Imperceptible (18)




18


C
on el esfuerzo de varios años de trabajo finalmente había conseguido comprarme una pequeña casa situada a orilla de la margen del Río Cuarto. Era una casa pequeña, de un dormitorio, una cocina y un baño. Poseía un amplísimo terreno de fondo que lindaba con el río. Unos cuantos árboles frutales adornaban todo el patio. Flores y una gramilla cortada lo más prolijamente posible hacían de aquel lugar una casa de ensueño.

Siempre había pensado que llegar a tener una casa propia era algo imposible para mí. Aun cuando aquellos pensamientos me venían a la mente me negaba a aferrarme a una posible ilusión utópica. Un tanto por mi modo de ser y otro por una infancia plagada de negaciones que provenían por parte de mis padres. De ellos jamás aprendí el verdadero significado de la palabra superación. No entraba en mi léxico, ni contribuía a abultar mi diccionario mental. Más bien podría decir que estaba expulsada de mi vocabulario y no encontraba uso alguno para expresar mis pensamientos. Mi padre jamás fue una persona superadora. Tan solo se limitaba a un mundo reducido dentro del cual lo poco que éste contenía lo hacía feliz. Yo sentía que eso era más que suficiente para él. Mi madre se burlaba de ello. En cada una de sus peleas ella sacaba a relucir aquellos puntos vulnerables de mi padre y éste, tartamudeando y poniéndose nervioso al extremo, daba por concluida la discusión y se marchaba de la casa dando un portazo. Y las palabras quedaban rebotando por todas las habitaciones como si fueran una pelota de goma saltarina a la cual le es imposible dejar de moverse. Esas palabras que horadaban la personalidad de mi padre eran las puntas de flechas afiladas de mi madre. Ella detectaba el momento exacto para alzar el arco, tomar una de las flechas y dispararlo contra el blanco certero que ofrecía el carácter de mi padre. La imaginaba muchas veces así, con su brazo recto, firme y extendido, sujetando la flecha que apuntaba directo hacia su centro. Veía sus ojos cargados de malicia y su sonrisa con una mueca sumamente imperceptible que entonaba con la escena. El disparo era la frutilla de aquel postre. Era la llave maestra que abría la puerta y liberaba por completo el odio que poco a poco se fue generando en la relación. Un odio, que hoy día mirando hacia aquellos tiempos, veo como algo inevitable e irrefrenable entre ambos.

Durante los años que junté el dinero para adquirir la casa me había vuelto un hombre completamente austero. El derroche nunca había sido mi fuerte, por lo tanto ahorrar no me parecía algo dramático que fuera a cambiar de un cimbronazo mi estilo de vida. Seguía trabajando en el mismo comercio. Seguí leyendo libros y frecuentando el mismo bar todos los mediodías de aquellos años. Jamás volví a ver a Rebeca D. Si bien de aquella chica solo quedaban recuerdos similares a polaroids en mi memoria, me era inevitable no pensar en ella cada vez que pasaba por el bar. Se la había tragado la tierra, o tal vez la misma vida.

