Saint-Exupéry (cinco)



CINCO


[...] En la primavera de 1992 mi madre murió. Fue un día normal para casi todo el mundo, pero infeliz para mí. Tal vez ese mismo día otros seres humanos lloraron a sus seres queridos también fallecidos, pero eso a mí no me importaba, no, claro que no, en mi mundo ahora ya no éramos dos sino solo uno y eso lo hacía muy distinto. Todo ahora se había vuelto un mundo unipersonal. Durante el velorio, mientras los familiares pasaban y me daban sus condolencias, no derramé una sola lágrima. Sentía dentro de mí el fuego de mil soles de dolor, pero aun así me mantuve íntegro. Una tristeza inacabable. Y todo confluía en una imagen final: un bosque gris después que es arrasado por un monstruoso incendio.

Después del funeral volví a casa caminando. No deseaba volver en el automóvil de la funeraria. Quería caminar, distraerme, hacerme a la idea de que ahora la soledad y yo formaríamos una pareja casi indivisible e iniciaríamos instantáneamente un proyecto de convivencia. Salí del cementerio cerca del mediodía y llegué al barrio como a la hora y media. Mi paso era lento, distraído. No tenía apuro a llegar a ningún sitio. Aunque abrigaba la idea esperanzadora de que a quien había enterrado no era mi madre, y al llegar a la verja de la casa la vería barriendo las hojas de la parra caídas al piso. Mantener aquella esperanza un tanto tonta dentro de mí durante el viaje de regreso me hizo llorar. Me auto-engañaba como si fuese un chico con problemas mentales. Pero mi interior sabía que tan solo era una actuación escénica y que la verdad ya estaba sellada. Mi madre había muerto.


Al llegar frente al hostel “Roma” me detuve unos minutos y observé el cartel. Me vino a la mente el día que conocí a Lourdes en el colectivo, cuando la acompañé hasta ese sitio, el momento que charlamos en su habitación. Parecía que aquello hubiera sucedido muchos años atrás, tal vez en el siglo pasado. Desde mi punto de vista observé la cortina de la habitación donde ella se alojó por aquellos días. Permanecía cerrada. Sentí unas ganas locas de entrar y hablar con la chica de los piercings. Al entrar ella estaba haciendo lo mismo que el día que la vi por primera vez: garabateando con una birome un papel.

- ¿Señor? –dijo ella al verme entrar.
- ¿No me recuerdas?
- ¡Sí!, ¡perdón!, ¡ahora que lo veo bien sí lo recuerdo!... ¿cómo está?
- Bien. Solo pasaba y de repente quise hacerte una pregunta, aunque no quiero comprometerte, claro, pero me gustaría saber si has visto a Lourdes, la chica del tatuaje y el pelo lacio…
- Hmmmm –dijo la chica de los piercings mientras miraba hacia arriba en un gesto de búsqueda mental- a decir verdad se fue a los pocos días de estar aquí. Pero el día que se despidió dijo algo de que viajaría al norte, creo que a Misiones, ¡sí, Misiones!, porque allí tenía una tarea con un grupo de ecologistas.
- ¿Ecologistas? –pregunté sorprendido.
- Sí, ecologistas ¿No le habló ella de eso?
- No, no me dijo nada sobre ecología.
- Pues sí. A mí me lo contó el último día. Pensé que usted lo sabía, como aquellos días los vi tan juntos.
- No. No me contó nada.
- Dijo que pertenecía a un grupo ecologista que se encargaba de cuidar la flora en regiones selváticas. No era un grupo numeroso, y la mayoría eran mujeres. Así que ella viajaba a diferentes sitios durante el año para ayudar con la ecología de esos lugares.

No supe qué decir. Me quedé mirando perplejo los labios de la chica sin saber qué pensar o qué decir. A veces la gente termina sorprendiéndote y saca de la galera profesiones o gustos de lo más variados y raros ¿Ecologista?, pensé. Jamás me hubiera imaginado que lo fuera. Pero me gustaba aquello. Después de todo las nuevas generaciones parecían empezar a tener una nueva comunión con el planeta, entonces ¿por qué Lourdes no?

Al llegar a casa me senté debajo de la parra a tomar un vaso de agua. Estaba sentado en la silla mecedora que por más de cincuenta años había acunado y mecido a mi madre. Ahora, como si fuera una herencia que automáticamente aquel día se había hecho realidad, la silla pasaba a ser parte de mis cosas personales, como si de alguna manera el sentarme y mecerme en ella me conectará las fibras más íntimas de mi ser con el recuerdo vivo de ella.

