Saint-Exupéry (ocho)




OCHO


Ha pasado ya casi un año de la muerte de mi madre. Son los últimos días de un invierno que ha sido crudo, con pocos días soleados y nubarrones grises que han sido eternos sobre la ciudad. Poco a poco he ido acostumbrándome a la vida solitaria; a existir sin depender de nadie, a hacer sin dar cuentas a nadie. Hace un par de meses, en abril más precisamente, he conseguido un empleo en una redacción. Fue de casualidad, gracias a un amigo que sabía que buscaba empleo desesperadamente sin lograr conseguir nada. Es que para la sociedad moderna cuando pasas los treinta y cinco años ya eres un viejo laboralmente hablando. Te subes a la cúspide y comienzas a decaer a los ojos del empresariado. Triste pero verdadero. Anhelo en pensamientos que los hijos de los hijos cambien a un futuro más prometedor para ellos y su descendencia.

Ordeno papeles en general, clasifico formularios y sirvo café a los gerentes y parte de los directivos. No es un trabajo desagradable, sin embargo hay horas en las que me siento desperdiciado y un bueno para nada. Cuando eso sucede comienzo a pensar en cosas bonitas tales como los cuadros colgados en mi casa, escenas de viejas películas, párrafos de libros que he leído, y las canciones que más me gustan escuchar. Imagino cosas por el estilo para no caer en ningún precipicio del cual nadie pueda sacarme tendiéndome una mano. He logrado salir a flote en mi soltería de una manera ordenada y paciente. Sin embargo noto que si alguien existiese a mi lado la vida se miraría con más calidez.

Tengo dos nuevos amigos. Uno es un señor mayor, Federico Moccia, casi de setenta años, con calvicie prominente y un leve acento provinciano. Es oriundo de la provincia de La Rioja y trabaja en la oficina desde hace más de treinta y seis años. El otro, Ernesto “el gordo” Pérez, es el hombre más carismático que he conocido en mi vida, es de esta ciudad y hemos construido una amistad bien fuerte. Afianzándome a esas amistades los días pasan a ser más llevaderos y siento que la vida poco a poco va curando heridas abiertas.

He conseguido acomodar el recuerdo de mi madre en un lugar justo de mi consciencia y de mi mente. Lo he acomodado milímetro a milímetro allí. Me ha costado noches de insomnio, de borracheras, de lecturas de libros interminables, de introspecciones, de ansiolíticos, pero finalmente lo he logrado y ahí ha quedado. Ahora en la casa se respira cierta paz que armoniza cuerpo y espíritu. Mis amigos suelen visitarme, y cuando lo hacen comemos alguna picada con un Cinzano, o un rico asado, o bien vemos algún partido de fútbol en la televisión tomándonos unas cervezas. Ayudan a que la vida sea mucho más placentera y agradable para mí.

El gordo Pérez me hace reír siempre. Vive hablándome de sus aventuras y desventuras con mujeres y nunca deja de invitarme a visitar los cabarets de la ciudad. Dice que le encantaría verme con alguien, que merezco una buena mujer a mi lado que me haga feliz y todo ese verso del cual uno se cansa muchas veces de escuchar. Lo hace de buena onda y buena manera, pero su repetitividad hace que para mis oídos y mi psiquis sea en determinados momentos casi irritante.

Cada tanto salimos a tomar algo a las pizzerías de la zona o bien vamos a bailar a algún que otro boliche que se pone de moda. Cuando no hay suerte nos escabullimos a los cabarets que el gordo Pérez conoce como la palma de su mano. Ahí tenemos sexo con alguna de las chicas de la noche. Yo suelo elegir a las que menos sobresalen del resto. Tal vez porque las encuentro más parecidas a mi personalidad. En cambio el gordo Pérez ama la exuberancia y casi siempre sale con la más regordeta o la que tiene el culo y las tetas más voluminosas.

