Saint-Exupéry (veinticinco)

VEINTICINCO


Caía la noche sobre el vecindario y unas pinceladas rojizas aún persistían colgadas del cielo. El sol, ya casi fugado, daba paso a una noche que asomaba como larga y cargada de una atmósfera melancólica. Ambas mujeres preparaban la cena en la cocina del hotel. La mujer gorda cortaba delicadamente unas cebollas y Lourdes, con suma prestancia y cuidado, metía en una olla todos los ingredientes mientras revolvía el contenido a conciencia. No hablaban. Tan solo se limitaban a realizar cada una su trabajo en la cocina y a escuchar un programa radial que transmitía música de los años 70.

El día había sido largo para Lourdes. Se sentía aturdida y fuera de su eje. Seguía sin poder encajar las ideas y eso la ponía nerviosa. Desde niña había sido una persona metódica, bastante introvertida, de la clase de personas que guardan mucho para sí y les cuesta horrores contar y expresar sus pensamientos y sentires. Sus padres la habían aconsejado y guiado en los primeros años de su infancia y la adolescencia, y aquello había resultado en una mujer recta, de buenos y firmes principios y por sobre todo de simple mirada ante los actos de la vida. Pero esta vez los acontecimientos la superaban. Se sentía al volante de un automóvil deportivo en plena ruta a más de 300 km por hora. Ante el menor movimiento en falso sería imprevisible saber qué pasaría, que sería de su frágil vida.

Una vez la cena estuvo lista la mujer gorda destapó un Cabernet Sauvignon y sirvió un poco en las copas. Comieron en el mismo silencio que cocinaron. La mujer también se veía cansada por el trajín. A su modo, procesaba toda la información y recuerdos de la situación de Lourdes y eso le compungía el corazón. Pensaba que la vida estaba siendo injusta con una joven como aquella, pero que al fin y al cabo la vida misma era así: nadie podía predecir su curso, nadie podía torcerle el brazo.

Después de cenar se despidieron y se dirigieron a sus habitaciones. La mujer gorda se durmió instantáneamente. Era de sueño fácil y pesado. En cambio Lourdes no la sacó tan barata. El insomnio se apoderó de ella y pasó gran parte de la noche contemplando el techo y las manchas de humedad de una de las paredes de la habitación. Afuera hacía una noche clara, sin viento, de una luz lunar amarillenta, desteñida, que no invitaba a nada. Entre tantos pensamientos rescató uno que brilló por sobre los otros. Recordó el hostel “Roma” y a aquel hombre que había conocido por ese tiempo. Reconoció nuevamente que todo aquello que ahora le estaba sucediendo se había originado con la búsqueda sin sentido de aquel hombre. Sin saberlo el destino la había conducido ante un nuevo portal en su vida. “Las cosas suceden de maneras ininteligibles”, se dijo. Y en efecto, tenía razón. Gracias a aquella situación entre el hombre, el hostel “Roma” y aquellos buenos días, ella ahora se encontraba ante un descubrimiento especial: la doble vida de su padre. Sin lugar a dudas el destino había echado mano a sus misterios e intrigas y había activado un puñado de sorpresas que la joven mujer debería de soportar.


A la mañana siguiente ambas se dirigieron al municipio. Un empleado municipal las recibió de buena forma, ofreciendo sus servicios. Era un hombre delgado, un tanto parco, pero sin embargo al estar unos minutos delante de su presencia uno podía cambiar de idea con respecto a la primera impresión. La mujer gorda explicó la situación. El empleado frunció el entrecejo y sus pestañas se juntaron casi un centímetro. Parecía que aquel acto activaba su memoria. Tal vez sería un método para que los recuerdos flotasen en su mente y luego poder captarlos y traerlos al presente. Después de un instante el hombre hizo un chasquido con sus dedos, algo así como un ¡eureka!, pero sonoro.

- Síganme –dijo haciendo un gesto por sobre su hombro-, creo que en el sótano quedan archivos sobre aquella época en unas cajas de cartón.

Los tres bajaron las escaleras que conducían al sótano. Tras encender una bombita de luz de bajo consumo el empleado reconoció las cajas arrumbadas en un estante, de entre otras.

- Son esas –exclamó victorioso.

Tras quitarle el polvo las depositó sobre una amplia mesa de madera que había en medio del sótano. Con la ayuda de un accesorio cortó los precintos que mantenían las cajas selladas y las abrió.

- Aquí están. Son estos todos los documentos que datan de aquella época y pertenecen a la hostería. Pueden mirarlos y también, aunque va en contra de mi cargo y responsabilidad, pueden fotocopiar algunos en la fotocopiadora del primer piso. Tómense el tiempo que necesiten. Cerramos a las 13 hs.

Tras decir esto el empleado dio media vuelta y subió las escaleras perdiéndose en ellas. Lourdes de manera nerviosa abrió de par en par las tapas de cartón y empezó a sacar parte del contenido y lo ubicó sobre la mesa. Había planillas, carpetas, fotografías, rollos y revelados fotográficos, juegos de llaves, y hasta una vieja radio a transistores de marca “Spica”, enfundada en un estuche de cuero negro. Se preguntó a quién habría pertenecido aquella radio, tal vez al señor Cruiff fue la primer respuesta que su mente disparó.

Durante un par de horas miraron papeles sin sentido. Datos y más datos abarrotados en renglones y celdas de planillas. Información inconexa, fechas, importes de estadías, apellidos sin sentido y nombres de desconocidos. Nada. No había nada interesante. Tampoco quedaba más que revolver dentro de las cajas. Lo habían revuelto todo de adelante hacia atrás y viceversa. La mujer gorda echó un suspiró al aire. Su rostro denotaba cansancio y un toque de fastidio. Lourdes continuaba mirando la papelería como si en ella pudiera existir algo más, tal vez algo nimio que se había pasado por alto. Pero por más que buscase e intentara encontrarlo nada salía a la luz. No había indicios de su padre dentro de aquellas cajas. El rastro había concluido ahí, o mejor dicho en la fotografía encontrada en la vieja hostería.

Cerca del mediodía ambas mujeres subieron las escaleras y dijeron al empleado municipal que la búsqueda no había sido fructífera. Éste, poniendo cara de afligido, estiró sus brazos y dio un par de palmaditas en los hombros de cada mujer.

- Tengan paciencia, si hay una verdad saldrá a la luz. La vida oculta pero también muestra.

Sin embargo ellas se miraron y parecieron decirse que en aquel momento la vida no quería mostrarles nada, al contrario, parecía que quería esconderlo todo. Salieron del municipio y Lourdes decidió caminar un poco. Necesitaba tomar aire y acomodar sus ideas, aunque más que eso necesitaba rehacerse, acomodar un poco los estantes desordenados de su interior. La mujer gorda entendió al vuelo lo deseado por la joven, y sin oponerse se subió al automóvil y se dirigió al hotel.


Dos días después, sin saber qué hacer y qué camino tomar, Lourdes decidió irse del pueblo y seguir rumbo a su ciudad. En lo más hondo de su ser presentía que todo aquello que había sucedido en ese lugar tenía un significado, que no había sido mera casualidad; no obstante no encontraba una respuesta, ni siquiera un pequeño indicio que le indicase el camino que debía tomar. Desilusionada totalmente comenzó a empacar sus pocas pertenencias. Era cerca del mediodía de un día Jueves. La mujer gorda repasaba números en una planilla dentro de la recepción y una mucama arreglaba camas y preparaba las habitaciones vacías.

Si me voy ahora dejaré en paz a esta mujer. Lo mejor será volver y reordenar mis pensamientos y mi vida en la ciudad. Tal vez volver al asentamiento en el norte sea una salida favorable, o por qué no buscar un nuevo rumbo junto a otros grupos ecologistas, pensó. Una vez que la mochila estuvo repleta de sus pertenencias encajó el libro de “El Principito” que su padre le había regalado en uno de los elásticos de la misma y salió de la habitación. Tras bajar las escaleras se encontró con la sorpresa que afuera, justo delante de la recepción del hotel, la mujer gorda hablaba con el empleado del municipio. El hombre parecía explicarle algo y la mujer, por la expresividad de su rostro, parecía un tanto perpleja. Cuando Lourdes llegó a la puerta el hombre dio media vuelta y se alejó caminando en dirección a la salida del hotel. La mujer gorda se quedó parada contemplándolo mientras en sus manos sostenía un paquete. Lourdes apuró el paso y llegó hasta la recepción.

- ¡Querida! –exclamó la mujer gorda al ver a Lourdes acercarse- ¡tengo noticias para ti! Mira –dijo la mujer mientras desenvolvía el paquete- ¡mira esto!

El papel que envolvía el paquete cayó al piso junto al hilo que lo sujetaba. Dentro de una caja de cartón estaba la radio “Spica” con estuche de cuero negro que habían visto en las cajas del sótano del municipio.

- Es la radio que vimos en el sótano –dijo Lourdes un tanto confusa y asombrada por el objeto en sí.
- Sí, esa misma. Pero hay un detalle –comentó la mujer gorda mientras le quitaba la funda de cuero a la radio. Mira.

Tras quitarle la funda, la mujer posó la radio sobre el alféizar de la ventana de la recepción, tomó la funda de cuero y sacó de su interior una pequeña fotografía.

- ¡Es mi padre! –exclamó Lourdes.
- Sí, es tú padre, querida Lourdes. Pero hay más, mira al dorso de la fotografía.

La chica dio vuelta la fotografía y allí, como si fuese una señal divina, estaba escrito el nombre de su padre y una dirección perteneciente a una ciudad que enseguida sonó en su cabeza.

- ¿Te suena esa dirección? –preguntó la mujer gorda mientras acomodaba su rodete.
- No, pero sí la localidad. En ese pueblo sé que nació mi padre. Es en la provincia de Misiones. Él supo hablarme varias veces de su niñez y de lo bonito que era todo allí. Sus amigos, sus anécdotas de la infancia, el trabajo de mi abuelo, los quehaceres diarios de mi abuela paterna, la vida en sí que él tuvo allí. No olvidaría nunca algo tan importante. Pero esa dirección no la conozco.
- ¿Qué harás? –preguntó la mujer gorda.
- Iré –dijo decididamente Lourdes- necesito ir y ver si allí, en esa dirección de esa ciudad, existe algo que me una a mi padre y me aclare un poco más este lío.
- Es lejos, ¿te hará bien ir tan lejos?
- Lo sé, y sí, me hará bien, lo necesito, necesito saber toda la verdad.
- Supongamos que vas y allí no hay nada. Supongamos que es solo una dirección que tú padre tomó, o recordó, y la anotó ahí por solo vicio o como ayuda memoria. Si la dirección no fuera cierta o es errónea, ¿no crees que es mucho riesgo y una empresa demasiado grande para llevar a cabo?
- No. Usted no entiende –dijo Lourdes mirando fijamente a la mujer gorda- Yo necesito saber si tengo un medio hermano. Necesito saber si mi padre tuvo una doble vida y necesito saber si ese medio hermano hipotético vive o no.

