Saint-Exupéry (diez)

DIEZ


Al volver al piso de la redacción Federico Moccia y el gordo Pérez estaban charlando al lado del expendedor de agua potable. Al verlos me quedé estático como si no supiera qué hacer o qué decirles. Fue entonces que Moccia me vio ahí parado, como si mi cuerpo hubiera entrado en huelga y hubiera abandonado por completo las ganas de movilizarse, y se acercó a mí.

- ¿Qué ha pasado?, ¿qué te han dicho? –me preguntó mientras tomaba pequeños sorbitos de agua de un vaso plástico.
- Pues… me has ascendido y parece que estoy viviendo un sueño, o algo irreal –dije.
- ¡Bravo, hombre!, ¡vamos!, ¡anímate!, ¡deja esa cara de velorio y esta noche festejemos en el bar!

Fue así que esa misma noche festejamos mi ascenso en un bar de la zona. Me sentía aún un poco extraño. No caía del todo en lo de tener un ascenso, más compromisos y a su vez codearme con personas que eran muy profesionales en su ámbito. Sin embargo no me amedrenté. Entonado con varias cervezas me olvidé por completo del ascenso y terminamos a las cinco de la mañana los tres abrazados caminando por la calle. El gordo Pérez apenas abría los ojos. Parecía caminar dormido, o tal vez tirado por un par de hilos invisibles que lo movilizaban como una marioneta humana. En cambio Federico Moccia a pesar de haber bebido a la par nuestra caminaba con pasos firmes y lentos y la mirada totalmente concentrada.

- ¿Crees que seré capaz de apañármelas en el nuevo puesto?, ¿Qué piensas Federico?
- Claro que sí –dijo él sin mirarme-. No pienses en negativo. Te conozco bastante hijo. No quiero que te tornes negativo en esta nueva oportunidad que te da la vida. A veces, no siempre, la vida da buenas oportunidades y es ahí cuando hay que tener los ojos bien abiertos para no dejarlas pasar de largo.
- Fiuuuuuu –suspiré.
- Sí, es así. Si te duermes, si te amedrentas, si tienes miedo o pánico escénico cuando estas cosas suceden el tren sigue viaje y dentro de él la oportunidad te mirará por la ventanilla haciéndote gestos de cuán tonto has sido por dejarla marcharse. Me ha pasado de ver algunas oportunidades irse en el tren, por eso te lo digo.

A esas alturas el gordo Pérez se había tornado demasiado pesado para nuestros hombros. Ya estaba completamente dormido por la borrachera. Así que al llegar a una plaza cercana decidimos hacer un alto y descansar sentados en un banco. A Pérez lo dejamos recostado en un banco al lado del nuestro. Roncaba como si una gran catástrofe estuviera produciéndose en los dominios de su boca. Federico Moccia sacó un cigarrillo del saco, lo encendió con un bonito encendedor a bencina, y dio un par de pitadas arrojando el humo al aire. Me quedé contemplando las volutas de humo ascender hacia el cielo que ya comenzaba a destellar claridad. Un nuevo amanecer, me dije para mis adentros. Así es la vida. Amanece, aparece un nuevo día y la noche vuelve a cobijar todo para terminar una vez más el ciclo. De eso se trata, de ciclos.

- ¿Por qué has desaprovechado esas oportunidades, Federico? –pregunté a Moccia mientras lo observaba degustar con mucho placer su cigarrillo.
- Por diversos motivos. Tal vez la gran mayoría fue por miedo. Sí, miedo. El miedo paraliza, ¿sabes? Es algo que de manera lenta y silenciosa va reptando por tus extremidades y termina apoderándose de tú cabeza y tú mente. No hay forma de huir cuando toma el control. Pareces otro. Te desconoces. Comienzas a pensar como lo hace él y como le apetece a él. Comienzas a parecerte al muñeco de un ventrílocuo y poco a poco pierdes tú esencia. Cuando caes en la cuenta ya es tarde. Eres otro. Un miedoso. Alguien que huye de todo y se ve reflejado ante los demás como un cobarde. Así fui gran parte de mi vida.
- Entonces… lo que algunos murmullan por ahí sobre vos, ¿es cierto?
- Algunas cosas sí, otras no. A la gente le encanta hablar. Y más si se trata de hablar mal de los demás. Hablan de mí, de ti, del vecino, de su mujer, de su esposo, de quienes conocen y no conocen. La cuestión es hablar, sin importar si lo que dicen es verdadero o tergiversado. Pero quiero decirte que más allá de lo que hablen la pura verdad solo la sé yo mismo y mi consciencia. Con ella hablo siempre. Está ahí, agazapada en un lugar en penumbras de mi interior, y solemos tener largas charlas. He estado muy cerca de ella en muchos días feos y buenos de mi vida. Y creo –y fíjate lo que te diré- que ella es mi gran amiga y consejera. Sí. Ahora la escucho más que nunca. Es quien más y mejor me conoce…

A todo esto el sol comenzaba a desbordar detrás de los edificios más alejados. Una tonalidad anaranjada comenzaba a trepar por las altas fachadas y teñía todo de un naranja pálido. La ciudad aún dormía y solo nosotros tres estábamos en la plaza contemplando aquel maravilloso amanecer. Moccia siguió fumando. Se silenció un instante y quedó profundamente concentrado vaya a saber en qué pensamientos. Analicé en ese momento sus palabras y el significado que le había dado al miedo. Si algo positivo había resultado de su vida era que ahora se lo veía un hombre seguro de sí mismo y sin miedos. Le tenía mucho aprecio y su compañía se asemejaba para mí a la de un padre, uno al cual yo hacía muchísimos años había perdido.

Ese amanecer después de dejar al gordo Pérez en su edificio y despedirme de Federico Moccia en la puerta de su casa volví caminando lentamente a la mía. No tenía prisa. Era ya sábado y no trabajaba. Nadie me estaba esperando así que no tenía que rendirle cuentas a nadie. Al llegar a la esquina de la cuadra donde vivía me encontré con una mujer durmiendo en la vereda. Estaba tapada con una frazada vieja y llena de agujeros y recostada sobre un pedazo de viejo colchón todo manchado y con olor a orina. Fue una escena impactante, aún lo recuerdo. Al pasar junto a ella abrió los ojos y se quedó mirándome fijamente, como si tuviera temor de mí persona.

- No le haré daño –le dije.
- Lo sé –me respondió con suavidad- ¿qué podrías robarle a ésta pobre vieja?... nada, ya no me queda nada.

Sus palabras parecían estar cargadas de tristeza y resentimiento a la vez. Podía extraerse de aquella voz cierta pena que quedaba flotando en el aire y le costaba irse. Me apené entonces. Sentí un escalofrío recorrerme por completo. Me puse en cuclillas a su lado y me quedé observándola. Así mantuvimos nuestras miradas por un rato.

- ¿Qué te apena de esta vida? –preguntó la anciana sin quitarme de encima sus ojos que parecían la entrada a un profundo pozo sin fondo.
- Tal vez muchas cosas –respondí.
- Pues tendrás que librarte de ello sino pasarás como un triste pasajero por la vida ¿Sabes cuál es uno de los mayores problemas de la gente? Pensar demasiado. La gente lo piensa todo y a la vez lo complica todo. A todo le buscan un sentido y a todo quieren manipularlo y acomodarlo a su gusto y necesidad. Nunca están conformes. Todo les parece mal o de poca monta. Si me ven durmiendo aquí dicen “pobre vieja loca” y yo les miro diciéndoles en pensamientos, “pobres infelices” El mundo se torna del color que lo quieras mirar, muchacho. Si lo miras de manera turbia seguramente todo tomará un color opaco, triste. Si lo miras de modo cálido verás lo fácil que es entender el pasaje por esta vida.

Me quedé sopesando por un momento las palabras de la anciana. Mientras lo hacía ella acomodaba la cobija en sus pies y un pañuelo que cubría por completo su cabeza. Me senté a su lado. Pronto el sol nos iluminó a ambos. Finalmente la mujer se durmió. La contemplé por última vez y retomé camino a casa. Al llegar las vecinas barrían las veredas y el barrio había comenzado a desplegar su frufrú diario. Tuve ganas de sentarme debajo de la parra y percibir el fresco de la mañana. Aún rondaban por mi cabeza las palabras de Federico Moccia y de la anciana. Dos personas que habían transitado largos años de vida me aleccionaron en una misma noche. Como si de repente, en mi destino, aquello hubiera estado marcado para que así fuese. Valoré aquello. Al rato un viento suave comenzó a mecer las hojas de la parra y las flores del jardín. Recordé a mi madre en ese instante y cuánto quería su jardín, sus flores, su parra. Me entraron unas terribles ganas de llorar y desahogar toda esa opresión que tenía guardada en algún lugar de mi pecho. Finalmente lo hice. Lloré amargamente.


La primera semana de trabajo en la nueva sección comenzó con mucho trabajo. Los nuevos compañeros a simple vista parecían personas amenas, profesionales con gran ética. Me hacían sentir bien acompañado y me sacaban de cualquier duda no bien quedaba empantanado. Marina Fernández, la gerente de la sección, me tuvo muchísima paciencia por aquellos días. Logramos entablar una relación cordial y discreta en el ámbito laboral. Ella siempre llegaba media hora antes que todos y desayunaba a solas, en su oficina, leyendo los diarios y sorbiendo lentamente un capuccino. Lloviera, granizara, nevara, o un increíble tsunami envolviera el edificio por completo, ella siempre llegaba media hora antes, depositaba el maletín en su escritorio, extraía de él los diarios y se sentaba a tomar un capuccino que traía previamente comprado de un McDonalds.

Si yo llegaba temprano solía sentarme en mi oficina y a través del vidrio observaba con que displicencia Marina Fernández comenzaba su día. Envidiaba por momentos su soltura y el estilo, tan profesional, con el cual ella llevaba adelante su cargo. Poco a poco entendí que para ser como ella no bastaba ser buena en su profesión solamente, sino que también existía un equilibrio entre el ser humano y su trabajo. Lo más difícil, claro. Jamás hablaba de trabajo antes de las 8:00 en punto de la mañana. Si tocabas a la puerta de su oficina te sonreía de un modo distinto al de las horas de trabajo. Podías preguntarle cualquier cosa, inclusive si había visto algún programa de televisión o qué había cenado la noche anterior, que ella contestaría con su mejor buena voluntad. Sin embargo, al momento que las agujas del reloj marcaran las 8:00 de la mañana su rictus cambiaba y se disponía por completo al servicio del multimedios y su labor. Entendí observándola a ella que la diferenciación entre su vida y su trabajo lograban el equilibrio adecuado para que uno no se volviese loco.

Decidí que yo también quería llegar a un equilibrio. Que si bien debía rendir cada vez más en el puesto que me habían colocado también debía acompañar ese cambio con un equilibrio que acomodara cada cosa en su lugar dentro de mi propia vida.

Los días pasaron y me sentí cada vez más a gusto con el nuevo puesto. Pronto comencé a trabajar con una computadora y fui recibiendo trabajos más complicados, que demandaban mucho más de mi capacidad que hasta ese momento se mostraba escondida e invisible.

Federico Moccia cada tanto solía llegarse hasta el tercer piso. Apenas se abría la puerta metálica del ascensor el viejo daba un paso y se quedaba parado mirando a todo el mundo. Era gracioso ver aquella actitud. Parecía bloquearse de una manera extraña ante una sala llena de personal joven que trabajaba frenéticamente. Luego comenzaba a caminar despacio con una sonrisa resplandeciente mientras saludaba a todo el mundo gesticulando. Al llegar a mi oficina tocaba la puerta y se quedaba parado como si fuese una estatua de yeso hasta que yo le abriese. Aquello me ofendía. Más de una vez se lo había dicho pero no había manera que le entraran balas. Me complacía de sobremanera que mi amigo más querido me visitara en mi oficina. Esos momentos de sus visitas eran impagables para mí. Lograban rememorar mi ingreso al multimedios y mi paso por él, como así también cada cosa aprendida y valorada.

