Saint-Exupéry (treinta y siete)




TREINTA y SIETE


—Tardan demasiado… —dijo la mujer gorda al anciano.
—Es que a veces hay cosas que el destino depara a los seres humanos que son imposibles de acotar en tiempos. Si es lo que yo pienso —dijo el viejo con la mirada perdida en la luz que ingresaba por la ventana que daba al jardín— ellos deben charlar bastante… sí… bastante… largo y tendido…
—¿Qué supone usted?
—Mi suposición no importa ahora. Si estoy en lo cierto habrá novedades, desenlaces, ese tipo de cosas que suceden cuando la vida gira imprevistamente y sorprende a todos, incluso a los dueños de esas vidas.
La mujer gorda se encogió de hombros, tomó la pava, la llenó de agua y la puso a calentar en la cocina.
—Tengo miedo por Lourdes —dijo ella en susurros. Es tan joven, se la ve tan frágil…
—Es fuerte  —sentenció el anciano. No se preocupe, es una niña fuerte por dentro. Basta verla un momento para poder palpar su fortaleza interior.

Continuaron tomando mates por un rato, casi sin cruzar palabras, cada uno ensimismado en sus pensamientos, alejados de sus presencias individuales.
Al llegar el mediodía la mujer gorda tomó su cartera y se despidió del anciano. Volvió caminando al hotel. Allí tomó una ducha y se dispuso a encontrar un bar o restorán para almorzar. Recorrió unas cuantas cuadras, y a pesar de ver algunos sitios abiertos no lograba decidirse. En ese aspecto ella era muy selectiva, tal vez demasiado. Le gustaba almorzar en el sitio justo, ideal, en donde pudiera sentirse cómoda, bien atendida, y si era posible sin ese bullicio ensordecedor que algunos comensales generan. Caminaba pensando en Lourdes, en qué menú pediría para el almuerzo, y sobre todo analizando hacia donde estaba llevándola todo el asunto de la búsqueda de la esencia de Lourdes. En su fuero íntimo sabía que algo estaba a punto de acontecer. Era una sensación que ella no podía describir, ni siquiera con pensamientos lograba esbozarla, pero que a nivel espiritual la desbordaba y le agitaba el corazón. Sentía emoción por todo lo que estaba sucediendo. Esteban era para ella una verdadera incógnita, pero a la vez representaba una especie de llave que seguramente abriría la puerta y dejaría entrar luz a la vida de su adolescente amiga. Finalmente entró en un bar pequeño, con fachada triste, en donde un mozo sexagenario atendía y servía en las mesas, y un cajero calvo y de diminuto bigote estaba apostado en una banqueta alta mirando televisión. Había pocas personas en el lugar, un par de parejas y un par de solitarios. La carta no tenía un número muy amplio de comidas por lo que optó por pedir algo clásico: milanesas, papas fritas y una gaseosa. Una vez el mozo tomó su pedido la mujer gorda sacó del bolso una agenda. La abrió de par en par y allí, como si estuviera dormida y olvidada, estaba la fotografía del padre de Lourdes, esa misma que habían encontrado en la vieja hostería abandonada del pueblo. Por un instante toda la atención de la mujer gorda fue atrapada por aquella fotografía. Miraba fijamente a aquel hombre desconocido para ella y muchos pensamientos se arremolinaron en su mente. No podía aceptar que un hombre fuera capaz de semejante daño a sus hijos. Tener una doble vida probablemente es uno de los actos más crueles a los que un hijo pueda someterse. La pequeña Lourdes sin saberlo era víctima de ello, sin casi dudarlo la mujer daba por sentado aquello. Cerró la agenda cuando el mozo llegó a la mesa con su pedido. Comió despacio, bebió toda la gaseosa, y de postre pidió helado. Una vez terminado el almuerzo pagó la cuenta, tomó su cartera, y al salir a la vereda el fuerte sol de la siesta impactó directamente en sus ojos. Haciéndose visera con la mano miró la calle en ambas direcciones. Dudaba de qué rumbo tomar. Si retornaba al hotel la incertidumbre y la espera carcomerían sus nervios. Si iba a casa del anciano seguramente pondría intranquilo al hombre, o tal vez éste no estuviera allí y sí en su carnicería. En definitiva sintióse perdida por un instante, hasta que finalmente decidió caminar sin rumbo. Las calles desoladas parecían no tener fin. Todo el mundo se había retirado a dormir la siesta, algo típico en las ciudades del interior del país. Solo algún que otro taxi o remisse pasaba por la calle a la caza de algún pasajero. De tantas vueltas que dio terminó encontrando el rumbo a la vieja iglesia. Camino a paso cansino. Una vez allí, decidió entrar y hablar con Dios.