Entonces la mujer gorda asintió con su cabeza y abrazó a Lourdes.

- Sí querida, te entiendo perfectamente –terminó susurrándole a los oídos.

(Continuará en un próximo capítulo...)

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Saint-Exupéry (veinticuatro)



VEINTICUATRO

La mujer gorda acomodó su rodete mirándose en el espejo retrovisor del automóvil. Podría decirse que era una de esas mujeres que no descuidaban un segundo su apariencia. Enseguida tomó un lápiz labial y recorrió sus gruesos labios con él, confiriéndoles un tono carmín. Miraba de vez en cuando a Lourdes, que estaba sentada a su lado, con la mirada perdida y sus pensamientos vaya a saber en qué sitio. Finalmente guardó el lápiz labial en su bolso y bajó del automóvil. Lourdes la siguió. Ahora ambas estaban paradas frente a la vieja hostería, con sus miradas enfocadas en la omnipotencia que aún seguía desprendiendo la construcción. La fachada de la construcción se alzaba altiva aún tras el paso de los años. Había un silencio absoluto, casi nada parecía tener vida en los alrededores, y si no fuera por el murmullo del correr del agua del río todo se asemejaba a un sueño.

- ¿Estás lista? –preguntó la mujer gorda.

Lourdes asintió con la cabeza y entonces comenzaron a caminar hacia la hostería. Al cruzar la puerta de entrada Lourdes sintió un escalofrío, como si aquel paso hiciera convulsionar de algún modo a su ser interior. Le pareció que el interior tenía algo distinto a cómo lo recordaba de su anterior visita. “Tal vez sea la luz del día”, pensó, pero no quedó muy conforme con aquella auto-respuesta. A cada paso que avanzaban los recuerdos de su padre comenzaban a aflorar. Mientras más los traía al presente y analizaba menos podía entender lo que estaba sucediéndole. No encontraba ninguna fisura que delatara aquella posible doble vida de él. Aun así se sintió traicionada y dolida. Aquella imagen impoluta y venerada que ella mantenía sobre él ahora se veía claramente al borde de un abismo. La mujer gorda caminaba dando pasos cortos y seguros, como las personas que saben perfectamente hacia dónde se dirigen. Subieron las escaleras y caminaron sin decirse ni una palabra. Lourdes jugaba nerviosamente con un anillo que tenía en el dedo anular de la mano izquierda. Finalmente estuvieron delante de la habitación donde se encontraban los retratos. La luz del sol ingresaba por los dos ventanales que tenía la habitación. Las cortinas estaban rasgadas y sus puntas rotas, deshilachadas, tal vez comidas por roedores que seguramente eran ahora los únicos huéspedes del lugar. Todo estaba recubierto por una película muy fina de polvo, que daba una apariencia de manto blanco perpetuo sobre la superficie de las cosas. La mujer gorda avanzó hasta los portarretratos y deteniéndose frente a ellos los miró uno a uno como si aquellas imágenes la transportaran en el tiempo.

- ¿Reconoce a estas personas? –preguntó Lourdes.

La mujer gorda hizo una diminuta mueca y sus ojos quisieron cargarse de lágrimas que enseguida reprimió.

- Sí, los reconozco a casi todos. Dime niña, ¿cuál es tú padre?
- Ese, el que está junto a la mujer y el niño.

El portarretrato estaba tal cual lo habían dejado días atrás Lourdes y Enrique, inclusive tenía marcados los dedos sobre el polvo que recubría el vidrio. La mujer lo tomó entre sus manos y lo acercó lo suficiente para observar a las personas fotografiadas. Inmediatamente esbozó un gesto que a Lourdes le pareció de admiración, sorpresa tal vez; luego una leve sonrisa se dibujó en sus labios color carmín.

- Sí, sí, recuerdo a este hombre. Yo era niña y solía venir en bicicleta a jugar de este lado del río. Los Cruiff querían mucho a los niños del pueblo, tal vez porque ellos no habían podido tener hijos, y a mí siempre me tuvieron como entre algodones. Me solía sentar con ellos bajo la galería y desde ahí observábamos cómo los huéspedes iban y venían, o bien como pasaban la tarde junto al río. Algunos usaban la hostería como lugar de pernocte, otros como un sitio de descanso, y podían pasarse hasta una o dos semanas aquí disfrutando de la tranquilidad y el paisaje. Este hombre, el que tú señalas como tú padre en la fotografía, supo venir varias veces. Lo recuerdo bien. Siempre vestía correctamente y usaba saco y corbata. Era amable y cordial. Una o dos veces se dirigió a mi persona dándome un dulce. Le gustaba sentarse con la mujer de la fotografía a orilla del río mientras el hijo jugaba con los pies metidos en el agua.
- ¿El hijo de ambos? –preguntó Lourdes un tanto aturdida.
- Sí. Supongo que era el hijo, pues lo llamaba así cada vez que se refería a él.

El rostro de Lourdes se transfiguró. Prontamente sus pómulos se cargaron de un color rosado intenso y sus ojos de lágrimas. Le fue imposible contenerse y desencajar un llanto, que aunque fue breve, fue muy sentido. La mujer gorda, en un acto reflejo, tomó a la chica entre sus brazos y ahogó su sollozo en su pecho. Aquella imagen causaría ternura a cualquiera y a su vez dolor. Un dolor enarbolado por la traición y por el engaño. Su héroe, el hombre que le había dado la vida, ahora solo era una mera imagen de su mente y su memoria. El nuevo retrato de él se asemejaba al de alguien desconocido, a una persona de la cual tan solo reconocía sus facciones pero a la cual no la vinculaba nada sentimental. Tras un rato de sollozar la mujer gorda apartó a Lourdes y la miró a los ojos.

- Debes ser fuerte. No estás sola. Estás conmigo. Te ayudaré, no te dejaré sola –volvió a repetir.

Lourdes con los ojos rojizos y las lágrimas deslizándose por sus mejillas asintió con un movimiento de cabeza, aún siendo consciente que aquellas palabras provenían de una persona que era completamente desconocida para ella, tan solo alguien que el destino ahora había puesto en su camino y solo eso.

- Es increíble que aún estos portarretratos sigan aquí. Este lugar ha sido morada de vagabundos, de parejas que vienen a tener sexo, inclusive se rumoreó que servía de aguantadero a ladrones rurales, y sin embargo nadie tocó jamás estas fotografías. Todo está intacto tal cual como lo dejaron aquella mañana los Cruiff tras su partida.

Mientras la mujer gorda sostenía algunos portarretratos en sus manos se hizo un silencio en la habitación. Lourdes mantenía entre sus manos el portarretrato de su padre y recorría el rostro de él con la punta de su dedo índice, como si con aquella acción acariciara el recuerdo del hombre que ella tanto amaba.

- ¿Sabes algo más de mi padre?
- A decir verdad no –respondió la mujer gorda-, aunque sí recuerdo el nombre del niño porque ambos teníamos más o menos la misma edad y una vez jugamos juntos. Se llamaba Esteban. Sí, Esteban. Y la mujer, la que siempre consideré su madre, le decía “Tebi” cariñosamente.
- “Esteban”… -dijo Lourdes pronunciando la palabra con un todo delicado y lejano.
- Sí, Esteban –repitió la mujer. Si vive debe tener más o menos mi edad. Pero otro dato no puedo darte. Fue hace muchos años y solo recuerdo eso que te he contado. Mi memoria no es de las mejores, ya tiene sus años…
- Sí, gracias. Me sirve –acotó Lourdes. ¿Acaso se acuerda del nombre de la mujer?
- No, de ella no, nada. El hombre, bueno, tú padre, la llamaba por palabras tales como “amor” o “querida”, pero jamás se dirigía a ella por un nombre de pila.

Amor”, “querida”, palabras que Lourdes al escucharlas no solo herían sus tímpanos sino que rasgaban directamente su corazón. Finalmente ambas dejaron los portarretratos que tenían en sus manos sobre el borde de la chimenea y salieron de la construcción. Una vez afuera, la mujer gorda se apoyó en el automóvil, sacó un atado de cigarrillos rubios de su cartera y puso uno entre sus labios. Hizo un convite a Lourdes, pero ésta lo negó con su cabeza. Raspó un fósforo y encendió el cigarrillo. Tras unas pitadas exhaló el humo de sus pulmones, tocó por un acto mecánico su rodete, y se quedó mirando perdidamente la costa del río. Ya era casi mediodía. Unas pocas nubes intentaban ahogar la luz del sol entre ellas pero no lo lograban. El humo del cigarrillo de la mujer se elevaba lentamente y se perdía a favor del viento.