Después de un rato de estar allí sentado sin hacer nada, solamente mirando la nada y con la mirada roma, pensé que las dos cosas que mi madre había deseado no las había cumplido aún. Me encontraba soltero, como primera medida, y no había encontrado el regalo que mi padre le había obsequiado en su adolescencia. Un sabor amargo me sobrevino a la boca. Seguramente fue el nerviosismo cargado de dolor y pena por todo lo sucedido aquel día. Pero no lloré. Decidí que mi madre me hubiera querido ver fuerte, entero, sin lágrimas en los ojos por su ausencia.

El resto de aquel día la casa me pareció distinta. Los objetos parecían totalmente ajenos a lo que yo recordaba. Como si de repente alguien hubiera dejado caer un manto que al quitarlo logró un cambio radical en el espacio y tiempo. Quizá fuera culpa de la luz, o de las sombras de la noche. Hasta pensé que podía estar empezando a volverme loco entre aquellas paredes a las pocas horas de haber enterrado a mi madre. Para no llegar a ese punto decidí ponerme a leer un libro hasta que el sueño me doblegara. Tomé el libro de Kafka, “El proceso” y seguí leyéndolo desde la marca que había dejado en él la última vez. Al instante recordé que había dejado de leerlo el mismo día que conocí a Lourdes, y eso me hizo sonreír. No por haber dejado la lectura sino porque de algún modo aquel recuerdo me hizo pensar en ella y su bonita sonrisa luminosa.

Envuelto en el recuerdo agucé el oído y escuché los latidos de mi corazón. Parecía cansado, extenuado por el dolor sufrido durante el día. Me pareció que podía entablar una charla con él y explicarle que así era la vida, que cuando los sufrimientos se presentan él, como órgano principal y símbolo de vida, se sentiría así, abatido y extenuado. Llegada la medianoche cerré el libro y apagué la luz del velador. El silencio de la casa parecía sepulcral. Recé un padrenuestro por el alma de mi madre y fue aquella noche la primera vez que caí en la cuenta de estar hablando con ella en pensamientos. Finalmente los objetos de la habitación fueron tornándose borrosos bajo la luz lunar y terminé durmiéndome.


(Continuará en un próximo capítulo...)


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Saint-Exupéry (cuatro)



CUATRO


[...] Después de la lluvia la ciudad pareció limpiarse hasta de pecados. La tierra desprendía un exquisito olor a humedad y el aire acarreaba manojos de olores de vergeles de vaya a saber qué mundos. El anochecer se posaba ese día sobre la ciudad de manera cautivante dejando contrastar las pequeñas luces de las calles con un cielo azul oscuro que prontamente se volvería negro. Mi madre hacía la cena, un guiso de arroz y pollo, y yo la observaba desde la silla en la que me encontraba sentado debajo de la parra.

Desde allí la noche parecía magnífica, y los movimientos exactos y suaves de mi madre en la cocina también. De ella aprendí que la suavidad más que una cualidad es un don que puede colarse en los genes y viajar a lo largo de nuestra vida demostrando que somos seres capaces de expresarnos a través de ella. Cada utensilio, cada verdura, cada acción que mi madre tocaba o realizaba en la cocina iban cargadas de esa suavidad que aquí describo.

Sorbía lentamente una copa de vino y olfateaba el olor a guiso que se esparcía por el aire. Me retrotraía todo aquello a mi niñez y a los días bonitos en los cuales mi abuela solía esperarme a la salida del colegio con sus exquisitas comidas. Perforado por los recuerdos terminé la copa y esperé que mi madre me llamara a cenar. Mientras, pensaba en el día que estuve junto a Lourdes en el hostel. Nuestra charla, nuestra conexión, el modo de mirarnos. Analicé todo aquello que sucedió ese día y dejé expuesta una hipótesis que hablaba sobre las posibilidades que brinda el destino y cuan vulnerables somos a ellas. Embutido en todos esos pensamientos escuché la voz de mi madre llamándome a cenar. Cenamos y bebimos una copa de vino blanco. Mientras comíamos ella bebía despacio sorbitos diminutos.

Esa noche al acostarnos mi madre se dirigió a mi habitación a charlar unos minutos. Me sorprendió verla parada junto al marco de la puerta con su camisón de algodón blanco. Hacía mucho tiempo que no veía a mi madre con su ropa de dormir, tanto quizá como desde que era un adolescente. Apenas la vi el corazón se me estrujó. Era más menuda de lo que la recordaba. El tiempo, a su forma, se estaba haciendo cargo de envejecerla a su antojo.

- ¿Puedo pasar, hijo? –dijo ella con un cariz tierno en su voz.
- Claro, mamá –dije yo.

Ahora estábamos los dos sentados sobre el borde de la cama. Ella tomándome de la mano y mirándome con sus ojos de madre.

