Saint-Exupéry (veintisiete)



VEINTISIETE

Esa noche la luna parecía distinta. Un halo verdoso la rodeaba dando la impresión que la cuidaba alejándola de todo aquello que pudiera quitarle belleza u opacarla. “Seguramente es un anillo de humedad”, se dijo Lourdes para sus adentros. Ella estaba sentada en un sillón de metal, en el balcón de un hotel. Habían llegado junto a la mujer gorda al anochecer y habían alquilado una habitación para pasar la noche. El día anterior, cuando Lourdes había decidido ir en busca de la verdad sobre sus orígenes, la mujer gorda sintió súbitamente una necesidad imperiosa de acompañarla.

- No puedes ir sola -dijo la mujer gorda-, yo te acompañaré.

Lourdes asintió. De algún modo ella sentía que aquella mujer que tan desconocida le resultaba en un principio ahora poco a poco se acercaba a ella con sinceridad y cariño. Justo lo que ella estaba necesitando. Tras llegar al hotel y subir a la habitación, Lourdes decidió salir al balcón a tomar un poco de aire fresco y leer un rato. No tenía sueño y no deseaba aún estar acostada. La mujer gorda después de ducharse se entregó por completo a los influjos del sueño. Mientras Lourdes pasaba las hojas del libro escuchaba los ronquidos de la mujer. Después de un rato, ya concentrada en la lectura, dejó de oírlos y comenzó a percibir el aroma dulzón que largaban unas cuantas macetas de flores que estaban situadas justo debajo del balcón. Cerró el libro, y se asomó a mirar. Algo tan simple como aquellas flores la hicieron añorar a sus amigos del grupo ecologista. El perfume embriagó sus sentidos y afloró bonitos recuerdos. Es que su vida había cambiado tanto. Todo era tan vertiginoso por aquellos días. La vida, que antes se presentaba ante ella como una línea recta, se había tornado de repente en un camino sinuoso plagado de curvas y contracurvas. “¿Cuál será mi destino?”-se preguntó-, y no pudo obtener una respuesta que le satisfaciera y la tranquilizara.

Después de leer un buen rato comenzó a sentir sueño. Continuó leyendo hasta quedarse dormida con el libro abierto por la mitad y recostado sobre su pecho. La luna seguía en lo alto custodiada por ese halo verdoso. Entonces tuvo un sueño. En aquel sueño ella despertó en un bote, sola, en medio de un río turbulento. La corriente la llevaba río abajo. El río estaba bordeado por montañas. A ella le pareció que era un cañón, o un par de acantilados que custodiaban el recorrido del río. Era de día. El ruido del agua no la dejaba escuchar nada más. Había un sol espléndido y el cielo estaba celeste, puro, inmaculado. Mientras el bote se desplazaba llevado por la fuerte correntada ella se desesperaba. No tenía remos, ni protección en su cabeza. Estaba semidesnuda, y sentía frío. De repente en el horizonte el río se perdía de improviso. Mas allá solo se veía el cielo. Cayó en la cuenta que allí debía de haber una cascada o, peor aún, una catarata, un gran salto que la despediría al vacío. Sintió como la adrenalina comenzaba a recorrer su cuerpo. El frío que sentía se transformó en el acto en una lava ardiente que recorría sus venas y atravesaba su corazón. Sus sienes le dolían. Un nerviosismo extremo, cargado de miedo, comenzaba lentamente a entumecerle la musculatura.

El bote se aproximaba sin obstáculos al límite con el horizonte. Se podía escuchar el ruido ensordecedor del agua al caer al vacío. El miedo paralizó a Lourdes. Se aferró con ambas manos a los costados del bote y cerró los ojos. No podía pensar en nada. No había imagenes, no había sonidos, solo podía escucharse el fluir de la sangre atravesarle su corazón. El curso del río se enangostaba mucho antes de caer al vacío. Una roca grande bloqueaba casi todo el paso. Con suerte el bote la esquivaría si la corriente lo quería, de lo contrario impactaría contra ella y sería otro fin, también trágico y tal vez el más rápido. Lourdes se mantenía fuertemente asida a los lados del bote. Podía sentir cómo sus dedos le dolían de tan fuerte que asía la madera. Fue entonces que le pareció escuchar una voz. Una voz que era conocida por ella pero que en ese momento no podía identificar. Tampoco podía saber de dónde le llegaba aquella voz. “Debo estar enloqueciendo” pensó en un instante de lucidez.