- ¿Vivirá? –dijo Lourdes.
- ¿A quién te refieres? –respondió la mujer gorda tras darse media vuelta y enfocar su mirada en la chica.
- Al niño.
- Tal vez. Yo estoy viva, y él tiene mi edad más o menos, como te dije. Seguramente vive ¿Qué estás pensando, niña?
- Quisiera saber de él y si es hijo de mi padre en realidad. Pero mientras más lo pienso menos se me ocurre cómo podría hacer para encontrarlo. No tengo datos. Solo sé que ese hombre era mi padre, de ahí en más no hay nada más que me lleve al niño.
- Mmmmm… -dijo la mujer gorda mientras daba otra pitada al cigarrillo. Tal vez haya una posibilidad de conectarte con él.
- ¿Sí?, ¡¿cómo?!
- Cuando la hostería se habilitó llevaba por reglamento un registro de sus huéspedes. Una copia de ese registro debía ser presentado mensualmente a la municipalidad del pueblo y al departamento de policía. Seguramente en alguno de los archivos de ellos esté registrado el nombre de tú padre y algún otro dato que te ayude a vincularte con el niño de la fotografía. Eso sí, antes, todo se hacía sobre papeles, no existían las computadoras, así que probablemente, si encontramos algo, deberemos nadar entre una maraña de papeles en algún sótano o archivero lleno de cajas.
- Eso me tiene sin cuidado –dijo Lourdes-, pues si existe tal posibilidad me encantaría poder aprovecharla y saber finalmente si ese niño es mi medio hermano o no.
- Entonces no lo pensemos más –dijo la mujer gorda. Pongámonos a trabajar.
Ambas subieron al automóvil y mientras la mujer daba arranque al motor y se acomodaba el rodete frente al espejo retrovisor Lourdes repasaba con un pañuelo su rostro quitándose algún dejo de lágrimas.
- ¿Te encuentras mejor, niña?
- Un poco. Esto era algo inimaginable para mí.
- Lo entiendo. Pero la vida tiene estas sorpresas, niña. A veces uno se levanta por las mañanas, abre las ventanas, ve un hermoso sol, un cielo radiante, y de repente, en un segundo, todo aquello se opaca por algún incidente o mala noticia. Eso es el destino. También podemos morir en un segundo, y cuando eso pasa ya está, ya todo ha pasado y pasamos a ser parte de un acto reflejo más del mismísimo destino. Sé que mis palabras no sirven de mucho, pero al menos intenta no polucionar tú cabeza con pensamientos negativos. Tener clara la mente te animará a tener el corazón tranquilo. Así como el destino fue capaz de ponerte esta sorpresa en tú camino de vida, también ya se está encargando de que tú le encuentres alguna respuesta. Después de todo no podemos zafarnos de su influjo. Quiérase o no siempre estamos atrapados dentro de su espiral.

Lourdes asintió y dio un diminuto beso espontáneo en la mejilla regordeta de la mujer. Esta se sobresaltó y sonrió inmediatamente. Acto seguido ambas se abrazaron y se mantuvieron así, sin moverse, en aquella posición.

Ya en la ruta el automóvil se dirigía al pueblo. Ambas mujeres iban en silencio, con la mirada perdida en la línea blanca del carril, y sus pensamientos iban enfocados en encontrar el inicio de aquella trama que el destino, sin tapujos, había puesto en sus vidas.


(Continuará en un próximo capítulo...)

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(Imagen: http://goo.gl/DhDGO )
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Saint-Exupéry (veintitrés)




VEINTITRÉS


Nuevamente anochecía a orilla del río. Lourdes aún continuaba ensimismada y rodeada de pensamientos que le proferían un profundo debate. En aquel anochecer la vieja hostería recibía las últimas luces del sol. Reptaban minuciosa y delicadamente por sobre su fachada, ingresando dentro de las viejas habitaciones –que seguramente en antaño habrían sido exquisitas estancias de disfrute-, dándole a la construcción una imagen de reposo cálido y tranquilo. Mientras la mirada de Lourdes quedaba atrapada por esa visión, el muchacho la esperaba sentado dentro de la camioneta, jugando con las llaves del vehículo y contemplando cómo la luz solar terminaba ahogada en las fauces del río.

Aquella construcción en sus años de resplandeciente juventud seguramente había albergado grandes historias. Tal vez muchas historias de amor, muchos encuentros, y desencuentros también. Ella imaginó por un instante sobre aquellos días que su padre pasó en la hostería «¿Por qué no me dijiste nunca nada, papá?» Así, los pensamientos y las preguntas sin respuestas se volatilizaban en el aire y se mezclaban con los olores y las imágenes del lugar. «No, no lloraré» -se dijo-, y conteniendo las lágrimas en el borde de sus lagrimales apretujó los labios en una mezcla de dolor espiritual y rabia.

El muchacho hizo sonar la bocina de la camioneta, y tras aquel sonido que rompió dramáticamente el silencio del lugar, hizo un gesto de partida. Lourdes asintió. Levantó su mano en ademán de solicitarle solo un minuto más, una pequeña fracción de tiempo para poder despedirse de aquel sitio. Rápidamente las luces del cielo terminaron perdiéndose en la oscuridad y las primeras estrellas se asomaron detrás de los sauces y álamos que bordeaban la costa del río. El muchacho encendió los faros de la camioneta y encendió el motor. El ruido se propagó como un sonido que rompía con la soledad y la tranquilidad del lugar. Finalmente Lourdes caminó hacia la camioneta, abrió la puerta y se sentó en el asiento del acompañante. Él la miró por un instante y entendió que ella aún estaba muy perturbada por lo sucedido. En lo que duró el viaje de regreso al pueblo ninguno de los dos habló ni una palabra. Solo se escuchaba el ronronear del motor y el silbido del viento colarse por las hendijas de las puertas. Lourdes parecía abatida, con una desolación inaudita. Jamás había imaginado que su padre, aquel hombre que era considerado por ella como un héroe, pudiera tener una doble vida, o al menos un affaire con otra mujer ¿Por qué engañar a su madre?, ¿acaso era una mala mujer?, ¡No!, ¡en absoluto! Y sin embargo algo de aquello había sucedido. Sin saber lo que había acontecido ella sintió que aquella falta de su padre lo manchaba para siempre en su inmaculada imagen espiritual. Fue destronado en el acto y el lugar que ocupaba dentro de su corazón ahora estaba cuestionado y cargado de acusaciones de las cuales seguramente no podría defenderse. A medio camino Lourdes miró por la ventanilla y contempló las luces del pueblo a lo lejos. Se preguntó si una noche como aquella su padre también habría viajado por aquella ruta y observado aquellas luces ¿Quién era la mujer de la fotografía? Una gran incógnita para ella, que horadaba en su interior y hacía arder el fuego de su desazón.

Al llegar al pueblo el muchacho se detuvo en la entrada principal, justo debajo del arco de cemento del cual colgaba un cartel con el nombre de la localidad.

- ¿Qué deseas hacer? –preguntó él.
- No lo sé. Aquí no tengo a nadie y me queda poco dinero. Pasaré la noche en algún hotel o hostería y mañana al levantarme decidiré qué hacer.
- ¿Quieres quedarte en mi casa?
- Preferiría que no, gracias.

En pueblos como aquel, las personas temprano dejaban de deambular por las calles y los comercios cerraban apenas los rayos de sol dejaban de calentar. La vida era austera y bastante monótona. Sin embargo era una vida clásica y tranquila para pueblos así, cuyos habitantes la adoptaban sin ningún tipo de contradicción.

Tras estacionar la camioneta caminaron un par de cuadras hasta el hotel. Al llegar tocaron la puerta y una mujer gorda, con un gran rodete sobre su cabeza, les abrió.

- Hola Enrique –dijo la mujer- ¿Qué desean?

El muchacho saludó con una sonrisa a la mujer y quedó mirando a Lourdes.

- ¿Enrique te llamas? –preguntó Lourdes.
- Sí, Enrique es mi nombre. No me has dado tiempo a que te lo diga.
- Sí, es curioso. Hemos estado casi un día juntos y no te he preguntado tú nombre –dijo ella.

Mientras ambos se miraban y mantenían la charla la mujer gorda los observaba de manera perpleja. No entendía de qué hablaban pero sospechó que seguramente cierta atracción entre ellos estaba presente.

- Pasen chicos, hace frío ya.

Lourdes pidió habitación por una noche. Tras llenar un formulario colocando sus datos pagó y cargó al hombro su mochila.

- Gracias, Enrique.
- ¿Seguro que estarás bien?
- Seguro.

El muchacho tomó las llaves de la camioneta, se despidió de la mujer gorda y tras darle un beso en la mejilla a Lourdes partió.

- ¿De dónde eres? –preguntó la mujer gorda.
- De Córdoba, dijo Lourdes.
- ¿Capital?
- Sí.
- ¿Y qué haces por acá?
- Solo de paso. Es que he venido viajando y he decidido quedarme aquí por un día. Deseaba conocer el pueblo. Ya sabe, simple curiosidad…
- No tienes cara de que hayas descubierto algo bonito en nuestro pueblo. Es una lástima… -dijo la mujer.
- Pues… sucedió algo que me ha afectado mucho. Algo relacionado con mi pasado.
- ¿Quieres contarme?

Lourdes titubeó por un instante y se mordió el labio inferior de manera sutil ¿Por qué debería contarle a una desconocida lo que había sucedido?, ¿acaso ella se metería en su pellejo sintiendo lo que le pasaba por dentro?, no, seguramente no, pero interiormente sentía la necesidad del desahogo, de quitarse el pesado lastre que la mantenía hundida en aquel sentir gris y frío en el que se había sumergido tempranamente.

- Es algo relacionado con mi padre. He ido a la vieja hostería, la que está a la orilla del río, y en una de las habitaciones he visto una fotografía en donde aparece mi padre junto a una mujer y una niña.
- Ahhh, la vieja hostería. Sí. Fue abandonada hace muchos años. Luego vendida y vuelta a abandonar, hasta que la municipalidad la compró y la dejó abandona una vez más. Suelen ir las parejas jóvenes a profundizar sus amoríos. También los cazadores de palomas, dicen que en su interior hay muchas palomas. También he entrado alguna que otra vez cuando era más joven y sé a qué fotografías te refieres. Nadie las ha tocado, ¿has visto?, es como si fuera un pequeño santuario con los recuerdos de las personas que pasaron por allí alguna vez. Los dueños de la hostería eran un matrimonio de ancianos, el señor Cruiff y su esposa, Anastasia, sin hijos, que tras venderla se marcharon a Santa Fe. Nunca más supimos de ellos. Al irse solo se llevaron lo puesto y una valija. Se subieron al automóvil y jamás regresaron. Quedó todo como estaba. La empresa que luego compró la hostería empezó a demoler una parte y cuando el municipio le puso trabas dejaron todo como estaba, retiraron la maquinaria y partieron. Desde entonces, niña, aquella construcción es el claro ejemplo de la burocracia y el olvido.
- ¿Quiénes eran las personas de las fotografías?, ¿usted las reconoce? –preguntó Lourdes.
- A algunas sí. No a todas.
- Si viera la fotografía, ¿me diría sí reconoce a alguien en ella?
- Claro –dijo la mujer gorda- ¿eso te ayudaría en algo?
- Sí, claro, ¡por supuesto!
- Pues entonces si lo deseas mañana por la mañana iremos a la hostería, me muestras a qué fotografías te refieres y veo si recuerdo quien es.
- ¡Magnífico! –exclamó Lourdes.