Cierto día Moccia llegó y me sorprendió pasando directamente a la oficina sin tocar la puerta ni quedarse estático frente a ella. No me había percatado de su llegada en el ascensor, entonces el verlo ahí parado frente mío me causó una alegría mayor a la habitual. Sin embargo su semblante no era como el de todos los días. Algo había en su rostro que dejaba entrever que traía alguna noticia poco feliz. Sin mediar palabras hice un gesto y lo invité a sentarse. Agradecido se sentó, cruzó sus piernas y se quedó mirándome con sus ojos casi cerrados y de manera penetrante. Sin siquiera yo sospecharlo aquel día sería el último que vería a Federico Moccia en mi vida.


(Continuará en un próximo capítulo...)


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Saint-Exupéry (nueve)




NUEVE


La chica de los piercings renunció a su trabajo en el hostel una de las primeras mañanas de primavera. Fue una decisión súbita. Al levantarse, un tibio rayo de sol dio en su mejilla y su calidez pareció iluminar sus pensamientos. Aún con los ojos cerrados y sintiendo la tibieza que emanaba el astro rey concluyó que ya era suficiente, que debía dar un vuelco a su destino.

Al principio los socios dueños del hostel no quisieron aceptar su renuncia. Es que ella siempre había sido una excelente empleada de la cual ni ellos ni los clientes habían registrado quejas. Sin embargo su decisión era indeclinable. Después de más de media hora de explicaciones y de tires y aflojes ambas partes llegaron a la conclusión que la decisión estaba tomada y que una nueva chica debía ocupar el lugar en la recepción. Se la indemnizó como se debía y ella se despidió con mucha calidez de sus empleadores. Atrás quedaba entonces sellada una etapa de su vida. Apenas hubo cerrado la puerta tras su espalda se volvió y observó la fachada del hostel y pensó en todo lo que allí había vivido. Seguidamente una sensación de liberación la poseyó por completo y se dijo que estaba en lo correcto pues necesitaba aires nuevos y un cambio para su vida.

Aún con la meta de incursionar en algún grupo ecologista supo que lo nuevo que la esperaba sería algo interesante e importante para ella. De algún modo podía conectarse con su interior y anhelar con profundas ganas ese cambio tan requerido. En los días siguientes compró diariamente todos los diarios locales y nacionales con la intención de asesorarse y orientarse con información relacionada a grupos ecologistas y de ayuda humanitaria. También compró revistas referidas al tema y veía a diario programas en Discovery Channel y NatGeo. Encerró en círculo con una birome varias informaciones que le resultaron interesantes y luego fue una a una analizándola. Mientras su vida cambiaba, mi propia vida seguía su curso.


Después de un año de trabajar en aquella redacción tuve mi primer ascenso. No era un puesto maravilloso pero me resultaba mucho más interesante que clasificar papeles todo el día como un autómata descontrolado. Fui citado a la oficina del gerente una mañana en la que el cielo parecía venirse abajo por la intensidad de la lluvia que caía. Apenas cerré la puerta el gerente con un gesto adusto me indicó que me sentará. Él caminaba nerviosamente de un lado a otro de la oficina sin decir palabra. Mantenía su dedo índice apoyado en el mentón y su brazo izquierdo recogido detrás de su cintura. Algo me decía que lo que tenía para decirme era importante, muy importante, tal vez tan importante como despedirme o recortarme el sueldo; sin embargo no quería conjeturar y me predispuse a ser todo oído. Después de caminar un par de minutos como si fuese un animal enjaulado se sentó con mucha mesura y me quedó mirando fijamente a los ojos.

- Lo he citado a esta oficina para comunicarle una decisión que hemos tomado con la junta directiva. No es una mala noticia, no se asuste, al contrario, yo diría que es una excelente noticia.

Las manos en ese punto dejaron de sudarme y aflojé mi musculatura. Al menos supe que no estaba despedido y no volvería a vivir la pesadilla del desempleo.

- Mire, la cosa es así: esta redacción trabaja para un multimedios, más precisamente para la parte impresa que realiza el multimedios. Como usted sabrá el multimedios posee en esa rama un diario local y dos revistas de tirada nacional. Bueno, ahí es donde queremos ubicarlo a usted.
- ¿Dónde específicamente? –pregunté con voz tímida.
- En una de las revistas –respondió el gerente sin temblarle la voz-. En una de las revistas incorporaremos una nueva sección dedicada a la geología, a la ecología y a los cambios climáticos. Tal vez usted no esté mucho al tanto de esos temas, pero tenemos periodistas calificados para ello. Ellos harán las entrevistas y usted será quien seleccione las fotografías y ordene de manera visual el orden de las páginas de la sección. También cumplirá otras funciones, pero ya no está en mí decírselo. Digamos que sería una especie de editor básico o algo por el estilo. En realidad nos gusta el modo aplicado de su trabajo y observándolo durante todo un año hemos comprobado que tiene cierto “olfato” para distinguir las buenas de las malas noticias. Si nos equivocamos con usted es parte del negocio, sino habremos tenido éxito y todos salimos contentos y felices.

Después que el gerente terminó de comentarme aquello me quedé mirándolo fijamente por un instante. Mi mente estaba en blanco, un vacío total. De algún modo me había librado de pensamientos y a la vez de emociones. No sentía júbilo ni alegría por la noticia. Era como si mi cuerpo se hubiera esfumado y hubiera sido suplantado por un cuerpo de trapo, insensible e inerte.

- ¿No piensa decirme nada? –dijo el gerente.
- Sí, claro. Estoy sorprendido. Es solo eso. Le agradezco mucho el gesto y el ascenso –terminé diciendo casi sin sentimientos.

Salí de la oficina del gerente y recién en ese instante volví a sentir que mi cuerpo me poseía. Era la primera vez en mi vida que lograba un ascenso en un trabajo. Debía de ser un día especial, pero como era algo nuevo para mí lo tomé como algo extraño y al sentirse atípico no sabía cómo expresarlo.

Al llegar a mi escritorio me estaban esperando el gordo Pérez y Federico Moccia. Me miraban con cara de interrogante. Noté que se salían de sus cabales por preguntarme qué había sucedido. Creí en ese momento que ellos pensaron lo peor: un despido o una suspensión. Pero luego de contarles ambos me felicitaron y me palmearon la espalda dándome ánimos y demostrándome todo su apoyo. Salimos al patio del edificio y nos sentamos a fumar un cigarrillo. Observé el cuadrado de cielo que se dibujaba en lo alto, justo al finalizar las cuatro paredes altísimas que formaban el patio. Se veían unas pocas nubes pasar lentamente. Era extraño ver como allí arriba todo parecía seguir su ritmo, casi imperceptible, y abajo, en la tierra, mi vida cambiaba tan vertiginosamente. Pensé que eso mismo pasaba con las vidas de las personas, con los amores y desamores, con los éxitos y los fracasos. Enseguida el gordo Pérez comenzó a hacerme chistes sobre mi nuevo cargo y sobre cómo yo me comportaría una vez estando en él. Federico Moccia lo reprendía diciéndole que me dejara en paz, que era un lindo desafío y que en esos desafíos consistía parte del aprendizaje de la vida. Me parecían siempre tan certeras y justas las palabras de Moccia que muchas veces me quedaban repiqueteando en la memoria durante varios días. Había un dejo de increíbles vivencias en el modo de aconsejar o de decir sus frases que me envolvía por completo y me hacía sentir un tipo apreciado y querido por él. Aquel anciano durante todo el tiempo que nos conocíamos se había logrado mi respeto, mi cariño y mi total afecto.


Al mes de la charla con el gerente obtuve el ascenso in situ.

Al llegar a la redacción se me ordenó que desde ese día en más trabajara en el tercer piso, en mi propia oficina. Eso me sorprendió. No había pensado que el nuevo puesto sería con oficina propia y alejada de mis compañeros de trabajo habituales. Una secretaria jovencita me acompañó hasta la nueva oficina.

Mientras caminaba hacia el ascensor Federico Moccia y el gordo Pérez me hacían gestos afirmativos deseándome toda la suerte del mundo. Me sentí mimado y querido por mis compañeros. Al entrar al ascensor la chica se puso delante del panel de comandos y presionó el botón del tercer piso. Inmediatamente la puerta metálica del ascensor se cerró y ambos quedamos a solas esperando que el aparato comenzara a elevarse. Tuve la sensación de dejar parte de mí en aquel piso y elevarme a otro estadío de mi consciencia. Observaba el pelo lacio y rubio de la secretaria caerle hasta la mitad de su espalda. Aparentaba ser una chica culta y de modales suaves. Mientras el ascensor ascendía lentamente ella permanecía mirando hacia la puerta y dándome la espalda.

- Estoy un tanto nervioso –dije en voz alta.

Entonces ella volteó y quedó mirándome. En ese preciso momento me puse un poco más nervioso pues ella era muy bonita.

- ¿Quiere decirme algo? –me preguntó.
- No lo sé –respondí de manera tonta.

Entonces se dio media vuelta y pulsó el botón de STOP de la botonera de comandos. El ascensor se detuvo suavemente y una luz de emergencia extra se encendió. Por unos segundos un silencio sepulcral nos rodeó por completo. Volvió a darse vuelta y volvió a observarme.

- Dígame, ¿a qué se deben sus nervios? –dijo ella.
- No lo sé, supongo que a mi nuevo puesto. Es la primera vez que haré algo distinto desde que ingresé a esta empresa.
- Pues tómeselo con calma. No hay nada de raro. Piense que es como el primer día que ingresó a este lugar en donde no conocía a nadie y ni siquiera sabía cuáles eran sus funciones. No hay nada que temer. Créame.
- Admiro su manera de analizar las cosas –respondí.


Finalmente se dio media vuelta y ahora presionó el botón START en el panel de comandos. El ascensor volvió a ponerse en movimiento y la luz de emergencia se apagó.

Al llegar al tercer piso la puerta se abrió lentamente y un largo pasillo se presentó ante nosotros.

A la derecha había un montón de cubículos separados por paredes de más de metro y medio de altura y a la izquierda estaban las oficinas, amplias y totalmente vidriadas, que daban a grandes ventanales que dejaban pasar el sol en plenitud. El ambiente a simple vista era muy acogedor. El personal del área trabajaba concentrado en su trabajo. Solo al verme entrar todos pararon sus quehaceres y dirigieron su mirada hacia mi persona. Saludé con gestos de cortesía mientras caminaba detrás de la señorita. Sin embargo algo me llamó la atención: saludaban a la señorita con demasiada solemnidad. Al entrar a la sala de reuniones había una enorme mesa de caoba y una docena de sillas perfectamente dispuestas en torno a ella. La chica hizo gesto que me sentara en la silla de la cabecera, lo cual hice. Luego, con mucha gracia, ella tomó asiento en la silla que se encontraba en la otra cabecera.

- Bueno, aquí estamos –dijo ella con una sonrisa.- Me llamo Marina Fernández, y soy tú nueva gerente de área.

En ese momento sentí que mi corazón bombeaba más de la cuenta ¡Cómo no haberlo sospechado antes! Pero no, ni por asomo pensé que aquella mujer con aspecto de secretaria sería la nueva gerente que regiría cada uno de los próximos días laborales de mi vida.

