Saint-Exupéry (diecinueve)

DIECINUEVE

Un mechón de cabello caía sobre el rostro de Lourdes. Cada vez que se agachaba y hundía el balde en la orilla del río el mechón caía y dejaba ver borrosamente el agua. Entonces lo acomodaba con gracia y feminidad detrás de su oreja para luego proseguir con su labor. Tras llenar el balde caminaba doscientos metros hasta el campamento y ahí ponía a hervir el agua en una gran olla. De ese modo eliminaba toda bacteria e impureza. Finalmente después de un rato de hervor colaba el agua en un colador con agujeros diminutos y estaba lista para ser consumida. Aquello era una acción diaria a realizar cuando los integrantes del grupo ecologista al que ella pertenecía se adentraban en zonas selváticas por un tiempo prolongado. Carentes de todo tipo de comodidades debían echar mano al uso de todo lo aprendido en los cursos de supervivencia y en la experiencia que habían adquirido en tantos años. La selva, por más bonita y exótica que parezca a nuestros ojos, suele convertirse en un enemigo agazapado que tan solo espera un mínimo error para caer ágilmente sobre su presa.

Después de repetir aquella acción unas cuantas veces y de llenar varios bidones de agua se sentó a descansar. Sacó un libro de su mochila y recostada sobre un grueso tronco se dispuso a leer. Unos haces de luz se instalaron sobre su rostro y las páginas abiertas del libro. Los pájaros cantaban en lo alto de la copa de los árboles y un viento con olor dulzón bajaba de las montañas. Por un momento cerró el libro y sus ojos para permitirse escuchar el sonido de la naturaleza. El sonido parecía subir de volumen y afinarse cada vez más a medida que se introducía delicadamente por sus oídos. Al atravesar su mente aquellos sonidos dibujaban imagenes muy variadas. Algunas eran de índole extrañas, otras pertenecían a fragmentos vividos en la selva y en sus excursiones, y otras a recuerdos de su vida íntima. Entre esas imagenes una la sobresaltó. Era la imagen de un viejo recuerdo. Algo vivido hacia unos años y que nunca había vuelto a su mente por algún gesto de su memoria. Al revivir aquel recuerdo esbozó una pequeña sonrisa y acomodó sus omóplatos sobre el tronco “¿Adónde estarás?”, susurró.

Tras abrir los ojos dejó la mirada clavada en la copa de los árboles. Estos se mecían con algo de bravura gracias al viento del norte. Los pájaros parecían cantar con mayor vivacidad y aquel olor dulzón que el aire traía consigo ahora parecía haberse estancado a su alrededor. Prosiguió con la lectura del libro pero no pudo concentrarse demasiado. Al cabo de un rato cerró el libro y se sentó en el tronco adquiriendo una pose de meditación.

- ¿Estás bien, Lourdes? -preguntó su compañera Carmen.
- Sí, lo estoy -respondiendo casi sin mirarla.
- Pareces estar en otro sitio.
- Creo que por un instante me ido, sí. Me ha pasado eso.
- ¿Y se puede saber a dónde te has ido?
- A un viejo lugar que recordé. En otra provincia, en una ciudad que visité hace unos años.
- ¿Un bonito recuerdo?
- No lo sé. Diría que más bien era extraño. Nunca más volví a recordar aquellos días y ahora, al cerrar los ojos, aquel momento se plantó delante mío como si estuviera viendo una escena de una película. Se sentía tan vívido, tan cercano, que hasta me entraron ganas de revivirlo.
- Tal vez haya sido algo importante y profundo -dijo Carmen.
- Tal vez... es que a veces las cosas en el momento que suceden no tienen ese tinte especial que luego, con el paso del tiempo, van adquiriendo. Había alguien en esa escena, un hombre que conocí por esos días y con el cual nos hicimos amigos. Él estaba en el recuerdo y me hablaba. Se sentía tan real. Y de pronto al escuchar su voz recordé sus gestos, su modo de mirarme, sus palabras, y esa manera tan especial de ser conmigo. Éramos dos completos desconocidos por aquellos días, pero luego de un par de encuentros parecía como si nos conociésemos de toda la vida.

Carmen tomó asiento al lado de Lourdes en el tronco.

- Y dime Lourdes, ¿por qué no has vuelto a ver a ese hombre?
- No lo sé. Supongo porque la vida lo quiso así. Tú me entiendes...
- Algo.
- Pues verás, fue una amistad oportuna y fugaz. Nació así, se dio así, y terminó así. No había nada extra. No lo miraba con ojos de mujer, solo lo hacía con ojos de amistad. Además él me doblegaba en edad, y por más que me pareciera un hombre interesante, bueno y culto, no se me cruzaba la cabeza de pensar en él de otra forma más que amigo.
- Bien, bien, pero eso tampoco te ha impedido que vuelvas a saber de él, ¿cierto?
- Sí... cierto... tienes razón, Carmen.

Carmen se levantó y dio un par de palmaditas a Lourdes en su mejilla izquierda. Lourdes sonrío y volvió a clavar su mirada en lo alto de los árboles, como si allí, en medio de la espesura existiese una mínima respuesta a aquellas preguntas que ahora su mente y su interior le estaban murmurando.

Al anochecer, a la hora de la cena, el grupo de ecologistas se reunió en torno al fogón. Las carpas dibujaban difusas siluetas contra la oscura espesura y el fuego además de calentar los cuerpos iluminaba con una luz anaranjada y brillante todo cuanto se cruzaba en su paso. Mientras cenaban Lourdes permaneció en silencio. Viejos recuerdos olvidados, extraños, seguían emergiendo de las profundidades de su memoria. Como si aquel día una diminuta tapa invisible hubiérase abierto y por el agujero ahora se liberaban cosas que ella jamás pensó podían escapar. “¿Por qué ahora?, ¿por qué justo en este momento?, hoy...”, se preguntó.