- ¡¿Qué tal?!, ¡mirá qué minita me conseguí! –sabe decirme jactándose de su vulgar conquista. A lo que yo asiento con una sonrisa y levantando mi pulgar derecho en gesto afirmativo.

Solemos terminar encamados en algún hotel alojamiento de las afueras o bien en la casa de alguna de las mujeres con las cuales salimos. Jamás llevo mujeres de la noche a mi casa. Una por el “qué dirán” en el barrio, y otra porque no me nace llevar a alguien que no siente nada por mí y mostrarle mi intimidad. Lo pienso como un amor efímero y volátil. Amor de una noche. Pasión de minutos. Locuras de madrugadas. Cuando comento con el gordo Pérez mi visión sobre nuestras conquistas éste se ríe a carcajadas. Suele decirme que estoy loco, que si el tuviera una casa como la mía viviría acostándose con todo tipo de puta o mujer fácil de la vida. Y ahí queda todo. Él con sus pensamientos y yo con mis decisiones.


A veces, al volver de alguna salida, paso por frente al hostel “Roma” y me quedo sentado frente a él observando su fachada en silencio. Me encuentro solo, en medio de la oscuridad, escuchando el sonido atenuado de la ciudad que duerme. Contemplo cada uno de los trazos y de los tonos de la fachada. Observo las ventanas de las habitaciones y me retrotraigo en el tiempo y me sonrío al recordar a aquella chica del tatuaje en su brazo. Me pregunto qué habrá sido de su vida, por qué el destino nos hizo cruzarnos por aquellos días, y así me quedo un rato largo divagando entre preguntas sin respuestas.

Creo que el verme llegar a la cuarentena profundiza mi poder introspectivo. Me hace analizar mucho más profundamente el porqué de las cosas que vivo. Federico Moccia me suele decir que eso es común en todos a mi edad, que el mundo comienza a observarse de un modo más complejo y prestamos más atención a las fisuras que descubrimos en él. Me lo dice con sus ojos vidriosos de viejo bonachón. Le tiemblan las manos y gesticula con ellas cuando me aconseja. Noto en él la sabiduría del hombre soltero que aprendió a vivir como pudo y extrajo de la vida el poco jugo que pudo. Bebió del jugo y también lo saboreó. Así dan ganas de vivir, suelo decirme. Y es entonces que miro por sobre mi hombro y veo mis años vividos y a la vez percibo una especie de bruma en la cual algunos momentos se pierden y se vuelven difusos y otros asoman luminosamente, resplandeciendo a través de ella.

- Verás que la vida no es tan mala como parece. A tú edad yo pensaba que el mundo acababa mañana, que para qué vivir si ya estaba todo vivido, que no había nada nuevo que descubrir bajo el mismo sol. Sin embargo estaba equivocado, hijo. Créeme, hay mucho por vivir a tú edad. Por eso es importante que no aminores la marcha y que camines aunque veas una gran tormenta en el horizonte.

Cosas como aquellas solía decirme entre descanso y descanso en la oficina. El gordo Pérez solía reírse de ello. Él pensaba que el viejo era un perdedor, que su vida en cierto modo era la vida de un perdedor que no supo aprovechar las oportunidades brindadas. Pero yo no estaba de acuerdo con él y sus conclusiones. Al contrario, veía en Federico Moccia a un anciano con mucha sabiduría y gran corazón. Federico Moccia supo decirme que había conocido a mi madre. Que solía verla pasar del brazo de mi padre con una gran sonrisa y muy enamorada.

- ¡Era gente de bien tus viejos! –me recordaba.

Y al escucharlo decir cosas así yo me emocionaba, y para evitar lagrimear frente a su presencia me iba a fumar un cigarrillo a la vereda del edificio.