“¡¡Lourdes, Lourdes!!” decía la voz que parecía provenir al principio desde dentro de su cabeza. Ella abrió los ojos tras escuchar su nombre. El horizonte estaba a su frente. Un cielo diáfano y puro se presentaba como el telón de fondo en un escenario teatral. Atinó a mirar a su izquierda y solo se veía el final del acantilado morir en la nada, en el abismo. Giró rápidamente la cabeza y observó la gran roca que a su derecha obstaculizaba el paso, y allí, justo encima de la roca, estaba aquel hombre que ella había conocido en la gran ciudad. “¡El hombre del hostel “Roma”!”, exclamó en ese instante. “¡Aquí, ayúdame por favor!”, gritó Lourdes con desesperación. El hombre se arrodilló sobre la gran roca y extendió su mano derecha hacia ella. Lourdes tomó la mano del hombre y se aferró con fuerza. Él pegó un tirón y levantó a la chica en el aire, mientras el bote caía al vacío perdiéndose en la bruma que formaba la gigantesca cascada.

Lourdes exhausta logró abrir los ojos y mirar al cielo. Sentía frío de repente. La roca helada la hacía estremecerse. El hombre a su lado le acarició el rostro y esbozó una sonrisa. Esa sonrisa le daba paz, hacía que ella se sintiera protegida, entre algodones.

- Ya todo pasó -dijo el hombre.
- ¿Quién eres? -preguntó Lourdes con desesperación-, ¡dime por favor quien eres!

Pero el hombre no respondió. Solo continuaba con esa sonrisa a flor de labios que mantenía a Lourdes tranquila y con la sensación que nada en el mundo podía dañarla.

- ¿Quién eres? -volvió a preguntar ella.
- Tú sabes quien soy -respondió él a su pregunta.

En ese instante y aún con el eco de aquellas palabras en su mente Lourdes despertó asustada. Al abrir los ojos lo primero que vio fue la gran luna rodeada por el halo verdoso de humedad. Los ronquidos de la mujer gorda seguían llegando desde dentro de la habitación y todo parecía estar sumido en una extrema serenidad y normalidad. Rompió a sollozar poniendo su cara entre sus manos. Aquel sueño había movilizado sus emociones. Hizo que aquel hombre que ella buscaba apareciera en el sueño y la salvara de caer a un precipicio, la salvara de morir. Aparecía como un salvador, como alguien que le generaba una sensación de paz y tranquilidad, mientras que a la vez se sentía protegida. Era el mismo hombre del hostel, el mismo que había conocido años atrás en la ciudad.

Tras un rato de sollozos entró a la habitación y de la mochila sacó una petaca con coñac. Se sentó nuevamente en el balcón y dio unos tragos a la petaca mientras se secaba las lágrimas de sus ojos y mejillas con un pañuelo. El aire fresco de la noche ahora había potenciado el perfume dulzón de las flores. A lo lejos se escuchaba el murmullo de una radio y una música melódica de los años ochenta se dejaba oír. En ese instante pensó que la vida le tenía preparada más sorpresas. Que el sueño tal vez había sido un presagio de la vorágine en la que estaba plantada. El río y su corriente caudalosa parecía asociarse directamente con los días que últimamente había vivido. El hombre que al principio era desconocido en el sueño lentamente se acercaba al hombre que ella conocía en la vida real. Pero la gran pregunta que se formulaba mientras bebía era ¿porqué?, ¿quién era para ella ese hombre que tan enigmáticamente ahora aparecía en su vida?

Tras beber un poco se recostó al lado de la mujer gorda. Ya no escuchaba los ronquidos. Apoyó la cabeza en la almohada y contempló la luna. El halo de humedad lentamente había desaparecido y con él los efectos de aquel sueño.


