Saint-Exupéry (treintaiuno)



TREINTAIUNO

―Aún me parece increíble que me esté ayudando -dijo Lourdes a la mujer gorda- En tan poco tiempo mi vida ha dado tantos tumbos, ha bifurcado de un camino a otro, y aunque en esos movimientos bruscos cada vez me siento más y más confundida también reconozco que su ayuda y que esté a mi lado me reconforta, me hace sentir y pensar que puedo ir hacia adelante. En algunos momentos me pregunto si podría haber avanzado sin usted y creo que sí, pero no tan rápido. A veces es necesaria la mano invisible de personas que se nos cruzan en la vida para que tomemos impulso.

La mujer gorda solo sonrió al escuchar las palabras de Lourdes, a decir verdad esas palabras pronunciadas por la chica eran un halago, pero para ella significaban mucho más, rayaban la felicidad que produce a un ser humano servir y ser complaciente con otro. Finalmente detuvo el automóvil frente a un hotel situado a pocas cuadras de la plaza principal de la ciudad de Posadas. Tras bajar, ambas tomaron una bocanada de aire, se miraron durante un instante a los ojos y sin decir palabra alguna supieron que debían seguir adelante y escarbar el pasado. Revolver viejos momentos suele ser una tarea poco reconfortante, a veces hasta tornándose dolorosa, sin embargo Lourdes sabía perfectamente que era la única manera de enfrentarse a la verdad de su vida, a sus orígenes, a ese algo que aún permanecía escondido en las tinieblas esperanzado en encontrar algún día la luz del sol y de la verdad. La chica tocó el tatuaje en su antebrazo, el Principito parecía también percibir aquello que a ella le pasaba. Recorrió las líneas del dibujo, pasó la yema de los dedos por sobre la capa azul, sobre el pelo amarillo del niño ficticio, y finalmente descansó su mirada calle abajo como si de ese modo lograra sacar el saldo del destino que la había depositado en aquella ciudad con la esperanza de saber de una vez por todas quién era realmente.

―¿Por dónde empezaremos? -preguntó Lourdes a la mujer gorda.
―Por la dirección que encontramos escrita detrás de la fotografía, en la radio, ¿lo recuerdas?
―Ufff... lo había olvidado completamente...
―Debes serenarte, niña. Acelerarte, dejar que los nervios te confundan, no te llevará a nada, tan solo a liarte más. No esperes nada. Mientras uno más espera encontrar algo puede llegar a ser más y más grande la desilusión si no resulta lo esperado. Calma tú ansiedad.

Lourdes asintió con un leve movimiento de cabeza. Sacó de la mochila la fotografía encontrada en el pueblo, un mapa de la ciudad y posándolo sobre el techo del automóvil se ubicó geográficamente.

―Estamos aquí -dijo- a pocas cuadras de la plaza San Martín. La dirección en la fotografía es cercana a la plaza. Podemos dejar el automóvil aquí y caminar. De paso nos familiarizamos con la ciudad.
―Me parece buena idea. Aunque también deberíamos buscar un lugar donde pernoctar -opinó la mujer gorda.
―Sí, pero eso lo buscaremos después. Primero ubiquemos el lugar indicado en la fotografía, ¿te parece?
―Me parece.

La ciudad continuaba con su trajín diario. No se enteraba de las nuevas visitantes que transitaban por sus calles. Se manifestaba dormida, quieta, como una gigantesca construcción que permanece atemporal y ausente. Ambas mujeres caminaban despacio. De vez en cuando intercambiaban alguna que otra palabra, casi siempre por algo que veían y les llamaba la atención. Lourdes llevaba la mochila colgando de un hombro. La mujer gorda caminaba con cierta incomodidad, tal vez por el calor que hacía en ese momento, o tal vez por los finísimos tacos que tenían sus zapatos.

Fueron alrededor de seis cuadras las que caminaron en total desde que dejaron el automóvil. Lourdes mantenía en una de sus manos la fotografía con la dirección y en la otra un mapa que habían comprado en una estación de servicio antes de entrar a la ciudad. Se detuvieron en una esquina. Observaron el cartel indicador y cotejaron el nombre de las calles de la intersección con la dirección de la fotografía. Sí, habían llegado. Miraron casa por casa buscando en las fachadas las distintas direcciones. 573, 588, 591, 598. Finalmente el número 598 estaba delante de sus ojos. La mujer gorda lo había avistado primero y lo señaló con su dedo regordete.

