Saint-Exupéry (treinte y tres)




TREINTA y TRES
-    ¿Adónde has estado? –preguntó Lourdes a la mujer gorda-. Te he estado esperando un rato largo y no aparecías, así que me dediqué a buscar hoteles para que pasemos la noche y terminé eligiendo uno que no está lejos de aquí.
-    Perdona, Lourdes. No ha sido mi intención hacerte esperar. Verás, me ha sucedido algo curioso, pero eso te lo cuento más tarde. Ahora vamos a ese hotel que has encontrado, y busquemos un lugar donde comer… ¡desfallezco de hambre!
Ya era de noche cuando ambas mujeres llegaron al hotel. Era una edificación modesta, de fachada un tanto triste y alejada del centro. Estaba sobre una calle poco transitada, en donde hasta las luces de mercurio parecían ausentarse de a ratos. Al momento de bajar del automóvil nadie caminaba por la calle. A Lourdes eso le pareció maravilloso.
-    No puedo creer que haya tanta paz aquí –dijo Lourdes.
-    Es verdad. Parece como si todo el mundo se hubiera marchado… espero que el conserje del hotel esté y no se haya ido también –comentó la mujer gorda con su ya risita tan característica.
El hall del hotel era un tanto sombrío pero daba una impresión a simple vista de limpio, correcto y de buen gusto. A ambas les pareció satisfactorio eso. Detrás de un mostrador había un muchacho de gafas de carey leyendo un libro. No pareció percatarse de la presencia de las mujeres. La mujer gorda carraspeó para hacerse notar, pero el muchacho seguía concentrado en el libro sin dar señales de poder dejar la historia que leía ni siquiera por un minuto. A Lourdes la escena le pareció simpática, entonces se echó a reír. De repente, y sin pensarlo demasiado, la mujer gorda presionó la campanilla de aviso que estaba sobre el mostrador. El muchacho al escuchar el timbre soltó el libro del susto y éste cayó al suelo. Ambas mujeres se miraron y se rieron al unísono, mientras que el muchacho lector, ahora sonrojado por el acontecimiento, solo se limitó a ubicar sus grandes gafas con la punta de su dedo índice en medio de su frente.
-    Discúlpenme –dijo el muchacho aún sonrojado-, no las había escuchado entrar… estaba concentrado en mi lectura.
-    No te preocupes –se anticipó a decir Lourdes antes que la mujer gorda hablara- Es algo normal que uno se concentre al leer un libro. A mí me pasa, al leer suelo concentrarme tanto, pero tanto, que de repente ni sé dónde estoy. A mí me parece gracioso, y hasta sorprendente el ver cómo me abstraigo, pero a otras personas, por ejemplo mis amigos, no les cae en gracia que me hablen y yo no responda.
-    Sí… me suele pasar lo mismo –acotó el muchacho ya casi con color natural en su rostro.
-    Bueno, bueno… las disculpas están aceptadas, la lectura seguramente es muy bonita, pero vayamos al grano –interrumpió la mujer gorda-, y el hecho es que necesitamos una habitación.
-    ¿Por esta noche o se quedarán unos días? –preguntó el muchacho.
Ambas mujeres se miraron y respondieron al unísono:
-    Por unos días.

El hotel no tenía ascensor, solo escaleras. El muchacho tomó el equipaje de las mujeres y emprendió la subida. Ellas lo siguieron. Apenas llegaron a la habitación la mujer gorda quiso ducharse para luego acostarse: “estoy exhausta, quiero dormir”, dijo. Lourdes solo le sonrió y asintió.
Mientras la mujer gorda se duchaba Lourdes sacó de su mochila el libro de “El Principito”. Lo abrió en cualquier página y leyó un par de párrafos. Tuvo la sensación de volver por un instante a su infancia, al preciso momento en que su padre (su enigmático padre) le leía pasajes del libro:
       "He aquí mi secreto, es muy simple: sólo se puede ver bien con el corazón;
       lo esencial es invisible para los ojos.
            Lo esencial es invisible para los ojos -repitió el principito para acordarse."

