Saint-Exupéry (veintinueve)



VEINTINUEVE


Llegando a Misiones la ruta se encontraba solitaria. Lourdes dormía y reposaba su cabeza sobre su lado derecho, con sus miembros contraídos, en posición fetal que despertaba cierta ternura. La mujer gorda mantenía las manos firmes al volante, y con la mirada concentrada en la línea punteada de la ruta cavilaba distintos pensamientos que la mantenían abstraída del mundo real y circundante. Pensaba en su propia vida, en su soledad, en el descontento que por momentos le sobrevenía al visualizar su vida como si fuera un observador lejano. Su infancia no había sido de las mejores. Había nacido en aquel pueblo perdido entre los cerros, en una casa de familia humilde y trabajadora. Su padre había fallecido siendo ella pequeña. Solo le quedaban aislados recuerdos arraigados con fuerza desde los confines de su memoria. Hubiese querido tenerlo más tiempo junto a ella, tal vez, aunque más no sea, un par de años, pero no, la vida, mezquina y egoísta como muchas veces ella la sentía, había decidido que su tiempo había llegado a su fin, y así como un día al abrir sus ojos a horas de nacer lo había visto por primera vez, así también vio como aquellos ojos oscuros y profundos dejaban de mirarla y se iban rápidamente de esta vida.

Para la mujer gorda la ausencia de su padre había marcado una zona oscura en muchos años de su vida. Una franja de tiempo que ella nunca quería recordar, y si lo hacía sabía que se sometía a una experiencia angustiante, cargada de preguntas sin respuestas, de sentimientos encontrados y de dolor. Se volcó por completo al cuidado de su madre, enferma y postrada. En la veintena había trabajado en el Municipio del pueblo y en distintos comercios, hasta que un buen día, tras el fallecimiento de su madre, decidió vender la casa natal y un par de propiedades que su padre había adquirido en los buenos tiempos y se decidió por un nuevo emprendimiento a nivel laboral y comercial: la compra de un hotel. Así, año tras año y poniendo mucho empeño logró adentrarse más y más en el mundo de la hotelería. Asistía a cursos sobre administración hotelera y administración empresarial, se mantenía al corriente de las leyes tributarias y de personal, y cada tanto realizaba algún que otro curso acelerado sobre manejo de personal y psicología laboral. Todo ello le servía para llevar adelante, casi sola, el hotel que había comprado. No era una tarea fácil. Desde el momento previo a la compra, justo cuando analizaba aquel nuevo desafío en su vida, sentía que semejante empresa para una mujer joven respondía a las características de los más altos desafíos. Aun así, fue muy breve el titubeo y la indecisión se esfumó junto los pensamientos negativos. Una mañana de noviembre de 1998 se dirigió al banco local, sacó todo el dinero que había en las cuentas, tomó las escrituras de las propiedades que había heredado y realizó la operación de compra del hotel. No hubo dudas, no hubo ningún arrepentimiento final a la hora de estampar la firma en el contrato. Los empleados, desde las sirvientas, pasando por los dos jardineros, el chico que se encargaba de la cocina y el sereno, la adoraban. Si en época de vacaciones el hotel se llenaba al máximo entonces contrataba mano de obra local, preferentemente adolescentes estudiantes de escuela secundaria o jóvenes que cursaban la carrera de hotelería en la capital provincial. Aquella manera de brindar trabajo lograba que toda persona en el pueblo la sintiera una persona especial, muy bondadosa y de buen corazón. Sin embargo, más allá de todo el éxito cosechado con tal esfuerzo y esmero, la mujer gorda sentía que una parte de su vida estaba incompleta.

A veces, por las noches, solía sentarse en una silla de descanso a la entrada de la administración. Desde allí contemplaba las estrellas en el cielo. Cada vez que quería adivinar a qué constelación pertenecían caía en la cuenta que no las conocía, que tan solo sabía sus nombres de haberlas escuchado pronunciar o bien por verlos escritos en algún diario o libro. En el vasto cielo nocturno, mientras miraba en silencio las estrellas, solía sentir que la soledad le oprimía el pecho. Era una sensación angustiante, que dejaba un dolor punzante en su pecho y un sabor amargo en su boca. Sin embargo no lloraba. Ni una lágrima recorría sus mejillas. Llorar es de débiles, se decía a sí misma, y abriendo los ojos como platos para evitar lagrimear clavaba su mirada con más intensidad en el cielo. Esa templanza y ese modo de auto inducirse a la firmeza psicológica le había servido durante años para seguir adelante y no bajar los brazos.