- Quería decirte hijo que me hace muy feliz verte sano, fuerte y ya hecho un hombre. Es un tesoro para mí que eso sea así. Después de la muerte de tú padre no pensé que fuera capaz de llevar esta casa adelante y hacer de vos un muchacho capaz de enfrentar la vida. Pero ya vez, todos nos equivocamos en algún momento, y los pensamientos no son esquivos a ello. He pensado que ya soy una mujer mayor y que algún día la vida terminará para mí. He estado pensando mucho en esto en los últimos meses –ante estas frases mi semblante cambió, pues de algún modo ella me mostraba una realidad de la cual yo no quería saber nada- sobre muchas cosas que he deseado, que he soñado y que se han hecho realidad o no en mi vida. No me arrepiento de nada, eso es sí. Hice la mayoría de las cosas que he deseado hacer. Sin embargo hay un par de cosas que quisiera ver antes de morir…

Con un nudo en la garganta y una presión horrible en el pecho miré fijamente a mi madre y le pregunté:

- ¿Qué cosas mamá?

Ella acarició su mano izquierda con la derecha y titubeó. Parecía estar sumida en una contienda interior que pronto expulsaría un veredicto final. Otra vez comenzó a llover. Las primeras gotas impactaban sobre el techo y comenzaba a ingresar el olor a tierra mojada lentamente por las ventanas de la casa. Un aire fresco inundaba la habitación. Entonces mi madre volvió a mirarme, posó sus manos en su falda, y dijo:

- Me gustaría verte feliz con una mujer. No hablo de casamiento, no hablo de nietos, no. Sino de felicidad. De leer en tus ojos que has encontrado una chica que te haga feliz de una vez por todas. ¡Tampoco hablo de atorrantas! –dijo gesticulando y riendo- ¡No!, hablo de alguien que remueva tus sentimientos y los ate con los de ella de una manera tan fuerte que seas incapaz de zafar. De modo tal que ya no quieras seguir en soltería. Esa es la primera cosa que me gustaría ver antes de morir…
- ¿Y la segunda? –pregunté.
- La segunda es algo que tiene que ver con mi adolescencia y de algún modo está ligado a vos. Es algo que pasó hace muchos años, cuando recién nos conocíamos tú padre y yo. Es algo simbólico, algo tal vez que suene a tus oídos como hasta tonto, pero para mí cobra un significado muy grande.
- ¿Qué es, mamá?, ¡no lo hagas tan largo!
- Cuando tú padre y yo nos conocimos y decidimos ser novios él me hizo un regalo. Fue un regalo simple pero que a mí me colmó de alegría. Fue inesperado. Nos veíamos siempre por los atardeceres en la plaza de la ciudad donde ambos nacimos, Posadas. Y ese día, al aparecer en su bicicleta por la esquina, traía consigo un paquete envuelto en papel madera. El paquete era pequeño, atado con hilo en forma de cruz, y tenía un bonito moño. Tú padre se sentó a mi lado, me besó, y antes que yo pudiera decir palabra alguna puso el paquete en mi falda y me dijo que era su primer regalo, que estaba emocionado por ello y que lo había comprado con varias semanas de salario. No pude menos que emocionarme. Solté unas pocas lágrimas que cayeron sobre el papel del regalo dejando marcados unos círculos oscuros. Entonces tú padre me beso. No me dio tiempo a abrir el regalo. Nos besamos un buen rato sentados en aquel banco de la plaza.
- ¿Y luego?, ¿qué pasó?, ¿lo abriste?...
- Cuando quise abrirlo tú padre me detuvo. Dijo que no lo abriera allí, que lo hiciera dentro de la iglesia. Que sería un bonito modo de hacerlo, ahí, justo frente a Dios. No me pareció mala la idea, y como la iglesia estaba frente a la misma plaza asentí.

Mientras mi madre hablaba la lluvia caía a baldazos. El cielo relampagueaba y parecía venirse abajo. Ahora estaba fresco y un viento cargado de humedad hacía flamear todas las cortinas de la casa. Por un instante mi madre volvió a sumirse en un titubeo. Sus labios se movían de manera nerviosa como si hablaran con un alguien invisible. Su mirada volvió a perderse y de pronto pensé que aquello que quería contarme de algún modo la hería, la lastimaba en sus profundidades. Como si los recuerdos que traía a tiempo presente se materializaran como una filosa daga que al salir a la luz hirieran parte de su espíritu. La tomé de la mano y acaricié su mejilla. Me pareció una niña frágil y sumamente expuesta. Aun así podía vislumbrar en ella a aquella mujer fuerte y decidida que me había dado la vida y criado durante todos esos años. Pensé en decirle que ya era suficiente, que podríamos hablar de cualquier otra cosa, o bien ya irnos a dormir, pero no tuve tiempo, solo fue una intención, pues ella continuó su relato.

