Saint-Exupéry (veintitrés)




VEINTITRÉS


Nuevamente anochecía a orilla del río. Lourdes aún continuaba ensimismada y rodeada de pensamientos que le proferían un profundo debate. En aquel anochecer la vieja hostería recibía las últimas luces del sol. Reptaban minuciosa y delicadamente por sobre su fachada, ingresando dentro de las viejas habitaciones –que seguramente en antaño habrían sido exquisitas estancias de disfrute-, dándole a la construcción una imagen de reposo cálido y tranquilo. Mientras la mirada de Lourdes quedaba atrapada por esa visión, el muchacho la esperaba sentado dentro de la camioneta, jugando con las llaves del vehículo y contemplando cómo la luz solar terminaba ahogada en las fauces del río.

Aquella construcción en sus años de resplandeciente juventud seguramente había albergado grandes historias. Tal vez muchas historias de amor, muchos encuentros, y desencuentros también. Ella imaginó por un instante sobre aquellos días que su padre pasó en la hostería «¿Por qué no me dijiste nunca nada, papá?» Así, los pensamientos y las preguntas sin respuestas se volatilizaban en el aire y se mezclaban con los olores y las imágenes del lugar. «No, no lloraré» -se dijo-, y conteniendo las lágrimas en el borde de sus lagrimales apretujó los labios en una mezcla de dolor espiritual y rabia.

El muchacho hizo sonar la bocina de la camioneta, y tras aquel sonido que rompió dramáticamente el silencio del lugar, hizo un gesto de partida. Lourdes asintió. Levantó su mano en ademán de solicitarle solo un minuto más, una pequeña fracción de tiempo para poder despedirse de aquel sitio. Rápidamente las luces del cielo terminaron perdiéndose en la oscuridad y las primeras estrellas se asomaron detrás de los sauces y álamos que bordeaban la costa del río. El muchacho encendió los faros de la camioneta y encendió el motor. El ruido se propagó como un sonido que rompía con la soledad y la tranquilidad del lugar. Finalmente Lourdes caminó hacia la camioneta, abrió la puerta y se sentó en el asiento del acompañante. Él la miró por un instante y entendió que ella aún estaba muy perturbada por lo sucedido. En lo que duró el viaje de regreso al pueblo ninguno de los dos habló ni una palabra. Solo se escuchaba el ronronear del motor y el silbido del viento colarse por las hendijas de las puertas. Lourdes parecía abatida, con una desolación inaudita. Jamás había imaginado que su padre, aquel hombre que era considerado por ella como un héroe, pudiera tener una doble vida, o al menos un affaire con otra mujer ¿Por qué engañar a su madre?, ¿acaso era una mala mujer?, ¡No!, ¡en absoluto! Y sin embargo algo de aquello había sucedido. Sin saber lo que había acontecido ella sintió que aquella falta de su padre lo manchaba para siempre en su inmaculada imagen espiritual. Fue destronado en el acto y el lugar que ocupaba dentro de su corazón ahora estaba cuestionado y cargado de acusaciones de las cuales seguramente no podría defenderse. A medio camino Lourdes miró por la ventanilla y contempló las luces del pueblo a lo lejos. Se preguntó si una noche como aquella su padre también habría viajado por aquella ruta y observado aquellas luces ¿Quién era la mujer de la fotografía? Una gran incógnita para ella, que horadaba en su interior y hacía arder el fuego de su desazón.

Al llegar al pueblo el muchacho se detuvo en la entrada principal, justo debajo del arco de cemento del cual colgaba un cartel con el nombre de la localidad.

- ¿Qué deseas hacer? –preguntó él.
- No lo sé. Aquí no tengo a nadie y me queda poco dinero. Pasaré la noche en algún hotel o hostería y mañana al levantarme decidiré qué hacer.
- ¿Quieres quedarte en mi casa?
- Preferiría que no, gracias.

En pueblos como aquel, las personas temprano dejaban de deambular por las calles y los comercios cerraban apenas los rayos de sol dejaban de calentar. La vida era austera y bastante monótona. Sin embargo era una vida clásica y tranquila para pueblos así, cuyos habitantes la adoptaban sin ningún tipo de contradicción.

Tras estacionar la camioneta caminaron un par de cuadras hasta el hotel. Al llegar tocaron la puerta y una mujer gorda, con un gran rodete sobre su cabeza, les abrió.

- Hola Enrique –dijo la mujer- ¿Qué desean?

El muchacho saludó con una sonrisa a la mujer y quedó mirando a Lourdes.

- ¿Enrique te llamas? –preguntó Lourdes.
- Sí, Enrique es mi nombre. No me has dado tiempo a que te lo diga.
- Sí, es curioso. Hemos estado casi un día juntos y no te he preguntado tú nombre –dijo ella.

Mientras ambos se miraban y mantenían la charla la mujer gorda los observaba de manera perpleja. No entendía de qué hablaban pero sospechó que seguramente cierta atracción entre ellos estaba presente.

- Pasen chicos, hace frío ya.

Lourdes pidió habitación por una noche. Tras llenar un formulario colocando sus datos pagó y cargó al hombro su mochila.

- Gracias, Enrique.
- ¿Seguro que estarás bien?
- Seguro.

El muchacho tomó las llaves de la camioneta, se despidió de la mujer gorda y tras darle un beso en la mejilla a Lourdes partió.

- ¿De dónde eres? –preguntó la mujer gorda.
- De Córdoba, dijo Lourdes.
- ¿Capital?
- Sí.
- ¿Y qué haces por acá?
- Solo de paso. Es que he venido viajando y he decidido quedarme aquí por un día. Deseaba conocer el pueblo. Ya sabe, simple curiosidad…
- No tienes cara de que hayas descubierto algo bonito en nuestro pueblo. Es una lástima… -dijo la mujer.
- Pues… sucedió algo que me ha afectado mucho. Algo relacionado con mi pasado.
- ¿Quieres contarme?

Lourdes titubeó por un instante y se mordió el labio inferior de manera sutil ¿Por qué debería contarle a una desconocida lo que había sucedido?, ¿acaso ella se metería en su pellejo sintiendo lo que le pasaba por dentro?, no, seguramente no, pero interiormente sentía la necesidad del desahogo, de quitarse el pesado lastre que la mantenía hundida en aquel sentir gris y frío en el que se había sumergido tempranamente.

- Es algo relacionado con mi padre. He ido a la vieja hostería, la que está a la orilla del río, y en una de las habitaciones he visto una fotografía en donde aparece mi padre junto a una mujer y una niña.
- Ahhh, la vieja hostería. Sí. Fue abandonada hace muchos años. Luego vendida y vuelta a abandonar, hasta que la municipalidad la compró y la dejó abandona una vez más. Suelen ir las parejas jóvenes a profundizar sus amoríos. También los cazadores de palomas, dicen que en su interior hay muchas palomas. También he entrado alguna que otra vez cuando era más joven y sé a qué fotografías te refieres. Nadie las ha tocado, ¿has visto?, es como si fuera un pequeño santuario con los recuerdos de las personas que pasaron por allí alguna vez. Los dueños de la hostería eran un matrimonio de ancianos, el señor Cruiff y su esposa, Anastasia, sin hijos, que tras venderla se marcharon a Santa Fe. Nunca más supimos de ellos. Al irse solo se llevaron lo puesto y una valija. Se subieron al automóvil y jamás regresaron. Quedó todo como estaba. La empresa que luego compró la hostería empezó a demoler una parte y cuando el municipio le puso trabas dejaron todo como estaba, retiraron la maquinaria y partieron. Desde entonces, niña, aquella construcción es el claro ejemplo de la burocracia y el olvido.
- ¿Quiénes eran las personas de las fotografías?, ¿usted las reconoce? –preguntó Lourdes.
- A algunas sí. No a todas.
- Si viera la fotografía, ¿me diría sí reconoce a alguien en ella?
- Claro –dijo la mujer gorda- ¿eso te ayudaría en algo?
- Sí, claro, ¡por supuesto!
- Pues entonces si lo deseas mañana por la mañana iremos a la hostería, me muestras a qué fotografías te refieres y veo si recuerdo quien es.
- ¡Magnífico! –exclamó Lourdes.

Ya en su habitación y rodeada de la soledad de la noche Lourdes se tapó con una manta y quedó así, en posición fetal, contemplando la luz del velador. Solo se oía el constante silbar del viento y el ruido de las hojas de los árboles moverse gracias a él. Sentía una sensación extraña, como si delante de ella, en el camino de su vida, una puerta apareciera de repente y la invitara a pasar, a conocer cosas inimaginadas que sucedieron hace mucho tiempo, en aquel tiempo en que ella había vivido y construido una imagen de su vida que no era tal como lo pensaba. Sumida en aquellas cavilaciones subió la manta hasta tapar sus orejas. Solo sus ojos quedaron al descubierto para seguir observando los objetos de la habitación que poco a poco fueron difuminándose. Finalmente, tras un largo rato, se durmió.


Al alba los gallos del vecindario comenzaron a cantar. Aquel sonido campestre la despertó de golpe causándole un susto. Todo su cuerpo se puso tenso, recordó de golpe todo lo sucedido el día anterior. Pensó si la mujer gorda ya estaría despierta. Tal vez sí, se dijo. Había dormido vestida durante toda la noche. La cama estaba casi intacta y la habitación fría. Abrió la mochila y sacó el libro que venía leyendo. Acarició su tapa y frunció sus labios. Aquella sensación que se producía en ella al tocar el libro era única. El libro había sido un regalo de su padre. Lo leía cada vez que en su vida sentía necesidad de estar en contacto con él y su recuerdo. Recordó en ese instante el momento en que su padre se lo había regalado. Ella era pequeña y habían ido a jugar en la hamaca de la plaza de juegos del barrio donde vivían. Era primavera, día soleado, brisa estival, sol pleno. Mientras ella se hamacaba su padre la observaba desde un banco a pocos metros. La sonrisa de él parecía inmaculada, con destellos en sus dientes que eran propinados por los rayos del sol. Cada vez que la hamaca iba hacia delante ella observaba la sonrisa de su padre, luego el cielo celeste, el vacío, y la nada. Al volver, su estómago se estremecía, y asía con fuerza las cadena de la hamaca; sin embargo, si caía, por más que se lastimase, su padre estaría allí. Él era su héroe. Él la socorrería, quitaría las impurezas y suciedad de las heridas, limpiaría la sangre, le haría una nana, y la acunaría entre sus fuertes brazos cantándole una canción que la abstraería del mundo de los vivos, del dolor, y la depositaría en el mundo de los sueños. Después de un rato de hamacarse, ya cansada, bajó y corrió a los brazos de su padre. Lourdes se sentía feliz. Aquel recuerdo había quedado impregnado en su memoria como un recuerdo feliz. Podía aún sentir la tibieza del sol sobre sus mejillas, la sensación en el estómago al hamacarse y ver la sonrisa de su padre resaltar entre todas las cosas. Jamás olvidaría aquel momento. Tras correr a los brazos de él, ambos se abrazaron y quedaron así por un corto rato. Él le acariciaba sus cabellos mientras ella mantenía los ojos cerrados y se rendía ante aquella ternura. La sensación de suavidad le recorría todo el cuerpecito. Su padre era el rey sol en el sistema solar donde ella vivía y deseaba estar. Al cabo de un instante su padre le habló:

- Quiero darte algo, hija. Es un regalo.
- ¿Para mí, papá?, ¿un regalo para mí?
- Sí, para ti.

