Imperceptible (25 - Fin)



25



Mi madre solía decirme que jamás tuvo intenciones de tener otro hijo. Que los hijos únicos eran especiales pues ellos recibían el ciento por ciento de afecto de sus padres. Sin embargo yo siempre anhelé un hermano. Supongo que fue más en los momentos de extrema soledad que me afiancé a la idea de que un hermano a mi lado me haría ver el mundo de otro modo, sin soledad, tal vez con más alegría. Pero eso jamás ocurrió. Los recuerdos que brotan en mi mente referidos a mi madre se asemejan a dagas voladoras que se clavan hondamente en mi consciencia. Y las heridas, causadas por esos recuerdos, desde niño me han generado un dolor punzante y adormecedor que muchas veces me transporta a planos de consciencia a los cuales aborrezco llegar. Mi madre, con su manera de pensar y su toma de decisiones, hizo que mi vida fuera de un modo que yo jamás pude lograr descifrar. La soledad fue durante muchos años mi aliada. El desamor también. A veces pienso que ella sabía que cosas así me pasarían, que tarde o temprano la vida me mostraría sus fauces más profundas y yo, su hijo primogénito y vulnerable, sucumbiría tarde o temprano ante ellas cayendo irremediablemente en el abismo. Sin embargo, como dije al comienzo de ésta historia, yo siempre amé a mi madre. Fue una mezcla de amor-odio que nos mantuvo unidos a través de un cordón umbilical nocivo y enviciado, totalmente cargado de momentos de sufrimiento y decepción innecesarios. El amor por mi madre es uno de esos temas que jamás he deseado analizar. Al contrario, siempre he esquivado hacerlo.

Arrastré durante toda mi veintena y gran parte de la treintena el peso de haber sido hijo único. Otros hijos únicos no pasaban mi calvario. Hacían sus vidas, eran exitosos, vivían felices con sus familias y tenían logros personales de los cuales las personas que los rodeaban se enorgullecían. Pero para mí nunca resultó algo tan fácil. A medida que fui conociendo personas en mi juventud fui depositando la esperanza de que algo dentro de mí cambiaría. Que una luz se apoderaría pronto de mi interior y que con su tibieza lograría poco a poco demostrarme que no era malo estar solo, que podía ser importante para las personas que me rodeaban y que por sobre todo existía alguien en este mundo que desearía pasar días de su vida junto a mí. Conmigo. No solo. En compañía. Esa luz que tanto anhelé, de a ratos, durante cortas etapas, logré percibirla. Rebeca D. fue tal vez la persona que más irradió aquella luz dentro de mí. Fue quien de algún modo me hizo olvidar que la soledad es un monstruo que se cola en tú espalda y puede transitar eternamente cada minuto de tú vida sin siquiera que te percates de ello. El día que vi irse a Rebeca D. presentí que la luz se apagaba de repente. Que la oscuridad poco a poco comenzaría a rodearme y que tarde o temprano mi vida volvería a su cauce gris y monótono. No podía desprenderme de aquellos pensamientos. Tiraban de mí como un lastre pesado, el cual no me permitía elevarme y ver los días que tenía por vivir de un modo más colorido.
Era hora de la siesta y era domingo. Las calles de Río Cuarto permanecían tranquilas. La gran mayoría de los habitantes seguramente dormían la siesta. Algunos pocos automóviles recorrían las calles. Decidí salir a caminar. Me calcé unas zapatillas, un jeans y una remera de color blanco. Hacía calor y el sol estaba bien altivo. Salí de la casa y eché llave a la puerta. Al pasar enfrente de la casa de Victoria una profunda angustia me llenó el pecho. Nunca más volvería a saber de ella. Así, como si la tierra se la hubiera tragado, se esfumó de mi vida. Pensé en esas cosas extrañas que la vida nos presenta. En los seres humanos que un día conoces y otro día ya no están. Se han ido, ya cumplieron con su rol en tú vida. Algo similar al elenco de una obra de teatro que actúa por temporadas. Los actores pueden ir cambiando, la obra sufrir modificaciones, pero la esencia se sigue manteniendo. Aún dentro de mí la esencia de Victoria flotaba como un perfume floral que me abría los sentidos y me permitía respirar hondo. Fue ella quien con su compañerismo y su amistad encausó días apesadumbrados de mi vida. Sin embargo ya no volvería a verla. Lo supe en el mismo instante que pasé aquella siesta enfrente de su casa. Como si el tiempo hubiese puesto sobre aquel lugar un manto grueso y traslúcido por el cual podías observar pero inmediatamente entendías a las claras que aquella imagen era parte de un pasado.