Los primeros días apenas comprada la casa tomé por costumbre ir reacondicionándola a mi gusto. Hacía un cambio aquí y otro más allá, de modo que el lugar fuese impregnándose de mi personalidad y yo acostumbrándome a ella. Tomé la decisión de mudarme cuando el reacondicionamiento estuvo bastante avanzado. Al principio solo tenía un simple colchón de una plaza y un conjunto de utensilios de cocina. Eso era todo. Lo demás decidí dejarlo en la pensión hasta que me mudara definitivamente. La casa era blanca, toda blanca. Daba la sensación de ser espaciosa aún con sus habitaciones tan pequeñas. El aire se sentía limpio y puro. Una maraña de florcitas de colores serpenteaba el terreno hasta el río. Las palomas y los gorriones se posaban a cualquier hora sobre los frutales y de vez en cuando se podía ver a alguno robando frutas maduras. La casa me había enamorado. A pesar de vivir solo no sentía la opresión de la soledad. Ni siquiera entraba en mis pensamientos. Las noches tampoco quedaban atrás. Si la luna era llena su reflejo sobre el agua se asemejaba al destello de una piedra preciosa. Las estrellas se veían como un manto de diamantes arrojado al azar sobre un paño negro. Y el aire nocturno embriagaba con sus olores. Hubo noches en las cuales la luna estaba muy altiva y llena y me sentaba a orilla del río a disfrutar. Oía el murmullo del agua correr serenamente. El ruido del viento atravesar la copa de los álamos o el jugar del agua con las ramas de los sauces que se posaban sobre ella. Eliminaba pensamientos de mi mente. Me sumergía en una piscina amplia y limpia en la cual nadaba a gusto y placer sin hacerme cuestionamientos, y sin recordar nada que rompiera aquella paz absoluta.

Armonizar con ese tipo de lugares lo eleva a uno a otro plano. Es como si se atravesara una pared invisible. Primero una pierna, luego la otra, y listo, ya estás en otro mundo, en la misma Tierra que todos habitan pero con otro modo de verla. Y es en ese mundo en donde todo parece mágico y distinto. Donde los colores parecen ser más vivos, los olores más exquisitos, los sabores más puros y las escenas como si fuesen de ensueño. Nunca pensé ver un sol más radiante o una luna tan blanca y resplandeciente. Inclusive el agua turbia del río parecía estar cargada de cierta belleza que la hacía única. Era feliz en aquel sitio y por vez primera sentí que había dado un paso positivo en las decisiones que tomaba para mi propia vida.

Del otro lado del camino de flores, que serpenteando llegaban hasta el río, había tres casas vecinas. Casitas humildes tanto o más que la mía. Conferían un estilo minimalista y escueto a la margen del río. Solo una de las casas estaba habitada. Una señora cincuentona, cuyo nombre siempre lo retengo en mi memoria, vivía en ella. Victoria, ése era su nombre. Al poco tiempo de vivir en la casa hicimos buenas migas. Solíamos cruzarnos de vez en cuando a la hora de ir por las compras de mercadería a una despensa ubicada del otro lado del puente carretero. Si se daba el encuentro caminábamos juntos y charlábamos, sino nos saludábamos con una sonrisa. Era amable, un tanto ensimismada, pero muy cortés y femenina. Poco a poco nos hicimos amigos. Ella solía venir a tomar mates a mi casa y yo a la de ella. Arreglábamos los jardines de ambos y cosechábamos parte de la fruta que se salvaba del ataque furtivo de los pájaros. Yo tenía en mente dejar de trabajar en aquel comercio y buscar otro tipo de empleo, algo más cercano a la nueva casa. Tal vez algún emprendimiento propio, tal vez algo que nunca había hecho antes y removiera la modorra que poco a poco se había ido acrecentando dentro de mi espíritu. Es inevitable no caer preso de la rutina diaria, y más en las grandes urbes.

Una tarde cortaba el pasto en frente de la casa mientras escuchaba algo de viejo rock en la radio. El sol se mostraba furioso y el calor era insoportable. Sin embargo yo seguía con la tarea de cortar el pasto y evitar que los insectos tuvieran más lugar donde esconderse. Victoria hacía otro tanto, solo que ella se había dedicado a podar el ligustro que contorneaba toda la entrada de su casa. Nos miramos y nos saludamos con una mano y un cruce de sonrisas. Aquel tipo de saludos se había vuelto común entre los vecinos, pero con ella parecía tener un dejo de complicidad. Se sentía distinto y tal vez fuera porque poco a poco le había tomado estima. Por un instante, cuando aquel saludo se dio, quedé mirándola. Tuve la sensación de que el mundo era injusto para con ella, que siendo una mujer tan aplicada, femenina y de bondad absoluta, algo faltaba en su vida para que la felicidad le fuera completa. Claro que era una percepción mía y bajo el juicio de mi modo racional de pensamiento. Tal vez ella sí era feliz y yo lo ignoraba. Tampoco soy de los que tienen ese sentido extra a flor de piel que les indica “algo más” de las personas que observan. Pero no obstante ello mi percepción esta vez me indicaba que Victoria no era del todo feliz.