Lo esencial es invisible a los ojos, dijo Lourdes con voz queda.
Inmediatamente cerró el libro y lo posó sobre la mesita de luz. Descorrió las cortinas de la ventana y observó la ciudad que ahora parecía lentamente aletargarse. La noche se había recargado de humedad y a lo lejos podían divisarse unas diminutas nubes cruzando delante de la luna. Tras permanecer un momento en silencio observando aquellas nubes volvió a tomar el libro y lo abrió nuevamente en cualquier página. Ahora leyó de corrido por un buen rato, sin despegar los ojos del libro y sin pensar en nada más que la historia que estaba reviviendo una vez más en su mente. Atrás habían quedado aquellos días de infancia en donde su padre al llegar del trabajo la llamaba y sentándola en su falda le leía pasajes del libro de Saint-Exupéry. Aquellos días habían significado un verdadero tesoro que jamás imaginó tendrían tanto valor en su juventud. Recordaba la suavidad de las manos de él, el bello que recubría sus dedos, el modo en que daba vuelta las páginas, la entonación dulce y armónica que le ponía a la lectura. Como si todo aquello se hubiera impregnado en las paredes de su memoria sentía que el tiempo de pronto no había pasado tan de prisa, al contrario, tal vez, si tenía paciencia y cerraba los ojos lo suficientemente fuerte, su padre apareciera delante de ella, la tomaría de la mano y la invitaría a sentarse al borde de la cama a proseguir aquella lectura que tanto le encantaba.
Pero la vida no sabe de ese tipo de sorpresas, y su padre nunca apareció. Las cortinas de la ventana comenzaron a moverse lentamente señal de que el viento del sur empezaba a soplar. La humedad fue disipándose y solo quedó un anillo de humedad rodeando la luna. Y la angustia, y la maraña de recuerdos, y el sinsabor de saberse a la deriva en la vida, todo de algún modo la desilusionaba. Iba al frente en busca de su verdad sin pensar un segundo de su convencimiento ante tal empresa. Pero iba, no se negaba, no se aferraba a ningún pasamano por miedo a caerse, a golpearse, o mucho peor, a tener un accidente grave y quedar malherida del corazón con un dolor que tal vez fuese irreparable.
Secó las pocas lágrimas que le caían sobre las mejillas y se recostó sobre la cama. No escuchó cuando la mujer gorda salió del baño, tampoco tenía intenciones ya de hablar, sí de cerrar los ojos e intentar soñar, tal vez con su padre, tal vez con aquel muchacho desconocido que había conocido cierta vez en el hostel “Roma” y ahora era parte importante de su búsqueda sin brújula. Finalmente se durmió.