- Ya nos conocemos un poco y espero que no estés tan nervioso como en el ascensor. No pasa nada. Es como todo cambio: lo nuevo siempre genera expectativas y nervios. Pero verás, aquí en esta sección nos diferenciamos bastante del resto del multimedios ¿Por qué? Simple. Aquí hacemos cosas innovadoras. Damos al lector de nuestra revista aires nuevos. Queremos que los lectores sientan que al tener nuestra revista en sus manos están frente a un nuevo capítulo de una miniserie que los tiene atrapados y los deja sin aliento. Tan simple como eso.

Mientras decía aquello jugaba con sus uñas y examinaba las cutículas.

- Todas las personas que has visto trabajando en la sección fueron elegidas por mí. Cada una se destaca en algo. Fueron seleccionadas minuciosamente durante un largo período de pruebas del cual ellas nunca se enteraron. Hasta ahora mi modo de seleccionar personal no ha caído en falsos positivos. Y en ti tengo puestas muchas esperanzas –dijo la gerente.
- ¿Por qué en mí? –pregunté con asombro.- ¿Qué tengo yo de especial?
- Mucho.
- ¿Mucho?
- Sí, mucho. Las personas muchas veces ignoran su potencial. Simplemente no pueden verlo. Está como dormido en su interior y cuando despierta ellas no se dan cuenta. Sin embargo si tienes un ojo avizor podrás captar las virtudes de las personas. La empresa cree que yo tengo un tipo de vista particular para cazar talentos y hasta ahora ha dado siempre frutos. He visto como escribes cosas en las hojas de trabajo. Cosas como citas, pequeños poemas o bien los libros que traes para leer en tus ratos libres en el trabajo. Si uno se considera un observador no deja pasar nada por alto. Y yo lo observo todo. Y en esas observaciones capté cierta predisposición tuya al mundo de las letras y de la redacción. Quiero que redactes notas en la revista –sentenció.
- ¿Yo?, pero… no soy periodista. No sé nada de cómo redactar una nota.
- Lo sabes. Solo hurga en tú interior y verás como la redacción va hilvanándose poco a poco, letra a letra, párrafo a párrafo. No te subestimes y no tengas miedo. Date tiempo. Tendrás tú propia oficina y quiero también que formes parte del equipo creativo de la revista. Tengo mucha fe en ti.

Después de escuchar todo lo que la gerente dijo enmudecí totalmente. La cabeza se me vació por completo. No podía pensar en nada. Jamás había imaginado que alguien como yo podía ser considerado alguien tan importante. Aún en los años de mejores trabajos mientras mi madre vivía nadie había depositado tanta fe en mí.

Me levanté de la silla lentamente.

- ¿Es todo? –pregunté a la gerente.
- Sí, es todo.

Enfilé hacia la puerta y al asir el picaporte con mi mano escuché nuevamente su voz.

- Y recuerda… jamás me equivoco.

Fue así que en la primavera de 1993 comencé a trabajar en una de las áreas más importante del multimedios. Un trabajo que sin saberlo cambiaría totalmente mi vida.


(Continuará en un próximo capítulo...)

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Saint-Exupéry (ocho)




OCHO


Ha pasado ya casi un año de la muerte de mi madre. Son los últimos días de un invierno que ha sido crudo, con pocos días soleados y nubarrones grises que han sido eternos sobre la ciudad. Poco a poco he ido acostumbrándome a la vida solitaria; a existir sin depender de nadie, a hacer sin dar cuentas a nadie. Hace un par de meses, en abril más precisamente, he conseguido un empleo en una redacción. Fue de casualidad, gracias a un amigo que sabía que buscaba empleo desesperadamente sin lograr conseguir nada. Es que para la sociedad moderna cuando pasas los treinta y cinco años ya eres un viejo laboralmente hablando. Te subes a la cúspide y comienzas a decaer a los ojos del empresariado. Triste pero verdadero. Anhelo en pensamientos que los hijos de los hijos cambien a un futuro más prometedor para ellos y su descendencia.

Ordeno papeles en general, clasifico formularios y sirvo café a los gerentes y parte de los directivos. No es un trabajo desagradable, sin embargo hay horas en las que me siento desperdiciado y un bueno para nada. Cuando eso sucede comienzo a pensar en cosas bonitas tales como los cuadros colgados en mi casa, escenas de viejas películas, párrafos de libros que he leído, y las canciones que más me gustan escuchar. Imagino cosas por el estilo para no caer en ningún precipicio del cual nadie pueda sacarme tendiéndome una mano. He logrado salir a flote en mi soltería de una manera ordenada y paciente. Sin embargo noto que si alguien existiese a mi lado la vida se miraría con más calidez.

Tengo dos nuevos amigos. Uno es un señor mayor, Federico Moccia, casi de setenta años, con calvicie prominente y un leve acento provinciano. Es oriundo de la provincia de La Rioja y trabaja en la oficina desde hace más de treinta y seis años. El otro, Ernesto “el gordo” Pérez, es el hombre más carismático que he conocido en mi vida, es de esta ciudad y hemos construido una amistad bien fuerte. Afianzándome a esas amistades los días pasan a ser más llevaderos y siento que la vida poco a poco va curando heridas abiertas.

He conseguido acomodar el recuerdo de mi madre en un lugar justo de mi consciencia y de mi mente. Lo he acomodado milímetro a milímetro allí. Me ha costado noches de insomnio, de borracheras, de lecturas de libros interminables, de introspecciones, de ansiolíticos, pero finalmente lo he logrado y ahí ha quedado. Ahora en la casa se respira cierta paz que armoniza cuerpo y espíritu. Mis amigos suelen visitarme, y cuando lo hacen comemos alguna picada con un Cinzano, o un rico asado, o bien vemos algún partido de fútbol en la televisión tomándonos unas cervezas. Ayudan a que la vida sea mucho más placentera y agradable para mí.

El gordo Pérez me hace reír siempre. Vive hablándome de sus aventuras y desventuras con mujeres y nunca deja de invitarme a visitar los cabarets de la ciudad. Dice que le encantaría verme con alguien, que merezco una buena mujer a mi lado que me haga feliz y todo ese verso del cual uno se cansa muchas veces de escuchar. Lo hace de buena onda y buena manera, pero su repetitividad hace que para mis oídos y mi psiquis sea en determinados momentos casi irritante.

Cada tanto salimos a tomar algo a las pizzerías de la zona o bien vamos a bailar a algún que otro boliche que se pone de moda. Cuando no hay suerte nos escabullimos a los cabarets que el gordo Pérez conoce como la palma de su mano. Ahí tenemos sexo con alguna de las chicas de la noche. Yo suelo elegir a las que menos sobresalen del resto. Tal vez porque las encuentro más parecidas a mi personalidad. En cambio el gordo Pérez ama la exuberancia y casi siempre sale con la más regordeta o la que tiene el culo y las tetas más voluminosas.

- ¡¿Qué tal?!, ¡mirá qué minita me conseguí! –sabe decirme jactándose de su vulgar conquista. A lo que yo asiento con una sonrisa y levantando mi pulgar derecho en gesto afirmativo.

Solemos terminar encamados en algún hotel alojamiento de las afueras o bien en la casa de alguna de las mujeres con las cuales salimos. Jamás llevo mujeres de la noche a mi casa. Una por el “qué dirán” en el barrio, y otra porque no me nace llevar a alguien que no siente nada por mí y mostrarle mi intimidad. Lo pienso como un amor efímero y volátil. Amor de una noche. Pasión de minutos. Locuras de madrugadas. Cuando comento con el gordo Pérez mi visión sobre nuestras conquistas éste se ríe a carcajadas. Suele decirme que estoy loco, que si el tuviera una casa como la mía viviría acostándose con todo tipo de puta o mujer fácil de la vida. Y ahí queda todo. Él con sus pensamientos y yo con mis decisiones.


A veces, al volver de alguna salida, paso por frente al hostel “Roma” y me quedo sentado frente a él observando su fachada en silencio. Me encuentro solo, en medio de la oscuridad, escuchando el sonido atenuado de la ciudad que duerme. Contemplo cada uno de los trazos y de los tonos de la fachada. Observo las ventanas de las habitaciones y me retrotraigo en el tiempo y me sonrío al recordar a aquella chica del tatuaje en su brazo. Me pregunto qué habrá sido de su vida, por qué el destino nos hizo cruzarnos por aquellos días, y así me quedo un rato largo divagando entre preguntas sin respuestas.

Creo que el verme llegar a la cuarentena profundiza mi poder introspectivo. Me hace analizar mucho más profundamente el porqué de las cosas que vivo. Federico Moccia me suele decir que eso es común en todos a mi edad, que el mundo comienza a observarse de un modo más complejo y prestamos más atención a las fisuras que descubrimos en él. Me lo dice con sus ojos vidriosos de viejo bonachón. Le tiemblan las manos y gesticula con ellas cuando me aconseja. Noto en él la sabiduría del hombre soltero que aprendió a vivir como pudo y extrajo de la vida el poco jugo que pudo. Bebió del jugo y también lo saboreó. Así dan ganas de vivir, suelo decirme. Y es entonces que miro por sobre mi hombro y veo mis años vividos y a la vez percibo una especie de bruma en la cual algunos momentos se pierden y se vuelven difusos y otros asoman luminosamente, resplandeciendo a través de ella.

- Verás que la vida no es tan mala como parece. A tú edad yo pensaba que el mundo acababa mañana, que para qué vivir si ya estaba todo vivido, que no había nada nuevo que descubrir bajo el mismo sol. Sin embargo estaba equivocado, hijo. Créeme, hay mucho por vivir a tú edad. Por eso es importante que no aminores la marcha y que camines aunque veas una gran tormenta en el horizonte.

Cosas como aquellas solía decirme entre descanso y descanso en la oficina. El gordo Pérez solía reírse de ello. Él pensaba que el viejo era un perdedor, que su vida en cierto modo era la vida de un perdedor que no supo aprovechar las oportunidades brindadas. Pero yo no estaba de acuerdo con él y sus conclusiones. Al contrario, veía en Federico Moccia a un anciano con mucha sabiduría y gran corazón. Federico Moccia supo decirme que había conocido a mi madre. Que solía verla pasar del brazo de mi padre con una gran sonrisa y muy enamorada.

- ¡Era gente de bien tus viejos! –me recordaba.

Y al escucharlo decir cosas así yo me emocionaba, y para evitar lagrimear frente a su presencia me iba a fumar un cigarrillo a la vereda del edificio.


Me pregunté algunas veces qué fue lo que pasaba por mí mente cuando conocí a la chica del tatuaje. Las respuestas que mi yo entero devolvió no fueron simples, más bien diría que hasta fueron escuetas e inconclusas. A pesar de la diferencia de edad que nos separaba cuando estuvimos juntos parecía que ese abismo no existía. Ella se dirigía a mí como si fuese de su misma edad y yo podía comprenderla y entenderla a la perfección. Lo mismo sucedía cuando yo me expresaba y ella me seguía la corriente sin siquiera un atisbo de complicación o mal entendimiento. Creo que habíamos logrado lo que se denomina vulgarmente “conectarnos”. Sin embargo un buen día desapareció tomando sus cosas y echándose a andar nuevamente por la vida.

Tal vez mi madre en su poderosa vista de madre tenía razón al decirme que me veía demasiado solo. Federico Moccia también suele decírmelo: “estás muy solo, hijo. Deberías buscarte a una chica buena que sea tú compañera” ¡Como si fuera tan simple encontrar a una buena mujer! Como todo, siempre se gana o se pierde. Debería arriesgar, esa es la norma que dicta mi conciencia y mi mente. Entonces me retrotraigo en pensamientos y me arrepiento una y mil veces de no haberlo hecho con Lourdes.