Él sacó de su portafolios un regalo envuelto en un papel brillante con dibujo de ositos de peluche y un moño rosa enorme. Lo puso en las manos de ella y le besó la frente. La niña observó el regalo por un instante y pasó la palma de su pequeña mano por sobre el papel. Tocó el moño, sus curvas, palpó la textura del mismo.

- Gracias papá.
- ¿No lo abrirás? –preguntó él.
- Sí. Lo abriré. Pero, ¿me dirías tú qué es?
- No, pues dejaría de ser un regalo, Lourdes.

Aquellas palabras tenían razón. La esencia del regalo se perdería, la magia del mismo acto se perdería, por ello Lourdes no insistió. Tras terminar de palpar la cubierta del regalo y su moño comenzó a quitar uno a uno los diminutos trozos de cinta adhesiva que sujetaban el papel. Así lo hizo hasta que el último zafó y el papel cayó al suelo junto al moño. Ahora en sus manos había un libro, que no era nuevo, sino usado, con la puntas de sus hojas ajadas, su tapa un tanto descolorida y en ella, en medio de la tapa, el dibujo de un príncipe con capa roja montado sobre un asteroide.

- Es un libro viejo, Papá –comentó Lourdes un tanto desmotivada y sin magia.
- Sí, lo sé, hija. Ese libro lo tuve yo cuando era niño. Me lo dio tú abuelo. Fue un regalo que me hizo él cuando yo tenía tú misma edad. Y ahora yo te lo regalo a ti. Es tuyo. Quiero que lo leas y que te maravilles con su historia ¿Has escuchado hablar de este libro?, del ¿“Principito”?

Lourdes negó lentamente con su cabeza mientras seguía observando el dibujo de la tapa del libro.

- Entonces verás que es un libro mágico y que las enseñanzas que hay dentro de él te servirán siempre en la vida, hija.

Su padre la estrujó entre sus brazos fuertemente mientras ella sostenía en una mano el libro casi a punto de caérsele al suelo. Mientras él la oprimía ella aún sentía la desazón de no tener un libro nuevo. Era un libro viejo, ya usado, sin la magia que tienen los libros nuevos. Sintió a su vez que su padre al no regalarle un libro nuevo no la quería tanto como ella pensaba y eso la angustió; sin embargo no lloró ni dejó que su sonrisa se borrara de sus labios.

Esa tarde al regresar a su casa Lourdes guardó el libro dentro de su armario y lo cerró con dos vueltas de llave. Luego, cerca de los quince años de edad, cuando su padre ya había fallecido, mientras limpiaba y organizaba aquel armario se había vuelto a encontrar con el libro. Lo leyó entonces por primera vez y tras llegar a su fin pudo suspirar y decirse a sí misma cuanto debía de agradecerle por aquel libro a su padre; pero eso no iba a poder ser posible. Aquella sensación de cosa no acabada la persiguió siempre. Cada vez que recordaba el libro o lo sostenía en sus manos recordaba aquel día en la plaza de juegos y la sonrisa de su padre anhelando que en su lectura encontrara tal vez muchos de los mensajes que él mismo no sabría darle o no llegaría a darle nunca.


Fueron tres los golpes que sonaron en la puerta. Diminutos, casi inaudibles, pero tres golpes al fin. Lourdes abrió la puerta y frente a ella estaba la mujer gorda, con su rodete en medio de la cabeza y su cara hinchada aún por el sueño nocturno.

- ¿Estás lista? –preguntó la mujer.
- Lo estoy –respondió Lourdes esbozando por primera vez una leve sonrisa después de tanto tiempo.

(Continuará en un próximo capítulo...)

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Saint-Exupéry (veintidos)



VEINTIDOS


Subido a una silla de madera logré rescatar de entre varios bultos una mochila, un bolso de viaje pequeño que poseía rueditas y una valija. Todo estaba en la parte superior del placar en la habitación que había sido de mi madre. Ni bien tuve los accesorios comenzamos a guardar nuestras pertenencias con Marina y nos preparamos para iniciar un viaje, el cual tendría un inicio pero no sabíamos cuando llegaría su fin. En la redacción del multimedios pedimos vacaciones por adelanto y dejamos dicho que si nos demorábamos seguiríamos de vacaciones unos días más sin goce de sueldo. No hubo problemas con ello. A Marina le debían vacaciones atrasadas, y a mí, siendo su pareja, no me presentaron ningún tipo de objeción ante el pedido, después de todo no saldría dinero de sus bolsillos para pagarme el sueldo si entraba en infracción.

Nos dirigíamos al norte del país, al pueblo donde mis padres se conocieron y donde sucedió aquello del libro. Habíamos buscado en internet información referente a la localización del pueblo, a las rutas de acceso, y sobre las iglesias del lugar. Marina se había tomado el trabajo de imprimir toda aquella información y luego organizarla y clasificarla en una carpeta. Ella se había tomado en serio aquello de ayudarme a encontrar el libro. Tal vez yo no estaba con tanta fuerza como ella para lograr el objetivo. Sin embargo, ella no me dejaba titubear. Los días previos al viaje en cada momento libre nos buscábamos en la redacción y nos concentrábamos ambos en recopilar la información necesaria para enfocarnos rápidamente en la búsqueda del libro. Si ella veía que yo me dispersaba en el acto me volvía en sí dándome alguna tarea, tal como buscar localidades en un mapa, ver cuales estaciones de servicio teníamos cerca y en dónde podríamos parar para pasar las noches. Fue una ardua tarea pero finalmente arrojó buenos frutos.

Una vez llenos el bolso de viaje y la valija metí dentro de la mochila la carpeta con toda la información, una linterna, el teléfono celular, un par de libros (novelas negras) y unos cuantos discos compactos con música que nos gustaba a ambos. Iniciamos el viaje un día viernes por la tarde tras salir del multimedios. Al principio, durante los primeros kilómetros recorridos, sentí la misma sensación que cuando salía de vacaciones y me dirigía a la costa argentina o bien a las cálidas playas brasileras. Sin embargo, ese no era un viaje de vacaciones, no; más bien era un viaje hacia el pasado, el cual de algún modo me permitiría conectarme con el comienzo de la historia de mis padres. Por más que me pareciera algo simple y sin complicaciones podía percibir que dentro de mi interior se generaba una especie de remolino que terminaba, tras un tiempo de sentirlo, con un dolor de estómago y mis nervios anudados.

- ¿En qué piensas? –preguntó Marina mientras me miraba de soslayo.
- En esto. En el viaje. En nosotros. En el pasado que deseamos desenterrar.
- ¿Y te sientes bien con ello?
- Supongo –respondí a secas- aunque la verdad que tengo anudados los nervios y me duele el estómago.

La ruta era por demás recta. Aburrida, lánguida, sin nada que causara una distracción para la vista. Marina al poco tiempo de partir comenzó a cabecear y a dormitar, hasta que finalmente cedió y se durmió profundamente. Coloqué un disco compacto de U2 en el aparato reproductor y ubiqué el volumen bien bajo. En los días previos al viaje había realizado una compilación con temas de U2 que me gustaban. Ese mismo disco era el que en ese momento me abstraía por completo del paisaje tan desolador y del viaje tan monótono.

Mientras la música salía de los parlantes me sumí en pensamientos. La delgada línea blanca de la ruta parecía sumergirme aún más en ellos cada vez que fijaba mi vista. Recordé de pronto a la chica de los piercings y me pregunté qué sería de su vida. Hacía mucho tiempo que mi mente no se preguntaba por ella. Seguramente mi memoria había escondido su recuerdo y no deseaba traerlo al presente dado que yo estaba disfrutando de una felicidad plena junto a Marina. También pensé en Lourdes y en los días del hostel “Roma”. Me sentía extraño ante aquellos pensamientos. En realidad sentía que era un espectador sentado en la butaca de un cine viendo a sus recuerdos pasados como si fuesen parte de una película muda, llena de imperfecciones y descolorida. Sentí nostalgia por ello. Y, tras volver a la realidad, miré mis manos sobre el volante y suspiré hondo. La vida de algún modo seguía y en su andar había elegido para esas mujeres y para mí caminos distintos. Tampoco quise pensar en el porqué de aquellas bifurcaciones, como así tampoco lo hice en el momento que la vida misma me había unido a ellas. Recordé el tatuaje del Principito que Lourdes llevaba en su brazo y el momento en que lo visualicé dentro de aquel colectivo en el que ambos viajábamos y éramos unos completos desconocidos. Ese pensamiento lo sentí con demasiada fuerza. Aún hoy, al rememorarlo, pienso cuán importante debió haber sido para mí aquel día esa visión. Seguramente mucho, y más con todo lo que aconteció después.


Hicimos casi doscientos kilómetros de un tirón y decidí parar a pasar la noche en un hotel. Justamente, y tras revisar el mapa, estábamos cerca de un pequeño pueblo a la salida de la provincia de Santa Fe. El anochecer se había hecho dueño del cielo y los faros del automóvil que conducía se perdían en la lejanía como si más allá, justo donde estaba el horizonte, no existiera más nada, tal vez el fin del mundo. El pueblo era no mayor a diez manzanas. Poseía una estación de combustible (incluido GNC), una iglesia, una terminal de colectivos y una escuela. A la hora que ingresamos en él no se veía casi nadie en sus calles. Solo un par de automóviles recorriéndolo y unas pocas personas caminando por sus veredas. El hotel estaba a la salida del pueblo, por ende lo atravesamos por completo para llegar a él. Marina seguía dormida. No había despertado ni con las luces de mercurio que bañaban su rostro por completo. Cimbroneé su hombro y despertó asustada.

- ¿Qué?, ¿qué pasa?
- Nada. Despierta, ya hemos llegado a un hotel. Pasaremos la noche aquí y mañana, al alba, seguiremos viaje.