A media mañana el sonido de una bocina de automóvil que sonaba alocadamente despertó a ambas mujeres. Un conductor taciturno apoyado sobre la ventanilla de un viejo Ford Falcon presionaba la bocina sin contemplación. La mujer gorda de un salto con bastante impulso descorrió las sábanas y pegó un grito mientras se apoyaba en el alfeizar de la ventana: “¡eh!, ¡tú!, ¡¿acaso no sabes qué hora es para andar dando bocinazos?!”; y la respuesta del conductor fue instantánea: bajó la cabeza y se metió dentro del automóvil. Al volver a acostarse observó a Lourdes que miraba el techo.
-    ¿Estás bien, Lourdes? –preguntó la mujer gorda.
-    Supongo que sí –respondió con voz baja la jovencita.
-    ¿Otra vez los recuerdos?
-    Sí, otra vez los recuerdos. Difícilmente pueda deshacerme de ellos, ¿sabes? Es algo inevitable. Es como estar parada sobre arenas movedizas todo el tiempo. Miro hacia atrás, tomo un recuerdo de mi memoria, y me parece que automáticamente se disuelve, que ya no está, que fue algo vivido pero que carecía de esencia, un padre que no fue un verdadero padre, una vida familiar que no fue una verdadera vida familiar. Una perfecta obra de teatro en la cual yo era una actriz que siempre quería desempeñar su mejor rol, pero los demás actores solo lo hacían para darle vida a la obra, careciendo completamente de vocación para ello. Eso siento. Así me siento cada vez que miro hacia atrás.
-    Serénate… trata de no pensar. Por más que rebusques en tú memoria y quieras encontrar respuestas lo que vas a lograr será embrollarte aún más. A veces la memoria brinda información a la mente y entre ambas tejen y destejen una telaraña que termina siendo una trampa mortal.
-    Sí, supongo que es así… -dijo Lourdes.
La mujer gorda había comenzado a vestirse. Acomodaba perfectamente su ropa antes de colocársela. Había cierto aire de meticulosidad en sus movimientos y en sus gestos. Tal vez el hecho de vivir sola y pasar tanto tiempo con ella misma había hecho pulir ciertas manías. Una vez vestida y arreglada volvió a observar a Lourdes que seguía con su vista clavada al techo.
-    Me he estado preguntando qué hablaste ayer con aquella chica que te encontraste en la calle, la que llevaba ese pirsin, con la que te fuiste a tomar algo.
-    Pues nada –respondió Lourdes. Aunque en realidad fue algo extraño, sí, de lo más extraño. La conozco poco y nada. Solo nos vimos un par de veces cuando ella trabajaba en la recepción del aquel hostel donde paré un par de días. Sin embargo al verla ayer la recordé como si la viera todos los días, como si la hubiera visto antes de ayer. Es más, su simple presencia delante de mí me causó una profunda paz. Ella hablaba, reía y yo tan solo la miraba. A decir verdad no me daban ganas de hablar.
Lourdes descorrió la sábana y mientras hablaba comenzó a vestirse.
-    Sí, me sentía muy especial en su presencia. Es difícil de explicarte.
-    ¿Pero de qué hablaron?, si se puede saber…, claro…
-    Ella me hablaba de la vida, del amor, y del paso del tiempo. Sí. Toda su charla se concentró en eso. Cada vez que emitía una frase parecía ser más que certera, con las palabras adecuadas, con el mensaje claro y hasta con cierto aire a moraleja. Creo que nunca pensé que esa chica podría ser tan lúcida y clara para hablar de cosas de la vida. Subestimar, sí, esa sería la palabra correcta para lo que hice con ella.
-    A veces subestimamos demasiado a la gente, ¿no crees?
-    Totalmente. No suelo hacerlo, pero por momentos lo hago sin querer y cuando me doy cuenta ya es tarde, ya caí en la trampa de creerme superior a esa persona, o al menos sentir cierto regocijo por pensar que mi mente fue un paso más adelante que el de ella.
-    Nos pasa a todos –dijo la mujer gorda
Bajaron a desayunar y mientras lo hacían seguían hablando del encuentro entre Lourdes y la chica de los pirsin.
-    He tenido la sensación que ella era distinta, otra.
-    ¿A qué te refieres? –preguntó la mujer gorda.
-    No lo sé. Es una percepción tal vez muy visual y sensible a la vez. Mientras tomábamos café ella no parecía ser la misma chica que conocí en el hostel. Si bien físicamente era ella, de eso no me cabe la menor duda, algo en ella era distinto, como más puro, más suave, más ¿irreal?
-    Pues me parece que el desayuno te está cayendo mal –acotó la mujer gorda con su clásica risita.
-    Tal vez… pero no creo equivocarme, esta chica está distinta, hay algo en ella que no puedo especificar que es distinto.
Terminaron el desayuno y subieron a la habitación. Tomaron sus anteojos de sol, sus carteras y salieron del hotel. Una vez paradas frente a la puerta del hotel se preguntaron ¿qué harían?, ¿cómo empezarían su búsqueda?, ¿volverían a la vieja casa?, y de repente de entre tantas preguntas no había una sola respuesta clara y espontánea. Lourdes se quitó los anteojos para sol y miró a la mujer gorda:
-    Volvamos a la casa, quiero hablar con el dueño.