“Me gusta que seamos vecinos”, solía decirme cada vez que charlábamos. Nuestras conversaciones comenzaban con pocas palabras y de a poco se iban enrareciendo, y cada vez se tornaban con más temáticas y plagadas de acotaciones y anécdotas. Supongo que ambos nos sentíamos bien el uno con el otro. Podíamos extender las charlas por horas sin que ninguno de los dos cayera en el aburrimiento o el hartazgo. Al cabo de un tiempo terminé acostándome con Victoria. Sucedió como algo normal, como si fluyera al igual que nuestras charlas. El deseo del uno por el otro fue acrecentándose con el pasar de los días. La riqueza del cruce de nuestras personalidades, el gusto del uno por el otro y la sincronización casi perfecta de nuestros modos de ser llevaron a que continuáramos ese encuentro entre las sábanas.

El sexo comenzó a repetirse con frecuencia. No había una hora específica, tampoco un día específico. Podía darse en cualquier momento, cualquier día. Tan solo bastaba que estuviéramos los dos disponibles y mientras comenzábamos alguna charla las miradas se entrecruzaban y sobrevenían las caricias, los besos, los roces cargados de sensualidad y deseo, hasta finalmente desembocar en sepamos, sudor y el frenesí incontrolable de los cuerpos. Con ella podía abrirme completamente. Me sentía un ser libre, capaz de expresarme en cuerpo y espíritu. Se notaba su experiencia a nivel del acto sexual en sí y de cómo sobrellevar aquellos encuentros para que cuando volviésemos a la realidad el impacto fuera lo menos doloroso para el interior. Solíamos hacer el amor a la margen del río. Nos era indistinto si había luna llena o una noche completamente cerrada. Escuchábamos el murmullo del río correr abajo mientras copulábamos en silencio. Solo dejábamos escuchar gemidos leves.

Aquello duró unos cuantos meses hasta que poco a poco fue perdiendo intensidad. Sin embargo las charlas eran iguales o tal vez más intensas. Era increíble el nivel de conexión que teníamos. El sexo fue ubicándose en segundo lugar y se abrió paso una compenetración mucho más fluida de sentimientos.
-¿Has pensado qué estamos haciendo? -le pregunté.
-Cada día desde que te he conocido -respondió ella.
-Yo también lo he pensado, y lo sigo pensando aún. Y temo concluir en algo. Supongo que es miedo a sacar una conclusión y que sea una resultante que no favorezca mi manera de sentir y desear.
-Pero el miedo te estanca.
-No. No en este caso. Creo...
Por un momento se creó un hondo silencio entre ambos. Se sentía tan hondo que parecía separarnos y vernos como dos puntos diminutos y muy distantes el uno del otro. Quería mantenerme concentrado en su mirada pero me resultaba demasiado fuerte y directa, por ende bajé la vista y la posé sobre sus manos. Eran flacas y de dedos largos. Uñas largas y prolijamente cortadas. Piel suave. Enfoqué mi mente en sus manos mientras intentaba por otro lado elaborar algo sobre qué decir al respecto de la conversación que veníamos manteniendo. Nada me salía.
-Cuando era más joven deseaba mucho saber sobre mi futuro. Me preguntaba constantemente como sería ese futuro. Al no saberlo, al ver que el horizonte se dibujaba difuso en mis pensamientos, imaginaba cómo sería. Pero tal vez hacía trampa y añadía a mi imaginación mis deseos también. Me era inevitable.
-¿Y qué imaginabas? -pregunté.
-Muchas cosas. Pero supongo que todas decantaban en un deseo en común: una familia.
-¿Y qué fue lo que pasó?
-Que la familia no estaba destinada a mí. Alguien, tal vez Dios, tal vez el destino, tal vez un grupo de dioses paganos, o la misma luna, decidió que la soledad me sentaría mejor que estar rodeada por una familia. Lo aprendí con el tiempo. Poco a poco fui dándome cuenta que el tiempo pasaba y que yo aún seguía sola. Que los hombres me atravesaban como si yo fuese transparente. Y jamás se quedaban. Entonces comprendí lentamente que tal vez la soledad no era un estado tan malo para mí. Y me aferré a las cosas tangibles, a las que cotidianamente llenaban mis días. La casa, las mascotas, las plantas, el trabajo, algunas amistades. El resto pasó a un plano en donde la gravedad era cero y no importaba el peso que tuvieran.
-¿Y ahora, conmigo, qué piensas? -le pregunté ahora sí mirándola fijamente a los ojos y sosteniéndole la mirada.
-Pienso que no pienso -me respondió. Pienso que me cansé de pensar lo que está bien y lo que está mal. Tengo ya cincuenta y un años y la vida sigue pasando día a día delante de mis ojos. Quiero sentir lo que deseo sentir y como me salga. Por ello no me cuestiono. Cada vez que nos acostamos y tú cuerpo penetra el mío quiero y deseo sentir eso, sin pensamientos, sin remordimientos, sin nada más que lo que está sucediendo en sí. No hay mucho para pensar Maximiliano, las cosas tan solo se dan así.