Nos tocó una habitación pequeña, con una cama matrimonial de dimensiones reducidas, un televisor y un diminuto cuarto de baño. Marina fue la primera en ducharse. Estuvo bajo el agua caliente casi una hora completa. Yo me había tendido en la cama y mataba el tiempo pasando canales en el televisor. Por la ventana de la habitación se podía observar cómo un fuerte ventarrón azotaba los álamos que demarcaban la entrada al hotel. Me había parecido que aquel hotel estaba vacío, pues esa sensación la terminó de confirmar mi memoria cuando recordó que no había visto ningún automóvil en las cocheras, ni luces encendidas en las demás habitaciones. Mientras escuchaba caer el agua de la ducha lentamente comencé a dormitar. Mis nervios se habían relajado y mi cuerpo pedía un descanso a costa de todo. El control remoto cayó al lado de mi cuerpo y me dejé llevar por el sueño.

Supongo que dormí una media hora hasta que Marina se metió bajo las sábanas y con aquel movimiento logró despertarme. Se acurrucó a mi lado y besó mi mejilla. Yo aún estaba bajo los efectos del sueño, pero aún así su gesto me pareció cálido en aquel momento. Con dificultad y mucho desgano me dirigí al baño a ducharme. Ella quedó en la cama, en silencio, casi dormida. Al abrir la ducha un chorro de agua caliente dio de lleno en mi pecho y terminó por despertarme. Apoyando mis manos sobre los cerámicos de la pared dejé que el agua cayera directamente sobre mi nuca y luego se esparciera por el resto de mi cuerpo. Así me mantuve largo rato, con la mente en blanco, solo sintiendo el calor que desprendía el agua recorriéndome cada milímetro del cuerpo. Me jaboné a conciencia, lavé mi cabeza, y al quererme afeitarme caí en la cuenta que no había comprado una máquina descartable para rasurarme. Finalmente, después de casi una hora –el mismo tiempo que Marina había usado para su ducha-, salí del baño envuelto en un toallón. Me recosté lentamente en la cama y me tapé hasta las orejas. No quería hacer el menor ruido para que ella no despertara. Afuera, una luna enorme, blanca, con ribetes grises, se alzaba sigilosa en el cielo. Su luz se complementaba con las luces de mercurio de la ruta y se colaba por la ventana de la habitación. Parecía una noche magnífica, silenciosa, cargada de paz por donde se la mirase. Atiné a cerrar los ojos y conciliar el sueño, pero no pude. Cualquier cosa me distraía: el ulular del viento, el mecerse de los álamos de la entrada y las sombras que estos proyectaban dentro de la habitación, el sonido de mi propia respiración. En esos minutos en los que el sueño brillaba por su ausencia me pregunté qué me había llevado a estar allí en ese preciso momento de mi vida. Era una pregunta un tanto general, casi sin una respuesta certera que pudiera sofocarla y callarla dentro de mi interior. Sin embargo, era una respuesta bastante interesante la que debía dar para responderla. Intenté quitarla de mis pensamientos y evadirme de ella, pero sentía que era hacerme trampa a mí mismo. Pensé entonces en buscarle un sentido a aquello que me estaba preguntando, un porqué que estuviera arraigado dentro de mi interior y sirviera como fundamento suficiente para contestar la pregunta y dejar tranquila mi conciencia. Subí la frazada hasta tapar mi nariz y sentía cómo mi respiración calentaba la sábana. También podía escuchar la suave respiración de Marina mientras dormía. El silencio que envolvía la habitación parecía estar expectante a la respuesta que mi interior elucubraba. Por fin, algo inició el proceso de responder. Y fue Marina, a quien yo creía dormida y rendida a los brazos de Morfeo, la que se encargó de tenderme una mano y ayudarme a encontrar esa respuesta.

- ¿No puedes dormirte? –preguntó ella.
- ¡¿Estabas despierta?! –exclamé con sorpresa.
- Sí. No puedo dormirme. Difícilmente logre conciliar un sueño profundo en un lugar que resulta extraño y ajeno a mis costumbres. Principalmente la cama, algo que es sagrado para mí, es lo que encuentro más extraño.
- Sí. Es algo que le pasa a todo el mundo. Pero bueno, debemos dormir. Vamos, dale, intentemoslo.
- No se trata de intentarlo, se trata de lograr atraer el sueño y decirle a nuestro cuerpo y nuestra mente que nos rendimos ante él.
- Lo sé –dije convencido por su respuesta-, pero al menos si lo intentamos llamar podremos caer rendidos ante él.


Marina calló por un instante. Luego se dio vuelta y quedó observando el techo. Finalmente volvió a voltearse y apoyando sus senos en mi torso besó suavemente mi cuello.

- Dime, ¿qué es lo que no te deja dormir? –preguntó casi en susurros.
- Mis pensamientos –respondí.
- ¿Y qué pensamientos son esos?
- Me he estado preguntando el porqué de este viaje y cual es el fin de ahondar en el pasado. Porqué estoy aquí, ahora, en este preciso momento de mi vida.

Noté que hablaba sin entonación. Aquello que debía de ser una pregunta parecía no serlo y se asemejaba a un lenguaje casi carente de simbología.

- ¿Crees que el pasado es importante, Marina?
- Pienso que sí. Supongo que lo es para todos. Sin pasado difícilmente eres alguien.
- ¿Sabes que yo no pienso lo mismo? Me he preguntado muchas veces porqué desentrañamos las cosas que el pasado tapa con el polvo del tiempo y no encuentro mucho sentido a las respuestas que me doy. Si ese polvo invisible tapa las cosas en nuestra memoria por algo ha de ser –dije.
- Supongo que no estás convencido de lo que estamos haciendo aquí, del viaje, de la finalidad de toda esta travesía.
- No lo sé. Siento la sensación que cuando movilizamos el pasado es como mover una de esas bolas de nieve que son adornos. Al hacerlo el papel brillante que simula la nieve comienza a movilizarse y de repente todo el líquido se mezcla con él dibujando una escena nueva en su interior… Tengo miedo que el pasado no sea algo esperado y feliz, una escena inesperada, ¿entiendes? Tengo miedo a que me sorprenda con cosas que no debería saber o haber desenterrado.
- Aún estamos a tiempo para volver –dijo ella mientras volvía a besar suavemente mi cuello. Si quieres mañana por la mañana nos regresamos y listo, hacemos de cuenta que esto no pasó y nuestra vida vuelve a su cauce, ¿qué dices?

Quedamos en silencio. Ahora la luz de la luna y de los faroles de mercurio reptaban por sobre la frazada y se detenían justo delante de nuestro cuello. Sentí que la respiración de Marina cesaba. Su cuerpo tibio se había acoplado al mío y podía sentir cómo mi deseo sexual quería despertar. Pero lo controlé y me quedé mirando aquella inmensa luna mientras la madrugada comenzaba.

- Creo que seguiré –dije en respuesta a la pregunta de Marina. Si no sigo siento que le habré fallado a mi madre y no quiero sentir eso el resto de mi vida. Ella me lo pidió de un modo tan dulce y con tanta expectativa. No romperé mi promesa.

Marina no respondió. Estaba ya dormida.

Al amanecer despertamos y tras acomodar la valija nos subimos al automóvil y partimos. La luna lentamente se extinguía en el cielo y un sol bermellón se hacía dueño del día. Sin volverme a preguntar si estaba en lo cierto aceleré el automóvil y me concentré en el camino que debíamos de seguir. Marina apoyó dulcemente su cabeza en mi hombro y pude sentir la sensación que había entendido, en silencio, mi respuesta.


(Continuará en un próximo capítulo...)

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Saint-Exupéry (veintiuno)



VEINTIUNO

Mientras Lourdes continuaba la lectura del libro el sol de la siesta se hacía cada vez más intenso. Las calles de aquel pueblo en donde había decidido bajar se habían puesto solitarias y todo el mundo parecía dormir la siesta. Pensó que tal vez el río estaría cerca y decidió caminar y ver si se encontraba con él. Recordaba que de niña sus padres, en sus vacaciones, pasaban por aquel sitio y solían parar a la vera del río a tomar mates o a comer algo. Esos recuerdos enfrascados dentro de su memoria la movilizaban por completo. Comenzó a caminar por una avenida que tenía la apariencia de ser la principal del pueblo. Con su mochila en la espalda, el libro en su mano derecha y unos anteojos de sol caminó lentamente hasta el final de la avenida. Allí, justo en el momento que el pueblo quedaba detrás de ella, una vieja camioneta Ford F-100 se detuvo a pocos metros.

- Hola –dijo un muchacho joven casi de su misma edad- ¿estás perdida?
- No, gracias –respondió Lourdes- solo estoy caminando en busca del río.
- Ahh, sí, sí –dijo él- es por allá –indicó con la mano derecha extendida haciendo señas hacia el sur-. ¿No eres de por acá, cierto?
- No, no lo soy -dijo ella.
- ¿Quieres que te lleve hasta el río?
- Preferiría caminar, está linda la tarde para caminar.
- Bueno, como quieras –respondió el muchacho y consecuentemente aceleró la camioneta y se perdió ruta arriba.

Caminando por la banquina Lourdes avanzó unos dos kilómetros hasta encontrar un cartel que señalizaba el río. Siguió la indicación y tras caminar otros trescientos metros comenzó a escuchar el murmullo del agua corriendo y supo que estaba cerca. Finalmente llegó a la vera del río. Se agachó, puso sus manos en forma de cuenco y se mojó el rostro. Disfrutó del placer del agua fresca recorriendo por su piel. Se sentó luego a descansar y prosiguió con la lectura.

De niña su padre le había inculcado el hábito de leer. “Nunca dejes de leer hija, los libros te abren mundos que jamás podrías ver, ni conocerías, sin ellos”, solía decirle. Aquellos consejos, tan dulcemente inculcados por su padre habían tenido una profunda acogida en ella, a tal punto que siempre un libro iba en su mochila adonde ella estuviese. Leyó un par de páginas más y de repente comenzó a llorar. Aquel libro no era un libro como otros que había leído. No. Era especial. Había sido regalado en su niñez por su padre. Era el vivo recuerdo de aquel hombre que tanto había marcado su vida en muchas facetas y siempre que leía sus páginas era imposible que las lágrimas no sobrevinieran. Se enjugó las lágrimas con un pañuelo diminuto y bordado y acarició con dulzura la tapa del libro. “Papá…”, dijo suavemente. Curiosamente tocó el rostro del personaje que ilustraba la tapa del libro, un niño de pelo dorado y bufanda al viento, montado sobre un asteroide en medio del universo.

Al cabo de un rato se escuchó el motor de un automóvil que prontamente se detuvo. Para sorpresa de Lourdes el joven de la camioneta caminaba hacia ella. En sus manos traía una bolsa de supermercado de la cual se dejaba ver el pico de una botella de gaseosa.