- Cuando tú padre se despidió de mí aquella tarde yo crucé camino a la iglesia. Me senté en un banco, miré la cruz y vi el rostro del Cristo crucificado. Por un lado sentía profunda emoción y curiosidad por el regalo y por otro sentía una especie de pregunta constante en mi interior. Una vocecita que me decía muy lejanamente, “¿estás viviendo algo especial?, ¿crees que es así?” A pesar de que esa pregunta me resultaba extraña y a la vez no tenía una respuesta certera yo tenía la sensación de que sí, de que aquello que me sucedía con tú padre era importante para mi vida. Si bien uno nunca sabe cuándo algo nos marcará nuestra vida, a veces tenemos ciertas premoniciones o avisos que nos indican que pueden llegar a serlo. Eso sentí aquel momento. Después de mirar por un rato largo al Cristo en la cruz desaté el hilo que ataba al paquete y quité el papel. Y allí estaba, mi regalo ante mis ojos.
- ¿Qué era, mamá? –pregunté con mucha curiosidad.
- Fue un momento de muchos nervios y alegría a la vez. Era algo que yo deseaba desde hacía mucho tiempo y se lo había hecho saber a tú padre.
- ¿Pero qué era?
- Bueno, verás –dijo mi madre tomándose su tiempo- esa es la segunda cosa que quiero que hagas.
- ¿Hacer? –pregunté sorprendido- ¿cómo hacer?, ¿a qué te refieres?
- Sí, quiero que hagas una búsqueda. Puedes iniciarla ahora o después del día que yo muera. No importa. Quiero que busques el regalo que tú padre me regaló aquel día y yo dejé en aquella iglesia.
- ¿Lo dejaste en la iglesia?, ¿por qué?, no entiendo…
- Hijo, cuando encuentres el regalo sabrás por qué…


Después que mi madre tuvo aquella charla conmigo se acostó y ya no pude dormirme hasta bien entrada la madrugada. Daba vueltas en la cama y escuchaba la lluvia caer. Me levanté y me dirigí a la cocina. Estuve ahí parado al lado de la mesa, en medio de la oscuridad, viendo la lluvia caer sobre la parra y cómo las gotas que atravesaban a ésta se estrellaban finalmente contra el suelo. A pesar del sonido de la lluvia parecía que un amplio y sobrecogedor silencio se hubiera apoderado de
toda esa noche. Me preguntaba cuál habría sido el regalo que mi padre había hecho a mi madre, la razón por la que ella lo dejó en la iglesia, y así más preguntas y conjeturas se tejían con el pasar de los minutos. Una diminuta paloma estaba acurrucada en un esquinero de la parra. Parecía verme en medio de la oscuridad. Movía rápidamente su pico y clavaba sus ojos en mí. De algún modo para aquel animal yo no pasaba desapercibido, todo lo contrario, ella sabía que yo estaba ahí, parado, tejiendo conjeturas y deseando que el destino me hiciera descubrir los porqué ocultos.


(Continuará en un próximo capítulo...)

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Saint-Exupéry (tres)





TRES



[...] Llueve, es una de esas tardes grises en las que cae una llovizna incansable mojando todo lo que encuentra a su paso volviendo cualquier rincón sombrío. Estamos con mi madre tomando mates debajo de la galería y comiendo bizcochos salados. Cuando Elena Villalobos ceba mates podría decirse que posa para una fotografía. Junta sus dos diminutas piernas y sus zapatos quedan alineados. Luego endereza su espalda y vierte un fino e interminable chorro de agua caliente en el mate, con total concentración y sin distraerse ni un segundo. Sin embargo cuando toma el mate lo hace totalmente distraída mirando las hojas de la glicina, el sol o los pájaros. Puede decirse entonces que tiene dos estados: uno de total concentración y el otro todo lo contrario, en el cual fluye vaya a saber porque mundos.
Es abril, se acerca mi cumpleaños. Ayer dejé a la chica del tatuaje en el hostel y no he vuelto a saber de ella; pero eso no quiere decir que no sienta la curiosidad por saber de ella. Todo lo contrario, ¡qué más quisiera en este momento que saber de ella! Tomo los mates que ceba mi madre en completo silencio. Ella cada tanto habla de algo intentando disolver el silencio que yo me encargo de mantener a nuestro alrededor. Habla del precio de la verdura, de los canarios nuevos que compró doña Herminia nuestra vecina, o qué partes de la parra yo debería podar. Sé que se ha dado cuenta de mi silencio y más aún, de mis pensamientos también. Imposible escapar a su perspicacia.

