Imperceptible (4)





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Jesús Domínguez era mi compañero de pensión en aquel tiempo. Era de origen norteño, de la provincia de Jujuy. Nos conocimos, por esas cartas ocultas que la vida tiene bajo la manga, en una excursión que hice por La Quiaca. Sucedió cuando estaba llegando a un restaurante de aquella localidad. Dos extranjeros un tanto ebrios me asaltaron. Las navajas relucieron el filo de sus hojas con los últimos destellos del sol del atardecer y apuntaron directamente a mi garganta. Hablaban en inglés, exasperados, supuestamente un tanto drogados o borrachos. Uno de ellos parecía más nervioso que el otro. Era evidente que querían dinero. No atinaron a pedirme otra cosa. Ni siquiera señalaron mi reloj, ni la mochila que llevaba, solo exclamaban frenéticamente ¡money!, ¡money! Fue entonces que apareció Jesús Domínguez. Puedo recordar perfectamente que salió de la oscuridad, de la nada tal vez. De un salto se interpuso entre los filos de las navajas y mi persona, y con un par de golpes certeros de sus puños los redujo. Las navajas cayeron al piso. De una patada las alcancé a arrojar bien lejos. Finalmente los cuatro nos trenzamos a golpes de puño. Uno de ellos comenzó a sangrar por la boca, el otro escupía de rabia. La lucha se volvió encarnizada, ciega. Nadie se metía a separarnos. Se podía sentir la presencia de las miradas de los lugareños escondidos detrás de las ventanas en los bares y casas, observando cómo nos debatíamos en una riña sin cuartel.
Finalmente Jesús Domínguez asesta un golpe duro en la mandíbula de uno de los extranjeros y éste cae desplomado al suelo, totalmente desvanecido. Su amigo se asusta y corre a socorrerlo. Llora, suplica que auxiliemos a su compañero. Su inglés ahora es una especie de spanglish con alto tenor de malas palabras. Los ayudamos. Jesús y yo sujetamos cada uno de un brazo al sujeto desvanecido y lo llevamos a la rastra hasta dentro de un bar ubicado justo en frente. Su amigo, aún con lágrimas en los ojos ahora se babea más que antes. Reconozco el nivel de drogadicción en sus movimientos, en sus ojos, en la histeria que lo envuelve por completo y en el frenesí de su proceder.

- Está drogado –digo a Jesús Domínguez.
- Sí. Estos yanquis están drogados. Viven drogados. Por eso atacan a los turistas. Ellos son extranjeros pero se han vuelto locales. Saben el horario de en qué los turistas deambulan solos, el horario de los contingentes, los identifican, los siguen, saben todos los movimientos del pueblo. Los he visto antes por acá. Suelen meterse en líos por los bares. A nadie le importa lo que pase con ellos. La policía ya está harta de meterlos tras las rejas y los pobladores solo los ignoran. Están un par de días encerrados y cuando se los deja libres vuelven a las andadas. La policía está esperando que finalmente llegue una orden para deportarlos y expulsarlo del país.
- ¿Qué hacemos ahora entonces?
- Nada. Esperar que venga algún policía, o simplemente los dejamos acá en el bar. Seguro el dueño del bar se encarga y lo entrega a las autoridades. ¿Tú estás bien?
- Sí, gracias. Si no fuera por tú ayuda tal vez no cuento la historia. Me has salvado de tamaño lío.
- No es nada. Justo volvía de trabajar.
- Mi nombre es Maximiliano Puig, ¿el tuyo?
- Jesús Domínguez, para servirte.

Tras darle un apretón de manos y despedirme enfilé hacia la puerta del bar.