La primera semana de septiembre de 1993 asistimos a una conferencia relacionada con temas laborales. A pesar de ser el empleado más raso de la oficina también debía ir. Tal vez a algunos de mis jefes les corría por la cabeza la alocada idea que podía captar algo al aire de la intrincada charla que sostenían sobre financiamiento y economía. Me la pase gran parte de la charla observando por la ventana. Primero viendo como un par de niños jugaba al fútbol en la vereda y luego observando cada uno de los clientes de un bonito y pequeño bar situado justo en frente del edificio donde se llevaba a cabo la reunión. Cada tanto salía a limpiar las mesas una moza. Espigada, más bien flaca, de pelo lacio y largo hasta la cintura, con un delantal blanco con rayas color bordó. Recogía las tazas y utensilios usados muy rápidamente y finalmente pasaba una franela dejando la mesa lista para nuevos clientes. Al finalizar se erguía y observaba a toda la clientela como si extrajera de aquella mirada algún tipo de información. Al principio no me resultó llamativo, pero con el pasar del tiempo aquello se tornó casi un ritual y me acaparó poderosamente la atención.

Decidí tomarme un café en aquel bar.

Deseaba, en realidad, saber qué le llamaba la atención a la moza. Hice un gesto al gordo Pérez y por lo bajo le dije que iba al baño. Éste asintió, aunque creo que no me creyó del todo. En algún punto mi compañero sabía que yo no entendía ni jota y estaba más que aburrido.

Bajé las escaleras, crucé la calle y me senté en una de las mesas del bar. Cuando alcé la vista observé a todos los que asistían en el piso de arriba a la reunión. Me vinieron ganas de reír pero ahogué las ganas con la palma de mi mano. Al frente mío había una pareja de jovencitos tomando un café. La chica parecía muy enamorada. Gesticulaba y reía todo el tiempo sin casi pestañear manteniendo su mirada totalmente enfocada en su galán. Él en cambio miraba los automóviles pasar y cada tanto, haciéndose el distraído, contemplaba una que otra chica al pasar. “Somos todos iguales”, me dije en ese momento, y por un instante quise no serlo. Pero sabía que en el fondo éramos todos así.

Mientras esperaba que la moza llegara saqué mi libreta de anotaciones del bolsillo del saco y escribí la dirección del bar, su nombre, y escribí un par de líneas para un relato que había comenzado a escribir hacía un tiempo. Según el gordo Pérez escribir era de afeminados.

- ¿Escribes poesía?, ¡no, por Dios, no!, ¡eso es de maricones!

Y yo solo reía. Hacer cambiar una idea adherida en la mente del gordo Pérez era más difícil que resucitar y caminar por las calles de la ciudad para que todo el mundo te viera. Así que había desistido desde hacía tiempo en querer cambiar alguna de sus ideas retorcidas. Tampoco era que se me diera la escritura de modo natural, pero sí se me daba mejor que el dibujo o la pintura. Si mi madre lo hubiera sabido tal vez me apoyara a asistir a talleres o cursos de literatura, pero tampoco eso me interesaba, digamos que lo mío era algo más simple y natural, casi rayando con lo autodidacta y el don innato.

Tras escribir unas líneas de repente tuve a la moza de pie frente mío. Ahí estaba, con su delantal blanco con rayas bordó, el pelo largo y lacio que casi llegaba hasta su cola, y una mirada suave y penetrante a la vez. Podría decir que jamás había visto una mujer que mirase de aquel modo. Había algo en su forma de mirar. Un “no sé qué” de esos que tanto se buscan y pocos se encuentran en la multitud de personas que uno se cruza por la vida. Mi mente pedía un café pero mis labios se negaban a moverse. Me sentí un estúpido. Ella continuaba mirándome, ahora esbozando una sonrisa, con una birome y un anotador en sus manos.

- ¿Qué va a tomar, señor? –dijo finalmente ella.
- Un café… ¡no!, mejor un cortado –respondí torpemente.
- ¿Algo más?
- No, nada más…

Me quedé boquiabierto mirando cómo se alejaba.

Pasó el recado al mostrador y salió nuevamente a la vereda. Entonces se dedicó a escribir en la pizarra del bar el menú de comidas del día. Poseía una letra clara y de elegantes curvas. Al lado de cada menú dibujaba algo alusivo. Una hoja de lechuga en donde se podía leer la palabra ensalada, un papá en donde se podía leer la palabra puré. También un vaso con un sorbete debajo de la palabra postre. Cuando finalizó usó unas tizas de colores y dio sombra a los dibujos dejando la pizarra sumamente llamativa.

Me encontré perdido en la contemplación de aquella chica escribiendo la pizarra. Había puesto en punto muerto mi cerebro y solo había dejado mis funciones motoras básicas. Divagué unos minutos mientras mi mirada se había vuelto roma observándola. De repente sentí unas enormes ganas de estar con alguien así a mi lado. No sé si eran ganas de estar enamorado pero sí de tener una compañía femenina que llenase mis momentos de soledad y desolación. Alguien que pudiera tomarme de la mano y decirme “te quiero”, alguien que acariciara mi espalda por las noches y con la suavidad de sus manos me hiciera sentir tibieza en el alma.

Al volver en mí observé al gordo Pérez gesticular por la ventana del edificio de enfrente. Aún no habían traído el café pero debía volver a la reunión. Dejé el dinero del café debajo del cenicero y una generosa propina para la chica. Crucé la calle y subí las escaleras. Al entrar al recinto donde se gestaba la reunión todos se dieron vuelta a observarme. Seguramente estarían muy aburridos, pensé para mis adentros. Me senté al lado del gordo Pérez. Después que la reunión se reanudó volví lentamente la cabeza y observé el bar. En ese momento la chica tomaba el dinero de debajo del cenicero y lo metía a su bolsillo. Se irguió y miraba hacia todos lados seguramente buscándome. Al menos eso pensé y en ese pensamiento me sentí importante para alguien. Después de mucho tiempo sentí aquella tan extinguida sensación y me quedé aferrado a ella por un instante. Volteé la cabeza y seguí observando al interlocutor, y esta vez, aunque solo le viera balbucear sin escuchar sonido alguno, no me aburría, pues me sentía feliz por todo lo sucedido.


(Continuará en un próximo capítulo...)

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Saint-Exupéry (siete)




SIETE


Hostel “Roma”, siete de la tarde, un viento fresco recorre las calles dando la sensación de un día casi invernal. Aún se está en otoño. La chica de los piercings intercambia su turno, ya es su hora de salida. Su compañera, una morocha un tanto regordeta se apresura a llegar. Es tarde, la chica de los piercings se lo hace saber con un gesto y con el ceño fruncido; no obstante deja su bolso colgado en el perchero y atiende las cosas de importancia que tiene que decirle su compañera. No hay mucha gente en el hostel. Es temporada baja y es tranquilo el trabajo en esa época del año. Pocos turistas visitan la ciudad y los que llegan solo permanecen un par de días, a lo sumo tres o cuatro.

La chica de los piercings sale del hostel media hora después. Ajusta su cazadora y se coloca un pañuelo floreado alrededor de su cuello. Camina lentamente hacia la parada de colectivo y en ese trayecto enciende un cigarrillo y da caladas diminutas, como si saborease cada instante de las pitadas. Al llegar a la parada se apoya en el caño que en su parte superior indica los horarios de los distintos colectivos. El anochecer está a la vuelta de la esquina. Se presenta fría la noche. Mientras espera el colectivo piensa en su trabajo, en las cosas rutinarias que la hartan de él. Se dice que desea algo nuevo, algo con mucho más mundo y movilidad que el ostracismo que la ahoga y agobia en el hostel. De repente recuerda la charla con Lourdes y aquello sobre la ecología, las selvas y el viajar de un lado a otro del país y del mundo. Le parece algo fantástico, se siente feliz con esos pensamientos y un torrente de adrenalina se dispara por su sangre. “Tal vez…”, se dice. Finalmente el colectivo aparece al final de la calle con marcha lenta. Se detiene en la parada y la chica sube, paga al conductor y se sienta en el último asiento. Se coloca unos auriculares y selecciona una carpeta de música en su ipod. El colectivo inicia su marcha y ella apoya la cabeza contra el vidrio y cierra sus ojos.

Tras casi cincuenta minutos de recorrido finalmente el colectivo se detiene en un barrio periférico. Primero baja un hombre calvo, con muletas. Luego desciende la chica de los piercings. El hombre camina muy lentamente por su imposibilidad y ella lo sobrepasa ligeramente. Al hacerlo el hombre murmura un halago y ella lo toma como viene, como si fuera el piropo más bonito que en tiempo le han dicho. Al llegar al monoblock sube las escaleras laterales y de sus oídos se desprende la música que el iPod inyecta incansablemente. Tararea las canciones en un diminuto abrir y cerrar de labios mientras su mirada se mantiene casi perdida y solamente enfocada en los lugares físicos más representativos para su orientación. De un modo rutinario y mecánico llega a la puerta del departamento, inserta la llave, gira el picaporte y finalmente su mundo está ahí, delante de su vista.

No lo duda, arroja la cartera al suelo y de un brinco se tumba en la cama. Se quita lentamente los auriculares, sus zapatillas Pony, su jeans. Así, en bombacha y con una remera de algodón se queda tendida boca arriba observando el blanco pálido del techo. Sus pensamientos siguen sumergidos en cambiar de empleo. Su mente gira como un satélite alrededor de la Tierra. No hay otra cosa que ocupe o invada su mente. Ahora sus ganas se han apoderado totalmente de su cuerpo y de su consciencia y desea que aquello sea una realidad: ya basta del hostel, ya basta de aquella rutina idiota, desea vida.


Afuera, a más de mil kilómetros de distancia del departamento de la chica de los piercings, un grupo de mujeres preparan la cena para aborígenes Wichi. En una gran olla de fundición hierve un gran guiso que desprende un aroma que enloquece las tripas de todos los comensales. El olor abandona la casa precaria y se eleva hacia las estrellas. Aborígenes y mujeres ríen y dialogan en torno al fuego de la cocina. Lentamente la noche a caído y el monte llamado el “Impenetrable”, del Chaco argentino, se ha vuelto oscuro y frío.

Hay un cielo estrellado en Villa Rio Bermejito. Los aborígenes, en su totalidad, están en sus casas a la espera de la cena. Lourdes hecha el arroz y revuelve lentamente el contenido de la olla con una gran cuchara de madera. Su tatuaje en el brazo es motivo de admiración para los aborígenes. Los más viejos, hablando en lengua Qom, cuchichean sobre el niño que ella tiene dibujado en el brazo. Una mujer anciana mientras murmura señala las estrellas. Tal vez sea el asteroide quien ha llamado su atención y lo ha ubicado en medio del cielo nocturno. Lourdes sonríe. Sabe que los tatuajes son llamativos para los aborígenes. Una niña wichi se acerca y con la punta de su dedo corazón toca la cara del Principito en el brazo de Lourdes. Sale corriendo. Ríe. Se asusta. Lourdes hace gestos que solo es un dibujo. Les dice en lengua Qom que aquello es algo irreal, fantástico, un ser imaginario, algo así como los dioses y espíritus en los cuales ellos creen.

Finalmente la cena es servida y todos comen como una gran familia.