- Deberías ir y ver a esa chica –dice descolgándose de los demás dichos.

Y entonces la miro y pienso que tiene razón. Pienso que una vez más me atrapó. Que si me quedo allí me volveré gris como el día y mi cerebro se fritará de tanto pensar. Saludo a mi madre con un beso y salgo a la calle en dirección al hostel “Roma”.


La llovizna me moja la campera pero no me importa. Cada tanto me gusta sentir la lluvia caerme encima. Me gusta percibir lo fresca y revitalizante que es. Camino despacio, de vez en cuando miro al cielo y un par de gotas me caen en los ojos. Me rio como un tonto cuando eso sucede. Entonces me imagino ser el cantante de Coldplay, en el video “Yellow”, cuando camina por la playa. Me parece escuchar la música y estar caminando por la playa. Veo todo el cielo gris hasta el horizonte. Nadie cerca de mí. Solo yo, la naturaleza, la lluvia y esa canción que tarareo bajito. Así camino las tres cuadras que me separan del hostel. Al llegar me parece estar frente a una construcción colonial, y el cartel, que tan bonito y grande se veía en días soleados, ahora me parece una vieja chapa de colores descoloridos. Dentro está la chica de los piercings. Concentrada, haciendo garabatos con una birome sobre un papel. Me acerco a la puerta de vidrio y golpeo con los nudillos. La chica al verme se sorprende y sobresalta. Me dice que está cerrado, que solo pueden pasar quienes se hospedan. Entonces le hago un par de muecas, algunas morisquetas y le sonrío. Hago uso de algunas de mis dotes de mimo. La chica se ríe y finalmente atiende la puerta.

- ¿Está loco? –me dice riendo y apoyando su dedo índice en la sien mientras mueve la mano.
- A veces –le respondo-, a veces suelo estar loco, sí.
- ¿Qué quiere?
- Solo una pregunta y me voy, tampoco quiero interrumpirte ¿Te acuerdas de la chica del otro día?, de la que vino conmigo.
- Sí. La chica de la mochila y pelo lacio.
- Esa misma, ¿aún está hospedada acá?
- Sí, pero ahora no está, salió. Aunque no debería darle esa información.
- No, no. No lo tomes a mal. Solo deseo saber eso porque necesito hablar con ella.
- Bueno, ya le dije que sí. Ahora puede irse, ya está cerrado y me compromete.

La chica de los piercings cerró la puerta a mis espaldas y echó llave. Decidí quedarme a esperar. Tarde o temprano la chica del tatuaje volvería al hostel. La lluvia amainó un poco. Yo ya estaba completamente empapado. Me senté debajo de un alero en frente del hostel mientras esperaba. Cerré los ojos y recordé algunos pasajes de mi adolescencia. Días de lluvia en los que volvía de alguna fiesta junto a mis amigos. Borrachos, extasiados, muy alegres. No había nada mejor que una bendita lluvia para momentos así. Podría decir que fueron buenos momentos, en los cuales comencé a conectarme con una parte muy profunda de mí ser. Aprendí por aquellos días que no era tan malo ser hijo único, y que en realidad, si se lo miraba bien, hasta resultaba ser ventajoso. Al cabo de una hora la lluvia había cesado por completo. El atardecer trajo rápidamente la oscuridad del cielo tras de sí. Tenía frío. Decidí que si la chica no aparecía en un rato volvería a casa a cambiarme de ropa y a leer un poco. Por aquellos días estaba leyendo algo de Kafka, creo que “El Proceso”.

Cuando ya estuve a punto de sucumbir en la espera vi aparecer un paraguas verde a lo lejos. Era ella, la chica del tatuaje. Lo bueno de su tatuaje era que nunca estaba sola, el personaje de Saint-Exupéry siempre viajaba en su antebrazo, con ella. No la dejaba sola ni a sol, ni a sombra. Cruzó la calle y al verme sentado debajo del alero se acercó.

- Hola… ¿qué haces aquí todo mojado? –preguntó sorprendida y con su sonrisa luminosa.
- Pues… te esperaba –dije sin pensarlo.

A veces no pienso demasiado las cosas que digo. Aquel fue un caso así. Respondí lo que me salió impulsivamente. Creo que a ella le gustó y percibió el impulso.

- ¿Sí?, ¿debo sentirme halagada?
- No lo sé ¿Te sientes halagada por mi espera? –pregunté.
- Pues… sí. Es lindo que alguien te espere ¡Y más bajo la lluvia!
- Tienes toda la razón del mundo.

Entonces ella cerró el paraguas verde y se sentó a mi lado, bajo el alero, a ver llegar el anochecer.