(Continuará en un próximo capítulo...)

Safe Creative #1107079627905

Capítulos anteriores: 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10 - 11 - 12 - 13 - 14 - 15 - 16 - 17 - 18 - 19 - 20 - 21 - 22 - 23 - 24 - 25 - 26

(Imagen: Fotografía pertenecienta a Ana Cabaleiro (http://cargocollective.com/anacabaleiro) - Montaje propio del blog)
Leer más...

Saint-Exupéry (veintiseis)




VEINTISEIS


El camino, polvoriento, lleno de cantos rodados, se enanchaba llegando al pueblo. Desaceleré intentando que los diminutos golpes que ocasionaban las pequeñas piedras del camino al chocar contra el automóvil no lo dañaran. Tampoco quería que Marina despertara y se asustara. Al aminorar la marcha contemplé mejor el paisaje. La tierra era rojiza, el verde de la vegetación contrastaba de manera elegante inundando de color toda la visual. Solo una vez, hacía muchos años, tenía recuerdos de haber viajado a Misiones. Fue en un viaje de vacaciones, junto a mis padres. Lo que más me había llamado la atención de aquel viaje fue cómo papá conocía de bien todos los lugares. Él había nacido en un pequeño pueblo misionero, y había conocido a mí madre allí también. En aquellas vacaciones ambos parecían un poco distantes. Mientras mi padre tenía un rostro espléndido y desbordante de alegría mi madre se la notaba seria, apesadumbrada, lejana; como si aquel viaje no significara para ella lo mismo que para nosotros. Esas imágenes las recuerdo siempre. Yo pensaba ¿por qué mamá está como triste?, pero por más que se lo preguntase ella lo negaba. Automáticamente, tras mis preguntas, ella sonreía, me daba un beso en la frente y decía: “No, hijo, no estoy triste ni melancólica, solo un poquito pensativa”

Fue en ese viaje que mis padres discutieron por primera vez, o al menos fue la primera vez que yo los escuché discutir. Lo hicieron levantándose la voz bastante fuerte y con mucha gesticulación. Mi madre, que siempre había sido una mujer sensible y de sonrisa dulce, ese día lloró. No es lindo ver llorar a tú madre. Te causa un nudo en el estómago, una impotencia cuyos límites te son desconocidos hasta ese momento. Después de la fuerte discusión se sentó en la cama del hotel donde nos alojábamos y tras poner sus manos en el regazo rompió en llanto nuevamente. Esta vez el llanto era mucho más amargo y sentido. Mi padre salió de la habitación dando un portazo. Yo corrí a los brazos de mi madre y con mis pequeñas manos quitaba las lágrimas que caían por sus mejillas. Sentía que el corazón se me arrugaba. Mi madre me apretó contra su pecho y siguió sollozando sobre mi cabeza mientras me daba diminutos besos en la mollera: “ya pasará… ya pasará… todo está bien…”


Estacioné el automóvil en una estación de servicio, necesitaba cargar combustible. Marina aún dormía profundamente. Decidí estirar un poco las piernas mientras el chico de la estación manipulaba el surtidor y cargaba el combustible. Tras respirar un par de bocanadas de aire puro podía sentir la diferencia con la gran ciudad. La sensación de libertad siempre me había parecido una de las cosas más fantásticas sobre la Tierra, y allí podía percibirse como flotaba en el ambiente. Los pájaros, el sol, el sonido del viento a través de las hojas, la quietud, todo conformaba un ecosistema perfecto del cual era imposible no percatarse. De algún modo me sentía feliz de estar en aquel sitio. Ahora, el fin de aquel viaje tenía mucho más sentido que al principio. Fue como si una vez que caminé por aquella tierra de repente todo encajara a la perfección. Como si un gran rompecabezas gigante, con piezas que jamás habían encajado, ahora, y gracias a un golpe de acción de la vida, se comenzara a acomodar y yo podía percibirlo. Una fuerza interior me decía que estaba cerca, que el camino que había tomado en busca del libro me llevaría directamente a conocer más sobre mis padres y a desentrañar parte de su historia.