Ya en su habitación y rodeada de la soledad de la noche Lourdes se tapó con una manta y quedó así, en posición fetal, contemplando la luz del velador. Solo se oía el constante silbar del viento y el ruido de las hojas de los árboles moverse gracias a él. Sentía una sensación extraña, como si delante de ella, en el camino de su vida, una puerta apareciera de repente y la invitara a pasar, a conocer cosas inimaginadas que sucedieron hace mucho tiempo, en aquel tiempo en que ella había vivido y construido una imagen de su vida que no era tal como lo pensaba. Sumida en aquellas cavilaciones subió la manta hasta tapar sus orejas. Solo sus ojos quedaron al descubierto para seguir observando los objetos de la habitación que poco a poco fueron difuminándose. Finalmente, tras un largo rato, se durmió.


Al alba los gallos del vecindario comenzaron a cantar. Aquel sonido campestre la despertó de golpe causándole un susto. Todo su cuerpo se puso tenso, recordó de golpe todo lo sucedido el día anterior. Pensó si la mujer gorda ya estaría despierta. Tal vez sí, se dijo. Había dormido vestida durante toda la noche. La cama estaba casi intacta y la habitación fría. Abrió la mochila y sacó el libro que venía leyendo. Acarició su tapa y frunció sus labios. Aquella sensación que se producía en ella al tocar el libro era única. El libro había sido un regalo de su padre. Lo leía cada vez que en su vida sentía necesidad de estar en contacto con él y su recuerdo. Recordó en ese instante el momento en que su padre se lo había regalado. Ella era pequeña y habían ido a jugar en la hamaca de la plaza de juegos del barrio donde vivían. Era primavera, día soleado, brisa estival, sol pleno. Mientras ella se hamacaba su padre la observaba desde un banco a pocos metros. La sonrisa de él parecía inmaculada, con destellos en sus dientes que eran propinados por los rayos del sol. Cada vez que la hamaca iba hacia delante ella observaba la sonrisa de su padre, luego el cielo celeste, el vacío, y la nada. Al volver, su estómago se estremecía, y asía con fuerza las cadena de la hamaca; sin embargo, si caía, por más que se lastimase, su padre estaría allí. Él era su héroe. Él la socorrería, quitaría las impurezas y suciedad de las heridas, limpiaría la sangre, le haría una nana, y la acunaría entre sus fuertes brazos cantándole una canción que la abstraería del mundo de los vivos, del dolor, y la depositaría en el mundo de los sueños. Después de un rato de hamacarse, ya cansada, bajó y corrió a los brazos de su padre. Lourdes se sentía feliz. Aquel recuerdo había quedado impregnado en su memoria como un recuerdo feliz. Podía aún sentir la tibieza del sol sobre sus mejillas, la sensación en el estómago al hamacarse y ver la sonrisa de su padre resaltar entre todas las cosas. Jamás olvidaría aquel momento. Tras correr a los brazos de él, ambos se abrazaron y quedaron así por un corto rato. Él le acariciaba sus cabellos mientras ella mantenía los ojos cerrados y se rendía ante aquella ternura. La sensación de suavidad le recorría todo el cuerpecito. Su padre era el rey sol en el sistema solar donde ella vivía y deseaba estar. Al cabo de un instante su padre le habló:

- Quiero darte algo, hija. Es un regalo.
- ¿Para mí, papá?, ¿un regalo para mí?
- Sí, para ti.

Él sacó de su portafolios un regalo envuelto en un papel brillante con dibujo de ositos de peluche y un moño rosa enorme. Lo puso en las manos de ella y le besó la frente. La niña observó el regalo por un instante y pasó la palma de su pequeña mano por sobre el papel. Tocó el moño, sus curvas, palpó la textura del mismo.

- Gracias papá.
- ¿No lo abrirás? –preguntó él.
- Sí. Lo abriré. Pero, ¿me dirías tú qué es?
- No, pues dejaría de ser un regalo, Lourdes.

Aquellas palabras tenían razón. La esencia del regalo se perdería, la magia del mismo acto se perdería, por ello Lourdes no insistió. Tras terminar de palpar la cubierta del regalo y su moño comenzó a quitar uno a uno los diminutos trozos de cinta adhesiva que sujetaban el papel. Así lo hizo hasta que el último zafó y el papel cayó al suelo junto al moño. Ahora en sus manos había un libro, que no era nuevo, sino usado, con la puntas de sus hojas ajadas, su tapa un tanto descolorida y en ella, en medio de la tapa, el dibujo de un príncipe con capa roja montado sobre un asteroide.

- Es un libro viejo, Papá –comentó Lourdes un tanto desmotivada y sin magia.
- Sí, lo sé, hija. Ese libro lo tuve yo cuando era niño. Me lo dio tú abuelo. Fue un regalo que me hizo él cuando yo tenía tú misma edad. Y ahora yo te lo regalo a ti. Es tuyo. Quiero que lo leas y que te maravilles con su historia ¿Has escuchado hablar de este libro?, del ¿“Principito”?

Lourdes negó lentamente con su cabeza mientras seguía observando el dibujo de la tapa del libro.

- Entonces verás que es un libro mágico y que las enseñanzas que hay dentro de él te servirán siempre en la vida, hija.

Su padre la estrujó entre sus brazos fuertemente mientras ella sostenía en una mano el libro casi a punto de caérsele al suelo. Mientras él la oprimía ella aún sentía la desazón de no tener un libro nuevo. Era un libro viejo, ya usado, sin la magia que tienen los libros nuevos. Sintió a su vez que su padre al no regalarle un libro nuevo no la quería tanto como ella pensaba y eso la angustió; sin embargo no lloró ni dejó que su sonrisa se borrara de sus labios.

Esa tarde al regresar a su casa Lourdes guardó el libro dentro de su armario y lo cerró con dos vueltas de llave. Luego, cerca de los quince años de edad, cuando su padre ya había fallecido, mientras limpiaba y organizaba aquel armario se había vuelto a encontrar con el libro. Lo leyó entonces por primera vez y tras llegar a su fin pudo suspirar y decirse a sí misma cuanto debía de agradecerle por aquel libro a su padre; pero eso no iba a poder ser posible. Aquella sensación de cosa no acabada la persiguió siempre. Cada vez que recordaba el libro o lo sostenía en sus manos recordaba aquel día en la plaza de juegos y la sonrisa de su padre anhelando que en su lectura encontrara tal vez muchos de los mensajes que él mismo no sabría darle o no llegaría a darle nunca.


Fueron tres los golpes que sonaron en la puerta. Diminutos, casi inaudibles, pero tres golpes al fin. Lourdes abrió la puerta y frente a ella estaba la mujer gorda, con su rodete en medio de la cabeza y su cara hinchada aún por el sueño nocturno.

- ¿Estás lista? –preguntó la mujer.
- Lo estoy –respondió Lourdes esbozando por primera vez una leve sonrisa después de tanto tiempo.

(Continuará en un próximo capítulo...)

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Saint-Exupéry (veintidos)



VEINTIDOS


Subido a una silla de madera logré rescatar de entre varios bultos una mochila, un bolso de viaje pequeño que poseía rueditas y una valija. Todo estaba en la parte superior del placar en la habitación que había sido de mi madre. Ni bien tuve los accesorios comenzamos a guardar nuestras pertenencias con Marina y nos preparamos para iniciar un viaje, el cual tendría un inicio pero no sabíamos cuando llegaría su fin. En la redacción del multimedios pedimos vacaciones por adelanto y dejamos dicho que si nos demorábamos seguiríamos de vacaciones unos días más sin goce de sueldo. No hubo problemas con ello. A Marina le debían vacaciones atrasadas, y a mí, siendo su pareja, no me presentaron ningún tipo de objeción ante el pedido, después de todo no saldría dinero de sus bolsillos para pagarme el sueldo si entraba en infracción.

Nos dirigíamos al norte del país, al pueblo donde mis padres se conocieron y donde sucedió aquello del libro. Habíamos buscado en internet información referente a la localización del pueblo, a las rutas de acceso, y sobre las iglesias del lugar. Marina se había tomado el trabajo de imprimir toda aquella información y luego organizarla y clasificarla en una carpeta. Ella se había tomado en serio aquello de ayudarme a encontrar el libro. Tal vez yo no estaba con tanta fuerza como ella para lograr el objetivo. Sin embargo, ella no me dejaba titubear. Los días previos al viaje en cada momento libre nos buscábamos en la redacción y nos concentrábamos ambos en recopilar la información necesaria para enfocarnos rápidamente en la búsqueda del libro. Si ella veía que yo me dispersaba en el acto me volvía en sí dándome alguna tarea, tal como buscar localidades en un mapa, ver cuales estaciones de servicio teníamos cerca y en dónde podríamos parar para pasar las noches. Fue una ardua tarea pero finalmente arrojó buenos frutos.

Una vez llenos el bolso de viaje y la valija metí dentro de la mochila la carpeta con toda la información, una linterna, el teléfono celular, un par de libros (novelas negras) y unos cuantos discos compactos con música que nos gustaba a ambos. Iniciamos el viaje un día viernes por la tarde tras salir del multimedios. Al principio, durante los primeros kilómetros recorridos, sentí la misma sensación que cuando salía de vacaciones y me dirigía a la costa argentina o bien a las cálidas playas brasileras. Sin embargo, ese no era un viaje de vacaciones, no; más bien era un viaje hacia el pasado, el cual de algún modo me permitiría conectarme con el comienzo de la historia de mis padres. Por más que me pareciera algo simple y sin complicaciones podía percibir que dentro de mi interior se generaba una especie de remolino que terminaba, tras un tiempo de sentirlo, con un dolor de estómago y mis nervios anudados.

- ¿En qué piensas? –preguntó Marina mientras me miraba de soslayo.
- En esto. En el viaje. En nosotros. En el pasado que deseamos desenterrar.
- ¿Y te sientes bien con ello?
- Supongo –respondí a secas- aunque la verdad que tengo anudados los nervios y me duele el estómago.

La ruta era por demás recta. Aburrida, lánguida, sin nada que causara una distracción para la vista. Marina al poco tiempo de partir comenzó a cabecear y a dormitar, hasta que finalmente cedió y se durmió profundamente. Coloqué un disco compacto de U2 en el aparato reproductor y ubiqué el volumen bien bajo. En los días previos al viaje había realizado una compilación con temas de U2 que me gustaban. Ese mismo disco era el que en ese momento me abstraía por completo del paisaje tan desolador y del viaje tan monótono.