- ¿Puedo hacerte compañía?, no tengo nada que hacer en la habitación. Además, si has venido a hacerme compañía es un modo que devuelva tú gentileza –dijo riéndose.
- Claro. No me preguntes por qué, pero el hecho de sentirte cerca me da mucha serenidad. Es difícil de explicarlo, pero se siente como si me recostara sobre una alfombra mullida, de pelos largos y esponjosos, que invita al descanso con solo saber que está allí: cerca de uno.
- Me halagas con lo que me dices.
- Pues no es un cumplido, es la pura verdad.
- ¿Sientes frío?, estas empapado.
- Un poco. No tanto. Ya se me pasará.
- Ok. Cuando tengas frío me dices y subimos, y te presto una de mis remeras y una de mis camperas.
- Vivo cerca, no hace falta. Además mi talle no es tú talle –dije haciéndole un gesto de nuestra diferencia de físicos- aunque me agradaría que tuvieras ese gesto.
- ¿Crees que las personas hacemos las cosas por algún motivo especial?, me refiero a si lo que acabo de decirte tiene alguna consecuencia en mi beneficio, por ejemplo.
- Algunas creo que sí, otras creo que solo lo hacen porque así son, porque nacieron así, simples.
- ¿Y qué te parezco yo?
- Simple –respondí a secas.


Esa noche subí a su habitación y me prestó una remera (que me quedó completamente ajustada) y una gastada campera de jeans (que según ella había pertenecido a un ex novio). Metí mi ropa mojada en una bolsa. Me quedé hasta las diez de la noche charlando y tomando una gaseosa. Hablábamos de cosas ocultas. De lo que escondemos y no nos atrevemos de contar. De las cosas que son tabúes para uno mismo y de cómo lo manejaba cada uno. La charla era sumamente interesante. Ella hablaba y gesticulaba con mucha expresividad. Por momentos debo decir que me parecía una criatura completamente cautivante. Mientras duró la charla escuchábamos una música de los Beatles que llegaba de un par de habitaciones vecinas. Fue la primera vez que charlé de mis cosas con ella. Jamás pensé que podría abrirme tanto con alguien y contar así como así mis cosas. Al momento de irme me acompañó hasta la puerta. Nos dimos un beso en la mejilla y nos sonreímos como tontos. Así, parados bajo una noche cerrada y húmeda, prometimos volver a vernos. Al irme, tras haber hecho unos pocos metros, me gritó:

- Mi nombre es Lourdes.

Así fue como en 1992 conocí a Lourdes, la chica del tatuaje del Principito que usaba un paraguas color verde.



(Continuará en un próximo capítulo...)


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(Imagen: tomada de la web desde Google, sin autor aparente)
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Saint-Exupéry (dos)




DOS



[...] No hicieron falta muchas palabras para decirle a la chica del tatuaje que la acompañaría encantado hasta el hostel “Roma”. Ella asintió con su sonrisa luminosa. Me encuentro parado en la recepción: desprolija, chiquita, con un viejo mostrador, y sobre él una campanilla y un pinche para papeles. Una joven adolescente con varios piercings en su cara nos atiende con modo cansino. A la chica del tatuaje parece no importarle su parsimonia. Al contrario, ella sigue esbozando su sonrisa luminosa. Por algún motivo inexplicable me pierdo en el laberinto de sus dientes y la superficie de sus labios cuando sonríe. Ni siquiera puedo pensar en ese instante. Es como algo magnético que me estupidiza.

La chica firma el formulario, paga un par de días de hospedaje y finalmente entrega su D.N.I. para que la adolescente le haga una fotocopia. Mientras esperamos volvemos a charlar. Hablamos de cosas variadas, como música, cine, de qué lugar es, qué hace en mi ciudad, a qué se dedica. Son frases breves pero muy ricas e informativas. Entre frase y frase sigue desplegando su bonita sonrisa. Al hablar de música se quita los auriculares, busca un tema en su ipod y me lo hace escuchar. Es un tema de Soda Stereo, un viejo tema de ellos, y me gusta volverlo a escuchar. Mientras tengo los auriculares en mis orejas y escucho la canción la miro fijamente como si la música me protegiera de su mirada. Observo su rostro, sus gestos, pero no pienso nada. Solo escucho la música y la observo.
La recepcionista de los piercings finalmente le devuelve su D.N.I. Salimos a la vereda y ya casi con la charla totalmente agotada sabemos que debemos despedirnos. No quiero hacerlo. Me siento como esos chicos que no esperaban una sorpresa y de repente la tienen frente a sus ojos, es un bonito juguete, uno que tal vez ni deseaban, y ahí está justo ahora frente a sus ojos para poder disfrutarlo. Pero no hago nada. Levanto la mano, y la muevo oscilando de izquierda a derecha. “Bueno, un gusto haberte conocido”, le digo. Ella me sonríe y no me habla. De repente se acerca y me besa en la mejilla. Un beso muy sentido. “Gracias, muchas gracias”, me dice.