Arriba las estrellas titilan e iluminan como un manto de diamantes el impenetrable chaqueño. Los niños son los primeros en ir a dormir, los ancianos le siguen y los adultos y más jóvenes se quedan junto a las mujeres de la misión alrededor del fuego a contarse historias. Sin embargo esa noche Lourdes está cansada. El calor de la cocina y el fresco de la noche le han bajado mucho sueño. Piensa en dormir para levantarse temprano. No se queda a la reunión. Ya en su cama se quita las zapatillas, el sombrero, los pantalones, y se mete en la bolsa de dormir. Afuera los grillos cantan canciones de cuna. Un par de lechuzas seducen a la oscuridad con sus sonidos y el viento con su soplar invita al sueño. Las hojas de los eucaliptos friccionan entre oleada y oleada de viento. Es un ruido demasiado enternecedor para quienes están exhaustos. De a poco Lourdes va perdiendo consciencia, sus párpados se tornan pesados, sus ojos se entrecierran, y comienza a pisar el umbral de los sueños. Finalmente todo es oscuridad.


El iPod cae de la cama y por los auriculares susurra una canción de Nirvana. La mano queda tendida al vacío sobre el costado de la cama. La luz de la habitación está apagada y solo queda encendido un velador. Afuera el cielo se ha cargado de nubes. Lloverá. La chica de los piercings respira suavemente, sueña, anhela otra vida.


(Continuará en un próximo capítulo...)


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Saint-Exupéry (seis)




SEIS


En los días sucesivos a la muerte de mi madre comencé a organizar la casa de una manera distinta. Si iba a vivir allí debía de darle un nuevo enfoque, sentirme a gusto, no rodearme en exceso de recuerdos que me hiriesen y por sobre todo tener en claro que ahora ya no era la casa de mi madre sino la mía propia.

Junté toda la ropa que había dentro del armario y el viejo ropero de su habitación. Armé unas cuantas cajas y tras cerrarlas y encintarlas las subí a la camioneta para luego llevarlas a una organización sin fines de lucro que se encargaba de reciclar ropa usada para clases sociales marginales. Hice lo mismo con adornos, zapatos, bisutería. Solo me quedé con sus libros y sus amados cuadros. Recuerdo haber apilado sus cuadros junto a una de las ventanas del frente de la casa y al cabo de un rato verlos iluminados por un grueso rayo de sol que se posaba sobre ellos. Me causó una profunda alegría ver como los coloridos cuadros parecían tomar vida bajo los efectos de aquel sol. Me senté en el piso, crucé las piernas, y mientras una brisa mecía las cortinas de la ventana contemplé con mucha nostalgia aquellos cuadros. Recorrí los marcos con mi vista y rememoré el origen de cada uno de ellos.

Observé con detenimiento los cuadros que ella tenía desde antes de casarse hasta aquellos que le habían sido regalados por sus amistades durante toda su vida. Amaba a todos por igual, pero tenía su corazoncito con unos pocos, tal vez los que a simple vista de otros pasaran desapercibidos pero que para ella tenían la exquisitez de transmitir sensaciones ocultas. Se puede decir que Elena Villalobos tenía un toque sutil y único para observar el arte. Sin embargo yo no había heredado nada de eso. Ni siquiera en todos los años que fui a estudiar dibujo y pintura logré hacer que mis manos dibujaran algo presentable, ni que mi gusto por la pintura se desatara y acrecentara. De algún modo se nace con ciertas aptitudes para el arte, así lo he considerado siempre.

Entre los cuadros de mi madre había un par que ella supo regalarme en mi adolescencia. Los poseía ella, pues yo por aquellos tiempos poca importancia le daba al arte en sí. Tampoco ella había tomado a mal que yo no hiciera uso de ellos, pues creo que de algún modo sabía que yo no había heredado de ella ese amor por la pintura y el dibujo sino que era alguien bien distinto y más bien parecido a mi padre. Decidí quedarme con los dos cuadros que me había obsequiado y al resto los envié por correos a familiares directos e indirectos. Creí que un buen recuerdo de ella sería tenerla presente todos los días en una habitación de sus familiares. Así que tras embalarlos los envíe uno a uno por una empresa de correo privado a sus respectivos destinatarios. Finalmente colgué los cuadros que yo me había dejado. Uno en la cocina, el lugar donde más horas del día pasaba en la casa; y el otro en mi dormitorio.

Cada nuevo día miraba aquellos cuadros como si me los hubiesen regalado ella el día anterior. Bastaba con solo echarles una mirada y automáticamente esbozar una sonrisa. Contemplaba los trazos, los colores, y siempre me parecían que poseían algo distinto al día anterior. Pensé si mi madre vería del mismo modo a sus cuadros. Tal vez sí, y poco a poco iba yo obteniendo algo de aquello que a ella le sobraba dentro de sí.

Los días de sol parecían ser los más ideales para observar las pinturas. Al avanzar las horas los rayos de sol penetraban por las ventanas e iluminaban casi perpendicularmente los cuadros haciéndolos resaltar de un modo muy bello. Finalmente la casa había quedado organizada a mi gusto y solo un pequeño puñado de cosas esparcidas por ella me traían un vivo recuerdo de mi madre.


Por aquellos años, más precisamente en los otoños, bandadas de pájaros solían llegar a la ciudad y posarse sobre los cables de alta tensión. Se posaban uno junto al otro como si estuvieran atentos a algún acontecimiento que prontamente sucedería; y como por arte de magia en un determinado instante todos comenzaban a trinar. Yo los llamaba los “pájaros armónicos”. Me gustaba llamarlos así, pues me parecía que su trinar de algún modo producía eso: un sonido armónico. Cuando los pájaros llegaban uno ya sabía que traían el otoño tras de sí como si fuese una capa o manto que los persiguiera kilómetros y kilómetros en sus migraciones continentales. Al verlos llegar hasta las hojas parecían ya ponerse a amarillear.

En aquel primer otoño que me tocó vivir solo en la casa comencé a dedicarme a leer todo libro cuanto caía en mis manos. Me asocié a la biblioteca del barrio y compraba quincenalmente uno o dos libros en las librerías del centro. Leía de todo, algo que a cualquiera hubiera llamado la atención. Parecía que aquella locura se había despertado de repente en mí tras la llegada del otoño, y tal vez fuera cierto. Sentía la necesidad imperiosa de leer y pasar abstraído la mayor cantidad de horas posibles mientras tuviera en la casa. Leía debajo de la parra, en el comedor, en el baño, en la cama. Cualquier hora era buena para una lectura. Hasta desperté pensamientos como que algún día tendría las suficientes cualidades y capacidades para considerarme un escritor o poeta (cosa que jamás sucedió).

En una de las visitas a la librería “El librero del centro” ubicada en pleno centro de la ciudad sucedió de encontrarme a Lourdes. Estaba allí, removiendo libros en los estantes y leyendo párrafos de ellos. Apenas la vi sentí una gran emoción y un racconto fugaz de nuestro primer encuentro pasó por mi cabeza. Sin embargo al rato me serené y pensé que tal vez ella ya ni se acordaría de mí, pues sucede a menudo en la vida que las personas van y vienen y muchas veces ni de las caras te acuerdas ¿Sería ese aquel caso? Tal vez. Pero tampoco me apetecía mucho averiguarlo. Creo que cargarme de una desilusión no era lo más apropiado en aquel momento. Lo que menos necesitaba eran cosas negativas para mi vida. Así que me quedé ahí entre libros y estanterías observándola a lo lejos, con el especial cuidado de que no me viera, así como los “pájaros armónicos” observaban el barrio desde los cables de alta tensión.

“El librero del centro” es una librería de lujo, de gran renombre y con una exquisita ambientación para el lector ocasional o empedernido. Allí uno puede sentarse y hojear libros por horas, o simplemente tomarse un café, o también pasear entre las estanterías observando portadas de libros mientras escucha la agradable música ambiente. En el momento que vi a Lourdes se escuchaba como música de fondo una canción de Vangelis. Era “Carrozas de fuego”. Inmediatamente me sentí compenetrado por la música. Casi extasiado. Observando los movimientos de Lourdes me abstraía más y más insertándome en una especie de túnel atemporal en el cual solo podía verla a ella, escuchar la música y sentir la sensación de que la vida por un instante se había detenido y que ahora, justo en ese preciso momento, un gran acontecimiento se estaba llevando a cabo.

Así transcurrí más de tres cuartos de hora. Finalmente el túnel se disipó, la canción de Vangelis dejó de hacer eco en mi mente y volvió el silencio a los pasillos de la librería. Lourdes acomodó el bolso que llevaba en su hombro y salió por la puerta principal.

Me quedé parado un rato largo sin saber qué hacer. Analicé si seguirla o dejar todo como estaba. No deseaba decepcionarme si ella ya no me recordaba. Me vino a la mente el tatuaje del Principito y otra vez Saint-Exupéry flotaba como un fantasma presente dentro de una librería. Decidí quedarme un rato más. Tomé un libro de un estante y leí:

[Es un mundo circense,
falso de principio a fin,
pero todo sería real
si creyeses en mí.]

«It’s Only a Paper Moon»,
E.Y. Harburg & Harold Arlen


Y pensé en Lourdes y en cuánto me gustaba a pesar de nuestra diferencia de edad. Deseaba decirle que me interesaba, que me parecía una chica con muchas cualidades, que poseía una bonita sonrisa luminosa y un gran encanto. Pero tal vez ella solo viera en mí a un tipo adulto, maduro, con poco atractivo. Y no sería malo pensar así. Entonces me dije que estuve en lo correcto de no haber avanzado y tan solo haberla observado desde lejos. Cuando decidí irme en la librería ponían una vez más la misma canción de Vangelis y entonces me sonreí, aunque con tristeza.

(Continuará en un próximo capítulo...)


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(Imagen: "DESAMOR" de Raquel Marín http://raquelmarin.blogspot.com/ )
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Saint-Exupéry (cinco)



CINCO


[...] En la primavera de 1992 mi madre murió. Fue un día normal para casi todo el mundo, pero infeliz para mí. Tal vez ese mismo día otros seres humanos lloraron a sus seres queridos también fallecidos, pero eso a mí no me importaba, no, claro que no, en mi mundo ahora ya no éramos dos sino solo uno y eso lo hacía muy distinto. Todo ahora se había vuelto un mundo unipersonal. Durante el velorio, mientras los familiares pasaban y me daban sus condolencias, no derramé una sola lágrima. Sentía dentro de mí el fuego de mil soles de dolor, pero aun así me mantuve íntegro. Una tristeza inacabable. Y todo confluía en una imagen final: un bosque gris después que es arrasado por un monstruoso incendio.

Después del funeral volví a casa caminando. No deseaba volver en el automóvil de la funeraria. Quería caminar, distraerme, hacerme a la idea de que ahora la soledad y yo formaríamos una pareja casi indivisible e iniciaríamos instantáneamente un proyecto de convivencia. Salí del cementerio cerca del mediodía y llegué al barrio como a la hora y media. Mi paso era lento, distraído. No tenía apuro a llegar a ningún sitio. Aunque abrigaba la idea esperanzadora de que a quien había enterrado no era mi madre, y al llegar a la verja de la casa la vería barriendo las hojas de la parra caídas al piso. Mantener aquella esperanza un tanto tonta dentro de mí durante el viaje de regreso me hizo llorar. Me auto-engañaba como si fuese un chico con problemas mentales. Pero mi interior sabía que tan solo era una actuación escénica y que la verdad ya estaba sellada. Mi madre había muerto.


Al llegar frente al hostel “Roma” me detuve unos minutos y observé el cartel. Me vino a la mente el día que conocí a Lourdes en el colectivo, cuando la acompañé hasta ese sitio, el momento que charlamos en su habitación. Parecía que aquello hubiera sucedido muchos años atrás, tal vez en el siglo pasado. Desde mi punto de vista observé la cortina de la habitación donde ella se alojó por aquellos días. Permanecía cerrada. Sentí unas ganas locas de entrar y hablar con la chica de los piercings. Al entrar ella estaba haciendo lo mismo que el día que la vi por primera vez: garabateando con una birome un papel.