Solo había tenido un único y gran amor. Un muchacho de la capital, que por aquel tiempo en que se conocieron él trabajaba como maestro rural en una escuela del pueblo. Había llegado de la capital y se encargaba de impartir clases en primer y segundo grado de primaria. Se conocieron por casualidad una tarde en que el muchacho llegó al hotel y pidió una habitación simple. Llevaba un portafolio de cuero negro, un saco colgando del brazo, el cuello de la camisa desprendido y el nudo de la corbata flojo, y unos anteojos de montura de carey que casi ocupaban la mitad de su rostro. No fue por su belleza que se sintió atraída sino por el modo en que el muchacho la miraba y por la docilidad y suavidad de sus gestos que se sumaban a una amabilidad y bondad casi inexistentes en los hombres de su edad en todo el pueblo. En el acto dedujo que estaba frente a un hombre amable y respetuoso. Se sintió atraída instantáneamente. Alguien que la miraba como un igual y no como si fuera una persona extraña a la sociedad (la gordura había sido siempre causal de sufrimiento para ella, tanto a nivel físico como psicológico) Después de completar la planilla de admisión el muchacho tomó las llaves y se dirigió a su cuarto. Ese día fue normal para todo el mundo, menos para ella. A la mañana siguiente, al momento de dejar las llaves en la administración para el aseo de la habitación, cruzaron por primera vez sonrisas tímidas. Poco a poco algo fue creciendo entre ellos hasta que finalmente las charlas y salidas a caminar se hicieron habituales. El muchacho viajaba de la capital todas las semanas. Allá tenía a su familia, y aunque él era soltero, aún gustaba de vivir con sus padres y se quedaba con ellos los fines de semana.

La mujer gorda por aquel tiempo se sentía en el máximo esplendor de felicidad que había vivido en su vida. Nunca ningún hombre se había acercado tanto a su corazón, salvo su padre, pero ese era otro tipo de acercamiento y amor, algo muy distinto al que por aquel entonces experimentaba con el joven maestro. De esa amistad llegó el primer beso, la primera caricia, y la primera vez que tuvo sexo con un hombre. No fue algo premeditado, tan solo se dio paulatinamente y todo desencadenó en un momento de éxtasis y pleno gozo. Él la condujo muy despacio por el camino de la seducción y ella, sin oponer resistencia alguna, se arrojó de lleno a ese nuevo mundo que tanto deseaba conocer y jamás se lo había permitido.

- ¿Me amas? -preguntó ella.
- Sí -dijo él mientras la mantenía debajo de su cuerpo propiciándole caricias en su cuerpo y en sus cabellos.

Durante toda esa noche hicieron el amor de manera desinhibida. Ella se había olvidado por completo del pudor y de que era su primera vez. Se había sentido cómoda, querida, y a la vez consentida en todo aquello que ella requería o deseaba. Él era todo para ella. Después de aquel día el sexo se hizo carne en ellos. No pasaba día en el cual él estuviera en la ciudad y no fuera una buena oportunidad para el libre gozo y el sexo. Ella tan solo al verlo venir ya lo deseaba, con tanta desesperación que el corazón parecía saltarle por su boca y su cuerpo seguirlo de la mano. Llegado el día viernes todo concluía: él tomaba el colectivo y no se le veía más un pelo hasta el día lunes a las ocho de la mañana.