- Disculpa el atrevimiento –dijo el muchacho- pensé que tendrías hambre y sed. Yo tampoco he comido nada, así que pensé que tal vez te encontraría por aquí y podríamos almorzar juntos, un poco tarde pero almuerzo al fin… ¿qué dices?

- Que me encanta –terminó diciendo ella.

Comenzaron a comer y beber. Mientras lo hacían cruzaban algunas preguntas y respuestas, también miradas y sonrisas.

- ¿Qué te trajo a este pueblo? –preguntó el muchacho a Lourdes.
- Aún no lo sé. A veces no suelo pensar demasiado las cosas. Estaba en sentada en un colectivo con destino a otro sitio, de repente paramos aquí a descansar un rato, bajé, me senté a leer un poco y cuando hubo que subir, algo dentro de mí dijo que no, que mejor me quedara aquí. Y así lo hice.
- ¿Así como así? –preguntó un tanto incrédulo el muchacho.
- Sí, así como así. Ya te dije, no suelo pensar demasiado en las cosas; digamos que funciono bastante con la intuición.

Lourdes terminó de comer un sándwich y bebió pequeños sorbos de gaseosa mientas contemplaba el correr del agua del río.

- ¿Qué es eso que se ve allá? –pregunto ella señalando al otro lado del río.
- Era una vieja hostería. Antes, cuando el pueblo era mucho más chico que ahora, allí solían recibir a turistas que deseaban parar aquí a descansar o conocer los alrededores. Pero con el pasar del tiempo la ciudad se agrandó y demandó instalaciones edilicias para el turismo que fueran más modernas y confortables, entonces la vieja hostería quedó rezagada y poco a poco comenzó a desmoronarse económicamente. Finalmente su dueño, un tal Cruiff, la terminó vendiendo a una empresa holandesa que jamás inició su remodelación ni su explotación dado que descubrieron que sus cimientos distaban a pocos metros de un afluente subterráneo del río y era muy probable su desmoronamiento. Así que quedó olvidada y abandonada. Mediante un pago insignificante la empresa holandesa vendió la tierra a la municipalidad y ésta última la dejó así, en el olvido.
- Una verdadera lástima –repuso Lourdes.
- Sí, una lástima, pues tiene una bonita arquitectura y era bastante amplia y a los lugareños nos representaba trabajo y movimiento económico. Yo la recuerdo de cuando era niño y solíamos venir a pescar al río. Al anochecer se prendían en su fachada unos bonitos faroles color anaranjado que se reflejaban en el agua y le daban un realce imponente. Pero bueno, como todo, un día las cosas cambian y de repente ya nada es lo que era.
- Sí, así es –dijo ella mientras dejaba su mirada anclada en las ruinas de la hostería y su mente sobrevolando viejos recuerdos.
- A propósito –dijo el muchacho- aún no me has dicho tú nombre ¿Tienes nombre, cierto? –rió.
- Sí, claro. Me llamo Lourdes.
- Lourdes, un bonito nombre. Como la Virgen.
- Así es, como la Virgen.
- ¿Sabes? Si tuviera una hija algún día la llamaría así, Lourdes.
- ¿Y eso?
- Nada en especial, solo me nació contártelo. Es algo que pienso a menudo, y aunque no tengo hijos, pero sí sueños de algún día tener una familia, ese nombre para una hija mujer me gustó siempre.
- Seguramente se lo pondrás a una hija tuya –comentó Lourdes sonriéndole con una bonita sonrisa y aseverándolo.


Tras terminar la comida ambos caminaron por la orilla del río. La tarde caía lentamente y el cielo se cargaba de pincelazos anaranjados, rojizos y ocres. Una vez que estuvieron en frente de las ruinas de la hostería Lourdes se detuvo y contempló la construcción que tenía en frente, justo río de por medio. Había algo en la construcción que le causaba melancolía. No podía saber qué era, ni porqué le sucedía aquello, pero ese sentimiento justo en aquel momento lo sintió a flor de piel.

- ¿Pasa algo? –preguntó el muchacho.
- No, bah, una pavada. No sé. Solo que al estar viendo esa construcción de repente me ha entrado una especie de ahogo y una sensación de melancolía. Mi padre cuando era niña supo venir a este pueblo. Íbamos de vacaciones a la costa o al norte y siempre pasábamos por aquí y nos deteníamos a orilla del río a tomar mates o a comer algo para luego proseguir la marcha. Me ha hecho bien pasar un tiempo aquí. Y lo más curioso es que no recuerdo esa hostería. No está en mi mente. Tal vez sea porque parábamos en otro lugar del río, no lo sé, fue hace mucho tiempo ya, yo era una niña.
- ¿Quieres ir allá?
- ¿Adónde? –dijo Lourdes con sorpresa.
- A las ruinas ¿Quieres conocer la hostería por dentro? Podemos ir si quieres.
- ¿Seguro?, ¿pero no es peligroso?, ¿no es que hay posibilidades de derrumbe y esas cosas?
- Fue apuntalada por dentro toda la construcción antes de abandonarse. Para estar un momento y ver por dentro no creo que se nos caiga en la cabeza –dijo él.
- Entonces me gustaría ir.
- ¿Sí?, ¿segura?
- Segura.

Subieron a la camioneta del muchacho y entraron a la ruta. Avanzaron unos cuantos kilómetros rumbo al sur y finalmente doblaron en una calle de tierra que desembocaba en un pequeño puente precario que cruzaba por sobre el río. Luego retomaron un camino de tierra que iba directamente a la hostería. Tras un rato el rodeo acabó. El motor de la camioneta se detuvo justo en frente de la puerta principal. Estando cerca de aquella construcción Lourdes la presintió más imponente. Si bien era pequeña, de pocas habitaciones, su arquitectura era exquisita, y de ella emanaba esa increíble presencia que solo las grandes construcciones suelen tener y hacer notar a los seres humanos.

- Bien, aquí estamos –dijo el muchacho.
- Sí, gracias ¿Sabes una cosa? –dijo ella- Una vez conocí un lugar así. Era un hostel, en una ciudad grande. Se llamaba “Roma”. Ahora que estoy aquí y miro esta construcción siento lo mismo que sentía en aquel entonces cuando conocí el hostel ¿No te ha pasado de ver sitios en tú vida que te hacen recordar a otros?
- Creo que un par de veces me pasó. No son muchas, pero sí sé de qué me hablas.
- Bueno, era eso lo que sentía cuando del otro lado del río miraba esta construcción. Me hace recordar a aquel hostel y eso me ha causado melancolía.
- ¿Es importante para ti ese recuerdo del hostel?
- Mucho. Ahí conocí a alguien que nunca más volví a ver.
- ¿Un enamorado?
- No. No fue eso. Fue alguien que apareció en mi vida, nos comunicamos, entablamos una relación de amistad, nos afianzamos, y de repente, por este modo de vivir tan mío y tan alocado, yo me fui y no volví a verlo. Sin embargo hace unos días volví a recordar todo aquello y me entraron unas ganas enormes de saber de ese hombre, y no sé por qué. Las ganas están, existen, pero no sé por qué se generan. En busca de ello voy.

El muchacho se quedó observando a Lourdes y sopesando cada una de las palabras que esta le decía. Si bien lograba hilvanar un poco lo que ella le contaba no tenía suficiente información para enhebrar una historia completa. La chica comenzó a caminar en dirección a la entrada de la hostería y al llegar a la puerta principal se paró y pasó suavemente la palma de su mano sobre la madera corroída. Como si aquella acción transmitiera información desde la vieja ruina a su piel. Luego entró. Caminó despacio por los pasillos, subió con cuidado las viejas escaleras, palpó algunas paredes, y se quedó observando viejos cuadros que aún colgaban de las paredes. En el suelo había adornos tirados, pedazos de mampostería rota, y hasta ropa que seguramente habría pertenecido al personal de limpieza del lugar. Todavía quedaban algunas camas con sus elásticos dañados. Algunas paredes tenían escrituras en aerosol y otras grafitis seguramente hechos por los chicos del pueblo.

- Algunas parejas suelen venir aquí –dijo el muchacho.
- Lo imagino. Al estar abandonado es un lugar ideal para la intimidad y el sexo, aunque no por ello menos peligroso.

Tras recorrer un rato el interior de la hostería de repente se detuvo en una habitación que le llamó la atención. No tenía mucho de distinto a las otras, solo que ésta poseía una estufa hogar en su interior. Sobre la estufa hogar, había muchos portarretratos pequeños con fotografías de personas. A simple vista parecían visitantes de la hostería. Comenzó a repasar uno a uno los portarretratos. Primero los tomaba, luego les quitaba el polvo, y finalmente observaba cada fotografía con tanta minuciosidad que parecía buscar algo en ellas.

- Seguramente esta habitación ha pertenecido al conserje o al dueño de la hostería –dijo el muchacho.
- Sí. Parece que cada tanto fotografiaban a los huéspedes como recuerdo. Me pregunto qué será de la vida de todas estas personas ¿Vivirán aún?, ¿recordarán esta vieja hostería?
- Seguramente algunos sí, otros habrán muerto. Vaya a saber –dijo él.
Tras un rato de observar las fotografías tomó la última y tras limpiar el vidrio con el revés de la manga de su campera y mirar detenidamente se sobresaltó arrojando el portarretrato al piso. Éste cayó e inmediatamente el vidrio se rompió en pedazos.
- ¿Qué pasa? –preguntó asustado el muchacho- ¿Te sientes bien?, ¿qué pasa?
- La fotografía –dijo Lourdes señalando el portarretratos en el piso y tapándose la boca con una mano. Sus ojos parecían un tanto desorbitados y su rostro delataba claramente el rostro de una persona con pánico.

El muchacho se agachó, quitó los vidrios con cuidado y alzó el portarretratos. Sacó la fotografía y le echó una mirada que no le dijo mucho. A sus ojos era simplemente una fotografía más como todas las otras, con personas desconocidas para él.

- ¿Qué tiene? –preguntó.
- El hombre de la fotografía.
- Sí, ¿qué tiene el hombre? Es una familia. Parecen padre, esposa e hijo.
- Sí. El hombre, ese hombre… es mi padre –dijo ella con lágrimas en sus ojos.
- ¿Tú padre?, ¡que coincidencia! –exclamó el muchacho. Y tú madre es muy bonita –concluyó.
- No, no, ella no es mi madre.

(Continuará en un próximo capítulo...)