Me alejo del hostel “Roma” caminando por la misma vereda de mi casa. Cada tanto miro por sobre mi hombro para ver si veo a la chica del tatuaje, pero ya se ha ido. Siento ese vacío en el estómago como cuando las cosas no te salen. Me digo que fui un tonto pues se ha ido y no le he preguntado su nombre. Aunque sé que se hospeda ahí por un par de días. Tengo un punto de referencia. Al llegar a la verja de mi casa veo a mi madre a lo lejos barriendo el patio de la galería. Encorvada, viejita, con sus pasos cortitos, matando el tiempo de la tarde. Me agarra una terrible angustia, y me dan ganas de llorar, pues pienso que esa imagen tal vez algún día solo se dibuje en mi cerebro y quede solo su estela en el patio, como algo que ya fue y ahora es parte del pasado. Abro la puerta de reja despacio, no quiero que mi madre se dé cuenta que he llegado. Es que ama las sorpresas. Cuando la sorprendo se agarra los cachetes de su cara con las manos y a veces ríe hasta llorar. Es increíblemente bonito ver aquello. Desde niño he vivido esos momentos como algo único, como esos tesoros que todo el mundo debería de envidiar y solo yo poseo: la sonrisa de sorpresa de mi madre.

Mi madre se llama Elena Villalobos, y nació aquí, en ésta ciudad. Cuando conoció a mi padre era apenas una niña que estaba entrando a la adolescencia y el amor la tomó por sorpresa. Ella dice que fue amor a primera vista. Que eso existe y que solo hay que saber reconocerlo. Que la juventud ha perdido la patita de la brújula, que amor era el de antes, y un sinfín de dichos más que solo hacen que el pasado parezca mil veces mejor que el presente. Cuando se enamoró de mi padre era virgen. Siempre me dice que fue mujer de un solo hombre y que así debería ser. Cuando dice esas cosas me mira fijamente como si en esas miradas me reprochara el que yo me acueste con una u otra mujer. “Hay hijo, búsquese una chica seria, de su casa, y deje de salir con tanta atorranta” Esas frases se han grabado a fuego en mi mente. Sin embargo cuando me las dice me sonrío y le hago bromas, y ella afloja. En seguida se hace mi cómplice y reímos.

Mi madre dice que mi padre debía haber sido en parte como yo. Dice que así hubiera sido el hombre perfecto para ella. Y tras decirme cosas como aquellas casi siempre alguna lágrima se le escapa. Como todo el mundo han tenido un matrimonio con sus complicaciones. Mi padre era un tipo recto, que bebía mucho y en esos momentos solía volverse tosco e irreconocible. Tanto ella como yo sufríamos mucho las noches de borrachera de mi padre. “Pobre doña Elena” solían decir algunas vecinas tras escuchar las peleas que mi madre sostenía con mi padre en esos días. Sí, mi madre ha tenido días malos en su vida.


Tras entrar la sorprendí barriendo e inmediatamente se agarró sus cachetes y se puso a reír. Me abraza, me da muchos besos y me pregunta que tal estuvo mi día en el trabajo. Ahí, parados bajo la galería del patio, le comento rápidamente las cosas que me han pasado en el día. Cuento todo menos lo de haber conocido la chica del tatuaje del Principito. Pero claro, una madre siempre percibe cuando su hijo no vacía todos sus bolsillos de verdades; así que cuando termino de hablar y me quedo en silencio se queda mirándome y me pregunta “¿qué más?...” Y le cuento: una chica, bonita, con un tatuaje, el colectivo, el hostel de acá a tres cuadras, su sonrisa, y todo eso. Me toma de las mejillas y me mira con una sonrisa.

- Te ha gustado, ¡¿eh?! –dice sin dejar de agarrarme de las mejillas.
- Sí. Bastante.
- ¿No será otra atorranta, no?
- No vieja, no. Es una chica que ni conozco, solo nos cruzamos. Ni sé su nombre.
- ¡¿Pero cómo?!, ¿te gustó, charlaste con ella, y no le preguntaste su nombre?
- No, se me pasó.
- Hijo, hijo… esas cosas no se dejan pasar… aunque ahora que lo pienso debe haberte gustado mucho y mientras la mirabas tal vez volabas vaya a saber por qué mundos…

No me gusta hablar de mi vida privada. Tampoco con mi madre. Ser hijo único me ha llevado a siempre arreglármelas por mi cuenta y a no depender de nadie, salvo de mí mismo. Es como desde niño construir un escudo, como hacían los vikingos, y con él protegerme de todo. Sin embargo hay cosas que dejo filtrar y las cuento. Mi madre ha sido en eso una de mis confidentes más cercanas. Otras veces algunas de mis parejas lo ha sido. Pero aquel día no tuve reparos en contarle a mi madre sobre la chica del tatuaje; todo lo contrario, algo en mí deseaba que lo hiciera.