―Allí, es aquella casa, Lourdes.

Ahora, la distancia entre el pasado y el presente parecía tan solo depender de unos pocos pasos, unos pocos metros que tal vez podrían blanquear muchos años de verdades y mentiras ocultas. Cruzaron la calle a paso firme y seguro. A Lourdes le latía fuertemente el corazón. Al llegar a la reja que separaba el frente de la casa con la vereda ambas contemplaron el jardín rodeado por ligustros. Se veía hermoso. Una sonrisa inmediata afloró en los labios de las mujeres. Así, asidas a la reja, se quedaron un momento contemplando el vergel. La casa tenía dos ventanas al frente de las cuales ondeaban dos cortinas blancas de un paño blanco y fino. Detrás de los ligustros había varias plantas de geranios que arrojaban un olor fuerte al aire. Sintieron por un instante que no estaban en una gran ciudad sino nuevamente en el pueblo, tal vez en los fondos del hotel, o bien en el patio de cualquier casa cercana al río.

―Es hermosa -dijo la mujer gorda.
―Sí, lo es -respondió inmediatamente Lourdes.

La chica asió el picaporte y cuando quiso accionarlo para abrir la puerta de reja pareció titubear, como si de repente algo le indicara que no diera un paso más. Fue entonces que una voz salió de cualquier parte e hizo que soltara el picaporte.

―¡Ey!, ¡¿sos vos?! -dijo la voz.

Lourdes en el acto se dio la vuelta y reconoció a la-chica-de-los-piercings en el acto.

―¡Sí, sos vos! -dijo la chica de los piercings-. ¡Vaya coincidencias que tiene esta vida!
―Hola... -respondió Lourdes un tanto aturdida y sorprendida-. Soy yo, sí.
―Mira que encontrarnos aquí, en Misiones, en esta ciudad y justo en este momento ¿No te parece un tanto loco? -dijo sonriendo la chica de los piercings.

A todo esto la mujer gorda tan solo observaba absorta el encuentro. No entendía nada, pero podía concluír que ambas mujeres se conocían de antes.

―Sí, es algo muy loco -respondió Lourdes ahora un tanto más distendida.
―¿Qué haces por acá?
―Buscando algo... es un poco complicado de explicar -dijo Lourdes.
―Entiendo... a veces hay cosas que no son fáciles de explicar, principalmente las que nos resultan casi imposibles de explicar -dijo la chica de los piercings soltando una leve risita.
―Sí... es que es muy complicado diría yo...
―Bueno. No importa ¡Lo que importa es que estamos acá, reencontrándonos después de tanto tiempo!, ¿Quieres que tomemos un café?

En ese momento la mujer gorda comenzaba a impacientarse. Miró a Lourdes a los ojos y atinó a hacerle una seña para que se negara y que siguiera adelante con el objetivo por el cual habían llegado a la ciudad.

―Vamos, dale -dijo la chica de los piercings- tengo buenos recuerdos tuyos del hostel “Roma” y me caías bien por aquel tiempo. Vamos. Tomémosnos un café. Dame ese gusto. Además tengo algo muy importante para contarte que me ha sucedido gracias a vos.
―¿Gracias a mí? -preguntó Lourdes sorprendida.
―Sí, gracias a vos.
―Está bien -finalizó diciendo Lourdes- tomemos un café, rápido, por acá cerca.

La mujer gorda meneó la cabeza levemente como si aquella respuesta fuera algo inesperado y que de algún modo complicara sus planes. No obstante no dijo nada. Lourdes presentó a la mujer gorda y a la chica de los piercings. Ambas se dieron un beso en la mejilla y se sonrieron como lo suele hacer la gente que no se conoce y tampoco tiene intenciones de conocerse. Se alejaron de la casa por la misma calle donde habían llegado. Ubicaron un pequeño bar y se sentaron en una de las mesas dispuestas en la vereda. Lourdes se sentía incómoda. Sabía que estaba desviando su atención del objetivo principal, pero tampoco quería arruinar el momento del encuentro con la chica de los piercings. Si bien no las unía ninguna amistad sí mantenían ese lazo invisible que une a las personas que se encuentran en la vida y son conscientes de dicha unión. La sonrisa franca y desinteresada en los encuentros casuales es algo que hace pensar a los participantes en las maravillas escondidas de la vida. Eso pensaba Lourdes en aquel instante y mantenía feliz a su corazón. Pidieron unas gaseosas y unos sandwichs. La mujer gorda solo se limitó a pedir gaseosa y nada para comer. Estaba exhausta y sedienta. Mientras las chicas charlaban sobre el encuentro y sus vidas la mujer gorda se tomó de una sentada la bebida y divagaba con la vista haciendo hincapié en distintos adornos del bar; después de todo ella era ajena a aquel encuentro y entendía a la perfección lo que estaba sucediendo. Al cabo de un rato y viendo cuán compenetradas estaban las chicas en la charla decidió salir a caminar por su cuenta. Se lo comunicó a Lourdes y quedaron de encontrarse al cabo de una hora en el automóvil.