Volví tras unos minutos de caminar bajo el sol a pagarle el combustible al playero. Era un chico de no más de veinte años, menudo, y de brazos fornidos. Se lo notaba amigable y simpático.

- ¿De dónde es, señor? –preguntó el chico.
- De la provincia de Córdoba.
- Ahhh, Córdoba, ¡qué lindo! Me gustaría conocer algún día. Tengo amigos que han ido a pasear en vacaciones y han vuelto muy contentos de allá.
- Sí, es lindo –respondí sonriendo.

El chico me miraba sonriente mientras jugaba con la visera de su gorra.

- Quisiera hacerte una pregunta –dije- ¿Me podrías indicar la ruta a seguir hasta la iglesia catedral de Posadas?
- Claro -dijo el muchacho contornéandose un poco y sonriendo a la vez. Supuse que aquella petición mía le había resultado entretenida. Si bien todos los provincianos somos cordiales aquel muchacho lo fue mucho más.

Tras darme una serie de indicaciones me dio el vuelto de la paga del combustible.

- Espero tenga buen viaje, señor. Le faltan unos kilómetros todavía pero el tiempo está bueno y llegará rápido.
- Sí, eso espero -respondí con cierto suspiro esperanzador.
- Ahora, ¿puedo preguntarle algo yo? -dijo el muchacho.
- Claro
- ¿Porqué busca la iglesia Catedral en Posadas?

Después de la pregunta del muchacho se me formaron un par de respuestas posibles para darle pero ninguna salió más allá de mis labios. Fue como si una profunda emoción me bloqueara por completo. Difícil de explicar, mucho más increíble fue sentir aquella sensación, hice lo que pude al responderle.

- No sé... mejor dicho, sí, sé... pero es algo complicado. Tiene que ver con mi historia, con mi vida, y la de mi familia.
- Ahhh -dijo él con cara de asombro-. ¿Sabe una cosa?, mucha gente va a esa iglesia a agradecer por promesas que hacen. Dicen que se cumplen. Le preguntaba por eso. Pensé que iba a agradecer por una promesa cumplida.
- No, no es por ninguna promesa.
- Bien, entonces le deseo buen viaje y que el fin de ese viaje le sea positivo.

Le agradecí con una sonrisa y dándole la mano. Me subí al automóvil y tras encender el motor reinicié la marcha siguiendo la ruta que el playero me había indicado. Marina seguía durmiendo. Ahora tenía un mechón de pelo que le caía sobre el rostro y le proporcionaba un toque angelical. Me sonreí al mirarla. Me pareció que era una de las imagenes mas tiernas que había visto de ella ¿Porqué cuando dormimos parecemos ángeles?, tal vez sea porque dejamos nuestra armadura y casco de combate al lado y nos despojamos de todo lo que nos impregna de manera negativa, me dije. Conduje cincuenta kilómetros casi en línea recta. Solo había subidas y bajadas en la ruta. Ondulaciones propias de aquellos lugares. Finalmente mientras entraba a Posadas Marina despertó.

- ¿Dónde estamos? -dijo toda somnolienta.
- Entrando a Posadas. Llegando a nuestro destino.


* * *


Estacioné el automóvil al costado de la plaza situada en frente de la iglesia Catedral. Eran las cinco de la tarde, poca gente caminaba por las veredas. De vez en cuando pasaban automóviles. El calor se hacía sentir bastante. Tuve la impresión que todos los pensamientos y elucubraciones que se habían comportado como lastre antes de realizar aquel viaje ahora habían desaparecido. Bajé del automóvil y abrí la puerta a Marina. Ella tras salir del vehículo se paró delante de mí y me miró fijamente.

- Bueno, ya estamos aquí. Ahora veamos si estamos en la pista correcta.
- Avancemos -susurré.