(continuará en un próximo capítulo...)

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(Imagen: http://arkaitz77.blogspot.com/2010/04/roma.html )
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Saint-Exupéry (uno)



UNO



Saint-Exupéry. Pienso ese apellido y lo repito un par de veces dentro de mi cabeza. La vocecita que habita allí lo dice aplicadamente como si fuese una de esas lecciones que tenés que memorizar en la escuela. No pienso en el escritor francés, tampoco en su vida, mucho menos en el legado de su obra y lo que representa para millones de personas. No. Pienso en el tatuaje del Principito que lleva la chica que va dentro del colectivo, agarrada del pasamano, con auriculares en sus orejas y mirada perdida. Una perfecta extraña que capta toda mi atención. Yo soy un extraño más dentro del colectivo, del cual ella ni se percata de su existencia. Sin embargo desde que vi el tatuaje en su brazo no dejo de pensar en que es alguien particular. No todas las mujeres piensan en tatuarse el principito en el antebrazo. Mucho menos si está parado sobre su asteroide. Ocupa mucho lugar, abarca mucho de vos. Ella sí, y eso me atrapó considerablemente la atención.

En lo que dura el viaje pienso muchas cosas. Miro por la ventana y observo gente en bicicletas, en motocicletas, caminando. Cada uno con una meta a la cual llegar. Me imagino que algunos estarán felices y otros tristes. Algunos tal vez sin siquiera saber su verdadero estado emotivo. Todos, sin excepción, emiten algún síntoma que delata su estado. Miro a la chica y sigue ahí, parada, sin moverse, sin gesticular, con la mirada perdida y su brazo tan llamativo exhibiendo el tatuaje. Tengo ganas de levantarme del asiento y decirle que su tatuaje me encanta, que El Principito era un libro que mi abuelo tenía olvidado en un viejo cuarto de su casa y ahí fue que lo descubrí. Pero no me animo. Me quedo clavado en el asiento sin hacer nada. Siempre el mismo quedado, incapaz de arriesgarse a algo más en su vida.

Después de unos quince minutos el colectivo enfila por la avenida San Martin. Es hora de bajarme así que dejo el asiento y me paro en la puerta de atrás, toco el timbre y espero a que se detenga. Desciendo, y al pisar el suelo me acomodo la mochila en mi espalda. La chica ha bajado. No me di cuenta. Está parada a mi lado y en ese instante despliega un mapa de mi ciudad. Razono que no debe ser de aquí, tal vez una turista o alguien que vino a buscar un determinado objetivo. Le hablo. No me escucha. Vuelvo a hablarle y esta vez se percata de mí. Achica un poco los ojos por el sol, me observa unas milésimas de segundo y se toca curiosamente la oreja. Sonrío y ella me devuelve la sonrisa con otra, muy luminosa, simple, de esas que rara vez uno puede encontrar en los desconocidos.

- ¿Estás perdida? –pregunto.
- Algo así. Busco el hostel “Roma”, creo que es por este barrio.
- Sí –digo sin pensar- es allá, en aquella esquina. Respondí mecánicamente, algo raro en mí.

Entonces ambos nos quedamos mirando la fachada de un viejo edificio que tiene un cartel grande que dice “Roma”. Me siento raro al lado de ella. Como si desprendiese algo que me incomoda. Pero no es una incomodidad fea, todo lo contrario, es una sensación incómoda pero agradable, como que me pone nervioso y feliz a la vez. Nos miramos de nuevo y nos reímos como dos tontos. Ya dejé atrás mi timidez, me siento como un pez en el agua ahora.

- Me gusta tú tatuaje –le digo mirando su brazo.
- Hace poco me lo hice. Amo el libro del Principito y decidí tatuármelo con asteroide y todo ¿A vos también te gusta?
- ¿El tatuaje o el libro? –pregunto como un tonto.
- Ambos.
- Sí, ambos me gustan…

En ese momento dos cosas agradecí a la vida. La primera fue conocer a Saint-Exupéry gracias a mi abuelo, y la segunda que justo aquel día haya subido a ese colectivo. Después de todo la vida es así, deja cabos sueltos y un buen día termina por fin atándolos.


(continuará en un próximo capítulo...)


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