Mientras la música salía de los parlantes me sumí en pensamientos. La delgada línea blanca de la ruta parecía sumergirme aún más en ellos cada vez que fijaba mi vista. Recordé de pronto a la chica de los piercings y me pregunté qué sería de su vida. Hacía mucho tiempo que mi mente no se preguntaba por ella. Seguramente mi memoria había escondido su recuerdo y no deseaba traerlo al presente dado que yo estaba disfrutando de una felicidad plena junto a Marina. También pensé en Lourdes y en los días del hostel “Roma”. Me sentía extraño ante aquellos pensamientos. En realidad sentía que era un espectador sentado en la butaca de un cine viendo a sus recuerdos pasados como si fuesen parte de una película muda, llena de imperfecciones y descolorida. Sentí nostalgia por ello. Y, tras volver a la realidad, miré mis manos sobre el volante y suspiré hondo. La vida de algún modo seguía y en su andar había elegido para esas mujeres y para mí caminos distintos. Tampoco quise pensar en el porqué de aquellas bifurcaciones, como así tampoco lo hice en el momento que la vida misma me había unido a ellas. Recordé el tatuaje del Principito que Lourdes llevaba en su brazo y el momento en que lo visualicé dentro de aquel colectivo en el que ambos viajábamos y éramos unos completos desconocidos. Ese pensamiento lo sentí con demasiada fuerza. Aún hoy, al rememorarlo, pienso cuán importante debió haber sido para mí aquel día esa visión. Seguramente mucho, y más con todo lo que aconteció después.


Hicimos casi doscientos kilómetros de un tirón y decidí parar a pasar la noche en un hotel. Justamente, y tras revisar el mapa, estábamos cerca de un pequeño pueblo a la salida de la provincia de Santa Fe. El anochecer se había hecho dueño del cielo y los faros del automóvil que conducía se perdían en la lejanía como si más allá, justo donde estaba el horizonte, no existiera más nada, tal vez el fin del mundo. El pueblo era no mayor a diez manzanas. Poseía una estación de combustible (incluido GNC), una iglesia, una terminal de colectivos y una escuela. A la hora que ingresamos en él no se veía casi nadie en sus calles. Solo un par de automóviles recorriéndolo y unas pocas personas caminando por sus veredas. El hotel estaba a la salida del pueblo, por ende lo atravesamos por completo para llegar a él. Marina seguía dormida. No había despertado ni con las luces de mercurio que bañaban su rostro por completo. Cimbroneé su hombro y despertó asustada.

- ¿Qué?, ¿qué pasa?
- Nada. Despierta, ya hemos llegado a un hotel. Pasaremos la noche aquí y mañana, al alba, seguiremos viaje.

Nos tocó una habitación pequeña, con una cama matrimonial de dimensiones reducidas, un televisor y un diminuto cuarto de baño. Marina fue la primera en ducharse. Estuvo bajo el agua caliente casi una hora completa. Yo me había tendido en la cama y mataba el tiempo pasando canales en el televisor. Por la ventana de la habitación se podía observar cómo un fuerte ventarrón azotaba los álamos que demarcaban la entrada al hotel. Me había parecido que aquel hotel estaba vacío, pues esa sensación la terminó de confirmar mi memoria cuando recordó que no había visto ningún automóvil en las cocheras, ni luces encendidas en las demás habitaciones. Mientras escuchaba caer el agua de la ducha lentamente comencé a dormitar. Mis nervios se habían relajado y mi cuerpo pedía un descanso a costa de todo. El control remoto cayó al lado de mi cuerpo y me dejé llevar por el sueño.

Supongo que dormí una media hora hasta que Marina se metió bajo las sábanas y con aquel movimiento logró despertarme. Se acurrucó a mi lado y besó mi mejilla. Yo aún estaba bajo los efectos del sueño, pero aún así su gesto me pareció cálido en aquel momento. Con dificultad y mucho desgano me dirigí al baño a ducharme. Ella quedó en la cama, en silencio, casi dormida. Al abrir la ducha un chorro de agua caliente dio de lleno en mi pecho y terminó por despertarme. Apoyando mis manos sobre los cerámicos de la pared dejé que el agua cayera directamente sobre mi nuca y luego se esparciera por el resto de mi cuerpo. Así me mantuve largo rato, con la mente en blanco, solo sintiendo el calor que desprendía el agua recorriéndome cada milímetro del cuerpo. Me jaboné a conciencia, lavé mi cabeza, y al quererme afeitarme caí en la cuenta que no había comprado una máquina descartable para rasurarme. Finalmente, después de casi una hora –el mismo tiempo que Marina había usado para su ducha-, salí del baño envuelto en un toallón. Me recosté lentamente en la cama y me tapé hasta las orejas. No quería hacer el menor ruido para que ella no despertara. Afuera, una luna enorme, blanca, con ribetes grises, se alzaba sigilosa en el cielo. Su luz se complementaba con las luces de mercurio de la ruta y se colaba por la ventana de la habitación. Parecía una noche magnífica, silenciosa, cargada de paz por donde se la mirase. Atiné a cerrar los ojos y conciliar el sueño, pero no pude. Cualquier cosa me distraía: el ulular del viento, el mecerse de los álamos de la entrada y las sombras que estos proyectaban dentro de la habitación, el sonido de mi propia respiración. En esos minutos en los que el sueño brillaba por su ausencia me pregunté qué me había llevado a estar allí en ese preciso momento de mi vida. Era una pregunta un tanto general, casi sin una respuesta certera que pudiera sofocarla y callarla dentro de mi interior. Sin embargo, era una respuesta bastante interesante la que debía dar para responderla. Intenté quitarla de mis pensamientos y evadirme de ella, pero sentía que era hacerme trampa a mí mismo. Pensé entonces en buscarle un sentido a aquello que me estaba preguntando, un porqué que estuviera arraigado dentro de mi interior y sirviera como fundamento suficiente para contestar la pregunta y dejar tranquila mi conciencia. Subí la frazada hasta tapar mi nariz y sentía cómo mi respiración calentaba la sábana. También podía escuchar la suave respiración de Marina mientras dormía. El silencio que envolvía la habitación parecía estar expectante a la respuesta que mi interior elucubraba. Por fin, algo inició el proceso de responder. Y fue Marina, a quien yo creía dormida y rendida a los brazos de Morfeo, la que se encargó de tenderme una mano y ayudarme a encontrar esa respuesta.

- ¿No puedes dormirte? –preguntó ella.
- ¡¿Estabas despierta?! –exclamé con sorpresa.
- Sí. No puedo dormirme. Difícilmente logre conciliar un sueño profundo en un lugar que resulta extraño y ajeno a mis costumbres. Principalmente la cama, algo que es sagrado para mí, es lo que encuentro más extraño.
- Sí. Es algo que le pasa a todo el mundo. Pero bueno, debemos dormir. Vamos, dale, intentemoslo.
- No se trata de intentarlo, se trata de lograr atraer el sueño y decirle a nuestro cuerpo y nuestra mente que nos rendimos ante él.
- Lo sé –dije convencido por su respuesta-, pero al menos si lo intentamos llamar podremos caer rendidos ante él.


Marina calló por un instante. Luego se dio vuelta y quedó observando el techo. Finalmente volvió a voltearse y apoyando sus senos en mi torso besó suavemente mi cuello.

- Dime, ¿qué es lo que no te deja dormir? –preguntó casi en susurros.
- Mis pensamientos –respondí.
- ¿Y qué pensamientos son esos?
- Me he estado preguntando el porqué de este viaje y cual es el fin de ahondar en el pasado. Porqué estoy aquí, ahora, en este preciso momento de mi vida.

Noté que hablaba sin entonación. Aquello que debía de ser una pregunta parecía no serlo y se asemejaba a un lenguaje casi carente de simbología.

- ¿Crees que el pasado es importante, Marina?
- Pienso que sí. Supongo que lo es para todos. Sin pasado difícilmente eres alguien.
- ¿Sabes que yo no pienso lo mismo? Me he preguntado muchas veces porqué desentrañamos las cosas que el pasado tapa con el polvo del tiempo y no encuentro mucho sentido a las respuestas que me doy. Si ese polvo invisible tapa las cosas en nuestra memoria por algo ha de ser –dije.
- Supongo que no estás convencido de lo que estamos haciendo aquí, del viaje, de la finalidad de toda esta travesía.
- No lo sé. Siento la sensación que cuando movilizamos el pasado es como mover una de esas bolas de nieve que son adornos. Al hacerlo el papel brillante que simula la nieve comienza a movilizarse y de repente todo el líquido se mezcla con él dibujando una escena nueva en su interior… Tengo miedo que el pasado no sea algo esperado y feliz, una escena inesperada, ¿entiendes? Tengo miedo a que me sorprenda con cosas que no debería saber o haber desenterrado.
- Aún estamos a tiempo para volver –dijo ella mientras volvía a besar suavemente mi cuello. Si quieres mañana por la mañana nos regresamos y listo, hacemos de cuenta que esto no pasó y nuestra vida vuelve a su cauce, ¿qué dices?

Quedamos en silencio. Ahora la luz de la luna y de los faroles de mercurio reptaban por sobre la frazada y se detenían justo delante de nuestro cuello. Sentí que la respiración de Marina cesaba. Su cuerpo tibio se había acoplado al mío y podía sentir cómo mi deseo sexual quería despertar. Pero lo controlé y me quedé mirando aquella inmensa luna mientras la madrugada comenzaba.

- Creo que seguiré –dije en respuesta a la pregunta de Marina. Si no sigo siento que le habré fallado a mi madre y no quiero sentir eso el resto de mi vida. Ella me lo pidió de un modo tan dulce y con tanta expectativa. No romperé mi promesa.

Marina no respondió. Estaba ya dormida.

Al amanecer despertamos y tras acomodar la valija nos subimos al automóvil y partimos. La luna lentamente se extinguía en el cielo y un sol bermellón se hacía dueño del día. Sin volverme a preguntar si estaba en lo cierto aceleré el automóvil y me concentré en el camino que debíamos de seguir. Marina apoyó dulcemente su cabeza en mi hombro y pude sentir la sensación que había entendido, en silencio, mi respuesta.


(Continuará en un próximo capítulo...)