Ya era el atardecer cuando el cielo comenzó a cargarse de nubes. A simple vista parecía que el clima cambiaría, o que al menos había probabilidades que una lluvia cayera. La mujer gorda caminaba sin rumbo fijo. De repente pensó que podría ir ella misma a la casa. Tal vez hubiese alguien y podría preguntarle sobre el pasado de Lourdes. Pero enseguida se dijo que no, que no tenía derecho a desenterrar el pasado de la chica y que eso era algo que a ella no le correspondía hacer. No obstante volvió rumbo a la casa y cuando estuvo a pocos metros vio que la puerta de reja se abría. Aminoró su andar y distraídamente prestó atención. Un anciano había abierto la puerta y mantenía la mano posada sobre la misma. A continuación una pareja salió y saludaron al viejo. A simple vista le pareció que el saludo era demasiado formal, como si la pareja y el viejo no tuvieran demasiada conexión. Siguió prestando atención y mantuvo el paso cansino. Al llegar a la vereda de la casa vio como el anciano cerraba la puerta del frente. Observó a la pareja cruzar la calle y caminar calle abajo. Se decidió a seguirlos. No por nada en especial, sí tal vez por una simple corazonada. Aunque su ansiedad le indicaba que lo mejor era tocar el timbre en la reja y hablar con el anciano ella sabía que si lo hacía estaría invadiendo el mundo privado de Lourdes y adelantándose a una historia que no le pertenecía, que no era de ella.

Continuó caminando detrás de la pareja hasta que ésta se detuvo frente a un automóvil. La chica entró y se sentó en el asiento del acompañante y el muchacho sacó un cigarrillo y lo encendió. Tras echar una bocanada de humo hacia arriba el muchacho apoyó sus brazos sobre el techo del automóvil. Parecía ensimismado, algo lejano y distraído. Como si alguna cosa lo tuviera a mal traer. La mujer gorda pasó por detrás sin mirarlo, de repente se detuvo, abrió su cartera, sacó un atado de cigarrillos, eligió uno y se acercó a él con intenciones de pedirle fuego.

―Disculpe joven, ¿me daría fuego? -dijo la mujer gorda.
―Claro -dijo el muchacho, acercándole el cigarrillo y sobresaltándose ante la petición de la mujer desconocida.
―¿Lindo atardecer, no? -dijo ella.
―Sí, la verdad que muy lindo es el atardecer en esta ciudad.
―¿De Córdoba?
―¿Perdón?
―Decía si es usted de Córdoba... lo digo por la tonada -dijo la mujer gorda dejando escapar una risita tan característica en ella.
―Sí. soy de Córdoba.
―Fíjese que yo tampoco soy de esta ciudad... ¡cómo nos reconocemos los provincianos, ¿no?!
―Es cierto, nos reconocemos mucho.
―¿Paseando? Disculpe si soy entrometida, solo que como no conozco a nadie de por aquí y justo me encuentro con alguien que no es tampoco de aquí me da por la charla.
―No hay problema -dijo él-, pero no, no estamos paseando... en realidad estamos aquí por otro tema. Tema personal. Complicado. De esas cosas raras que pasan en la vida.

La respuesta del muchacho le había parecido llamativa a la mujer gorda. Sorpresiva. No se esperaba semejante respuesta. Sintió de pronto una ola de curiosidad. Un presentimiento extraño, como si detrás de aquella respuesta emitida por el muchacho desconocido hubiese algo que invisiblemente se conectara a otra cosa, tal vez a algo conocido por ella. Sin embargo, poniendo su mejor cara de desconcierto, se quedó mirando fijamente al muchacho aguardando que éste prosiguiera hablando.