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Saint-Exupéry (veinte)



VEINTE


Tras tomar una curva el sol se coló por las ventanillas del lado derecho del colectivo en el que Lourdes viajaba. Lentamente reptaban los rayos sobre los tapizados coloridos de los asientos. Ella se acurrucó aún más mientras seguía tal vez soñando. El monótono rugir del motor la mantenía adormecida, casi extasiada. Se había abandonado totalmente al mundo de los sueños. Aquel cansancio que sus tareas le habían puesto sobre las espaldas ahora lentamente se iba diluyendo. Finalmente el sol dio en su rostro y ella despertó.

Al abrir los ojos no supo dónde estaba. Su mente, como si fuera un vasto papel en blanco, intentó ubicarla en tiempo y lugar, pero no le fue tarea fácil por un instante. Tras hacer memoria recordó que estaba volviendo a la ciudad, a ese lugar que muchas veces extrañaba cuando se encontraba perdida en algún punto distante entre la selva y la montaña. De su mochila extrajo un libro cuyas tapas estaban ajadas y sus hojas mantenían un color amarillento perpetuo. Ubicó un señalador y abrió el libro, despacio, como si degustara la tarea de hacerlo. Logró esbozar una diminuta sonrisa, imperceptible, de esas que se logran y se reprimen cuando la mente trae de golpe los recuerdos. “Hace tanto tiempo...” –dijo, mientras volteó a su vez la cabeza y miró por la ventanilla. Ahora el colectivo había tomado un largo trayecto recto surcado por una alameda. El sol se ocultaba un poco detrás de aquellos álamos y ella, como si jugara con él, abría y cerraba los ojos cuando lo veía.

Desde niña había adquirido la costumbre de disfrutar del sol. Su madre siempre solía llevarla a lugares soleados en donde ella jugaba y compartía momentos con otros niños. Solía tenderse sobre la hierba y quedarse ahí inmóvil, casi tiesa, observando el lento pasar del sol. Tras cerrar los ojos esperaba que ese color verde anaranjado se visualizara y que su rostro le indicara que la tibieza de los rayos ahora era subida de tono y casi quemaba. Disfrutaba siempre de aquellos juegos tan íntimos. El sol siempre había sido un recuerdo viviente de su madre. Él cada vez que posaba su tibieza en el rostro de Lourdes no permitía que ella olvidara a su madre.

En una de las paradas tras bajar ubicó un banco de madera y se dispuso a disfrutar del sol y de los minutos que el chofer indicó que estarían parados. De su mochila volvió a tomar el viejo libro y lo abrió donde indicaba el señalador. Se concentró en la lectura. Inhalaba y exhalaba el aire tibio placenteramente. Tras dejar su mente en blanco la lectura del libro acaparó toda su atención. Se había olvidado de todo cuanto la rodeaba.

Tras dar unas vueltas de página una anotación al margen la sobresaltó. Reconoció inmediatamente la letra de su padre ¡Cuánto tiempo había pasado desde su muerte!, ¡Cómo lo extrañaba! Los años de huérfana de padres que llevaba no eran pocos, sino que sumaban más de la mitad de los años de su vida. En todos aquellos años no pudo nunca evitar evocar el vacío que la presencia de sus padres habían dejado. Su padre en especial, casi de un modo omnipotente, había hecho de su mundo uno fantástico y amado, en el cual ella se sentía plena y feliz. Pero todo aquello había terminado el día del fatídico accidente que terminara con la vida de ambos. Lourdes de algún modo había iniciado un luto silencioso y amargo que la mantenía en una especie de ausencia del disfrute pleno de la vida misma. Aquel sitio dejado por ellos nada lo llenaba. Estaba ahí, intacto, como un enorme precipicio abierto en medio de un bonito bosque. Por más que ella intentara sortearlo no podía, y si lo hacía solía resbalar, y aferrándose con tenacidad y fuerza lograba reflotar y quedar tendida en la superficie de la otra orilla. Rodeara por donde rodeara el bosque siempre terminaba con la punta de sus pies al borde del precipicio.

Después de media hora de estar anclados en aquella estación terminal el chofer tocó un par de bocinazos avisándoles así a todos los pasajeros que el viaje continuaba. Sin embargo, como si una vocecita interna la convenciera, Lourdes decidió no subir al colectivo. Asomada a la ventanilla del chofer le explicó que allí se quedaba, que en todo caso subiría al próximo colectivo, pero que le había gustado el sitio y deseaba permanecer un tiempo más allí. El chofer tras asentir puso en marcha el motor, enfiló el colectivo hacia la ruta y finalmente se perdió en el horizonte. Ella volvió a sentarse en el banco, abrió nuevamente el libro y prosiguió leyendo.


* * *


Supe de la presencia de Marina cuando su mano cálida rozó mis dedos. Su perfume, inconfundible, también había inundado todo el dormitorio. Hacía ya cuatro horas que dormía después de un día agitado. Ella había entrado sigilosamente, y tras haber preparado una rica cena se dispuso a despertarme.

- He, despierta –me dijo al oído.

Entonces sonreí. Aquel modo de despertarme tan suave y sereno me encantaba. A lo lejos se escuchaba apagarse el murmullo de la ciudad, y la noche, ya presente, se había hecho dueña del cielo. Un aire con olor a flores de estación se colaba por la ventana. La habitación estaba en penumbra y de vez en cuando se colaba la luz de mercurio que irradiaba un farol de la calle. Volví a cerrar los ojos y recordé a mi madre en aquellos momentos que solía despertarme de igual modo y avisarme que la cena estaba lista. La ventana era la misma, la luz de mercurio también, la habitación inclusive, pero algo faltaba y jamás volvería a estar presente, y ese algo era ella.

De repente me vinieron unas ganas terribles de abrazar a Marina, la tomé por la cintura, la arrojé sobre la cama y detuve mis labios a menos de un centímetro de los suyos. Podía oler ese olor sensual y característico que emanaba de su boca; era un olor que me estremecía por completo y en algunos momentos despertaba mi libido. Nos miramos por un instante fijamente en medio de la penumbra. Sus ojos irradiaban un brillo como de lucero cuando la luz pasaba por sobre ellos. “Es bella”, dije para mis adentros. Algo estaba pasándome y lo hacía a pasos agigantados. Cada vez que estaba en una situación así con ella el mundo parecía cerrarse tal cual lo hace una planta carnívora que atrapó su presa. Afuera, en el universo exterior a ese mundo tan personal, nada podía alterar las emociones y felicidad que me producía estar cerca de ella.

- ¿En qué piensas? –preguntó ella sin dejar de mirarme fijamente.
- En ti –respondí.

Entonces ella sonrió y con su mano pequeña y tibia acarició mi mejilla derecha. Besó suavemente mis labios y volvió a sonreír. Algo, mágico y extraño, siempre quedaba flotando en el ambiente tras una de sus sonrisas. Ese algo, al ser perceptible, hacía que yo me sintiera el hombre más afortunado del planeta, alguien que si seguía en aquel tren seguramente perdería la cabeza por amor hacia aquella mujer.

(Continuará en un próximo capítulo...)

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Saint-Exupéry (diecinueve)

DIECINUEVE

Un mechón de cabello caía sobre el rostro de Lourdes. Cada vez que se agachaba y hundía el balde en la orilla del río el mechón caía y dejaba ver borrosamente el agua. Entonces lo acomodaba con gracia y feminidad detrás de su oreja para luego proseguir con su labor. Tras llenar el balde caminaba doscientos metros hasta el campamento y ahí ponía a hervir el agua en una gran olla. De ese modo eliminaba toda bacteria e impureza. Finalmente después de un rato de hervor colaba el agua en un colador con agujeros diminutos y estaba lista para ser consumida. Aquello era una acción diaria a realizar cuando los integrantes del grupo ecologista al que ella pertenecía se adentraban en zonas selváticas por un tiempo prolongado. Carentes de todo tipo de comodidades debían echar mano al uso de todo lo aprendido en los cursos de supervivencia y en la experiencia que habían adquirido en tantos años. La selva, por más bonita y exótica que parezca a nuestros ojos, suele convertirse en un enemigo agazapado que tan solo espera un mínimo error para caer ágilmente sobre su presa.

Después de repetir aquella acción unas cuantas veces y de llenar varios bidones de agua se sentó a descansar. Sacó un libro de su mochila y recostada sobre un grueso tronco se dispuso a leer. Unos haces de luz se instalaron sobre su rostro y las páginas abiertas del libro. Los pájaros cantaban en lo alto de la copa de los árboles y un viento con olor dulzón bajaba de las montañas. Por un momento cerró el libro y sus ojos para permitirse escuchar el sonido de la naturaleza. El sonido parecía subir de volumen y afinarse cada vez más a medida que se introducía delicadamente por sus oídos. Al atravesar su mente aquellos sonidos dibujaban imagenes muy variadas. Algunas eran de índole extrañas, otras pertenecían a fragmentos vividos en la selva y en sus excursiones, y otras a recuerdos de su vida íntima. Entre esas imagenes una la sobresaltó. Era la imagen de un viejo recuerdo. Algo vivido hacia unos años y que nunca había vuelto a su mente por algún gesto de su memoria. Al revivir aquel recuerdo esbozó una pequeña sonrisa y acomodó sus omóplatos sobre el tronco “¿Adónde estarás?”, susurró.

Tras abrir los ojos dejó la mirada clavada en la copa de los árboles. Estos se mecían con algo de bravura gracias al viento del norte. Los pájaros parecían cantar con mayor vivacidad y aquel olor dulzón que el aire traía consigo ahora parecía haberse estancado a su alrededor. Prosiguió con la lectura del libro pero no pudo concentrarse demasiado. Al cabo de un rato cerró el libro y se sentó en el tronco adquiriendo una pose de meditación.

- ¿Estás bien, Lourdes? -preguntó su compañera Carmen.
- Sí, lo estoy -respondiendo casi sin mirarla.
- Pareces estar en otro sitio.
- Creo que por un instante me ido, sí. Me ha pasado eso.
- ¿Y se puede saber a dónde te has ido?
- A un viejo lugar que recordé. En otra provincia, en una ciudad que visité hace unos años.
- ¿Un bonito recuerdo?
- No lo sé. Diría que más bien era extraño. Nunca más volví a recordar aquellos días y ahora, al cerrar los ojos, aquel momento se plantó delante mío como si estuviera viendo una escena de una película. Se sentía tan vívido, tan cercano, que hasta me entraron ganas de revivirlo.
- Tal vez haya sido algo importante y profundo -dijo Carmen.
- Tal vez... es que a veces las cosas en el momento que suceden no tienen ese tinte especial que luego, con el paso del tiempo, van adquiriendo. Había alguien en esa escena, un hombre que conocí por esos días y con el cual nos hicimos amigos. Él estaba en el recuerdo y me hablaba. Se sentía tan real. Y de pronto al escuchar su voz recordé sus gestos, su modo de mirarme, sus palabras, y esa manera tan especial de ser conmigo. Éramos dos completos desconocidos por aquellos días, pero luego de un par de encuentros parecía como si nos conociésemos de toda la vida.