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Saint-Exupéry (veintiuno)



VEINTIUNO

Mientras Lourdes continuaba la lectura del libro el sol de la siesta se hacía cada vez más intenso. Las calles de aquel pueblo en donde había decidido bajar se habían puesto solitarias y todo el mundo parecía dormir la siesta. Pensó que tal vez el río estaría cerca y decidió caminar y ver si se encontraba con él. Recordaba que de niña sus padres, en sus vacaciones, pasaban por aquel sitio y solían parar a la vera del río a tomar mates o a comer algo. Esos recuerdos enfrascados dentro de su memoria la movilizaban por completo. Comenzó a caminar por una avenida que tenía la apariencia de ser la principal del pueblo. Con su mochila en la espalda, el libro en su mano derecha y unos anteojos de sol caminó lentamente hasta el final de la avenida. Allí, justo en el momento que el pueblo quedaba detrás de ella, una vieja camioneta Ford F-100 se detuvo a pocos metros.

- Hola –dijo un muchacho joven casi de su misma edad- ¿estás perdida?
- No, gracias –respondió Lourdes- solo estoy caminando en busca del río.
- Ahh, sí, sí –dijo él- es por allá –indicó con la mano derecha extendida haciendo señas hacia el sur-. ¿No eres de por acá, cierto?
- No, no lo soy -dijo ella.
- ¿Quieres que te lleve hasta el río?
- Preferiría caminar, está linda la tarde para caminar.
- Bueno, como quieras –respondió el muchacho y consecuentemente aceleró la camioneta y se perdió ruta arriba.

Caminando por la banquina Lourdes avanzó unos dos kilómetros hasta encontrar un cartel que señalizaba el río. Siguió la indicación y tras caminar otros trescientos metros comenzó a escuchar el murmullo del agua corriendo y supo que estaba cerca. Finalmente llegó a la vera del río. Se agachó, puso sus manos en forma de cuenco y se mojó el rostro. Disfrutó del placer del agua fresca recorriendo por su piel. Se sentó luego a descansar y prosiguió con la lectura.

De niña su padre le había inculcado el hábito de leer. “Nunca dejes de leer hija, los libros te abren mundos que jamás podrías ver, ni conocerías, sin ellos”, solía decirle. Aquellos consejos, tan dulcemente inculcados por su padre habían tenido una profunda acogida en ella, a tal punto que siempre un libro iba en su mochila adonde ella estuviese. Leyó un par de páginas más y de repente comenzó a llorar. Aquel libro no era un libro como otros que había leído. No. Era especial. Había sido regalado en su niñez por su padre. Era el vivo recuerdo de aquel hombre que tanto había marcado su vida en muchas facetas y siempre que leía sus páginas era imposible que las lágrimas no sobrevinieran. Se enjugó las lágrimas con un pañuelo diminuto y bordado y acarició con dulzura la tapa del libro. “Papá…”, dijo suavemente. Curiosamente tocó el rostro del personaje que ilustraba la tapa del libro, un niño de pelo dorado y bufanda al viento, montado sobre un asteroide en medio del universo.

Al cabo de un rato se escuchó el motor de un automóvil que prontamente se detuvo. Para sorpresa de Lourdes el joven de la camioneta caminaba hacia ella. En sus manos traía una bolsa de supermercado de la cual se dejaba ver el pico de una botella de gaseosa.

- Disculpa el atrevimiento –dijo el muchacho- pensé que tendrías hambre y sed. Yo tampoco he comido nada, así que pensé que tal vez te encontraría por aquí y podríamos almorzar juntos, un poco tarde pero almuerzo al fin… ¿qué dices?

- Que me encanta –terminó diciendo ella.

Comenzaron a comer y beber. Mientras lo hacían cruzaban algunas preguntas y respuestas, también miradas y sonrisas.

- ¿Qué te trajo a este pueblo? –preguntó el muchacho a Lourdes.
- Aún no lo sé. A veces no suelo pensar demasiado las cosas. Estaba en sentada en un colectivo con destino a otro sitio, de repente paramos aquí a descansar un rato, bajé, me senté a leer un poco y cuando hubo que subir, algo dentro de mí dijo que no, que mejor me quedara aquí. Y así lo hice.
- ¿Así como así? –preguntó un tanto incrédulo el muchacho.
- Sí, así como así. Ya te dije, no suelo pensar demasiado en las cosas; digamos que funciono bastante con la intuición.

Lourdes terminó de comer un sándwich y bebió pequeños sorbos de gaseosa mientas contemplaba el correr del agua del río.

- ¿Qué es eso que se ve allá? –pregunto ella señalando al otro lado del río.
- Era una vieja hostería. Antes, cuando el pueblo era mucho más chico que ahora, allí solían recibir a turistas que deseaban parar aquí a descansar o conocer los alrededores. Pero con el pasar del tiempo la ciudad se agrandó y demandó instalaciones edilicias para el turismo que fueran más modernas y confortables, entonces la vieja hostería quedó rezagada y poco a poco comenzó a desmoronarse económicamente. Finalmente su dueño, un tal Cruiff, la terminó vendiendo a una empresa holandesa que jamás inició su remodelación ni su explotación dado que descubrieron que sus cimientos distaban a pocos metros de un afluente subterráneo del río y era muy probable su desmoronamiento. Así que quedó olvidada y abandonada. Mediante un pago insignificante la empresa holandesa vendió la tierra a la municipalidad y ésta última la dejó así, en el olvido.
- Una verdadera lástima –repuso Lourdes.
- Sí, una lástima, pues tiene una bonita arquitectura y era bastante amplia y a los lugareños nos representaba trabajo y movimiento económico. Yo la recuerdo de cuando era niño y solíamos venir a pescar al río. Al anochecer se prendían en su fachada unos bonitos faroles color anaranjado que se reflejaban en el agua y le daban un realce imponente. Pero bueno, como todo, un día las cosas cambian y de repente ya nada es lo que era.
- Sí, así es –dijo ella mientras dejaba su mirada anclada en las ruinas de la hostería y su mente sobrevolando viejos recuerdos.
- A propósito –dijo el muchacho- aún no me has dicho tú nombre ¿Tienes nombre, cierto? –rió.
- Sí, claro. Me llamo Lourdes.
- Lourdes, un bonito nombre. Como la Virgen.
- Así es, como la Virgen.
- ¿Sabes? Si tuviera una hija algún día la llamaría así, Lourdes.
- ¿Y eso?
- Nada en especial, solo me nació contártelo. Es algo que pienso a menudo, y aunque no tengo hijos, pero sí sueños de algún día tener una familia, ese nombre para una hija mujer me gustó siempre.
- Seguramente se lo pondrás a una hija tuya –comentó Lourdes sonriéndole con una bonita sonrisa y aseverándolo.


Tras terminar la comida ambos caminaron por la orilla del río. La tarde caía lentamente y el cielo se cargaba de pincelazos anaranjados, rojizos y ocres. Una vez que estuvieron en frente de las ruinas de la hostería Lourdes se detuvo y contempló la construcción que tenía en frente, justo río de por medio. Había algo en la construcción que le causaba melancolía. No podía saber qué era, ni porqué le sucedía aquello, pero ese sentimiento justo en aquel momento lo sintió a flor de piel.

- ¿Pasa algo? –preguntó el muchacho.
- No, bah, una pavada. No sé. Solo que al estar viendo esa construcción de repente me ha entrado una especie de ahogo y una sensación de melancolía. Mi padre cuando era niña supo venir a este pueblo. Íbamos de vacaciones a la costa o al norte y siempre pasábamos por aquí y nos deteníamos a orilla del río a tomar mates o a comer algo para luego proseguir la marcha. Me ha hecho bien pasar un tiempo aquí. Y lo más curioso es que no recuerdo esa hostería. No está en mi mente. Tal vez sea porque parábamos en otro lugar del río, no lo sé, fue hace mucho tiempo ya, yo era una niña.
- ¿Quieres ir allá?
- ¿Adónde? –dijo Lourdes con sorpresa.
- A las ruinas ¿Quieres conocer la hostería por dentro? Podemos ir si quieres.
- ¿Seguro?, ¿pero no es peligroso?, ¿no es que hay posibilidades de derrumbe y esas cosas?
- Fue apuntalada por dentro toda la construcción antes de abandonarse. Para estar un momento y ver por dentro no creo que se nos caiga en la cabeza –dijo él.
- Entonces me gustaría ir.
- ¿Sí?, ¿segura?
- Segura.

Subieron a la camioneta del muchacho y entraron a la ruta. Avanzaron unos cuantos kilómetros rumbo al sur y finalmente doblaron en una calle de tierra que desembocaba en un pequeño puente precario que cruzaba por sobre el río. Luego retomaron un camino de tierra que iba directamente a la hostería. Tras un rato el rodeo acabó. El motor de la camioneta se detuvo justo en frente de la puerta principal. Estando cerca de aquella construcción Lourdes la presintió más imponente. Si bien era pequeña, de pocas habitaciones, su arquitectura era exquisita, y de ella emanaba esa increíble presencia que solo las grandes construcciones suelen tener y hacer notar a los seres humanos.

- Bien, aquí estamos –dijo el muchacho.
- Sí, gracias ¿Sabes una cosa? –dijo ella- Una vez conocí un lugar así. Era un hostel, en una ciudad grande. Se llamaba “Roma”. Ahora que estoy aquí y miro esta construcción siento lo mismo que sentía en aquel entonces cuando conocí el hostel ¿No te ha pasado de ver sitios en tú vida que te hacen recordar a otros?
- Creo que un par de veces me pasó. No son muchas, pero sí sé de qué me hablas.
- Bueno, era eso lo que sentía cuando del otro lado del río miraba esta construcción. Me hace recordar a aquel hostel y eso me ha causado melancolía.
- ¿Es importante para ti ese recuerdo del hostel?
- Mucho. Ahí conocí a alguien que nunca más volví a ver.
- ¿Un enamorado?
- No. No fue eso. Fue alguien que apareció en mi vida, nos comunicamos, entablamos una relación de amistad, nos afianzamos, y de repente, por este modo de vivir tan mío y tan alocado, yo me fui y no volví a verlo. Sin embargo hace unos días volví a recordar todo aquello y me entraron unas ganas enormes de saber de ese hombre, y no sé por qué. Las ganas están, existen, pero no sé por qué se generan. En busca de ello voy.