Carmen sentada frente a Lourdes entre bocado y bocado echaba un vistazo a su compañera. Sabía que algo la mantenía sumida en ese silencio profundo, pues no era habitual ver en aquel estado a una de las chicas más extrovertidas del grupo. Al terminar la cena ella invitó a caminar a su amiga. Lo hicieron por la costa libre del río. El agua parecía negra debajo del brillo lunar. Un murmullo constante era arrastrado a lo largo del río y un manto de humedad neblinoso se posaba lentamente sobre toda la vegetación y la superficie del agua. Lourdes continuaba ensimismada, abstraída casi por completo en sus propias cavilaciones.

- ¿Aún sigues con ello? -preguntó Carmen.
- Sí, es que no puedo dejar de pensar en aquellos días, Carmen.
- Parece que después de todo ha sido algo muy importante en tú vida.
- Créeme que jamás lo pensé así.
- Te diré algo -dijo Carmen al detener su marcha- ¿alguna vez te ha sucedido de encontrarte con alguien que hacía tiempo no habías visto en tú vida?, ¿o ver pasar a alguien que cierta vez formó parte de tú vida?
- Tal vez -dijo Lourdes mirándola fijamente.
- Y si eso te ha pasado ¿no te has preguntado por qué sucede así, de repente? Yo a veces sí lo he hecho. Es como si aquello que sucedió en los días donde la vida hizo que coincidieras con esa persona quedara inconcluso, o en suspenso, para lograr su total completitud en un futuro que podría ser cercano o lejano. A veces pienso, cuando estas cosas suceden, que hay círculos que se abren cuando una persona entra en nuestra vida y no termina cerrándose inmediatamente. Es como que aún falta algo más por aprender para que el círculo termine cerrándose. Es como que la enseñanza y la vivencia que la vida quiere mostrarnos presentándonos a esa persona en nuestra vida aún no termina y queda latente.

Lourdes asintió con un gesto de su cabeza. Luego prosiguieron caminando un rato más por la orilla del río en silencio.


Cinco días después, cuando el último día de la misión ecologista llegó, Lourdes tomó una decisión. Tras echar en su mochila sus cosas personales comprendió que por algo aquellos recuerdos venían a borbotones en su mente. Concentrada, decidió tomar otro rumbo y no asistir a la próxima misión. Habló con Carmen y le explicó lo que pensaba. Su amiga comprendió al dedillo lo que Lourdes sentía y no tuvo la menor objeción para que se ausentara de la próxima misión. Tras dejar el campamento Lourdes fue llevada a una estación terminal de colectivos situada en la base de un pequeño cerro. Por aquel sitio llegaban uno o dos colectivos diarios que suministraban de mercadería a las aldeas vecinas y trasladaban a algún turista o lugareño hacia la gran ciudad.

La estación era pequeña y constaba solo de una oficina y dos paradas para colectivos. Otra construcción, que estaba en frente de la estación, hacía la vez de cafetería, venta de diarios y revistas, y peluquería. “Un punto en el mundo”, pensó Lourdes, y dejó su mochila en el suelo, al lado de un banco de madera. Tras sentarse apoyó su nuca en el respaldo del banco y cerró sus ojos. Otra vez olió el aire dulzón que bajaba desde las montañas. Su corazón se estrujó, amaba aquellas latitudes. “Tal vez algunas plantaciones de bananos o frutales”, se dijo. Apretó los labios y evocó nuevamente los pensamientos que la habían convencido de volver a la ciudad. En ellos, Lourdes se sentía cómoda, increíblemente feliz. Dialogaba con aquel hombre que había conocido y sonreía. Charlaban de los más diversos temas, y él, a pesar de casi doblegarle la edad, le parecía un animalillo totalmente indefenso y vulnerable. Sin embargo de sus palabras emanaba mucha sabiduría, de esa sabiduría que solo aquellos que han vivido una vida de aprendizaje pueden explicar y esbozar. Sintió en lo profundo de su corazón que debía de dilucidar aquel intríngulis que su cabeza le había planteado. Cada vez que aquellos recuerdos afloraban un mar de preguntas venían a su mente, siendo la principal aquella que, a manera casi inflexible, requería como contestación qué y porqué aquel hombre resultaba tan importante.

En la cafetería de enfrente un señor bajo y calvo colgaba un cartel escrito con tiza. En él se podía leer el menú del día: carne asada, papas fritas y de postre flan. Tras colgarlo se adentró nuevamente en el local y dio vueltas otro cartel que indicaba que ahora el negocio estaba “abierto”. Lourdes sonrió. Encontró simpática aquella acción del hombre. Después de esperar más de media hora un colectivo aparcó en la parada. En su interior venían unos pocos lugareños cargados de cajas y bolsas de mercadería. El conductor, un tipo fornido y de gruesas cejas, tras bajar descargó unas cuantas cajas que llevó a la cafetería.

- En veinte minutos salimos, niña -dijo a Lourdes.

Ella asintió con una sonrisa. Tomó el boleto y contempló el destino que indicaba el mismo. “Otra vez a la ciudad”, se dijo, y tras tomar una bocanada de aire miró al cielo.

(Continuará en un próximo capítulo...)

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1 comentario:

SIL dijo...

Ninguna decisiôn logra torcer el destino de las personas- para desencontrarse - o para encontrarse... solo es cuestiôn de tiempo y paciencia :)

Un beso, Miguel

SIL