Recuerdo que después de aquella charla me sentí como si fuera la luna girando alrededor de la Tierra. Como un satélite que seguía girando alrededor de un cuerpo astral mayor que ejercía un poder hipnótico y perseverante que no permitía despegarse de él. Victoria había logrado introducirse en algunas de mis cavernas más lúgubres. Había horadado la roca dura que algunos de mis pensamientos habían compactado. Y tras esos cambios drásticos logrados por ella yo había bajado los brazos y me había permitido ser explorado.


Safe Creative #1009147322005



(Imagen: http://www.phantasmaphile.com/2010/09/it-happened-tomorrow-probabilities-predictions-and-prophecies-panel.html )

2 comentarios:

SIL dijo...

En algún punto de nuestra vida dejamos de planear. El futuro se convierte en presente y nos damos cuenta que nada queda por delante.
La soledad tiene mil caras.
La más franca es la soledad pura.
La más espantosa, es la que te pesca rodeado de gente, que en teoría, cumplió tus sueños originales.

O sea, una patética paradoja.

La casa de Maximiliano semeja un Edén, y es más que lógico que ahí haya encontrado una fruta exquisita, no necesariamente prohibida.

Beso grande

SIL

Unknown dijo...

@SIL:

Y me pregunto porqué lo hacemos. Fijate que quienes no dejan de planear y continúan tomando la vida como algo que siempre hay que descubrir resultan mas vivaces y más sobresalientes. No sé si llegan a obtener felicidad con ello, pero se los ve felices al menos. Muchos artistas toman la vida de ese modo. Continúan planeando sin pensar ni en su edad ni en etapas de la vida que les indique que deben dejar de hacerlo.

Con respecto a la soledad que te pesca rodeado de gente coincido con vos que es la más espantosa. He conocido gente que la ha padecido y la padece aún hoy. Y muestran una cara feliz a todo el mundo pero se acribillan para sus adentros cuando llega esa soledad. Principalmente muchas mujeres he visto llegar a ese tipo de soledad cuando no consiguen alguien que las ame como a ellas les gustaría. No es un pensamiento lo que digo, es fruto de charlas que he tenido.

El personaje ha logrado un éxito en su vida personal. Se ha demostrado a sí mismo que logró algo que años antes le parecía utópico.

Beso grande para vos también...