El muchacho se quedó observando a Lourdes y sopesando cada una de las palabras que esta le decía. Si bien lograba hilvanar un poco lo que ella le contaba no tenía suficiente información para enhebrar una historia completa. La chica comenzó a caminar en dirección a la entrada de la hostería y al llegar a la puerta principal se paró y pasó suavemente la palma de su mano sobre la madera corroída. Como si aquella acción transmitiera información desde la vieja ruina a su piel. Luego entró. Caminó despacio por los pasillos, subió con cuidado las viejas escaleras, palpó algunas paredes, y se quedó observando viejos cuadros que aún colgaban de las paredes. En el suelo había adornos tirados, pedazos de mampostería rota, y hasta ropa que seguramente habría pertenecido al personal de limpieza del lugar. Todavía quedaban algunas camas con sus elásticos dañados. Algunas paredes tenían escrituras en aerosol y otras grafitis seguramente hechos por los chicos del pueblo.

- Algunas parejas suelen venir aquí –dijo el muchacho.
- Lo imagino. Al estar abandonado es un lugar ideal para la intimidad y el sexo, aunque no por ello menos peligroso.

Tras recorrer un rato el interior de la hostería de repente se detuvo en una habitación que le llamó la atención. No tenía mucho de distinto a las otras, solo que ésta poseía una estufa hogar en su interior. Sobre la estufa hogar, había muchos portarretratos pequeños con fotografías de personas. A simple vista parecían visitantes de la hostería. Comenzó a repasar uno a uno los portarretratos. Primero los tomaba, luego les quitaba el polvo, y finalmente observaba cada fotografía con tanta minuciosidad que parecía buscar algo en ellas.

- Seguramente esta habitación ha pertenecido al conserje o al dueño de la hostería –dijo el muchacho.
- Sí. Parece que cada tanto fotografiaban a los huéspedes como recuerdo. Me pregunto qué será de la vida de todas estas personas ¿Vivirán aún?, ¿recordarán esta vieja hostería?
- Seguramente algunos sí, otros habrán muerto. Vaya a saber –dijo él.
Tras un rato de observar las fotografías tomó la última y tras limpiar el vidrio con el revés de la manga de su campera y mirar detenidamente se sobresaltó arrojando el portarretrato al piso. Éste cayó e inmediatamente el vidrio se rompió en pedazos.
- ¿Qué pasa? –preguntó asustado el muchacho- ¿Te sientes bien?, ¿qué pasa?
- La fotografía –dijo Lourdes señalando el portarretratos en el piso y tapándose la boca con una mano. Sus ojos parecían un tanto desorbitados y su rostro delataba claramente el rostro de una persona con pánico.

El muchacho se agachó, quitó los vidrios con cuidado y alzó el portarretratos. Sacó la fotografía y le echó una mirada que no le dijo mucho. A sus ojos era simplemente una fotografía más como todas las otras, con personas desconocidas para él.

- ¿Qué tiene? –preguntó.
- El hombre de la fotografía.
- Sí, ¿qué tiene el hombre? Es una familia. Parecen padre, esposa e hijo.
- Sí. El hombre, ese hombre… es mi padre –dijo ella con lágrimas en sus ojos.
- ¿Tú padre?, ¡que coincidencia! –exclamó el muchacho. Y tú madre es muy bonita –concluyó.
- No, no, ella no es mi madre.

(Continuará en un próximo capítulo...)

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Saint-Exupéry (veinte)



VEINTE


Tras tomar una curva el sol se coló por las ventanillas del lado derecho del colectivo en el que Lourdes viajaba. Lentamente reptaban los rayos sobre los tapizados coloridos de los asientos. Ella se acurrucó aún más mientras seguía tal vez soñando. El monótono rugir del motor la mantenía adormecida, casi extasiada. Se había abandonado totalmente al mundo de los sueños. Aquel cansancio que sus tareas le habían puesto sobre las espaldas ahora lentamente se iba diluyendo. Finalmente el sol dio en su rostro y ella despertó.

Al abrir los ojos no supo dónde estaba. Su mente, como si fuera un vasto papel en blanco, intentó ubicarla en tiempo y lugar, pero no le fue tarea fácil por un instante. Tras hacer memoria recordó que estaba volviendo a la ciudad, a ese lugar que muchas veces extrañaba cuando se encontraba perdida en algún punto distante entre la selva y la montaña. De su mochila extrajo un libro cuyas tapas estaban ajadas y sus hojas mantenían un color amarillento perpetuo. Ubicó un señalador y abrió el libro, despacio, como si degustara la tarea de hacerlo. Logró esbozar una diminuta sonrisa, imperceptible, de esas que se logran y se reprimen cuando la mente trae de golpe los recuerdos. “Hace tanto tiempo...” –dijo, mientras volteó a su vez la cabeza y miró por la ventanilla. Ahora el colectivo había tomado un largo trayecto recto surcado por una alameda. El sol se ocultaba un poco detrás de aquellos álamos y ella, como si jugara con él, abría y cerraba los ojos cuando lo veía.

Desde niña había adquirido la costumbre de disfrutar del sol. Su madre siempre solía llevarla a lugares soleados en donde ella jugaba y compartía momentos con otros niños. Solía tenderse sobre la hierba y quedarse ahí inmóvil, casi tiesa, observando el lento pasar del sol. Tras cerrar los ojos esperaba que ese color verde anaranjado se visualizara y que su rostro le indicara que la tibieza de los rayos ahora era subida de tono y casi quemaba. Disfrutaba siempre de aquellos juegos tan íntimos. El sol siempre había sido un recuerdo viviente de su madre. Él cada vez que posaba su tibieza en el rostro de Lourdes no permitía que ella olvidara a su madre.

En una de las paradas tras bajar ubicó un banco de madera y se dispuso a disfrutar del sol y de los minutos que el chofer indicó que estarían parados. De su mochila volvió a tomar el viejo libro y lo abrió donde indicaba el señalador. Se concentró en la lectura. Inhalaba y exhalaba el aire tibio placenteramente. Tras dejar su mente en blanco la lectura del libro acaparó toda su atención. Se había olvidado de todo cuanto la rodeaba.

Tras dar unas vueltas de página una anotación al margen la sobresaltó. Reconoció inmediatamente la letra de su padre ¡Cuánto tiempo había pasado desde su muerte!, ¡Cómo lo extrañaba! Los años de huérfana de padres que llevaba no eran pocos, sino que sumaban más de la mitad de los años de su vida. En todos aquellos años no pudo nunca evitar evocar el vacío que la presencia de sus padres habían dejado. Su padre en especial, casi de un modo omnipotente, había hecho de su mundo uno fantástico y amado, en el cual ella se sentía plena y feliz. Pero todo aquello había terminado el día del fatídico accidente que terminara con la vida de ambos. Lourdes de algún modo había iniciado un luto silencioso y amargo que la mantenía en una especie de ausencia del disfrute pleno de la vida misma. Aquel sitio dejado por ellos nada lo llenaba. Estaba ahí, intacto, como un enorme precipicio abierto en medio de un bonito bosque. Por más que ella intentara sortearlo no podía, y si lo hacía solía resbalar, y aferrándose con tenacidad y fuerza lograba reflotar y quedar tendida en la superficie de la otra orilla. Rodeara por donde rodeara el bosque siempre terminaba con la punta de sus pies al borde del precipicio.

Después de media hora de estar anclados en aquella estación terminal el chofer tocó un par de bocinazos avisándoles así a todos los pasajeros que el viaje continuaba. Sin embargo, como si una vocecita interna la convenciera, Lourdes decidió no subir al colectivo. Asomada a la ventanilla del chofer le explicó que allí se quedaba, que en todo caso subiría al próximo colectivo, pero que le había gustado el sitio y deseaba permanecer un tiempo más allí. El chofer tras asentir puso en marcha el motor, enfiló el colectivo hacia la ruta y finalmente se perdió en el horizonte. Ella volvió a sentarse en el banco, abrió nuevamente el libro y prosiguió leyendo.


* * *


Supe de la presencia de Marina cuando su mano cálida rozó mis dedos. Su perfume, inconfundible, también había inundado todo el dormitorio. Hacía ya cuatro horas que dormía después de un día agitado. Ella había entrado sigilosamente, y tras haber preparado una rica cena se dispuso a despertarme.

- He, despierta –me dijo al oído.

Entonces sonreí. Aquel modo de despertarme tan suave y sereno me encantaba. A lo lejos se escuchaba apagarse el murmullo de la ciudad, y la noche, ya presente, se había hecho dueña del cielo. Un aire con olor a flores de estación se colaba por la ventana. La habitación estaba en penumbra y de vez en cuando se colaba la luz de mercurio que irradiaba un farol de la calle. Volví a cerrar los ojos y recordé a mi madre en aquellos momentos que solía despertarme de igual modo y avisarme que la cena estaba lista. La ventana era la misma, la luz de mercurio también, la habitación inclusive, pero algo faltaba y jamás volvería a estar presente, y ese algo era ella.

De repente me vinieron unas ganas terribles de abrazar a Marina, la tomé por la cintura, la arrojé sobre la cama y detuve mis labios a menos de un centímetro de los suyos. Podía oler ese olor sensual y característico que emanaba de su boca; era un olor que me estremecía por completo y en algunos momentos despertaba mi libido. Nos miramos por un instante fijamente en medio de la penumbra. Sus ojos irradiaban un brillo como de lucero cuando la luz pasaba por sobre ellos. “Es bella”, dije para mis adentros. Algo estaba pasándome y lo hacía a pasos agigantados. Cada vez que estaba en una situación así con ella el mundo parecía cerrarse tal cual lo hace una planta carnívora que atrapó su presa. Afuera, en el universo exterior a ese mundo tan personal, nada podía alterar las emociones y felicidad que me producía estar cerca de ella.

- ¿En qué piensas? –preguntó ella sin dejar de mirarme fijamente.
- En ti –respondí.

Entonces ella sonrió y con su mano pequeña y tibia acarició mi mejilla derecha. Besó suavemente mis labios y volvió a sonreír. Algo, mágico y extraño, siempre quedaba flotando en el ambiente tras una de sus sonrisas. Ese algo, al ser perceptible, hacía que yo me sintiera el hombre más afortunado del planeta, alguien que si seguía en aquel tren seguramente perdería la cabeza por amor hacia aquella mujer.

(Continuará en un próximo capítulo...)