Arrodillada, con la cabeza baja y de frente al Cristo crucificado, la mujer gorda rezó durante un buen rato. Las palabras salían susurradamente de su boca  tras un movimiento imperceptible de sus labios. Una vez finalizado el rezo se quedó de rodillas, en silencio, con los ojos cerrados tratando de poner la mente en blanco. Enseguida un recuerdo la abordó y la estremeció: era la hora de la siesta de un otoño casi invernal. Estaba ella recostada en una cama descansando mientras observaba, gracias a un generoso rayo de sol, las motas de polvo en suspensión que flotaban en la habitación. Se sentía enamorada de aquel muchacho que había sido primeramente su empleado y luego su gran amor. Era feliz. Su mente no tenía límites en cuanto a felicidad. Observaba con detenimiento el ir y venir de las motas de polvo imaginando que allí, justo dentro de aquella habitación, en ese instante de su vida, el tiempo parecía acotado. En realidad ella quería acotarlo. Si hubiese tenido la posibilidad de encerrar aquel momento de tiempo en un frasco lo hubiera hecho. Deseaba con todo su corazón no dejarlo escapar. La felicidad es algo que todos, tarde o temprano, queremos atraer y jamás dejar escapar. Sin embargo, mientras más intensa se hacía la luz del sol las motas se movilizaban más a prisa, como enrarecidas por la acción del sol, y enseguida comenzaron a desaparecer de su vista, ya no podía verlas, lentamente habían desaparecido. Entonces se encogió en la cama hasta lograr una posición fetal y rompió en llanto. Temió por su felicidad, por su amor, por aquello tan hermoso que estaba viviendo. No deseaba perderlo, sin embargo deducía que era imposible atrapar el tiempo, que por más que lo desease con todas sus fuerzas el tiempo haría de las suyas, y el destino, y tal vez el Dios al cual ella nunca le creyó, se encargarían de sellar su suerte. El llanto duró un buen rato hasta quedarse dormida. Al despertar, vio sentado en la punta de la cama a su amado, observándola en silencio. Al verlo sonrió. Sintió que el corazón le desbordaba de alegría, pero inmediatamente el recuerdo del llanto y las motas de polvo le sobrevinieron y su corazón dio un respingo y se aceleró, como se aceleran los corazones cuando el miedo se apodera de ellos. Sus ojos se volvieron a llenar de lágrimas y la sonrisa se esfumó de sus labios. Él, que la observaba con cariño, se acercó y la abrazó en silencio, sin saber siquiera el porqué del llanto. Tal vez supuso que así son las mujeres, que hay momentos en los cuales su sensibilidad las lleva a lagrimear y a sentirse indefensas y expuestas. Solo se quedó abrazándola y dándole diminutos besos en su cabeza. Ella sentía que la felicidad estaba allí, en los brazos de aquel hombre. Jamás había imaginado que aquello pudiera sucederle. Siempre pensó que el amor no estaba hecho para ella. Escuchaba a sus amigas hablar de amor, de sexo, de comprensión, de protección, pero para ella solo eran palabras que dibujaban un boceto bonito de algo desconocido y jamás probado. Pero en ese instante, en aquel abrazo, todo aquello parecía real y vívido, como jamás nunca lo imaginó. Su llanto cesó. Llegaron los besos, las caricias, y finalmente hicieron el amor.
Ahora, arrodillada en el banco de la iglesia, con sus ojos cerrados y su mente completamente en blanco, sabía perfectamente que la felicidad puede mantenerse por instantes, así, como las motas de polvo en suspensión; pero que así como el aire o el sol movilizan las motas y las hacen desaparecer de la vista, el amor y la felicidad también desaparecen. Tras persignarse se sentó en el banco de madera. Observó detenidamente el interior de la iglesia, palpó el silencio y lo sopesó. Respiró hondo y un suspiro se escapó de su pecho. El suspiro de quienes han sufrido al menos una vez en sus vidas por amor. Tras salir de la iglesia la hora de la siesta había pasado y ya se veía movimiento en las calles. La ciudad parecía despertar del letargo de aquella siesta. Decidió ir hasta la casa del anciano nuevamente.