Carmen tomó asiento al lado de Lourdes en el tronco.

- Y dime Lourdes, ¿por qué no has vuelto a ver a ese hombre?
- No lo sé. Supongo porque la vida lo quiso así. Tú me entiendes...
- Algo.
- Pues verás, fue una amistad oportuna y fugaz. Nació así, se dio así, y terminó así. No había nada extra. No lo miraba con ojos de mujer, solo lo hacía con ojos de amistad. Además él me doblegaba en edad, y por más que me pareciera un hombre interesante, bueno y culto, no se me cruzaba la cabeza de pensar en él de otra forma más que amigo.
- Bien, bien, pero eso tampoco te ha impedido que vuelvas a saber de él, ¿cierto?
- Sí... cierto... tienes razón, Carmen.

Carmen se levantó y dio un par de palmaditas a Lourdes en su mejilla izquierda. Lourdes sonrío y volvió a clavar su mirada en lo alto de los árboles, como si allí, en medio de la espesura existiese una mínima respuesta a aquellas preguntas que ahora su mente y su interior le estaban murmurando.

Al anochecer, a la hora de la cena, el grupo de ecologistas se reunió en torno al fogón. Las carpas dibujaban difusas siluetas contra la oscura espesura y el fuego además de calentar los cuerpos iluminaba con una luz anaranjada y brillante todo cuanto se cruzaba en su paso. Mientras cenaban Lourdes permaneció en silencio. Viejos recuerdos olvidados, extraños, seguían emergiendo de las profundidades de su memoria. Como si aquel día una diminuta tapa invisible hubiérase abierto y por el agujero ahora se liberaban cosas que ella jamás pensó podían escapar. “¿Por qué ahora?, ¿por qué justo en este momento?, hoy...”, se preguntó.

Carmen sentada frente a Lourdes entre bocado y bocado echaba un vistazo a su compañera. Sabía que algo la mantenía sumida en ese silencio profundo, pues no era habitual ver en aquel estado a una de las chicas más extrovertidas del grupo. Al terminar la cena ella invitó a caminar a su amiga. Lo hicieron por la costa libre del río. El agua parecía negra debajo del brillo lunar. Un murmullo constante era arrastrado a lo largo del río y un manto de humedad neblinoso se posaba lentamente sobre toda la vegetación y la superficie del agua. Lourdes continuaba ensimismada, abstraída casi por completo en sus propias cavilaciones.

- ¿Aún sigues con ello? -preguntó Carmen.
- Sí, es que no puedo dejar de pensar en aquellos días, Carmen.
- Parece que después de todo ha sido algo muy importante en tú vida.
- Créeme que jamás lo pensé así.
- Te diré algo -dijo Carmen al detener su marcha- ¿alguna vez te ha sucedido de encontrarte con alguien que hacía tiempo no habías visto en tú vida?, ¿o ver pasar a alguien que cierta vez formó parte de tú vida?
- Tal vez -dijo Lourdes mirándola fijamente.
- Y si eso te ha pasado ¿no te has preguntado por qué sucede así, de repente? Yo a veces sí lo he hecho. Es como si aquello que sucedió en los días donde la vida hizo que coincidieras con esa persona quedara inconcluso, o en suspenso, para lograr su total completitud en un futuro que podría ser cercano o lejano. A veces pienso, cuando estas cosas suceden, que hay círculos que se abren cuando una persona entra en nuestra vida y no termina cerrándose inmediatamente. Es como que aún falta algo más por aprender para que el círculo termine cerrándose. Es como que la enseñanza y la vivencia que la vida quiere mostrarnos presentándonos a esa persona en nuestra vida aún no termina y queda latente.

Lourdes asintió con un gesto de su cabeza. Luego prosiguieron caminando un rato más por la orilla del río en silencio.


Cinco días después, cuando el último día de la misión ecologista llegó, Lourdes tomó una decisión. Tras echar en su mochila sus cosas personales comprendió que por algo aquellos recuerdos venían a borbotones en su mente. Concentrada, decidió tomar otro rumbo y no asistir a la próxima misión. Habló con Carmen y le explicó lo que pensaba. Su amiga comprendió al dedillo lo que Lourdes sentía y no tuvo la menor objeción para que se ausentara de la próxima misión. Tras dejar el campamento Lourdes fue llevada a una estación terminal de colectivos situada en la base de un pequeño cerro. Por aquel sitio llegaban uno o dos colectivos diarios que suministraban de mercadería a las aldeas vecinas y trasladaban a algún turista o lugareño hacia la gran ciudad.

La estación era pequeña y constaba solo de una oficina y dos paradas para colectivos. Otra construcción, que estaba en frente de la estación, hacía la vez de cafetería, venta de diarios y revistas, y peluquería. “Un punto en el mundo”, pensó Lourdes, y dejó su mochila en el suelo, al lado de un banco de madera. Tras sentarse apoyó su nuca en el respaldo del banco y cerró sus ojos. Otra vez olió el aire dulzón que bajaba desde las montañas. Su corazón se estrujó, amaba aquellas latitudes. “Tal vez algunas plantaciones de bananos o frutales”, se dijo. Apretó los labios y evocó nuevamente los pensamientos que la habían convencido de volver a la ciudad. En ellos, Lourdes se sentía cómoda, increíblemente feliz. Dialogaba con aquel hombre que había conocido y sonreía. Charlaban de los más diversos temas, y él, a pesar de casi doblegarle la edad, le parecía un animalillo totalmente indefenso y vulnerable. Sin embargo de sus palabras emanaba mucha sabiduría, de esa sabiduría que solo aquellos que han vivido una vida de aprendizaje pueden explicar y esbozar. Sintió en lo profundo de su corazón que debía de dilucidar aquel intríngulis que su cabeza le había planteado. Cada vez que aquellos recuerdos afloraban un mar de preguntas venían a su mente, siendo la principal aquella que, a manera casi inflexible, requería como contestación qué y porqué aquel hombre resultaba tan importante.

En la cafetería de enfrente un señor bajo y calvo colgaba un cartel escrito con tiza. En él se podía leer el menú del día: carne asada, papas fritas y de postre flan. Tras colgarlo se adentró nuevamente en el local y dio vueltas otro cartel que indicaba que ahora el negocio estaba “abierto”. Lourdes sonrió. Encontró simpática aquella acción del hombre. Después de esperar más de media hora un colectivo aparcó en la parada. En su interior venían unos pocos lugareños cargados de cajas y bolsas de mercadería. El conductor, un tipo fornido y de gruesas cejas, tras bajar descargó unas cuantas cajas que llevó a la cafetería.

- En veinte minutos salimos, niña -dijo a Lourdes.

Ella asintió con una sonrisa. Tomó el boleto y contempló el destino que indicaba el mismo. “Otra vez a la ciudad”, se dijo, y tras tomar una bocanada de aire miró al cielo.

(Continuará en un próximo capítulo...)

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Saint-Exupéry (dieciocho)