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Saint-Exupéry (diecinueve)

DIECINUEVE

Un mechón de cabello caía sobre el rostro de Lourdes. Cada vez que se agachaba y hundía el balde en la orilla del río el mechón caía y dejaba ver borrosamente el agua. Entonces lo acomodaba con gracia y feminidad detrás de su oreja para luego proseguir con su labor. Tras llenar el balde caminaba doscientos metros hasta el campamento y ahí ponía a hervir el agua en una gran olla. De ese modo eliminaba toda bacteria e impureza. Finalmente después de un rato de hervor colaba el agua en un colador con agujeros diminutos y estaba lista para ser consumida. Aquello era una acción diaria a realizar cuando los integrantes del grupo ecologista al que ella pertenecía se adentraban en zonas selváticas por un tiempo prolongado. Carentes de todo tipo de comodidades debían echar mano al uso de todo lo aprendido en los cursos de supervivencia y en la experiencia que habían adquirido en tantos años. La selva, por más bonita y exótica que parezca a nuestros ojos, suele convertirse en un enemigo agazapado que tan solo espera un mínimo error para caer ágilmente sobre su presa.

Después de repetir aquella acción unas cuantas veces y de llenar varios bidones de agua se sentó a descansar. Sacó un libro de su mochila y recostada sobre un grueso tronco se dispuso a leer. Unos haces de luz se instalaron sobre su rostro y las páginas abiertas del libro. Los pájaros cantaban en lo alto de la copa de los árboles y un viento con olor dulzón bajaba de las montañas. Por un momento cerró el libro y sus ojos para permitirse escuchar el sonido de la naturaleza. El sonido parecía subir de volumen y afinarse cada vez más a medida que se introducía delicadamente por sus oídos. Al atravesar su mente aquellos sonidos dibujaban imagenes muy variadas. Algunas eran de índole extrañas, otras pertenecían a fragmentos vividos en la selva y en sus excursiones, y otras a recuerdos de su vida íntima. Entre esas imagenes una la sobresaltó. Era la imagen de un viejo recuerdo. Algo vivido hacia unos años y que nunca había vuelto a su mente por algún gesto de su memoria. Al revivir aquel recuerdo esbozó una pequeña sonrisa y acomodó sus omóplatos sobre el tronco “¿Adónde estarás?”, susurró.

Tras abrir los ojos dejó la mirada clavada en la copa de los árboles. Estos se mecían con algo de bravura gracias al viento del norte. Los pájaros parecían cantar con mayor vivacidad y aquel olor dulzón que el aire traía consigo ahora parecía haberse estancado a su alrededor. Prosiguió con la lectura del libro pero no pudo concentrarse demasiado. Al cabo de un rato cerró el libro y se sentó en el tronco adquiriendo una pose de meditación.

- ¿Estás bien, Lourdes? -preguntó su compañera Carmen.
- Sí, lo estoy -respondiendo casi sin mirarla.
- Pareces estar en otro sitio.
- Creo que por un instante me ido, sí. Me ha pasado eso.
- ¿Y se puede saber a dónde te has ido?
- A un viejo lugar que recordé. En otra provincia, en una ciudad que visité hace unos años.
- ¿Un bonito recuerdo?
- No lo sé. Diría que más bien era extraño. Nunca más volví a recordar aquellos días y ahora, al cerrar los ojos, aquel momento se plantó delante mío como si estuviera viendo una escena de una película. Se sentía tan vívido, tan cercano, que hasta me entraron ganas de revivirlo.
- Tal vez haya sido algo importante y profundo -dijo Carmen.
- Tal vez... es que a veces las cosas en el momento que suceden no tienen ese tinte especial que luego, con el paso del tiempo, van adquiriendo. Había alguien en esa escena, un hombre que conocí por esos días y con el cual nos hicimos amigos. Él estaba en el recuerdo y me hablaba. Se sentía tan real. Y de pronto al escuchar su voz recordé sus gestos, su modo de mirarme, sus palabras, y esa manera tan especial de ser conmigo. Éramos dos completos desconocidos por aquellos días, pero luego de un par de encuentros parecía como si nos conociésemos de toda la vida.

Carmen tomó asiento al lado de Lourdes en el tronco.

- Y dime Lourdes, ¿por qué no has vuelto a ver a ese hombre?
- No lo sé. Supongo porque la vida lo quiso así. Tú me entiendes...
- Algo.
- Pues verás, fue una amistad oportuna y fugaz. Nació así, se dio así, y terminó así. No había nada extra. No lo miraba con ojos de mujer, solo lo hacía con ojos de amistad. Además él me doblegaba en edad, y por más que me pareciera un hombre interesante, bueno y culto, no se me cruzaba la cabeza de pensar en él de otra forma más que amigo.
- Bien, bien, pero eso tampoco te ha impedido que vuelvas a saber de él, ¿cierto?
- Sí... cierto... tienes razón, Carmen.

Carmen se levantó y dio un par de palmaditas a Lourdes en su mejilla izquierda. Lourdes sonrío y volvió a clavar su mirada en lo alto de los árboles, como si allí, en medio de la espesura existiese una mínima respuesta a aquellas preguntas que ahora su mente y su interior le estaban murmurando.

Al anochecer, a la hora de la cena, el grupo de ecologistas se reunió en torno al fogón. Las carpas dibujaban difusas siluetas contra la oscura espesura y el fuego además de calentar los cuerpos iluminaba con una luz anaranjada y brillante todo cuanto se cruzaba en su paso. Mientras cenaban Lourdes permaneció en silencio. Viejos recuerdos olvidados, extraños, seguían emergiendo de las profundidades de su memoria. Como si aquel día una diminuta tapa invisible hubiérase abierto y por el agujero ahora se liberaban cosas que ella jamás pensó podían escapar. “¿Por qué ahora?, ¿por qué justo en este momento?, hoy...”, se preguntó.

Carmen sentada frente a Lourdes entre bocado y bocado echaba un vistazo a su compañera. Sabía que algo la mantenía sumida en ese silencio profundo, pues no era habitual ver en aquel estado a una de las chicas más extrovertidas del grupo. Al terminar la cena ella invitó a caminar a su amiga. Lo hicieron por la costa libre del río. El agua parecía negra debajo del brillo lunar. Un murmullo constante era arrastrado a lo largo del río y un manto de humedad neblinoso se posaba lentamente sobre toda la vegetación y la superficie del agua. Lourdes continuaba ensimismada, abstraída casi por completo en sus propias cavilaciones.

- ¿Aún sigues con ello? -preguntó Carmen.
- Sí, es que no puedo dejar de pensar en aquellos días, Carmen.
- Parece que después de todo ha sido algo muy importante en tú vida.
- Créeme que jamás lo pensé así.
- Te diré algo -dijo Carmen al detener su marcha- ¿alguna vez te ha sucedido de encontrarte con alguien que hacía tiempo no habías visto en tú vida?, ¿o ver pasar a alguien que cierta vez formó parte de tú vida?
- Tal vez -dijo Lourdes mirándola fijamente.
- Y si eso te ha pasado ¿no te has preguntado por qué sucede así, de repente? Yo a veces sí lo he hecho. Es como si aquello que sucedió en los días donde la vida hizo que coincidieras con esa persona quedara inconcluso, o en suspenso, para lograr su total completitud en un futuro que podría ser cercano o lejano. A veces pienso, cuando estas cosas suceden, que hay círculos que se abren cuando una persona entra en nuestra vida y no termina cerrándose inmediatamente. Es como que aún falta algo más por aprender para que el círculo termine cerrándose. Es como que la enseñanza y la vivencia que la vida quiere mostrarnos presentándonos a esa persona en nuestra vida aún no termina y queda latente.

Lourdes asintió con un gesto de su cabeza. Luego prosiguieron caminando un rato más por la orilla del río en silencio.


Cinco días después, cuando el último día de la misión ecologista llegó, Lourdes tomó una decisión. Tras echar en su mochila sus cosas personales comprendió que por algo aquellos recuerdos venían a borbotones en su mente. Concentrada, decidió tomar otro rumbo y no asistir a la próxima misión. Habló con Carmen y le explicó lo que pensaba. Su amiga comprendió al dedillo lo que Lourdes sentía y no tuvo la menor objeción para que se ausentara de la próxima misión. Tras dejar el campamento Lourdes fue llevada a una estación terminal de colectivos situada en la base de un pequeño cerro. Por aquel sitio llegaban uno o dos colectivos diarios que suministraban de mercadería a las aldeas vecinas y trasladaban a algún turista o lugareño hacia la gran ciudad.

La estación era pequeña y constaba solo de una oficina y dos paradas para colectivos. Otra construcción, que estaba en frente de la estación, hacía la vez de cafetería, venta de diarios y revistas, y peluquería. “Un punto en el mundo”, pensó Lourdes, y dejó su mochila en el suelo, al lado de un banco de madera. Tras sentarse apoyó su nuca en el respaldo del banco y cerró sus ojos. Otra vez olió el aire dulzón que bajaba desde las montañas. Su corazón se estrujó, amaba aquellas latitudes. “Tal vez algunas plantaciones de bananos o frutales”, se dijo. Apretó los labios y evocó nuevamente los pensamientos que la habían convencido de volver a la ciudad. En ellos, Lourdes se sentía cómoda, increíblemente feliz. Dialogaba con aquel hombre que había conocido y sonreía. Charlaban de los más diversos temas, y él, a pesar de casi doblegarle la edad, le parecía un animalillo totalmente indefenso y vulnerable. Sin embargo de sus palabras emanaba mucha sabiduría, de esa sabiduría que solo aquellos que han vivido una vida de aprendizaje pueden explicar y esbozar. Sintió en lo profundo de su corazón que debía de dilucidar aquel intríngulis que su cabeza le había planteado. Cada vez que aquellos recuerdos afloraban un mar de preguntas venían a su mente, siendo la principal aquella que, a manera casi inflexible, requería como contestación qué y porqué aquel hombre resultaba tan importante.

En la cafetería de enfrente un señor bajo y calvo colgaba un cartel escrito con tiza. En él se podía leer el menú del día: carne asada, papas fritas y de postre flan. Tras colgarlo se adentró nuevamente en el local y dio vueltas otro cartel que indicaba que ahora el negocio estaba “abierto”. Lourdes sonrió. Encontró simpática aquella acción del hombre. Después de esperar más de media hora un colectivo aparcó en la parada. En su interior venían unos pocos lugareños cargados de cajas y bolsas de mercadería. El conductor, un tipo fornido y de gruesas cejas, tras bajar descargó unas cuantas cajas que llevó a la cafetería.

- En veinte minutos salimos, niña -dijo a Lourdes.

Ella asintió con una sonrisa. Tomó el boleto y contempló el destino que indicaba el mismo. “Otra vez a la ciudad”, se dijo, y tras tomar una bocanada de aire miró al cielo.

(Continuará en un próximo capítulo...)

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