Al entrar a la iglesia nos dirigimos a la sala de recepción que se encontraba a mano derecha. Ahí una monja atendía detrás de un mostrador. El mueble tenía un vidrio que debajo de él se exhibían Biblias, rosarios, estampitas y demas objetos cristianos. Todos estaban a la venta. Me resultó llamativo cuantas cosas un cristiano puede comprar. Jamás pensé que se podía hacer un negocio mercantil con objetos de religión. Después de observar detenidamente los objetos religiosos y de esperar que la monja terminara de hacer unas anotaciones en una planilla nos presentamos. La monja nos miró con atención. Casi podría decir que nos escudriñó milímetro a milímetro con su mirada. Supuse que pensó que éramos un par de locos turistas que venían tras alguna loca historia. Si fue ese su pensamiento tampoco estaba errado. La cosa fue que tras presentarnos y comentarle a la monja nuestro fin en aquella iglesia se quedó pensativa, como si el tiempo se hubiera congelado y ella con él.

En realidad hacía memoria. Durante aquel momento en que pareció estar en otro sitio revolvía dentro de su memoria la información que había quedado adherida a las paredes de su mente. Finalmente habló.

- Sí, recuerdo al padre que estaba a cargo de la iglesia por aquellos años. El padre Ernesto. Fue él quien llevaba adelante todas las gestiones de la iglesia, quien impartía las misas, quien se encargaba de las clases de catecismo y confirmación y quien recibía a los turistas una vez a la semana. Si hay alguien que podría saber sobre su padre y su madre es él -dijo la monja mirándome fijamente.
- Entonces, ¿dónde podría localizar al padre Ernesto? -pregunté sin rodeos.
- Eso está difícil -dijo la monja- él murió hace ya dieciocho años.

A veces la vida nos tiende trampas. No siempre las trampas son mortales o para jodernos. No. Suelen ser fructíferas si sabemos sacarle el lado bueno y volverlo positivo. Sin embargo, después de escuchar a la monja decir que la única persona que podría ayudarnos había fallecido hacía dieciocho años atrás pensé que esta vez la vida además de tramposa había sido traicionera. Y también involucré al destino en ese pensamiento, pues sin él y sus artilugios la vida no sabría desenvolverse sola.

Después de escuchar a la monja, Marina me tomó del brazo y me susurró al oído que nos fuéramos. Asentí. La monja nos miraba como si contemplase a una de las tantas imagenes religiosas que la rodeaban. Le agradecimos la ayuda y nos dimos media vuelta y enfilamos hacia la puerta de hoja doble que estaba a la entrada de la iglesia. Caminamos a paso lento. Al llegar a la puerta miré hacia el interior de la iglesia. Observé los bancos de madera, las figuras de la Virgen María, del Corazón de Jesús, del Cristo crucificado. El altar estaba forrado en placas de mármol, y detrás de él había dos grandes ventiluces que dejaban pasar la luz solar. Dentro de la iglesia había un ambiente de quietud impresionable. Parecía una cúpula debajo de la cual el tiempo pasara a destiempo, sin prisa, y todo allí debajo desprendía cierta sensación de tibieza.

- Esperá un poco -le dije a Marina, y comencé a caminar hacia el altar.

Noté que la monja nos seguía orbservando. Marina se quedó parada en el mismo lugar y me observaba desde otro ángulo pero tal vez con la misma cara de ingenuidad que la monja. Al llegar a unos pocos metros del altar me senté en uno de los bancos de madera. Estaba debajo de la cúpula, esa cúpula imaginaria que yo sentía irradiar tibieza. Crucé los dedos de mis dos manos y miré al Cristo crucificado. No recé. No. Solo me limité a mirarlo y a charlar en pensamientos con él. Así hacía cada vez que pasaba por delante de una iglesia y tenía ganas de charlar con Dios. Entraba, elegía un banco cercano al altar, y me ponía a charlar con él. Si rezaba era de manera automática, mecánica, y seguramente era porque mi interior me lo hacía expulsar por mi gran acumulación de pecados. Conversé con Dios por unos instantes. A solas. Marina y la monja seguramente me seguían observando desde la entrada. De repente me hice la pregunta si en alguno de aquellos bancos mis padres se habrían sentado durante alguna misa, o bien durante alguna visita a la iglesia. No lo sabía. Tal vez el único que podía saberlo era el padre Ernesto, pero se había llevado la respuesta a la tumba hacía más de dieciocho años. Enseguida quité el pensamiento de mi cabeza y volví a enfocarme en pensar en positivo, en cómo saber si esa era la iglesia donde mi madre había dejado aquel libro. Mientras observaba al Cristo crucificado analizaba de qué modo podía yo llegar a una pista, a algo que me condujera a desovillar aquella maraña. Entonces recordé que entre todos los datos que Marina había recolectado y las fotografías que yo tenía de aquella época en el baúl de mi madre había un par de ellas que eran de una plaza que no conocía. Siempre me había preguntado qué plaza era esa, pero jamás se lo pregunté directamente a mi madre. Tal vez fuera la misma plaza que se encontraba frente a la iglesia Catedral. Y si lo era podía aún existir algún vecino que me pudiera dar indicios de mis padres y su juventud en esa ciudad. Tal vez...