Eran las diez y media de la mañana cuando llegaron a la vieja casa de barrio, en donde la mujer gorda había visto adentrarse a un anciano, sin tener idea de quién era. Sentían que estaban siendo guiadas solo por sus instintos y la buena suerte del viajero, una especie de brújula incrustada en el subconsciente, que parece siempre indicar el norte correcto, y guiar los pasos hacia allí, muchas veces en total contraposición con lo que dicta la mente.
La casa estaba en medio del barrio, y parecía aun así sobresalir por todas las otras, hasta la de las más lujosas y llamativas, como si su simpleza hiciera de ella una gran muestra de atracción para quienes se paseaban por su vereda.
Fue entonces que Lourdes, hipnotizada por el hechizo ininteligible que la casa le irradiaba desde el primer día, se quedó contemplando en silencio por unos instantes el jardín. El aroma a geranios era empalagador. La mujer gorda se adelantó, abrió la puerta de reja y golpeó con los nudillos de  su mano la puerta de madera del frente. Esperaron, parecía no haber nadie. La mujer gorda volvió a golpear, pero esta vez con más convicción, con más fuerza, como si con aquellos golpes quisiese despertar a quienes dormían o a quienes estuvieran muertos.  Volvía a soplar un viento cargado de humedad que acentuaba más el olor a geranios y a hierba. Por la vereda pasaban mujeres con sus carros y bolsos de compras. Cerca, tal vez en la esquina próxima, un perro ladraba en solitario, sin sentido alguno, tan solo por el placer de ladrar. Finalmente la puerta de calle se abrió y el anciano, con su pelo cano un tanto desprolijo, ahora estaba frente a ellas.
-    Buenos días –se apuró a saludar la mujer gorda.
-    Buenos días señoritas, ¿qué desean? –preguntó el anciano.
-    Hablar unos instantes con usted…
-    ¿Sobre qué será?
-    Sobre la casa…
-    ¿La casa? –preguntó atónito y sorprendido el anciano.
-    Sí, la casa.
-    ¿Qué tiene la casa?
-    Encontramos la dirección de esta casa detrás de una vieja fotografía de mi padre –intervino Lourdes-. Buenos días, disculpe mi mala educación, pasa que al ver la casa me quedo boquiabierta.
-    ¿Y quién era tú padre, jovencita? –preguntó el anciano.
Fue entonces que Lourdes clavó la vista en aquel hombre y cuando quiso emitir una respuesta a la pregunta formulada sintió un terrible bloqueo en su lengua, una fuerza superior e invisible que dejó de repente a su mente en blanco y a su lengua trabada ¿Quién era su padre? Ahora no era tan simple saberlo. Una pregunta que durante muchos años de su vida había tenido una simple y bonita respuesta, ahora se presentaba como un extraño espejismo que ocultaba una mancha con arenas movedizas.
-    Realmente no lo sé –dijo ella con voz muy baja.
El anciano, ante aquella respuesta, pareció confuso. No entendía la razón de aquella visita, pero sí le había intrigado lo que Lourdes le había dicho: “la dirección de esta casa estaba detrás de una vieja fotografía de mi padre”.
-    Está bien –dijo el anciano- ¿quieren pasar?
Ambas mujeres asintieron al unísono. La puerta de calle se cerró detrás de ellas y como si fuese la mano del destino se sintieron avanzar guiadas por algo invisible, algo que aunque no podían ver, sabían que estaba ahí, delante de ellas.


(Continuará en un próximo capítulo...)



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