Aquella historia de amor in crescendo fue afianzándose más y más, al punto tal de que ella cierto día le propuso vivir juntos en la casa contigua al hotel. Aquella propuesta fue bien recibida por el muchacho (aunque él hacía ya tiempo que no pagaba su habitación) y solo había puesto una condición: que los fines de semana sí o sí necesitaba ver a sus padres. La propuesta a la mujer gorda no le pareció mal, pero lo que no imaginó era que él deseaba visitarlos a solas, sin su compañía. Tras digerirlo un par de veces ella terminó aceptándola y no opuso resistencia. La convivencia duró casi un año. Mientras duró ella logró esfumar muchos de deseos reprimidos, logró sentirse plenamente feliz y todo parecía pasar desapercibido bajo el manto del enamoramiento. Fue hasta que un sábado el partió hacia la capital y ella, con el hotel vacío y en temporada baja, deseó seguirlo y con ello ver lo que jamás habría querido ver. Él desde hacía años mantenía una relación de pareja con una mujer mayor que había conocido en uno de los colegios donde daba clases. Solo se veían los fines de semana, y era una relación que se mantenía en el tiempo gracias al buen sexo y a los principios sin compromiso que desde un comienzo habían pactado. Los padres del muchacho hacía ya años que habían fallecido. La mujer gorda cayó en la cuenta de tal situación cuando localizó la vieja casa familiar situada en un viejo barrio de la capital -que ahora era una casa de seguros- y ya no vivían allí ningún par de ancianos. Esa noticia le ocasionó un verdadero shock que le comenzó a despertar sospechas rápidamente. A continuación decidió seguir indagando y se le ocurrió comenzar con los mismos vecinos del barrio. En el acto la indagación había arrojado sus frutos: el hombre del cual ella estaba enamorada y convivía hacía ya casi un año se había mudado al departamento de una profesora universitaria de cuarenta y tantos años, en el barrio universitario, a unos treinta minutos de allí. Sin más, la mujer gorda se subió a su automóvil y se dirigió al barrio universitario con la dirección de aquella mujer anotada en un papel.

Bastaron dos golpes de nudillos para que se abriera la puerta y ante ella se presentase su actual pareja. Él la observó un tanto incrédulo. Acto seguido esbozó una diminuta mueca de sonrisa y abrió sus manos como indicando, “lo siento, me atrapaste”.

La mujer gorda manejó todo el camino al pueblo entre lloriqueos y gritos. Nada la calmaba. Había sido herida hondamente y ese dolor calcinaba y pulverizaba lentamente su corazón. La oscuridad de la ruta dejaba entrever en el horizonte un manto blanco de estrellas que comenzaban a fulgurar en la noche. Aquella imagen se plasmó en su memoria. Ahora, las estrellas ya no significaban lo mismo, ya no la invitaban a recordar a qué constelación pertenecían, sino que se fijaron en su memoria como una señal de mal augurio que indicaba que el amor de por sí es efímero, pero a veces lo es mucho más de lo que realmente parece.

Llegando a Posadas la mujer gorda estacionó el automóvil en una estación de servicio. Bajó, se aseó un poco, fue al baño y entró en el mini-shop con intenciones de comprar algo comestible que calmara su ansiedad. Pidió un café cortado con una lágrima de leche, dos medialunas, una barrita de chocolate, y se sentó a una mesa que daba a la ventana. Desde allí podía observar el automóvil y velar el sueño de Lourdes. Cada tanto observaba el cielo. El amanecer no tardaría mucho en llegar. Aquel cielo le pareció un tanto extraño, no era como el de todos los días. Tal vez es el cansancio, pensó, pero luego se dijo que no, que era un cielo distinto, en un lugar del mundo donde jamás había estado. Mientras sorbía el café las primeras pinceladas del amanecer caían sobre la tierra bañando todo lo que encontraban a su paso y pintándolo todo de un color amarillo y anaranjado. Un nuevo día, susurró por lo bajo. Sí, un nuevo día era el que hacía que uno anterior pasara a la memoria. Un nuevo día era el encargado de dejar atrás todo aquello vivido, tanto las alegrías como las tristezas. Un nuevo día era el ciclo correcto y eficaz para limpiar el espíritu de impurezas y hacer que la mente se despeje, dejando todo aquello que nos mantiene atados, a un lado.

Tras los primeros rayos de sol Lourdes se despertó. Atinó a hablar con la mujer gorda pero no la encontró a su lado. Se hizo visera con su mano en la frente para cubrirse de la luz solar. Enseguida comprendió dónde se encontraba. Aguzó la mirada y localizó a la mujer gorda desayunando en el mini-shop. Entonces sacó una mano por la ventanilla y esbozando la primera sonrisa del día la movió de lado a lado indicándole un hola, buen día, aquí estoy, soy yo, la chica que busca el destino de su vida.


(Continuará en un próximo capítulo...)


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1 comentario:

SIL dijo...

La mujer gorda se ha humanizado en este capítulo.
Su historia tiene una herida profunda.
Y su fortaleza se templó con el fuego del dolor, como todas las espadas.

Bueno. A esperar que todos encuentren su destino, en la prosecución de la historia.

Otro beso


SIL