No eran más de las cinco de la tarde cuando llegó a casa del anciano. Abriendo la puerta de reja muy despacio se adentró en el jardín de la casa. Tras tocar la puerta el anciano abrió inmediatamente y aquel, el cual hacía muy poco que la conocía, se puso muy feliz de que ella estuviera de regreso pronto.
—    ¿Ha sabido algo de ellos? —preguntó la mujer.
El anciano solo se limitó a mover con gesto negativo su cabeza y siguió organizando los accesorios de cocina.
—    Ya deberían haber regresado. Es tarde, ¿no le parece?
—    No, no me parece tarde. Además son personas adultas, no necesitamos preocuparnos por ellos. Tanto esa chica como el muchacho saben perfectamente cuidarse, y seguramente hay mucho hilo para desenrollar —dijo el anciano.
El tiempo se desenvolvía con la lentitud de esos días que pasan lánguidos y desapercibidos. La mujer gorda miraba televisión, el viejo seguía organizando los utensilios de cocina, las conservas de la despensa, el cajón de los cubiertos. Afuera el sol apaciguaba su intensidad. Un aire norteño cargado de humedad comenzaba a mover las hojas de las plantas del jardín. El ruido de los automóviles en la calle lentamente comenzaba a cesar. De algún modo la vida se había encargado de juntar en un mismo plano de tiempo y en un mismo lugar a un hombre y una mujer que no compartían nada en común, sino tan solo el fugaz paso de dos desconocidos por sus vidas, convirtiéndoles a ellos mismos en conocidos fugaces, personas que quiérase o no, por capricho del destino, debían de cruzar sus vidas con algún fin que ni siquiera ellos sabían.
Finalmente el viejo terminó con sus tareas y se sentó a la mesa. Sirvió un mate a la mujer gorda y se quedó contemplándola por un instante. En aquella mujer rozagante de vida había algo que a él lo retrotraía en el tiempo, en un túnel que hacia mucho ya no transitaba y que en su momento le había encantado pasearse. Ciertos rasgos de la mujer le traían a la mente los de su amada, los de esa mujer que un día despidió aun sabiendo que su corazón se iba con ella. El doloroso adiós del hombre enamorado es un alarido infernal que desgarra las carnes más apretadas, que calcina más rápidamente que el fuego de mil soles, y que acongoja más que la tristeza más añeja. La mujer gorda se sintió observada por el viejo y en sus pensamientos se preguntó por qué aquel hombre la miraba de esa manera. Pensó por un instante, de manera muy fugaz, que en aquella mirada había cierto aire a melancolía, a una tristeza cautivante de la cual él podía ser preso. Y sin estar equivocada extendió su mano, tomó la del anciano, y mirándolo a los ojos fijamente le sonrió. En la invisibilidad del gesto, en el poder que reside en el mismo, el anciano retornó como respuesta otra sonrisa, y un movimiento casi imperceptible en los dedos de su mano. La transmisión cálida entre los dedos de ambos hablaba más que mil palabras a la vez. En el silencio que ahora se presentaba en la cocina ambos permanecían expectantes, presos de sus pensamientos y recuerdos.