Me levanté del banco y me persigné. Al darme vuelta observé que seguían ambas mujeres observándome, ahora con los ojos como platos, sin comprender en demasía mi actitud.

- Tengo una idea -dije a Marina- de cómo saber si estamos sobre la pista correcta o no.
- ¿Cuál idea? -respondió un tanto incrédula.
- ¿Te acordás de las fotografías que estaban en el baúl de mi madre?, había un par de ellas que eran de una plaza. Estaban en blanco y negro, o sepia, no lo recuerdo bien.
- Sí, en sepia. Ahora lo recuerdo. Y vos no sabías de dónde eran. Están en la mochila...
- ¡Exacto! -dije con exclamación- ¡esas mismas! Si las observamos con detenimiento tal vez podamos ver si se trataba de la plaza de enfrente o no.
- Bien. Puede ser -dijo Marina- ¿Y si no llegase a ser esa plaza?, ¿y si no fuera esta la iglesia, o ésta la ciudad donde ellos estuvieron por aquellos días?
- Entonces acá se termina todo -respondí a secas.
- ¿Todo?
- Sí, todo. No tiene sentido seguir buscando un libro por todo un país. Debemos volver al trabajo, los días de permiso que pedimos ya han sido muchos y la redacción debe de extrañar nuestra presencia... principalmente la tuya. Además, mi madre esté ahora donde esté sabe que hice el intento. Por más que no tenga aquel libro en mis manos he cumplido mi promesa.
- A medias -musitó Marina.
- Bueno, a medias o no, no importa. Al menos lo intenté.

Fuimos hasta el automóvil, saqué la mochila y el sobre con fotografías que llevábamos dentro. No había más de siete u ocho fotografías. Todas habían pertenecido a mi madre y estarían desde hace años guardadas en el baúl que ella tenía para guardar sus cosas. Yo las había encontrado después de su muerte, por aquellos días en que empecé a reconocer mi casa natal como mi nuevo hogar. Sobre el baúl del automóvil puse las fotografías una a la par de la otra. Todas estaban en color sepia. Casi todas, solo un par estaban a color, pero colores muy desteñidos. Junté las dos fotografías que mostraban una plaza o plazoleta y las observé con detenimiento mientras cada tanto alzaba la vista y las cotejaba con la arquitectura de la plaza situada frente a la Catedral. Había muchas similitudes, pero de a ratos me parecía que no. Titubeé, no sabía si era esa la plaza o no.

- No estás seguro -dijo Marina.
- No, no lo estoy. Hay cosas similares pero otras distintas. Tal vez con los años la han remodelado, o no es esta plaza y es otra. No estoy para nada seguro, Marina.
- Está bien. Si quieres vamos a comer algo y después volvemos y damos otra mirada.
- Me parece bien.

Subimos al automóvil y comenzamos a desplazarnos lentamente. Mientras atravesaba la plaza la contemplé y nada me indicaba que fuera esa la plaza de la fotografía. Sí había similitudes, pero no estaba el ciento por ciento seguro. Tampoco vivía el cura que había estado a cargo de la iglesia por aquellos años, y entonces todo se complicaba. No podía dejar de sentir un nudo en mi pecho. No hay nada más frustrante que no encontrar cabos y sentirte a la deriva, como si fueras un náufrago que despierta en medio del océano y de repente siente su condición de abandono en ese instante.