DIECIOCHO


El martes siguiente a la salida de la redacción decidí volver caminando a casa. Aún no anochecía y el cielo, distinto a otros días, aún permanecía bastante claro y el sol emitía sus últimos rayos. Daba la impresión de un cielo cargado de pureza que invitaba a disfrutar de la vida. Puse el saco en mi brazo, y comencé a caminar lentamente observando todo cuanto a mi paso se cruzaba. Las calles se presentaban ante mí como cintas grises que se perdían en un horizonte de cemento. En el andar diario uno casi siempre pierde el enfoque de las cosas simples. Ni siquiera es capaz de observar el cielo, ni los pájaros, ni el verdadero rostro de las personas. Durante la caminata observé todo aquello como si jamás lo hubiera hecho, como si acabara de nacer y todo cuanto me redoeara fuera algo extraño e incomprendido. Marina Fernández se había retirado antes de la empresa, tenía una reunión con ejecutivos de otro multimedio. Por esos días estábamos en tratativas de publicar un nuevo suplemento referido a ecología latinoamericana y si aquello se daba tendríamos muchísimo trabajo y tal vez premios para todos. Marina dejaba horas extras de trabajo en ello con el afan de lograr ese objetivo.
Tras caminar un kilómetro aproximadamente sentí la frenada de unos neumáticos a mi lado. Cerré los ojos y pensé lo peor. Por un instante se me heló el corazón. Sin embargo al volver mi mirada hacia el vehículo vi cómo Marina sonreía.
- ¿Estás loca? -dije con un gesto en mi sién.
- Perdona, no pensé que fuera a molestarte.
Subí al automóvil y tras cerrar los ojos recuperé la calma.
- ¿Qué haces por aquí? -preguntó ella.
- Nada, solo tenía ganas de caminar hasta mi casa. El atardecer está hermoso.
- Sí, la verdad que está hermoso ¿Quieres que te lleve a tú casa, quieres caminar, o quieres que te lleve a un lugar que no conoces?
- ¿Que no conozco?
- Sí, que aún no conoces.
Por un momento pensé si quedaba algún lugar de la ciudad que no conociera. Me respondí que seguramente no, pero tampoco podía asegurarlo. Uno siempre piensa que conoce todo pero suele equivocarse.
- Vayamos a ese lugar desconocido -dije asintiendo.
Tras arrancar el automóvil enfiló hacia la circunvalación. Se veía en el horizonte como el sol ya estaba casi totalmente oculto y la luna se hacía poco a poco más y más visible. El camino era recto, sin ningún contratiempo de baches, lomas de burro o peajes.
- ¿Adónde me llevas? -pregunté.
- Es secreto. Al llegar lo verás.
Condujo más de media hora hasta que finalmente se detuvo frente a la tranquera de un campo. Habíamos hecho un par de kilómetros por tierra antes de llegar allí. Tras detener el automóvil Marina bajó, insertó una llave en el candado de la tranquera, la abrió, y volvió a poner en marcha el automóvil.
- Eres una caja de sorpresa -me salió decirle.
Sin contestarme puso en movimiento el automóvil y se adentró en el campo.
Después de unos setescientos metros siguiendo la huella se dibujó inmediatamente delante nuestro una gran laguna. Era totalmente azul, y el sol poniéndose sobre el horizonte contrastaba magníficamente sobre sus aguas.
- ¡Qué belleza! -exclamé.
- Sí, es muy bello.
Tuve la sensación de estar en otro planeta. Inmediatamente recordé aquella noche que junto a la chica-de-los-piercings estuve en la playa. El brillar de la luna, el fulgor de las estrellas, todo aquello causó en mi una gran admiración, tal como ahora lo causaba esa puesta exquisita del sol.
- Este campo es herencia de mi familia -dijo ella. Aquí suelo venir cada tanto cuando necesito pensar o esparcir mi mente. Nunca he traído a nadie conmigo, eres la primera persona que se llega hasta aquí en mi compañía. El mantenimiento del campo lo hacen empleados que mantengo desde la muerte de mi padre. Yo solo me limito a administrarlo tras una computadora y cuentas bancarias. Pero a veces me da por venir y quedarme aquí, a mirar la laguna y los atardeceres.
- Es muy bello, Marina...
- Sí. Me hace recordar mucho a mi padre. Él solía traerme de niña aquí. Caminábamos por la costa y hablábamos de cualquier cosa que yo quisiera. A veces me traía con una pequeña caña y nos sentábamos largo rato a pescar. Cuando pescaba algo él hacía bromas. Me decía que había sacado el pez más pequeño de la laguna y que seguramente él sacaría el mayor. Hecho de menos su compañía. Es difícil haber sido hija única y sentir que aquella compañía emblemática de tú padre de un día para el otro desaparece.
Mientras observaba el movimiento de las aguas de la laguna pensaba en las palabras que Marina me decía. Tenían un dejo de tristeza en su entonación, como si del agua saliera un halo que lo envolviera todo y trajera el espíritu de su padre a hacernos compañía. Tomé una piedra del suelo y la arrojé al agua. Volví a hacerlo un par de veces más.
- ¿Te ha molestado que me fuera así el otro día? Me refiero a dejarte la nota y no haberte saludado.
- Un poco -respondí sin mirarla. Me quedé un poco perplejo ante esa reacción tuya, pero también entendí lo que me decías en la nota.
- ¿Has pensado en ello?
- Sí.
- ¿Y puedo saber que has resuelto?
- Sigo sosteniendo que me gustaría hallar el libro.
- Me refiero a si deseas que te ayude.
Asentí en silencio. Un soplo de viento encrespó la superficie de la laguna. El sol se había terminado de ocultar y las primeras estrellas estuvieron sobre nuestras cabezas casi desdibujadas aún entre el atardecer y el anochecer. Ahora había humedad y el aire se había tornado fresco. Apenas divisábamos nuestras siluetas.
- Es hora de ir volviendo -dije.
- Espera un poco más. Veamos cómo la luna y las estrellas se quedan perfectamente colgadas del cielo.
Cruzó sus brazos por mi cintura y apoyó su cabeza en mi hombro. El anochecer poco a poco fue ganando espacio y acaparó por completo todo el cielo. Se podía observar el titilar de las estrellas y el brillo inmaculado de la luna.
- ¿No es hermoso? -dijo ella.
- Sí, lo es -suspiré.
Volvimos por la ruta en silencio. Ella extendió la mano y pulsó el botón de encendido del reproductor de música. Una canción de U2, “One”, comenzó a sonar. Me sumí en pensamientos neblinosos mientras escuchaba aquella canción. La noche se cerraba más y más y a lo lejos se podían ver las luces de la ciudad. Me gustaba ir sentado en aquel automóvil, al lado de ella, y haber estado en aquella laguna compartiendo uno de sus secretos ¿Cuántos secretos más tendría ella? Las cosas más inesperadas son las que escriben más fijamente nuestra vida y memoria, y aquello que había sucedido lo era. Mientras sonaba la canción me imaginaba a Bono sentado en el asiento posterior cantándonos suavemente al oído. Muchos pensamientos curiosos se suceden cuando la mente comienza a divagar por derroteros inciertos.
Al llegar a la circunvalación ella extendió la mano y puso otra de sus canciones favoritas, “Beautiful Girl” de INXS. Entramos a la ciudad con ese bonito tema sonando por los parlantes. Tuve la sensación de estar completamente enamorado. Sí. Justo en ese momento miré a Marina y sentí el profundo convencimiento que estaba enamorado de aquella chica.
Llegamos casi a las diez de la noche a mi casa. Encendí las luces y preparé dos vasos con gaseosa y hielo. Ella se sentó a la mesa en una punta y yo en la otra. Desde allí nos contemplamos como si en medio hubiése un vasto océano.
- Quiero que me acompañes en esta búsqueda que iniciaré del libro, pero no quiero que se transforme en algo demasiado personal. Podemos encontrarlo o no -dije- y aún si no lo encontramos me quedaré con la satisfacción de haber hecho lo posible por ello,
- Está bien, lo comprendo -dijo Marina. Prométeme, hombre lunar, que algún día me sorprenderás con algo así, como ese regalo que tú padre le hizo a tú madre. Es que esas cosas son maravillosas para una mujer. Nos emocionan y nos hacen que el amor por ese hombre sea mucho más maravilloso aún.
- Prometo que lo intentaré -respondí.

Todas las noches de esa semana hicimos el amor. Ella se quedaba a dormir en mi casa e íbamos juntos a trabajar. Después de hacer el amor al apagar la luz planeábamos cómo sería nuestra búsqueda del libro. Hablábamos sobre las cosas que sabíamos, le contaba yo el relato de mi madre detenidamente, y ubicábamos lugares y posibles destinos para el viaje. Estando una de las noches charlando le conté sobre la chica de los piercings y sobre aquello sucedido en la playa. En lo maravilloso que había sido esa experiencia. Ella enmudeció por un rato. Pensé que se había dormido, pero no. En un movimiento de cortinas se filtró la luz lunar y vi el brillo de sus ojos resplandecer en medio de la oscuridad. Estaba pensando mientras mantenía sus ojos observando el techo. Terminé durmiéndome y sumiéndome en sueños que evocaban a la luna, el mar y las estrellas.
A la mañana siguiente, tras despertar, Marina estaba desnuda apoyada en el alféizar de la ventana. Me causó un impacto visual verla así, desnuda, del otro lado de la ventana recibiendo el sol de la mañana. No hacía frío, era más bien una mañana húmeda. Acercándome a ella en silencio la tomé por su cintura y la besé en el cuello.
- Buen día -dije- ¿qué haces desnuda aquí?
- Me gusta hacerlo. Me siento libre y fantástica así ¿Nunca has probado de caminar desnudo por la casa o el patio? Es algo liberador, créeme.
Sí, había caminado desnudo por mi casa muchas veces en mi vida, pero jamás lo había hecho en el patio.
- ¿Te sientes bien? -pregunté.
- Sí. Solo que me he quedado pensando en eso que anoche me contabas sobre la chica, esa, la de los piercings.
- ¿Y qué con ello?
- Nada. Solo pensaba...
Al rato entró a la casa y se puso una campera por encima de los hombros. Seguía caminado desnuda sin intención alguna de vestirse. Preparó dos tazas de café y puso unas galletitas azucaradas en una cesta. Desayunamos en silencio. Por la radio sintonizábamos un programa mañanero en el cual se daban noticias actuales y se contaban chistes. Cada tanto, tras escuchar algún chiste, ella sonreía. Yo observaba su sonrisa y la forma en que lo hacía. Hay personas que tienen en su sonrisa el espejo de su alma y tras verla sientes que son maravillosas, así era la sonrisa de ella.
- Hoy es el séptimo día, del séptimo mes de nuestro noviazgo -dijo.
Aquella frase irrumpió en medio de la habitación acribillando el silencio. “El séptimo del séptimo”, dije en voz baja mientras sorbía café. Había pasado el tiempo y de una manera que jamás pensé que lo haría. Arrastré mi mano derecha por la mesa y toqué la suya. Entrelazamos los dedos y nos quedamos mirándonos con cierto aire extasiado através del vapor de las tazas de café. Afuera el sol comenzaba a remontar el día como si se tratara de un barrilete deseando subir al cielo. Adentro el amor remontaba más amor como sucede siempre cuando dos seres humanos se encuentran enamorados.

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Saint-Exupéry (diecisiete)

DIECISIETE


En el alféizar de la ventana del dormitorio un par de gorriones irrumpieron con su juego despertándome. Los observé por un instante. Se los veía tan pequeños y libres, disfrutando del placer del poder vivir un nuevo día, que de pronto me entró un profundo deseo de sentir al menos por unos cuantos siglos la inmortalidad. Marina yacía a mí lado, dormida, con la mitad de su cuerpo tapado por la sábana y la otra mitad expuesta, exhibiendo una exquisita desnudez. Me reincorporé y observé por un instante a los gorriones que ahora estaban ambos parados en la esquina del alféizar. De repente levantaron vuelo y se elevaron al cielo como si con aquel gesto indicaran a quien los observase que hay un mundo infinito en el cual se puede volar y ser libre. Seguí sintiendo aquellas ganas de ser inmortal.

Tras vestirme me senté en la cocina a tomar una taza de café. Era un día cálido, un domingo parecido a otros domingos ya vividos, pero sin lugar a dudas era distinto pues había amanecido con una mujer en mi cama y en mi propia casa. Por lo general los domingos son demasiado tranquilos y mucho más en el barrio donde siempre he vivido. Las calles aparecen solitarias de punta a punta, y solo los vecinos que salen a comprar sus mercaderías se dejan ver cerca del mediodía. Mientras sorbía el café pensaba en lo ocurrido la noche anterior. Los besos, las caricias, la desnudez de Marina, el modo de mirarnos y de decirnos las cosas con frases cortas, los besos diminutos sobre la piel, el éxtasis del orgasmo final. Sin dudas sería una noche que jamás olvidaría, pero aún no lograba unir las partes del rompecabezas que estaba desintegrado dentro de mi “yo”. No sabía qué sentía por ella ni tampoco podía expresarlo. Muy pocas cosas pueden expresarse con palabras. Los sentimientos son tal vez los más complicados de expresar para los seres humanos.

Tras terminar la taza de café me vestí y me senté en los escalones de la entrada de la casa. Observé la callé hacia un lado y hacia el otro y seguía estando tan vacía como cuando la observé tras levantarme. Todos dormían aún, me dije. O bien todos estaban dentro de sus hogares desayunando y viviendo con intensidad sus lazos afectivos en familia. Esa imagen me hizo recordar a mi madre y a su vez me hizo extrañarla. Debía tener en claro qué significaba para mí Marina Fernández pues no quería herirla ni herirme yo tampoco. La vida cambia vertiginosamente el destino para nosotros y si no estamos bien aferrados podemos golpearnos duro, y en ese mismo golpe arrastrar y hacer daño a otras personas. Y no quería eso. Al contrario, lo que más deseaba era ser completamente feliz.

Volví al interior de la casa y vi que Marina comenzaba a despertar. Me senté en el costado de la cama que había ocupado yo la noche anterior.