- ¿Señor? –dijo ella al verme entrar.
- ¿No me recuerdas?
- ¡Sí!, ¡perdón!, ¡ahora que lo veo bien sí lo recuerdo!... ¿cómo está?
- Bien. Solo pasaba y de repente quise hacerte una pregunta, aunque no quiero comprometerte, claro, pero me gustaría saber si has visto a Lourdes, la chica del tatuaje y el pelo lacio…
- Hmmmm –dijo la chica de los piercings mientras miraba hacia arriba en un gesto de búsqueda mental- a decir verdad se fue a los pocos días de estar aquí. Pero el día que se despidió dijo algo de que viajaría al norte, creo que a Misiones, ¡sí, Misiones!, porque allí tenía una tarea con un grupo de ecologistas.
- ¿Ecologistas? –pregunté sorprendido.
- Sí, ecologistas ¿No le habló ella de eso?
- No, no me dijo nada sobre ecología.
- Pues sí. A mí me lo contó el último día. Pensé que usted lo sabía, como aquellos días los vi tan juntos.
- No. No me contó nada.
- Dijo que pertenecía a un grupo ecologista que se encargaba de cuidar la flora en regiones selváticas. No era un grupo numeroso, y la mayoría eran mujeres. Así que ella viajaba a diferentes sitios durante el año para ayudar con la ecología de esos lugares.

No supe qué decir. Me quedé mirando perplejo los labios de la chica sin saber qué pensar o qué decir. A veces la gente termina sorprendiéndote y saca de la galera profesiones o gustos de lo más variados y raros ¿Ecologista?, pensé. Jamás me hubiera imaginado que lo fuera. Pero me gustaba aquello. Después de todo las nuevas generaciones parecían empezar a tener una nueva comunión con el planeta, entonces ¿por qué Lourdes no?

Al llegar a casa me senté debajo de la parra a tomar un vaso de agua. Estaba sentado en la silla mecedora que por más de cincuenta años había acunado y mecido a mi madre. Ahora, como si fuera una herencia que automáticamente aquel día se había hecho realidad, la silla pasaba a ser parte de mis cosas personales, como si de alguna manera el sentarme y mecerme en ella me conectará las fibras más íntimas de mi ser con el recuerdo vivo de ella.

Después de un rato de estar allí sentado sin hacer nada, solamente mirando la nada y con la mirada roma, pensé que las dos cosas que mi madre había deseado no las había cumplido aún. Me encontraba soltero, como primera medida, y no había encontrado el regalo que mi padre le había obsequiado en su adolescencia. Un sabor amargo me sobrevino a la boca. Seguramente fue el nerviosismo cargado de dolor y pena por todo lo sucedido aquel día. Pero no lloré. Decidí que mi madre me hubiera querido ver fuerte, entero, sin lágrimas en los ojos por su ausencia.

El resto de aquel día la casa me pareció distinta. Los objetos parecían totalmente ajenos a lo que yo recordaba. Como si de repente alguien hubiera dejado caer un manto que al quitarlo logró un cambio radical en el espacio y tiempo. Quizá fuera culpa de la luz, o de las sombras de la noche. Hasta pensé que podía estar empezando a volverme loco entre aquellas paredes a las pocas horas de haber enterrado a mi madre. Para no llegar a ese punto decidí ponerme a leer un libro hasta que el sueño me doblegara. Tomé el libro de Kafka, “El proceso” y seguí leyéndolo desde la marca que había dejado en él la última vez. Al instante recordé que había dejado de leerlo el mismo día que conocí a Lourdes, y eso me hizo sonreír. No por haber dejado la lectura sino porque de algún modo aquel recuerdo me hizo pensar en ella y su bonita sonrisa luminosa.

Envuelto en el recuerdo agucé el oído y escuché los latidos de mi corazón. Parecía cansado, extenuado por el dolor sufrido durante el día. Me pareció que podía entablar una charla con él y explicarle que así era la vida, que cuando los sufrimientos se presentan él, como órgano principal y símbolo de vida, se sentiría así, abatido y extenuado. Llegada la medianoche cerré el libro y apagué la luz del velador. El silencio de la casa parecía sepulcral. Recé un padrenuestro por el alma de mi madre y fue aquella noche la primera vez que caí en la cuenta de estar hablando con ella en pensamientos. Finalmente los objetos de la habitación fueron tornándose borrosos bajo la luz lunar y terminé durmiéndome.


(Continuará en un próximo capítulo...)


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Saint-Exupéry (cuatro)



CUATRO


[...] Después de la lluvia la ciudad pareció limpiarse hasta de pecados. La tierra desprendía un exquisito olor a humedad y el aire acarreaba manojos de olores de vergeles de vaya a saber qué mundos. El anochecer se posaba ese día sobre la ciudad de manera cautivante dejando contrastar las pequeñas luces de las calles con un cielo azul oscuro que prontamente se volvería negro. Mi madre hacía la cena, un guiso de arroz y pollo, y yo la observaba desde la silla en la que me encontraba sentado debajo de la parra.

Desde allí la noche parecía magnífica, y los movimientos exactos y suaves de mi madre en la cocina también. De ella aprendí que la suavidad más que una cualidad es un don que puede colarse en los genes y viajar a lo largo de nuestra vida demostrando que somos seres capaces de expresarnos a través de ella. Cada utensilio, cada verdura, cada acción que mi madre tocaba o realizaba en la cocina iban cargadas de esa suavidad que aquí describo.

Sorbía lentamente una copa de vino y olfateaba el olor a guiso que se esparcía por el aire. Me retrotraía todo aquello a mi niñez y a los días bonitos en los cuales mi abuela solía esperarme a la salida del colegio con sus exquisitas comidas. Perforado por los recuerdos terminé la copa y esperé que mi madre me llamara a cenar. Mientras, pensaba en el día que estuve junto a Lourdes en el hostel. Nuestra charla, nuestra conexión, el modo de mirarnos. Analicé todo aquello que sucedió ese día y dejé expuesta una hipótesis que hablaba sobre las posibilidades que brinda el destino y cuan vulnerables somos a ellas. Embutido en todos esos pensamientos escuché la voz de mi madre llamándome a cenar. Cenamos y bebimos una copa de vino blanco. Mientras comíamos ella bebía despacio sorbitos diminutos.

Esa noche al acostarnos mi madre se dirigió a mi habitación a charlar unos minutos. Me sorprendió verla parada junto al marco de la puerta con su camisón de algodón blanco. Hacía mucho tiempo que no veía a mi madre con su ropa de dormir, tanto quizá como desde que era un adolescente. Apenas la vi el corazón se me estrujó. Era más menuda de lo que la recordaba. El tiempo, a su forma, se estaba haciendo cargo de envejecerla a su antojo.

- ¿Puedo pasar, hijo? –dijo ella con un cariz tierno en su voz.
- Claro, mamá –dije yo.

Ahora estábamos los dos sentados sobre el borde de la cama. Ella tomándome de la mano y mirándome con sus ojos de madre.

- Quería decirte hijo que me hace muy feliz verte sano, fuerte y ya hecho un hombre. Es un tesoro para mí que eso sea así. Después de la muerte de tú padre no pensé que fuera capaz de llevar esta casa adelante y hacer de vos un muchacho capaz de enfrentar la vida. Pero ya vez, todos nos equivocamos en algún momento, y los pensamientos no son esquivos a ello. He pensado que ya soy una mujer mayor y que algún día la vida terminará para mí. He estado pensando mucho en esto en los últimos meses –ante estas frases mi semblante cambió, pues de algún modo ella me mostraba una realidad de la cual yo no quería saber nada- sobre muchas cosas que he deseado, que he soñado y que se han hecho realidad o no en mi vida. No me arrepiento de nada, eso es sí. Hice la mayoría de las cosas que he deseado hacer. Sin embargo hay un par de cosas que quisiera ver antes de morir…

Con un nudo en la garganta y una presión horrible en el pecho miré fijamente a mi madre y le pregunté:

- ¿Qué cosas mamá?

Ella acarició su mano izquierda con la derecha y titubeó. Parecía estar sumida en una contienda interior que pronto expulsaría un veredicto final. Otra vez comenzó a llover. Las primeras gotas impactaban sobre el techo y comenzaba a ingresar el olor a tierra mojada lentamente por las ventanas de la casa. Un aire fresco inundaba la habitación. Entonces mi madre volvió a mirarme, posó sus manos en su falda, y dijo:

- Me gustaría verte feliz con una mujer. No hablo de casamiento, no hablo de nietos, no. Sino de felicidad. De leer en tus ojos que has encontrado una chica que te haga feliz de una vez por todas. ¡Tampoco hablo de atorrantas! –dijo gesticulando y riendo- ¡No!, hablo de alguien que remueva tus sentimientos y los ate con los de ella de una manera tan fuerte que seas incapaz de zafar. De modo tal que ya no quieras seguir en soltería. Esa es la primera cosa que me gustaría ver antes de morir…
- ¿Y la segunda? –pregunté.
- La segunda es algo que tiene que ver con mi adolescencia y de algún modo está ligado a vos. Es algo que pasó hace muchos años, cuando recién nos conocíamos tú padre y yo. Es algo simbólico, algo tal vez que suene a tus oídos como hasta tonto, pero para mí cobra un significado muy grande.
- ¿Qué es, mamá?, ¡no lo hagas tan largo!
- Cuando tú padre y yo nos conocimos y decidimos ser novios él me hizo un regalo. Fue un regalo simple pero que a mí me colmó de alegría. Fue inesperado. Nos veíamos siempre por los atardeceres en la plaza de la ciudad donde ambos nacimos, Posadas. Y ese día, al aparecer en su bicicleta por la esquina, traía consigo un paquete envuelto en papel madera. El paquete era pequeño, atado con hilo en forma de cruz, y tenía un bonito moño. Tú padre se sentó a mi lado, me besó, y antes que yo pudiera decir palabra alguna puso el paquete en mi falda y me dijo que era su primer regalo, que estaba emocionado por ello y que lo había comprado con varias semanas de salario. No pude menos que emocionarme. Solté unas pocas lágrimas que cayeron sobre el papel del regalo dejando marcados unos círculos oscuros. Entonces tú padre me beso. No me dio tiempo a abrir el regalo. Nos besamos un buen rato sentados en aquel banco de la plaza.
- ¿Y luego?, ¿qué pasó?, ¿lo abriste?...
- Cuando quise abrirlo tú padre me detuvo. Dijo que no lo abriera allí, que lo hiciera dentro de la iglesia. Que sería un bonito modo de hacerlo, ahí, justo frente a Dios. No me pareció mala la idea, y como la iglesia estaba frente a la misma plaza asentí.

Mientras mi madre hablaba la lluvia caía a baldazos. El cielo relampagueaba y parecía venirse abajo. Ahora estaba fresco y un viento cargado de humedad hacía flamear todas las cortinas de la casa. Por un instante mi madre volvió a sumirse en un titubeo. Sus labios se movían de manera nerviosa como si hablaran con un alguien invisible. Su mirada volvió a perderse y de pronto pensé que aquello que quería contarme de algún modo la hería, la lastimaba en sus profundidades. Como si los recuerdos que traía a tiempo presente se materializaran como una filosa daga que al salir a la luz hirieran parte de su espíritu. La tomé de la mano y acaricié su mejilla. Me pareció una niña frágil y sumamente expuesta. Aun así podía vislumbrar en ella a aquella mujer fuerte y decidida que me había dado la vida y criado durante todos esos años. Pensé en decirle que ya era suficiente, que podríamos hablar de cualquier otra cosa, o bien ya irnos a dormir, pero no tuve tiempo, solo fue una intención, pues ella continuó su relato.