Me pregunté algunas veces qué fue lo que pasaba por mí mente cuando conocí a la chica del tatuaje. Las respuestas que mi yo entero devolvió no fueron simples, más bien diría que hasta fueron escuetas e inconclusas. A pesar de la diferencia de edad que nos separaba cuando estuvimos juntos parecía que ese abismo no existía. Ella se dirigía a mí como si fuese de su misma edad y yo podía comprenderla y entenderla a la perfección. Lo mismo sucedía cuando yo me expresaba y ella me seguía la corriente sin siquiera un atisbo de complicación o mal entendimiento. Creo que habíamos logrado lo que se denomina vulgarmente “conectarnos”. Sin embargo un buen día desapareció tomando sus cosas y echándose a andar nuevamente por la vida.

Tal vez mi madre en su poderosa vista de madre tenía razón al decirme que me veía demasiado solo. Federico Moccia también suele decírmelo: “estás muy solo, hijo. Deberías buscarte a una chica buena que sea tú compañera” ¡Como si fuera tan simple encontrar a una buena mujer! Como todo, siempre se gana o se pierde. Debería arriesgar, esa es la norma que dicta mi conciencia y mi mente. Entonces me retrotraigo en pensamientos y me arrepiento una y mil veces de no haberlo hecho con Lourdes.


La primera semana de septiembre de 1993 asistimos a una conferencia relacionada con temas laborales. A pesar de ser el empleado más raso de la oficina también debía ir. Tal vez a algunos de mis jefes les corría por la cabeza la alocada idea que podía captar algo al aire de la intrincada charla que sostenían sobre financiamiento y economía. Me la pase gran parte de la charla observando por la ventana. Primero viendo como un par de niños jugaba al fútbol en la vereda y luego observando cada uno de los clientes de un bonito y pequeño bar situado justo en frente del edificio donde se llevaba a cabo la reunión. Cada tanto salía a limpiar las mesas una moza. Espigada, más bien flaca, de pelo lacio y largo hasta la cintura, con un delantal blanco con rayas color bordó. Recogía las tazas y utensilios usados muy rápidamente y finalmente pasaba una franela dejando la mesa lista para nuevos clientes. Al finalizar se erguía y observaba a toda la clientela como si extrajera de aquella mirada algún tipo de información. Al principio no me resultó llamativo, pero con el pasar del tiempo aquello se tornó casi un ritual y me acaparó poderosamente la atención.

Decidí tomarme un café en aquel bar.

Deseaba, en realidad, saber qué le llamaba la atención a la moza. Hice un gesto al gordo Pérez y por lo bajo le dije que iba al baño. Éste asintió, aunque creo que no me creyó del todo. En algún punto mi compañero sabía que yo no entendía ni jota y estaba más que aburrido.

Bajé las escaleras, crucé la calle y me senté en una de las mesas del bar. Cuando alcé la vista observé a todos los que asistían en el piso de arriba a la reunión. Me vinieron ganas de reír pero ahogué las ganas con la palma de mi mano. Al frente mío había una pareja de jovencitos tomando un café. La chica parecía muy enamorada. Gesticulaba y reía todo el tiempo sin casi pestañear manteniendo su mirada totalmente enfocada en su galán. Él en cambio miraba los automóviles pasar y cada tanto, haciéndose el distraído, contemplaba una que otra chica al pasar. “Somos todos iguales”, me dije en ese momento, y por un instante quise no serlo. Pero sabía que en el fondo éramos todos así.

Mientras esperaba que la moza llegara saqué mi libreta de anotaciones del bolsillo del saco y escribí la dirección del bar, su nombre, y escribí un par de líneas para un relato que había comenzado a escribir hacía un tiempo. Según el gordo Pérez escribir era de afeminados.

- ¿Escribes poesía?, ¡no, por Dios, no!, ¡eso es de maricones!

