Imperceptible (2)



Aquella mujer avanzó lo suficientemente como para ponerse en frente de mí y solicitarme fuego para su cigarrillo. Atónito, casi inexpresivo, sin poder dejar de maravillarme por su belleza de rasgos trigueños y delicados, extendí mi mano con el cigarrillo y solamente atiné a deslizar una mueca de sonrisa como si con ello respondiera afirmativamente a su pedido. Ella tomó el cigarrillo y encendió el suyo. Mientras, me observaba.


En los días que mi madre hacía efectivo el más cruel de los castigos yo comenzaba a sentir que poco a poco algo nacía desde el interior de mis entrañas y tomaba posesión de todo mi ser. Era extraño sentir aquello pero sucedía. Como si una ramificación invisible e intrincada se deslizara por debajo de mi piel sujetándome milímetro a milímetro hasta llegar a mi boca y ahogar alguna posibilidad de grito que pudiera alertar a alguien. Así, una vez que aquel hecho extraño me sucedía, yo quedaba sentado en el borde de mi cama, o en algún otro sitio de mi cuarto, sin poder decir nada, tan solo observando el mundo que me rodeaba como si fuese un espectador ausente, y silencioso, que tenía el privilegio de observar cómo la vida se discurría a través de las manecillas del reloj del tiempo.
Mi madre, en la planta baja de la casa, hacía sus quehaceres cotidianos, miraba televisión, o simplemente planchaba parvas de ropa recién levantada de la soga, sin siquiera percatarse si yo existía o no. Su mutismo era tal que muchas veces pensé si ella realmente me quería, o si yo, por algo ajeno a mi persona, debía considerarme un error en su propia vida. Cuando pensaba en la respuesta a aquella pregunta no me gustaba obtener como respuesta un “sí”, pues era dolorosa y difícil de soportar, y mucho más en aquel momento en donde el silencio me abrazaba como las llamas solían abrazar a las brujas sujetas en la hoguera en tiempos de la Santa Inquisición.

Cuando el castigo se levantaba mi madre subía a mi habitación y se sentaba a mi lado manteniendo silencio mientras sostenía una mirada fría y distante. Yo podía verme reflejado en las pupilas heladas de sus ojos. Veía mi miedo retratado en el reflejo, llegando a sentir muchas veces que aquella oscuridad helada era el signo más cálido que había recibido en días.

El solo hecho de verla sentada a mi lado me angustiaba y me atemorizaba. Deseaba con todas mis fuerzas que ese momento desapareciera, que pasara rápido y que finalmente de sus labios saliera la primera sílaba que rompiera el hechizo y funcionara como antídoto ante el venenoso silencio. Y algo imperceptible pero poderoso me mantenía unido a ella. Era algo poderoso que me subyugaba ante su castigo y me doblegaba ante su presencia. Ella era imponente, altiva, ejecutora.

Entonces sucedía.

Ella hablaba, me regañaba con duras frases que perforaban mi psiquis y horadaban en lo más profundo de mi yo interior. Sabía cómo hacerlo. Sabía cómo apretar cada clavija de mi interior para que el resultado no fuera un dolor físico sino uno invisible, imperceptible ante la mirada de cualquiera, pero profundamente doloroso y corrosivo para que el interior de un niño pequeño aprendiera que el dolor no solo se siente en la carne sino también debajo de ella.

Cada vez que algo así sucedía, cada vez que ella se me acercaba para levantar un castigo de silencio, yo caía al pozo oscuro. Ese pozo significaba dos cosas: auxilio y prisión. De a momentos lo sentía de un modo y luego de otro. No podía evadirme de esas sensaciones, me era inevitable. Supongo que todo se acentuaba más por mi corta edad y por mi terrible vulnerabilidad al lazo sanguíneo que me unía a ella. Y lo peor es que ella lo sabía. Ella abusaba de aquella situación y por momentos sentía que hasta parecía gozarla. Pero no odié jamás a mi madre por ello. Muy dentro de mí algo me frenaba para que un sentimiento de tal calaña avanzara y se apoderara de pensamientos que polucionaran y generaran sentimientos encontrados hacia su persona.

En definitiva, yo amaba a mi madre.