- Cuando tú padre se despidió de mí aquella tarde yo crucé camino a la iglesia. Me senté en un banco, miré la cruz y vi el rostro del Cristo crucificado. Por un lado sentía profunda emoción y curiosidad por el regalo y por otro sentía una especie de pregunta constante en mi interior. Una vocecita que me decía muy lejanamente, “¿estás viviendo algo especial?, ¿crees que es así?” A pesar de que esa pregunta me resultaba extraña y a la vez no tenía una respuesta certera yo tenía la sensación de que sí, de que aquello que me sucedía con tú padre era importante para mi vida. Si bien uno nunca sabe cuándo algo nos marcará nuestra vida, a veces tenemos ciertas premoniciones o avisos que nos indican que pueden llegar a serlo. Eso sentí aquel momento. Después de mirar por un rato largo al Cristo en la cruz desaté el hilo que ataba al paquete y quité el papel. Y allí estaba, mi regalo ante mis ojos.
- ¿Qué era, mamá? –pregunté con mucha curiosidad.
- Fue un momento de muchos nervios y alegría a la vez. Era algo que yo deseaba desde hacía mucho tiempo y se lo había hecho saber a tú padre.
- ¿Pero qué era?
- Bueno, verás –dijo mi madre tomándose su tiempo- esa es la segunda cosa que quiero que hagas.
- ¿Hacer? –pregunté sorprendido- ¿cómo hacer?, ¿a qué te refieres?
- Sí, quiero que hagas una búsqueda. Puedes iniciarla ahora o después del día que yo muera. No importa. Quiero que busques el regalo que tú padre me regaló aquel día y yo dejé en aquella iglesia.
- ¿Lo dejaste en la iglesia?, ¿por qué?, no entiendo…
- Hijo, cuando encuentres el regalo sabrás por qué…


Después que mi madre tuvo aquella charla conmigo se acostó y ya no pude dormirme hasta bien entrada la madrugada. Daba vueltas en la cama y escuchaba la lluvia caer. Me levanté y me dirigí a la cocina. Estuve ahí parado al lado de la mesa, en medio de la oscuridad, viendo la lluvia caer sobre la parra y cómo las gotas que atravesaban a ésta se estrellaban finalmente contra el suelo. A pesar del sonido de la lluvia parecía que un amplio y sobrecogedor silencio se hubiera apoderado de
toda esa noche. Me preguntaba cuál habría sido el regalo que mi padre había hecho a mi madre, la razón por la que ella lo dejó en la iglesia, y así más preguntas y conjeturas se tejían con el pasar de los minutos. Una diminuta paloma estaba acurrucada en un esquinero de la parra. Parecía verme en medio de la oscuridad. Movía rápidamente su pico y clavaba sus ojos en mí. De algún modo para aquel animal yo no pasaba desapercibido, todo lo contrario, ella sabía que yo estaba ahí, parado, tejiendo conjeturas y deseando que el destino me hiciera descubrir los porqué ocultos.


(Continuará en un próximo capítulo...)

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(Imagen: http://especiales.laprensagrafica.com/2009/tierra/wp-content/uploads/2009/04/lluvia.jpg )


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Saint-Exupéry (tres)





TRES



[...] Llueve, es una de esas tardes grises en las que cae una llovizna incansable mojando todo lo que encuentra a su paso volviendo cualquier rincón sombrío. Estamos con mi madre tomando mates debajo de la galería y comiendo bizcochos salados. Cuando Elena Villalobos ceba mates podría decirse que posa para una fotografía. Junta sus dos diminutas piernas y sus zapatos quedan alineados. Luego endereza su espalda y vierte un fino e interminable chorro de agua caliente en el mate, con total concentración y sin distraerse ni un segundo. Sin embargo cuando toma el mate lo hace totalmente distraída mirando las hojas de la glicina, el sol o los pájaros. Puede decirse entonces que tiene dos estados: uno de total concentración y el otro todo lo contrario, en el cual fluye vaya a saber porque mundos.
Es abril, se acerca mi cumpleaños. Ayer dejé a la chica del tatuaje en el hostel y no he vuelto a saber de ella; pero eso no quiere decir que no sienta la curiosidad por saber de ella. Todo lo contrario, ¡qué más quisiera en este momento que saber de ella! Tomo los mates que ceba mi madre en completo silencio. Ella cada tanto habla de algo intentando disolver el silencio que yo me encargo de mantener a nuestro alrededor. Habla del precio de la verdura, de los canarios nuevos que compró doña Herminia nuestra vecina, o qué partes de la parra yo debería podar. Sé que se ha dado cuenta de mi silencio y más aún, de mis pensamientos también. Imposible escapar a su perspicacia.

- Deberías ir y ver a esa chica –dice descolgándose de los demás dichos.

Y entonces la miro y pienso que tiene razón. Pienso que una vez más me atrapó. Que si me quedo allí me volveré gris como el día y mi cerebro se fritará de tanto pensar. Saludo a mi madre con un beso y salgo a la calle en dirección al hostel “Roma”.


La llovizna me moja la campera pero no me importa. Cada tanto me gusta sentir la lluvia caerme encima. Me gusta percibir lo fresca y revitalizante que es. Camino despacio, de vez en cuando miro al cielo y un par de gotas me caen en los ojos. Me rio como un tonto cuando eso sucede. Entonces me imagino ser el cantante de Coldplay, en el video “Yellow”, cuando camina por la playa. Me parece escuchar la música y estar caminando por la playa. Veo todo el cielo gris hasta el horizonte. Nadie cerca de mí. Solo yo, la naturaleza, la lluvia y esa canción que tarareo bajito. Así camino las tres cuadras que me separan del hostel. Al llegar me parece estar frente a una construcción colonial, y el cartel, que tan bonito y grande se veía en días soleados, ahora me parece una vieja chapa de colores descoloridos. Dentro está la chica de los piercings. Concentrada, haciendo garabatos con una birome sobre un papel. Me acerco a la puerta de vidrio y golpeo con los nudillos. La chica al verme se sorprende y sobresalta. Me dice que está cerrado, que solo pueden pasar quienes se hospedan. Entonces le hago un par de muecas, algunas morisquetas y le sonrío. Hago uso de algunas de mis dotes de mimo. La chica se ríe y finalmente atiende la puerta.

- ¿Está loco? –me dice riendo y apoyando su dedo índice en la sien mientras mueve la mano.
- A veces –le respondo-, a veces suelo estar loco, sí.
- ¿Qué quiere?
- Solo una pregunta y me voy, tampoco quiero interrumpirte ¿Te acuerdas de la chica del otro día?, de la que vino conmigo.
- Sí. La chica de la mochila y pelo lacio.
- Esa misma, ¿aún está hospedada acá?
- Sí, pero ahora no está, salió. Aunque no debería darle esa información.
- No, no. No lo tomes a mal. Solo deseo saber eso porque necesito hablar con ella.
- Bueno, ya le dije que sí. Ahora puede irse, ya está cerrado y me compromete.

La chica de los piercings cerró la puerta a mis espaldas y echó llave. Decidí quedarme a esperar. Tarde o temprano la chica del tatuaje volvería al hostel. La lluvia amainó un poco. Yo ya estaba completamente empapado. Me senté debajo de un alero en frente del hostel mientras esperaba. Cerré los ojos y recordé algunos pasajes de mi adolescencia. Días de lluvia en los que volvía de alguna fiesta junto a mis amigos. Borrachos, extasiados, muy alegres. No había nada mejor que una bendita lluvia para momentos así. Podría decir que fueron buenos momentos, en los cuales comencé a conectarme con una parte muy profunda de mí ser. Aprendí por aquellos días que no era tan malo ser hijo único, y que en realidad, si se lo miraba bien, hasta resultaba ser ventajoso. Al cabo de una hora la lluvia había cesado por completo. El atardecer trajo rápidamente la oscuridad del cielo tras de sí. Tenía frío. Decidí que si la chica no aparecía en un rato volvería a casa a cambiarme de ropa y a leer un poco. Por aquellos días estaba leyendo algo de Kafka, creo que “El Proceso”.

Cuando ya estuve a punto de sucumbir en la espera vi aparecer un paraguas verde a lo lejos. Era ella, la chica del tatuaje. Lo bueno de su tatuaje era que nunca estaba sola, el personaje de Saint-Exupéry siempre viajaba en su antebrazo, con ella. No la dejaba sola ni a sol, ni a sombra. Cruzó la calle y al verme sentado debajo del alero se acercó.

- Hola… ¿qué haces aquí todo mojado? –preguntó sorprendida y con su sonrisa luminosa.
- Pues… te esperaba –dije sin pensarlo.

A veces no pienso demasiado las cosas que digo. Aquel fue un caso así. Respondí lo que me salió impulsivamente. Creo que a ella le gustó y percibió el impulso.

- ¿Sí?, ¿debo sentirme halagada?
- No lo sé ¿Te sientes halagada por mi espera? –pregunté.
- Pues… sí. Es lindo que alguien te espere ¡Y más bajo la lluvia!
- Tienes toda la razón del mundo.

Entonces ella cerró el paraguas verde y se sentó a mi lado, bajo el alero, a ver llegar el anochecer.

- ¿Puedo hacerte compañía?, no tengo nada que hacer en la habitación. Además, si has venido a hacerme compañía es un modo que devuelva tú gentileza –dijo riéndose.
- Claro. No me preguntes por qué, pero el hecho de sentirte cerca me da mucha serenidad. Es difícil de explicarlo, pero se siente como si me recostara sobre una alfombra mullida, de pelos largos y esponjosos, que invita al descanso con solo saber que está allí: cerca de uno.
- Me halagas con lo que me dices.
- Pues no es un cumplido, es la pura verdad.
- ¿Sientes frío?, estas empapado.
- Un poco. No tanto. Ya se me pasará.
- Ok. Cuando tengas frío me dices y subimos, y te presto una de mis remeras y una de mis camperas.
- Vivo cerca, no hace falta. Además mi talle no es tú talle –dije haciéndole un gesto de nuestra diferencia de físicos- aunque me agradaría que tuvieras ese gesto.
- ¿Crees que las personas hacemos las cosas por algún motivo especial?, me refiero a si lo que acabo de decirte tiene alguna consecuencia en mi beneficio, por ejemplo.
- Algunas creo que sí, otras creo que solo lo hacen porque así son, porque nacieron así, simples.
- ¿Y qué te parezco yo?
- Simple –respondí a secas.


Esa noche subí a su habitación y me prestó una remera (que me quedó completamente ajustada) y una gastada campera de jeans (que según ella había pertenecido a un ex novio). Metí mi ropa mojada en una bolsa. Me quedé hasta las diez de la noche charlando y tomando una gaseosa. Hablábamos de cosas ocultas. De lo que escondemos y no nos atrevemos de contar. De las cosas que son tabúes para uno mismo y de cómo lo manejaba cada uno. La charla era sumamente interesante. Ella hablaba y gesticulaba con mucha expresividad. Por momentos debo decir que me parecía una criatura completamente cautivante. Mientras duró la charla escuchábamos una música de los Beatles que llegaba de un par de habitaciones vecinas. Fue la primera vez que charlé de mis cosas con ella. Jamás pensé que podría abrirme tanto con alguien y contar así como así mis cosas. Al momento de irme me acompañó hasta la puerta. Nos dimos un beso en la mejilla y nos sonreímos como tontos. Así, parados bajo una noche cerrada y húmeda, prometimos volver a vernos. Al irme, tras haber hecho unos pocos metros, me gritó:

- Mi nombre es Lourdes.