Y yo solo reía. Hacer cambiar una idea adherida en la mente del gordo Pérez era más difícil que resucitar y caminar por las calles de la ciudad para que todo el mundo te viera. Así que había desistido desde hacía tiempo en querer cambiar alguna de sus ideas retorcidas. Tampoco era que se me diera la escritura de modo natural, pero sí se me daba mejor que el dibujo o la pintura. Si mi madre lo hubiera sabido tal vez me apoyara a asistir a talleres o cursos de literatura, pero tampoco eso me interesaba, digamos que lo mío era algo más simple y natural, casi rayando con lo autodidacta y el don innato.

Tras escribir unas líneas de repente tuve a la moza de pie frente mío. Ahí estaba, con su delantal blanco con rayas bordó, el pelo largo y lacio que casi llegaba hasta su cola, y una mirada suave y penetrante a la vez. Podría decir que jamás había visto una mujer que mirase de aquel modo. Había algo en su forma de mirar. Un “no sé qué” de esos que tanto se buscan y pocos se encuentran en la multitud de personas que uno se cruza por la vida. Mi mente pedía un café pero mis labios se negaban a moverse. Me sentí un estúpido. Ella continuaba mirándome, ahora esbozando una sonrisa, con una birome y un anotador en sus manos.

- ¿Qué va a tomar, señor? –dijo finalmente ella.
- Un café… ¡no!, mejor un cortado –respondí torpemente.
- ¿Algo más?
- No, nada más…

Me quedé boquiabierto mirando cómo se alejaba.

Pasó el recado al mostrador y salió nuevamente a la vereda. Entonces se dedicó a escribir en la pizarra del bar el menú de comidas del día. Poseía una letra clara y de elegantes curvas. Al lado de cada menú dibujaba algo alusivo. Una hoja de lechuga en donde se podía leer la palabra ensalada, un papá en donde se podía leer la palabra puré. También un vaso con un sorbete debajo de la palabra postre. Cuando finalizó usó unas tizas de colores y dio sombra a los dibujos dejando la pizarra sumamente llamativa.

Me encontré perdido en la contemplación de aquella chica escribiendo la pizarra. Había puesto en punto muerto mi cerebro y solo había dejado mis funciones motoras básicas. Divagué unos minutos mientras mi mirada se había vuelto roma observándola. De repente sentí unas enormes ganas de estar con alguien así a mi lado. No sé si eran ganas de estar enamorado pero sí de tener una compañía femenina que llenase mis momentos de soledad y desolación. Alguien que pudiera tomarme de la mano y decirme “te quiero”, alguien que acariciara mi espalda por las noches y con la suavidad de sus manos me hiciera sentir tibieza en el alma.

Al volver en mí observé al gordo Pérez gesticular por la ventana del edificio de enfrente. Aún no habían traído el café pero debía volver a la reunión. Dejé el dinero del café debajo del cenicero y una generosa propina para la chica. Crucé la calle y subí las escaleras. Al entrar al recinto donde se gestaba la reunión todos se dieron vuelta a observarme. Seguramente estarían muy aburridos, pensé para mis adentros. Me senté al lado del gordo Pérez. Después que la reunión se reanudó volví lentamente la cabeza y observé el bar. En ese momento la chica tomaba el dinero de debajo del cenicero y lo metía a su bolsillo. Se irguió y miraba hacia todos lados seguramente buscándome. Al menos eso pensé y en ese pensamiento me sentí importante para alguien. Después de mucho tiempo sentí aquella tan extinguida sensación y me quedé aferrado a ella por un instante. Volteé la cabeza y seguí observando al interlocutor, y esta vez, aunque solo le viera balbucear sin escuchar sonido alguno, no me aburría, pues me sentía feliz por todo lo sucedido.


(Continuará en un próximo capítulo...)

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1 comentario:

SIL dijo...

Las amistades suelen ser ese madero que nos ayuda a flotar, hasta encontrar la isla, que es sinónimo del amor, ahora y siempre.
Maderos e isla, por fin, nos blasonan para derrotar el golpe del oleaje.

BESO, ERRANTE.

SIL