El sonido de unos timbrazos cortó el silencio como con un filoso bisturí. Apenas entreabrió sus ojos Marina notó la ausencia de Esteban. Volvieron a sonar los timbrazos, ahí se percató ella que era el teléfono de la mesa de luz. Tomó el aparato, lo acercó despacio a su oído.
—       ¿Diga?
—       Buenos días señorita, ya es mediodía y no tenemos registrado que haya desayunado el día de hoy, ¿desea algo?, ¿está usted bien?
—       Sí, perfectamente –respondió ella-, solo que he dormido demasiado. Inclusive mi pareja ha salido por lo que veo. Recién despierto.
—       ¿Desea que le acerquemos algo a la habitación?
—       No, gracias. Bajaré en un instante al bar a tomar un café cargado. Gracias.
Tras colgar el auricular acomodó un poco su cabellera, descorrió las sábanas y caminó en círculos por la habitación intentando recordar si Esteban antes de salir le había dicho algo. No pudo recordar nada. Enseguida estuvo cambiada y bajó al bar. Pidió un café fuerte, una medialuna, y lo bebió despacio, sin pensar en nada.
—       ¿Señorita? —interrumpió una voz de hombre, baja y suave. Era el conserje del hotel—. Disculpe usted, su compañero al salir del hotel me ha dado esta nota para usted.
Con cierta reverencia y suavidad el joven hombre dejó la nota en mano de Marina y tras dar media vuelta se perdió en los pasillos del hotel. Marina, que aun seguía despertándose de las tantas horas dormidas, abrió la nota y la leyó velozmente. Esteban había salido a caminar, tras no poder dormir, pensando seguramente en la maraña de caminos que su propia vida le iba entrecruzando delante de los ojos. Terminó de beber el café, arrugó la nota con su mano y la dejó en el cenicero cercano. “Debo encontrar a Esteban…”, se dijo, y tras subir a la habitación y buscar su cartera salió a la calle. La luz del mediodía parecía flechar sus ojos. El ruido de automóviles y motocicletas a la hora del cierre de comercios y bancos se hacía ensordecedor. Aquella calle que en casi todas las horas del día parecía adormilada ahora se asemejaba a un loquero, con un ruiderío ensordecedor, bajo los rayos de un sol que, a modo de ser despiadado, atentaba contra las retinas aun somnolientas de sus ojos. Caminó un par de pasos por la vereda del hotel y fue ahí que sintió el ruido, seco, agudo. Luego el griterío, los bocinazos, una frenada cercana, otras más lejanas. En su mente se tejieron instantáneamente varias hipótesis de manera visual, también con palabras. Pero todas decantaban en la palabra “accidente”. Giró la cabeza y observó ya un grupo de personas paradas en la calle, en forma circular, más allá, a los pocos metros, un automóvil, con su parte frontal abollada, y vestigios de sangre manchando la pintura. La gente murmuraba, otros llevaban una mano a su boca.  La escena era clara: un accidente, en pleno horario pico, alguien muy herido. Pensó en seguir su rumbo, encargarse de sus cosas, buscar a Esteban, pero tras hacer un paso sintió la irresistible tentación de acercarse al lugar del hecho y enterarse qué había pasado. Al llegar la policía bordeó todo el perímetro con cinta y comenzó a retirar a todos los curiosos, sin embargo eran pocos policías para tanta gente. Marina logró acercarse bastante y observó a una muchacha delgada, bonita, un poco más alta que ella, tirada de lado en el pavimento. Un hilo de sangre salía de su nariz y recorría lentamente su cara hasta caer en gotitas diminutas al suelo. Los ojos de la chica estaban abiertos. Parecían buscar a alguien, no eran precisamente los ojos de una persona al borde de la muerte. Ella, la joven accidentada, apenas divisó a Marina entre la multitud le clavó la mirada y ya no la quitó. Marina se sintió intimidada. Detrás de aquella mirada había palabras, podía sentirlo. No sabía que palabras, qué mensaje, pero sentía la presencia de esa conexión que la joven había activado en sus ojos. Se hizo paso entre los curiosos y tras forcejear con un policía y zafar airosamente se acercó a la chica, cayó de rodillas a su lado y acercó su rostro:
—      Dime, yo escucho.
La chica intentó hablar pero no pudo. Fue entonces que movió su mano un poco, con un gesto, un ademán que indicaba su cartera que estaba bajo su pierna. Marina tomó la cartera y volvió a mirar a la joven, la cual con un abrir y cerrar de ojos asentía la acción de la toma de la cartera. Marina abrió la cartera y la encontró totalmente vacía para su sorpresa, salvo por un único objeto, un viejo libro dentro. Tomó el libro, y al ver de qué se trataba sonrió.
—    Saint-Exupéry —dijo Marina.
La joven sonrió y finalmente cerró los ojos.
La muerte sorprende con gracia, arrebata con sigilo, juega, se divierte, mima a sus elegidos. La muerte se encuentra agazapada para aparecer en cualquier segundo de una vida. Tan solo ella sabe cuál es el segundo elegido, el instante que ha seleccionado para aparecer ante los ojos de su víctima, para emerger del fondo de lodo y mostrarse monstruosamente delante del desdichado. No hay quien escape de ella. Es pacto del Dios o de los dioses. Nunca nadie ha podido escapar de ella. Tampoco lo hizo la joven del accidente. Marina besó la frente de la joven y un río lento de lágrimas comenzaron a surcar sus mejillas. La expresión del dolor ajeno, del dolor por quien nos abandona, por quien ya no volveremos a ver en esta vida. Tomó el libro, lo metió en su cartera y tras pasar por debajo de la cinta policial se perdió entre el gentío que ahora se agolpaba por cientos al borde del accidente. Un policía tras subir el cuerpo de la joven a una camilla y taparla con la bolsa mortuoria grita a su colega, le indica que la joven no lleva documentación, que tan solo tiene como posibles rasgos identificadores muchos pírsines en su rostro.




(Continuará en un próximo capítulo...)


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