Así fue como en 1992 conocí a Lourdes, la chica del tatuaje del Principito que usaba un paraguas color verde.



(Continuará en un próximo capítulo...)


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(Imagen: tomada de la web desde Google, sin autor aparente)
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Saint-Exupéry (dos)




DOS



[...] No hicieron falta muchas palabras para decirle a la chica del tatuaje que la acompañaría encantado hasta el hostel “Roma”. Ella asintió con su sonrisa luminosa. Me encuentro parado en la recepción: desprolija, chiquita, con un viejo mostrador, y sobre él una campanilla y un pinche para papeles. Una joven adolescente con varios piercings en su cara nos atiende con modo cansino. A la chica del tatuaje parece no importarle su parsimonia. Al contrario, ella sigue esbozando su sonrisa luminosa. Por algún motivo inexplicable me pierdo en el laberinto de sus dientes y la superficie de sus labios cuando sonríe. Ni siquiera puedo pensar en ese instante. Es como algo magnético que me estupidiza.

La chica firma el formulario, paga un par de días de hospedaje y finalmente entrega su D.N.I. para que la adolescente le haga una fotocopia. Mientras esperamos volvemos a charlar. Hablamos de cosas variadas, como música, cine, de qué lugar es, qué hace en mi ciudad, a qué se dedica. Son frases breves pero muy ricas e informativas. Entre frase y frase sigue desplegando su bonita sonrisa. Al hablar de música se quita los auriculares, busca un tema en su ipod y me lo hace escuchar. Es un tema de Soda Stereo, un viejo tema de ellos, y me gusta volverlo a escuchar. Mientras tengo los auriculares en mis orejas y escucho la canción la miro fijamente como si la música me protegiera de su mirada. Observo su rostro, sus gestos, pero no pienso nada. Solo escucho la música y la observo.
La recepcionista de los piercings finalmente le devuelve su D.N.I. Salimos a la vereda y ya casi con la charla totalmente agotada sabemos que debemos despedirnos. No quiero hacerlo. Me siento como esos chicos que no esperaban una sorpresa y de repente la tienen frente a sus ojos, es un bonito juguete, uno que tal vez ni deseaban, y ahí está justo ahora frente a sus ojos para poder disfrutarlo. Pero no hago nada. Levanto la mano, y la muevo oscilando de izquierda a derecha. “Bueno, un gusto haberte conocido”, le digo. Ella me sonríe y no me habla. De repente se acerca y me besa en la mejilla. Un beso muy sentido. “Gracias, muchas gracias”, me dice.

Me alejo del hostel “Roma” caminando por la misma vereda de mi casa. Cada tanto miro por sobre mi hombro para ver si veo a la chica del tatuaje, pero ya se ha ido. Siento ese vacío en el estómago como cuando las cosas no te salen. Me digo que fui un tonto pues se ha ido y no le he preguntado su nombre. Aunque sé que se hospeda ahí por un par de días. Tengo un punto de referencia. Al llegar a la verja de mi casa veo a mi madre a lo lejos barriendo el patio de la galería. Encorvada, viejita, con sus pasos cortitos, matando el tiempo de la tarde. Me agarra una terrible angustia, y me dan ganas de llorar, pues pienso que esa imagen tal vez algún día solo se dibuje en mi cerebro y quede solo su estela en el patio, como algo que ya fue y ahora es parte del pasado. Abro la puerta de reja despacio, no quiero que mi madre se dé cuenta que he llegado. Es que ama las sorpresas. Cuando la sorprendo se agarra los cachetes de su cara con las manos y a veces ríe hasta llorar. Es increíblemente bonito ver aquello. Desde niño he vivido esos momentos como algo único, como esos tesoros que todo el mundo debería de envidiar y solo yo poseo: la sonrisa de sorpresa de mi madre.

Mi madre se llama Elena Villalobos, y nació aquí, en ésta ciudad. Cuando conoció a mi padre era apenas una niña que estaba entrando a la adolescencia y el amor la tomó por sorpresa. Ella dice que fue amor a primera vista. Que eso existe y que solo hay que saber reconocerlo. Que la juventud ha perdido la patita de la brújula, que amor era el de antes, y un sinfín de dichos más que solo hacen que el pasado parezca mil veces mejor que el presente. Cuando se enamoró de mi padre era virgen. Siempre me dice que fue mujer de un solo hombre y que así debería ser. Cuando dice esas cosas me mira fijamente como si en esas miradas me reprochara el que yo me acueste con una u otra mujer. “Hay hijo, búsquese una chica seria, de su casa, y deje de salir con tanta atorranta” Esas frases se han grabado a fuego en mi mente. Sin embargo cuando me las dice me sonrío y le hago bromas, y ella afloja. En seguida se hace mi cómplice y reímos.

Mi madre dice que mi padre debía haber sido en parte como yo. Dice que así hubiera sido el hombre perfecto para ella. Y tras decirme cosas como aquellas casi siempre alguna lágrima se le escapa. Como todo el mundo han tenido un matrimonio con sus complicaciones. Mi padre era un tipo recto, que bebía mucho y en esos momentos solía volverse tosco e irreconocible. Tanto ella como yo sufríamos mucho las noches de borrachera de mi padre. “Pobre doña Elena” solían decir algunas vecinas tras escuchar las peleas que mi madre sostenía con mi padre en esos días. Sí, mi madre ha tenido días malos en su vida.


Tras entrar la sorprendí barriendo e inmediatamente se agarró sus cachetes y se puso a reír. Me abraza, me da muchos besos y me pregunta que tal estuvo mi día en el trabajo. Ahí, parados bajo la galería del patio, le comento rápidamente las cosas que me han pasado en el día. Cuento todo menos lo de haber conocido la chica del tatuaje del Principito. Pero claro, una madre siempre percibe cuando su hijo no vacía todos sus bolsillos de verdades; así que cuando termino de hablar y me quedo en silencio se queda mirándome y me pregunta “¿qué más?...” Y le cuento: una chica, bonita, con un tatuaje, el colectivo, el hostel de acá a tres cuadras, su sonrisa, y todo eso. Me toma de las mejillas y me mira con una sonrisa.

- Te ha gustado, ¡¿eh?! –dice sin dejar de agarrarme de las mejillas.
- Sí. Bastante.
- ¿No será otra atorranta, no?
- No vieja, no. Es una chica que ni conozco, solo nos cruzamos. Ni sé su nombre.
- ¡¿Pero cómo?!, ¿te gustó, charlaste con ella, y no le preguntaste su nombre?
- No, se me pasó.
- Hijo, hijo… esas cosas no se dejan pasar… aunque ahora que lo pienso debe haberte gustado mucho y mientras la mirabas tal vez volabas vaya a saber por qué mundos…

No me gusta hablar de mi vida privada. Tampoco con mi madre. Ser hijo único me ha llevado a siempre arreglármelas por mi cuenta y a no depender de nadie, salvo de mí mismo. Es como desde niño construir un escudo, como hacían los vikingos, y con él protegerme de todo. Sin embargo hay cosas que dejo filtrar y las cuento. Mi madre ha sido en eso una de mis confidentes más cercanas. Otras veces algunas de mis parejas lo ha sido. Pero aquel día no tuve reparos en contarle a mi madre sobre la chica del tatuaje; todo lo contrario, algo en mí deseaba que lo hiciera.

(continuará en un próximo capítulo...)

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(Imagen: http://arkaitz77.blogspot.com/2010/04/roma.html )
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Saint-Exupéry (uno)



UNO



Saint-Exupéry. Pienso ese apellido y lo repito un par de veces dentro de mi cabeza. La vocecita que habita allí lo dice aplicadamente como si fuese una de esas lecciones que tenés que memorizar en la escuela. No pienso en el escritor francés, tampoco en su vida, mucho menos en el legado de su obra y lo que representa para millones de personas. No. Pienso en el tatuaje del Principito que lleva la chica que va dentro del colectivo, agarrada del pasamano, con auriculares en sus orejas y mirada perdida. Una perfecta extraña que capta toda mi atención. Yo soy un extraño más dentro del colectivo, del cual ella ni se percata de su existencia. Sin embargo desde que vi el tatuaje en su brazo no dejo de pensar en que es alguien particular. No todas las mujeres piensan en tatuarse el principito en el antebrazo. Mucho menos si está parado sobre su asteroide. Ocupa mucho lugar, abarca mucho de vos. Ella sí, y eso me atrapó considerablemente la atención.

En lo que dura el viaje pienso muchas cosas. Miro por la ventana y observo gente en bicicletas, en motocicletas, caminando. Cada uno con una meta a la cual llegar. Me imagino que algunos estarán felices y otros tristes. Algunos tal vez sin siquiera saber su verdadero estado emotivo. Todos, sin excepción, emiten algún síntoma que delata su estado. Miro a la chica y sigue ahí, parada, sin moverse, sin gesticular, con la mirada perdida y su brazo tan llamativo exhibiendo el tatuaje. Tengo ganas de levantarme del asiento y decirle que su tatuaje me encanta, que El Principito era un libro que mi abuelo tenía olvidado en un viejo cuarto de su casa y ahí fue que lo descubrí. Pero no me animo. Me quedo clavado en el asiento sin hacer nada. Siempre el mismo quedado, incapaz de arriesgarse a algo más en su vida.

Después de unos quince minutos el colectivo enfila por la avenida San Martin. Es hora de bajarme así que dejo el asiento y me paro en la puerta de atrás, toco el timbre y espero a que se detenga. Desciendo, y al pisar el suelo me acomodo la mochila en mi espalda. La chica ha bajado. No me di cuenta. Está parada a mi lado y en ese instante despliega un mapa de mi ciudad. Razono que no debe ser de aquí, tal vez una turista o alguien que vino a buscar un determinado objetivo. Le hablo. No me escucha. Vuelvo a hablarle y esta vez se percata de mí. Achica un poco los ojos por el sol, me observa unas milésimas de segundo y se toca curiosamente la oreja. Sonrío y ella me devuelve la sonrisa con otra, muy luminosa, simple, de esas que rara vez uno puede encontrar en los desconocidos.

- ¿Estás perdida? –pregunto.
- Algo así. Busco el hostel “Roma”, creo que es por este barrio.
- Sí –digo sin pensar- es allá, en aquella esquina. Respondí mecánicamente, algo raro en mí.

Entonces ambos nos quedamos mirando la fachada de un viejo edificio que tiene un cartel grande que dice “Roma”. Me siento raro al lado de ella. Como si desprendiese algo que me incomoda. Pero no es una incomodidad fea, todo lo contrario, es una sensación incómoda pero agradable, como que me pone nervioso y feliz a la vez. Nos miramos de nuevo y nos reímos como dos tontos. Ya dejé atrás mi timidez, me siento como un pez en el agua ahora.

- Me gusta tú tatuaje –le digo mirando su brazo.
- Hace poco me lo hice. Amo el libro del Principito y decidí tatuármelo con asteroide y todo ¿A vos también te gusta?
- ¿El tatuaje o el libro? –pregunto como un tonto.
- Ambos.
- Sí, ambos me gustan…

En ese momento dos cosas agradecí a la vida. La primera fue conocer a Saint-Exupéry gracias a mi abuelo, y la segunda que justo aquel día haya subido a ese colectivo. Después de todo la vida es así, deja cabos sueltos y un buen día termina por fin atándolos.


(continuará en un próximo capítulo...)


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