Caminé sin rumbo. Me interné en las calles céntricas, recorrí algunas plazas, me senté en un par de bancos, y caminé por calles que nunca había transitado. Mientras caminaba por una de esas calles sentí el calor abrasador del sol recorrerme la piel. Agucé los oídos para percibir los sonidos y escuché cómo las hojas de los árboles flameaban a placer del viento. El resto no producía ningún sonido. De vez en cuando se escuchaba algún ladrido perdido de un perro en la lejanía. Y de pronto sentí felicidad. Una enorme felicidad que me inundaba por completo. Se metía por mis poros y me recorría plenamente. Caminaba feliz, sonriéndome. No sabía por qué sucedía aquello pero se sentía muy bien. Los pensamientos negativos comenzaron a desaparecer, los recuerdos fueron acomodándose como si alguien prolijamente los estuviese ordenando en mi mente para que no me dañasen. Miré el cielo y lo vi límpido y omnipresente. Podía percibir su total enormidad, su vastedad infinita. Imaginé que algún día podría dejar de vivir y que tal vez llegaría a habitar ese mismo cielo. Pensamiento de hombre mortal, me dije. Sonreí. Seguí caminando sin rumbo sintiéndome feliz y totalmente renovado. Ya no era un ser gris e imperceptible, ahora era un hombre que podía inhalar y exhalar cargando sus pulmones de aire puro y su cuerpo de una nueva y plena vida.


FIN

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8 comentarios:

Anónimo dijo...

Un momento de purificación así compensa todo lo sufrido.

SIL dijo...

A golpes de tinta, de sangre, de amores y desamores, nos vamos coloreando hasta dejar de ser imperceptibles.
Cuando por fin nos vemos a nosotros mismos... nos damos cuenta que el mundo es un lugar que vale la pena habitar.

El protagonista desató todos los nudos, sólo cuando pudo desatar el de ese cordón umbilical afectivo que tanto lo ahorcaba.

BUENA NOVELA.
El final es una bocanada de aire fresco.
Perdón por la demora en aparecer.

Beso, MIGUEL


SIL

Unknown dijo...

@SONIA:

Es tan difícil encontrar esos momentos de purificación en la vida, Sonia. Solo se presentan de a momentos, muchos más escuetos que la felicidad y la alegría, y cuando se los puede "ver" entonces uno parece renacer de las cenizas como el ave Fénix. ¡Qué mejor imagen que el Fénix para algo así!

Sé que has sido una lectora contínua de esta historia y por ello te doy las gracias.

Un beso enorme.

Unknown dijo...

@SIL:

La imperceptibilidad es algo común en nuestra sociedad actual. El personaje de la historia lo vive en un mundo natural plagado de situaciones duras en su infancia y por momentos en su juventud que lo posicionan en un punto que él mismo no tolera verse. Esa intolerancia a veces hace que uno caiga en un profundo pozo, el cual lentamente se va cerrando hasta produciendo un gran letargo.

Eso que decís sobre que cuando recién nos vemos a nosotros mismos valoramos el vivir en este mundo es algo muy real. Hay algo de eso detrás de los personajes. El de Rebeca D. creo que tiene algo de eso. A veces servir a los demás en demasía hace volverse imperceptible más allá de la popularidad. El no verse y reconocerse crea una desfiguración de nuestro yo interior y eso lentamente corroe como el óxido.

Querida amiga lectora y escritora gracias por seguir esta blog novela y comentarla en todos sus capítulos.

Beso enorme.

SIL dijo...

jajaja, fue un placer.
Los que me conocen saben que soy más seguidora que perro de sulky /como dicen por aquí en mis pagos santafesinos/

Beso

Unknown dijo...

@SIL:

Jaja, bueno, entonces el dicho te queda como anillo al dedo, rubia.

Besote.

Anónimo dijo...

muy buen final, me hizo recordar un momento parecido...

Lorenz dijo...

Muy buen final, me hizo recordar un momento parecido...