Cruzamos la esquina de la plaza y enfilamos hacia el centro de la ciudad. Fue en ese momento cuando algo fugazmente me pasó por la mente. No sabía qué era pero algo sentí.

- ¿Pasa algo? -preguntó Marina.
- No, solo que no sé porqué algo me llama la atención y no sé definir que es.

Conduje unas diez cuadras aproximadamente y aquella sensación cada vez se hizo más profunda en mí. Era como si una alarma interna se hubiera activado y su sirena no dejara de ulular desde adentro mío. Pero no sabía porqué ¿A qué se debía aquel sentimiento? Me ordené y dejé de pensar en ello. Llegamos a un bar, bonito, clásico, chiquito, y nos sentamos en una mesa ubicada en la vereda. Ya atardecía. Esa ciudad se veía magnífica al atardecer. Pedí una cerveza y Marina una gaseosa. Mientras esperábamos por unos sandwichs sorbíamos las bebidas en silencio. Ella hojeaba la carta y yo miraba la nada. La mirada se me volvía roma cada tanto y luego volvía a enfocarme en cualquier objeto estático o en movimiento. Me sentía vacuo, carente de todo. De repente, y como si fuera Newton en el momento que la manzana cayó sobre su cabeza, algo iluminó mi mente.

- El mercado -dije- ¡El mercado!
- ¿Qué?, ¿qué dices? -dijo Marina un poco sorprendida por mi vozarrón y mi expresividad.
- El mercado, Marina. El mercado que está en la esquina de la plaza es el mismo de la fotografía. Es la misma construcción y tiene el mismo nombre ¡Es esa la plaza!, ¡es esa la iglesia!

No esperamos los sandwichs. Dejé dinero suficiente para pagar lo consumido y una docena de sandwichs sobre la mesa, y salimos rápidamente en el automóvil con rumbo a la iglesia. Debo decir que el corazón me galopaba. Me sentía como un niño que había descubierto un tesoro en medio de la arena de una playa extensa y solitaria. Mientras conducía veía como el sol lentamente se iba ocultando y el atardecer se apagaba. La imagen de Federico Moccia se me hizo presente. “Tranquilo hijo, tranquilo...” parecía decirme. Intenté tranquilizarme, pero no pude. Mis manos sudaban agarradas al volante. Marina me observaba de soslayo. Creo que ella estaba tan nerviosa como yo.

(Continuará en un próximo capítulo...)

Safe Creative #1107059615311

Capítulos anteriores: 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10 - 11 - 12 - 13 - 14 - 15 - 16 - 17 - 18 - 19 - 20 - 21 - 22 - 23 - 24 - 25

(Imagen: Fotografía pertenecienta a Ana Cabaleiro (http://cargocollective.com/anacabaleiro) - Montaje propio del blog)
Leer más...

"Tuya" de Claudia Piñeiro



El fin de semana pasado me leí como un relámpago el libro "Tuya" de Claudia Piñeiro. Lo devoré. De lectura ágil y sin problemas me fui adentrando cada vez más en la historia de una ama de casa a la cual le pasan distintas cosas en su vida matrimonial: infelicidad, engaño, desamor, etc. Es un policial con toques de novela negra el cual atrapa desde el primer capítulo. Cada uno de los personajes femeninos que aparecen en la novela tiene su "embrujo" a la hora de atraparte y hacerte entrar un poquito más sin dejarte dejar de leer. El personaje masculino, Ernesto, también tiene lo suyo.

Todos los personajes recorren ciertas facetas de personalidades muy contemporáneas, pasando por la ama de casa sumisa y sin expectativas, el hombre casado e infiel, la adolescente que atropella el mundo sin saber a dónde ir, los recuerdos de infancia que no pueden faltar para maltratar y hacer pesada una psiquis, y la infidelidad sumada al asesinato.

Recomendable. Te gustará.



Claudia Piñeiro, escritora argentina.
Leer más...