- ¿Ya has vuelto de la luna? –dijo con una sonrisa y desperezándose.
- Sí, hace un par de horas –respondí.
- ¿Tanto?, ¡me hubieras despertado! –exclamó aún con aquella bonita sonrisa en su rostro.

Dejó caer la sábana y su desnudez irrumpió en el aire de la habitación. Su belleza corporal era casi perfecta. Poniéndose de rodillas sobre el colchón me rodeó con sus brazos, apoyó sus pechos en mi espalda y dándome diminutos besos en mi cuello dijo que estaba feliz de estar allí, justo en ese instante, conmigo. Podía sentir la tibieza de sus pechos en mi espalda y eso me hizo tener una erección. Volvía a tener ganas de hacer el amor con ella y de no dejar de sentir esa exquisita sensación, sin embargo sabía dentro de mis fueros interiores que debíamos de hablar para que aquello no se estrellase y sí tomara por un buen camino.

- ¿Qué piensas que es esto? –pregunté.
- ¿Esto?, ¿te refieres a lo de anoche?, ¿a hacer el amor y estar aquí, ahora, despertando en tú casa, besándonos, y todo eso?
- Sí.
- Pues creo que es algo que naturalmente ha surgido –dijo cerca de mi oído izquierdo- Es algo que vengo deseando desde hace tiempo cuando empezaba a sentir que eras distinto a los demás hombres.
- ¿Yo distinto?
- Sí, no olvides que eres mi hombre lunar.
- Hablando en serio –interrumpí- ¿crees que soy distinto? Yo me considero común y corriente, a veces hasta un tipo verdaderamente vulgar y con pocas luces.
- Pues no deberías verte así. A las mujeres no nos gusta que un hombre se menosprecie. No lo hagas. Aunque creo que es un truco que usas adrede, pues sabes perfectamente cuán importante e inteligente eres.
- Nunca había pensado en eso –dije. ¿Crees que lo hago adrede?, me refiero a generar una especie de escudo protector para atraer y a su vez no ser lastimado haciéndome ver como un tipo menos de lo común.
- Sí. Creo que lo haces un poco conscientemente, pero la gran parte de las veces inconscientemente. Es tú modo de seducir. Es tú manera de ingresar la llave en la puerta del corazón de una mujer.

Mientras la escuchaba decir aquello puse mi mentón entre mis manos y en una perfecta pose de “El Pensador” me quedé sopesando sus palabras. Había algo de cierto en todo lo que decía. Ella había logrado desmenuzar mi personalidad y organizar parte del rompecabezas de mi propio ego.

- Creo que estoy enamorada de ti.

Tras escuchar aquello sentí un impulso terrible de besarla.

Hicimos el amor durante toda la mañana poniéndole un broche de oro a aquel día domingo de una manera espléndida. Recién salimos de la cama al atardecer, cuando los últimos rayos de sol se iban escondiendo detrás de la parra y ya no tenían fuerza para traspasarla. Nos vestimos y tras tomar un vaso de gaseosa quedé de acompañarla a su casa. Ahora la calle ya estaba habitada. Se veía a familias paseando, a algunos vecinos sentados en las verjas de sus casas observando a la gente pasar. Una paz y tranquilidad podía observarse por donde se mirase.

Apenas hicimos un par de metros ella me tomó de la mano y entrelazó sus dedos con los míos. Me sentí increíblemente bien. Algo había cambiado y de manera drástica. Cuando hizo aquello la miré de soslayo y ella se veía sonriente, feliz, dejando que el viento golpease de lleno en su rostro y su pelo, desordenando sus hermosos bucles.

Al caminar unas cuadras cruzamos por enfrente del viejo edificio del hostel “Roma”. Ya casi estaba el ciento por ciento demolido y un cartel gigante explicaba aquello que Pérez me había dicho: sería un edificio con departamentos únicamente para gente de la tercera edad. Sin embargo no sentí nada en especial al pasar por allí. Eso me causó una increíble extrañeza. Era la primera vez después de mucho tiempo que aquel sitio no accionaba silenciosamente sobre mi subconsciente. Marina seguía tomada de mi mano y caminaba con una sonrisa a flor de labios. El anochecer ya estaba presente y las primeras estrellas se plasmaban en el cielo. Las marquesinas y los carteles de neón comenzaban a encenderse y así el día dejaba paso a la noche.

Tomamos un colectivo que nos depositó casi enfrente del edificio donde Marina Fernández vivía.

- ¿Quieres subir? –me preguntó.
- Hoy no, prefiero volver a casa y descansar. Ha sido un día muy atípico –dije sonriéndome.
- Sí, lo sé –dijo ella.

Nos despedimos con un beso en los labios y esperé a que entrara al edificio. Cuando perdí su silueta de vista di media vuelta y comencé a caminar en dirección a la parada de colectivo. Al llegar, una anciana esperaba sentada mientras tejía algo con agujas y lana. Me descubrí sonriendo. Estaba apoyado en el caño que sostenía el cartel indicador de la parada y no podía dejar de sonreír. En ese instante caí en la cuenta que hacía mucho tiempo que no sonreía, y se sentía exquisitamente bien.

- ¿Está feliz, hijo? –dijo la anciana irrumpiendo en medio del silencio.
- Sí, señora… muy feliz –respondí.
- Hmmmmm ¿amor?
- Tal vez… tal vez…


Ese lunes al llegar a la redacción Marina Fernández ya estaba allí como siempre, leyendo sus diarios y tomando un café. Pero esta vez fue distinto. Apenas me vio llegar me hizo una seña que me llegara a su oficina. Al entrar, y sin miedo a que nos viera nadie, me besó en los labios. Pude sentir la mirada de toda la redacción en mi nuca. Sin embargo no me interesó. Al salir a prepararme un café Pérez fue el primero en abordarme.

- ¡No lo puedo creer! –dijo con una sonrisa- ¡¿viste?!, ¡yo tenía razón, amigo!... ¡te felicito!
- Sí, tenías razón –respondí.


Esos días fueron los más felices de mi vida. Mi relación con Marina Fernández comenzó a acrecentarse y poco a poco empecé a notar que la semilla del enamoramiento había calado hondo en mi corazón. No concebía un solo día sin estar junto a ella, y pasaba la mayor parte del día con su presencia. Fui descubriendo poco a poco lo hermosa mujer que era y su belleza exterior fue quedándose relegada y dándole paso a su belleza interior. No podía entender como no logré nunca ver en ella todo aquello que ahora se posaba frente a mis ojos. Desde la calidez de sus gestos hasta la dulzura de sus palabras. El modo de mirarme, la manera de tratarme, la necesidad de estar a mi lado, el deseo de hacerme suyo, todo era nuevo y emocionante. Lograba introducirme día tras día en aquel maravilloso laberinto del enamoramiento del cual no quería salir por nada del mundo.

Una de las mañanas al despertar ella me atrapó con sus brazos y me retuvo en la cama.

- Espera, no te levantes, quiero preguntarte algo ¿Puedo?
- Claro –respondí aún con los ojos cerrados.
- ¿Hay cosas que te guardas y no me cuentas?, me refiero a si guardas secretos o vivencias en tú interior que te son difíciles de contarme.
- Todos lo hacemos –dije- y supongo que es sano que suceda, después de todo es parte de nuestra intimidad.
- ¿Me contarías algún secreto esta mañana?

Y se me ocurrió.

- Tal vez…
- ¿Tal vez?

Mientras comenzaba a vestirme tuve unas ganas irresistibles de contarle sobre el libro que mi padre había regalado a mi madre el día que se conocieron. Surgió así, de repente, como un rayo dentro de mí cabeza, que decía “cuéntaselo… cuéntaselo”.

- Hay algo que no te he contado nunca –comencé diciendo- y es referido a mi madre y mi padre. Me enteré de ello poco tiempo antes de la muerte de mi madre. Se trata de un libro…
- ¿Un libro?, interesante…
- Sí, un libro que mi padre le regaló a mi madre el día que se conocieron.
- ¿Y qué libro es?, ¿cuál es su título, cuál su autor?
- Bueno, esas respuestas son parte del misterio. Verás, el día que mi padre se lo regaló a mi madre ésta no se lo quedó, lo dejó a un sacerdote en una iglesia.
- ¿Y por qué haría aquello tú madre?
- No lo sé. La gente hace cosas alocadas a veces –respondí dándome vuelta y mirándola.
- ¿Y nunca te han entrado ganas de saber qué libro es o su autor?
- Pues a veces sí. Desde que lo supe el bichito de la curiosidad me suele visitar. Pero eso no es todo.
- ¿Hay más?
- Sí. Yo prometí a mi madre que buscaría el libro y me lo quedaría. Que encontraría la iglesia y localizaría el libro. Siempre y cuando el sacerdote aún viva o bien le haya dejado el libro a alguien si no está vivo.

Ella entonces se sentó en la cama sujetando sus piernas con sus brazos. Su desnudez seguía siendo exquisita. Por un momento quedó en aquella pose, dubitativa, pensante. Seguí vistiéndome. Al salir de la habitación tuve el presentimiento que aquel pensamiento que a ella la mantenía atrapada era muy importante en sí. Pocas veces había visto aquella manera de mirar en ella. No quise interrumpirla. Decidí regar las plantas del jardín y acomodarlo un poco, quitando las malas hierbas y podando las ramas de la parra que caían casi medio metro en dirección al suelo. Estuve trabajando en el jardín cerca de una hora y Marina no aparecía. Pensé que se había dormido, entonces entré despacio y me dirigí a la habitación. Encontré la cama revuelta, y una nota sobre las sábanas:

“Ante todo discúlpame por irme sin despedirme. No sé qué me pasa pero tengo necesidad de salir ya y tomar un poco de aire fresco.
La historia que me has contado sobre tus padres, el libro y la promesa de encontrarlo me ha vulnerabilizado demasiado ¿Aún existen historias de amor así? Creo que me he vuelto demasiado escéptica con los años. Quisiera ayudarte, si me lo permites, claro, a encontrar ese libro. Pero es ahí donde me he quedado varada en mis pensamientos: ¿aceptarías que te ayude aun sabiendo que yo anhelaría tener algo como lo de tus padres contigo? Me parece justo decírtelo de antemano. Me interesas, y mucho. Y el hecho de ofrecerme a ayudarte no quiero que sea una presión para ti, ni mucho menos.

Piénsalo.

Ya sabes dónde encontrarme…

Marina.”


Volví al jardín y terminé de arrancar la mala hierba. Arrojé todo en una bolsa y lo deposité en la vereda para que el camión de la basura lo recogiera. Corté unas margaritas y las coloqué en un jarrón con agua limpia sobre la mesa de la cocina. Luego me senté a la mesa y me sumí en pensamientos. Debía tomar una decisión: buscar o no aquel libro.

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