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(Imagen: Carla Arouesty Muñiz (b. 1965, Mexico), "ojos", 2004, técnica mixta)

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Imperceptible (1)


1

Hay una tendencia, invisible pero existente, que ha marcado la gran parte de los días de mi vida. Esa tendencia, el día que la analicé y la descubrí, puede decirse que logró asustarme y ubicarme en lo más profundo de un pozo, lleno de oscuridad y humedad, en el cual pensaba aterradamente sobre ella y a la vez en cómo me sería posible escaparle. Aún hoy esa tendencia persiste oculta dentro de mi personalidad. Se manifiesta silenciosa, casi imperceptible, pues para mí todo es normal, muy normal, demasiado normal. Tiendo a ser estructurado, metódico, un hombre que encasilla su vida en el orden y corrige todo lo que puede desordenarse o equivocarse de filas. Supongo que nací así, o tal vez adquirí esa tendencia a medida que iba creciendo.

Puedo recordar ciertos pasajes de mi vida en donde mi madre solía regañarme cuando no arreglaba mi habitación y me exponía a castigos que a veces eran demasiado crueles. No comer, no salir a jugar, no poder mirar la televisión, no permitirme escuchar un programa de radio, o simplemente no hablarme. Este último era el peor de los castigos. El más duro. El que más podía aislarme y maltratarme. El día que ese tipo de castigo se iniciaba era terrible. El silencio en la casa se escuchaba ensordecedor y el bullicio de la calle ingresando por las ventanas no era suficiente para lograr distraer mi mente, que aprisionada y esclava del castigo, no dejaba pensar ni un minuto en cómo una madre podía ser tan cruel con un hijo.

Es entonces que esa tendencia a ser un tipo estructurado y metódico ha marcado significativamente mi vida. Ha logrado aislarme muchas veces de personas que he querido y me ha expuesto a maltratos por parte de otras, que con tono burlesco, y a veces grosero, se mofaban de esa particularidad de mi propia personalidad. Hasta llegué a asistir periódicamente a consultas psicológicas y grupos de autoayuda, pero nada resultó con el poder justo para impactar con la suficiente fuerza y hacer virar mi personalidad hacia otro ámbito. “Debes iniciar un cambio positivo desde dentro hacia afuera”, solía decir mi analista. Yo lo observaba como quien observa a un noble animal ser fiel a su amo, y hasta imaginaba en mi mente la escena del cambio que él proponía, pero la respuesta no llegaba, mi personalidad permanecía ahí, entre las paredes húmedas y malolientes del fondo de aquel pozo.


El día que conocí a Rebeca D. experimenté una sensación horrible. Me hallaba en un bar, sudado y sediento, a la espera de que el mozo, que minutos antes me había atendido, trajera mi almuerzo. Era cerca de la una de la tarde cuando en aquella cafetería el tiempo simuló detenerse justo en el momento que aquella chica ingresó al local. Iba con su pareja. Ambos abrazados, haciéndose arrumacos, y mirándose como suelen hacerlo aquellos que están atrapados y atraídos por el núcleo del amor. Se sentaron lejos de mí, pero lo suficientemente cerca como para que pudiera observarlos y de vez en cuando escuchar algo de lo que hablaban. Finalmente el mozo llegó con el almuerzo. Pagué la cuenta antes que se marchase, siempre hago eso para quedarme libre y poder irme cuando me plazca.

Mientras almorzaba una milanesa con un huevo frito no podía dejar de contemplar a la pareja que acababa de entrar. En algún punto los envidiaba. La soledad que me circundaba por aquel entonces podía mostrarse fiera muchas veces, y otras veces un tanto dañina. Necesitaba una mujer a mi lado. Sabía eso. Mi cuerpo también lo pedía a gritos, sin embargo algo de mi persona no atraía a las mujeres, y por más que repasara una y otra vez mi fisonomía en frente de un espejo no lograba dar con la respuesta que resolviera aquella cuestión.

Tras terminar de almorzar encendí un cigarrillo. Satisfecho, me dediqué a echar volutas de humo y a observar la pareja de tórtolos. Fue entonces que ella, con aire natural, se levantó de la silla y se dirigió hacia el lugar donde yo estaba sentado.

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(Imagen: Maria Paula Filippelli (b. 1984, Argentina), "Las crónicas del viento", lápiz, marcador, acrílico y microfibra sobre papel)
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