El muchacho dio un par de pitadas y continuó mirando a la mujer gorda. Le llamó la atención que aquella mujer se quedara allí parada aún sin conocerlo. Sintió que ella deseaba charlar, aunque él no. Pero por cortesía, por saber que ambos eran dos extraños en un lugar del mundo que no los reconocía como nativos, le dirigió nuevamente la palabra.

―¿Y usted que hace por Misiones, señora?
―Pues... tambien por cosas personales -respondió ella-. En realidad no mías, sino de alguien que conozco y a venido aquí a buscar... su destino, podría decirse.
―¿Su destino?
―Bueno, no, me corrijo: su pasado.
―¡Bueno, parece que somos varios entonces quienes buscamos nuestro pasado en esta ciudad! -exclamó el muchacho.
―¿Acaso usted también tiene un pasado con baches?
―Sí. Y a medida que avanzo lo veo más lleno de huecos, de más zonas grises y me siento más y más perdido.
―¡Qué cosa!, parece que últimamente la gente que conozco tiene ese tipo de problemas en sus vidas.
―¿Será que el mundo está cambiando? -bromeó el muchacho.
―Tal vez...
―Solo falta que usted también tenga problemas con el suyo, señora.
―No -respondió ella-, mi pasado está demasiado bien escrito y sellado. Ya descansa en paz.
―Lo dice como que no quisiera revivirlo.
―¿Para qué?, ¿qué se logra reviviendo un pasado?, ¿acaso algo cambiaría?
―No, supongo que nada cambiaría, pero el pasado es como la cinta de un electrocardiograma, en vez de mostrar cómo está nuestro corazón nos indica con distintos picos la intensidad de nuestros recuerdos.
―¿Sabes, muchacho? Tú analogía es muy interesante y rebuscada a la vez. Jamás me hubiera imaginado comparar la cinta de un electrocardiograma con mis altas y bajas del pasado. Pero ahora que lo pienso tienes razón. Los picos de intensidad de nuestro pasado pueden parecérsele. Sí. Sin dudas.
―Es solo una comparativa. El pasado es importante para nosotros. En cierto modo también nos dice, a modo de susurro, quienes somos, de dónde venimos, como mejoramos o desmejoramos, y pasa factura de nuestro paso por la vida.
―Eres un poeta.
―No, claro que no, señora. Soy un hombre demasiado vulgar para ser un poeta. Solo que en los últimos años muchas cosas se han sucedido en mi vida y en muy pocos días he debido de revolverlas abruptamente. Es como que muchos días estaban metidos dentro de una gran bolsa, todos mezclados sin ton ni son, y he debido ordenarlos.
―Creo entenderte... Dime... ¿qué has venido a buscar a Posadas? -preguntó la mujer gorda con extrema curiosidad.

Justo en el instante que el muchacho respondería la chica desde dentro del automóvil lo llamó. Fue en ese momento que él se agachó, metió la cabeza por la ventanilla y habló con ella.

―Me tendrá que disculpar, señora, pero debo irme. Mi novia tiene ganas de descansar.
―Claro, no hay problema. Además, ya se está entrando completamente el sol y como nos encontramos en una ciudad desconocida será mejor ir buscando donde pernoctar.
―Así es -dijo él.

Se despidieron con un apretón de manos, con ese lenguaje universal que tanto entienden los que se conocen como los desconocidos. La mujer gorda decidió volverse por donde había venido. Ya había pasado más de una hora y seguramente Lourdes la esperaba en el automóvil.

El muchacho subió al automóvil y encendió el motor. Tras arrancar y hacer unos pocos metros observó por el espejo retrovisor como aquella extraña mujer caminaba en dirección opuesta al automóvil. Por un instante sintió la sensación que aquel encuentro tenía una carga extraña en sí mismo. Como si ese encuentro de dos desconocidos tenía razón de ser por algún motivo. Pero inmediatamente miró al frente y se concentró en el manejo. La chica a asu lado bostezaba. Se la veía cansada.

―¿Estás cansada? -preguntó él.
―Sí, muy...
―Ya llegamos al hotel... falta menos para que el día termine.


(Continuará en un próximo capítulo...)

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