- Oye, Maximiliano Puig, anda con cuidado por este pueblo pues eres turista, mucho no conoces y ya ves que hay sorpresas.
- Sí. Gracias.
- ¿Dónde te alojas?
- Aún no lo decido. Pensaba en un hostel, o tal vez en una hostería o albergue municipal.
- A esta hora no encontrarás nada de eso abierto ni que deseen registrarte para alojarte. Si quieres puedes quedarte en casa de mis padres. Allí vivimos ellos dos y yo, y hay lugar. Al menos hasta que consigas donde parar.
Acepté su oferta. Ya la noche caía sobre los cerros y el frío empezaba a posarse como un invisible manto sobre los objetos vivientes o inertes que posaban sobre la tierra. Aquella invitación a quedarme en casa de los Domínguez me caía como anillo al dedo. La riña había dejado mis nervios a la miseria. Necesitaba descansar y dormir un poco.

Así fue como conocí a Jesús Domínguez. Aquella noche cenamos en casa de sus padres y me quedé un par de días allí. Confraternizamos mucho, nos hicimos amigos de la vida, como ese tipo de conexiones que uno jamás imagina y de pronto suceden, y me sentí realmente compenetrado con la familia norteña. Jesús me contó que aquellos dos extranjeros eran oriundos de Texas y hacía dos años andaban vagando por distintas localidades aledañas. Se rumoreaba que había llegado en una avioneta contrabandeando drogas y que el avión falló y debieron abandonarlo en medio de la pista. Las pistas clandestinas de aterrizaje son algo común en el norte. La droga llega en pequeños aviones que descienden en pistas construidas por el hombre a la vera de los caminos vecinales. Llegan a tener entre quinientos y mil metros de longitud y en cierta época del año logran un gran tráfico clandestino y una exponencial criminalidad.

Jesús Domínguez pertenecía a la división fronteriza de la policía local, más precisamente al área narcóticos. De ahí que era bueno con sus puños y movimientos. Su instrucción policíaca le había conferido fortaleza y destreza para llevar a cabo una buena defensa personal ante los ataques y riñas. Además hacía inteligencia antidroga, lo que lo llevaba a ser un hombre clave para frenar el narcotráfico en la provincia. Al momento de irme de su casa le dejé mi dirección y mi número de teléfono, y nos despedimos como lo hacen dos buenos amigos que se conocen desde hace años.


Al cabo de un par de años, un día domingo por la mañana, tocan el timbre de la casa donde alquilaba. Tras espiar por la mirilla observo a un hombre parado al cual no reconozco. Pregunto quién es, pero no responde.
Abro con cautela la puerta, no sin dejar la traba enganchada, por si acaso es un asalto. Vuelvo a observar al hombre. Ahora lo reconozco. Es Jesús Domínguez. De su hombro cuelga un bolso, su cara está demacrada, su barba desprolija, y sus ojos vidriosos y perdidos como si intentasen encontrar un punto que se halla en fuga en algún lugar del espacio. Una constante excitación hace presa su cuerpo a cada momento. Está drogado.

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(Imagen: http://bruno-sensei.deviantart.com/art/Rowan-141144067 )


4 comentarios:

Verónica dijo...

Nos hicimos amigos de la vida ....

Curiosa manera de expresarlo, de expresar ese tipo de alianzas que se dan en un momento determinado, sin que pueda explicarse el por qué o el cómo.

Unknown dijo...

@VERÓNICA:

Sin lugar a dudas esas cosas suceden. A veces, creo que le pasa a todo el mundo, las amistades se dan inexplicablemente y se fusionan con mucha intensidad que al volver la vista atrás y repasar el capítulo del encuentro uno casi no puede creerlo.

SIL dijo...

Las vueltas del destino suelen conducirnos a buscar ayuda a quiénes se la prestamos alguna vez...?

Beso y sigo.


SIL

Unknown dijo...

@SIL:

Sí y no. Depende mucho de la persona. A veces se ayuda y apenas terminaste de ayudar caes en la cuenta que jamás eso retornará de algún modo hacia vos. Aunque uno ayuda sin medir, sin pedir nada a cambio, invisiblemente la reciprocidad está intrínseca y debería, con las vueltas de la vida, retornar de alguna manera. Sin embargo no siempre es tan cristalino.

Beso!