen: http://www.flickr.com/photos/polamour/4853844599/ )

4 comentarios:

SILVIA dijo...

Sin duda, un gran amor escondido en letras y envuelto en un pedazo de papel.
¿Cómo verá la vida Rebeca D.? Eso nunca lo sabremos, es demasiado personal e intransferible.
Sentirse parte de la bandada y volar libre... hermosa utopía ¿no crees?
Abrazos!!!

Unknown dijo...

@SILVIA:

Sí, lo creo Silvia. Uno tiene utopías en lo que respecta a sus pensamientos y modo de sentir la vida y el amor.
Esas cartas han existido en historias de amor a lo largo de la historia. Y muchas veces como le sucedió al protagonista: la carta quedó guardada sin cumplir su función primordial que era la de compartir los sentimientos de manera escrita.

En el juego de vivir y sentir todo está permitido. A eso se le suma el destino y el azar, entonces se hace mas interesante y mucho más impredecible.

Las golondrinas son el cuadro que decora este capítulo. Me ha gustado verlas revolotear sobre el banco donde estaba sentado Maximiliano.

Beso.

SIL dijo...

Tengo más cartas escritas que enviadas.
Más palabras calladas que dichas.
Y mucha envidia a todos los seres que tienen alas, aunque no quiero mucho a las golondrinas, simplemente porque no han vuelto de mi balcón sus nidos a colgar...

Excelente capítulo.
Beso y sigo...
Vengo con atraso- mi relojero está ineficiente.

SIL

Unknown dijo...

@SIL:

Me gustó este comentario tuyo, tiene hasta algo poético entre sus líneas.

Yo sí quiero a la golondrina. Más que al animal en sí a su representación migratoria. A su retorno. A todo eso que conlleva a pensar que por más que vuele muy lejos siempre recuerda a que sitio volver. Algo que uno siempre debe recordar, pues cuando avanzamos en la vida solemos padecer mucha amnesia.

No te hagas problemas por el relojero, sos una lectora fiel :)

Beso.