Al llegar al hotel Marina se encontraba sentada en el esquinero de la cama. La habitación se encontraba silenciosa, las cortinas corridas, y un leve olor a jazmín se deslizaba en el aire, tal vez procedente de alguna planta cercana o bien de algún puesto de flores de la calle. Los últimos rayos de un sol débil y cansino se colaban por la ventana tiñéndolo todo de un color anaranjado y añejo. Marina poseía la mirada perdida, las facciones se le notaban cansadas, y mantenía su barbilla apoyada en ambas manos, y sus brazos apoyados en sus piernas. Presentí que algo pasaba. Supuse que estaría enojada por mi ausencia, por el modo en que me había ido por la mañana, o tal vez el muchacho de hotel no le había dado mi mensaje. Sinceramente me estaba llenando de supuestos. Cerré la puerta, avancé unos pasos y poniéndome en cuclillas delante de ella la observé fijamente. Al verme esbozó rápidamente una fugaz sonrisa que así como había aparecido se esfumó de repente. Claramente algo no andaba bien. Ella era demasiado demostrativa y expresiva para comportarse de aquel modo, y en su rostro había un mensaje que ahora estaba evidenciado, y que casi con seguridad no era nada bueno. Tomé sus manos entre las mías y la besé suavemente en los labios. Volvió a esbozar otra fugaz sonrisa, ahora un tanto más cálida. Esta vez movió sus labios, dejó escapar un escueto “Hola…” y volvió a sumergirse en ese plano en donde se hallaba, con la misma mirada perdida.
— ¿Qué ha pasado? —pregunté casi en susurro.
Intentó responderme rápidamente pero enseguida sus labios volvieron a quedarse quietos. Afirmé erróneamente para mis adentros que estaba enojada por mi ausencia. La tomé entre mis brazos y la acurruqué por un rato sin decir palabra alguna. Podía escuchar el leve murmullo de su respiración y sentir cómo el aire que emanaba de sus fosas nasales llegaba hasta mi cuello. La calidez de siempre, a la que solo ella me tenía acostumbrado. Por un instante pensé que realmente era un hombre privilegiado, dichoso, bendecido por Dios y la vida al haber encontrado una mujer como ella. Tantas cosas habían pasado, tantos momentos de tensión, de angustia, inclusive de zozobra, y ella seguía a mi lado, incondicional, como una sombra que es incapaz de huir de su dueño. Acaricié su espalda, jugué con mi barbilla en su pelo. Ella solo estaba allí, entre mis brazos, como un pequeño animalito indefenso que había sido sorprendido , en medio de la oscuridad de un bosque, por la acechante noche.
— He visto morir a alguien... —dijo entreabriendo levemente sus labios.
— ¿Cuándo?, ¿dónde?
— Hace unas horas, aquí, frente al hotel. Un accidente horrible. Una chica. Joven. Bonita. Fue horrible.
Entonces comprendí aquella escena y el estado de ánimo de Marina. La aprisioné fuertemente contra mi pecho sin saber qué decirle o qué opinar al respecto. Imaginé por un instante el accidente, cargado de casualidad, sorprendiendo a Marina en plena calle, ella viéndolo todo, asustándose, yo lejos, ella sola. Me reproché mi ausencia, pero no me atreví a pronunciarlo en voz alta.
— Era hermosa, con su pelo claro, sus ojos color miel y su rostro con varios pírsines dándole un aspecto rockero y contemporáneo.
No supe qué aludir.
— Lo que más me impactó fue el modo en que me miraba. Su cuerpo había quedado de costado y sus ojos me observaban como si me conociera. Me sentí flechada por su mirada. Fue entonces que me acerqué abriéndome paso en medio del gentío y eludiendo la guardia policial, luego me arrodillé a su lado y le hablé. Ella no podía hablarme. Sin embargo sus ojos hablaban miles de palabras invisibles. Y en una de sus miradas, un fugaz destello en sus pupilas, entendí que deseaba que tomara algo de su cartera.
— ¿De su cartera?
— Sí, su cartera. La busqué entre sus piernas, la abrí, y observé con sorpresa que dentro había solamente un libro, ¿y sabes qué?
— ¿Qué?
— Era una vieja edición del libro “El Principito”, de Saint-Exupéry. Lo tomé entre mis manos y pude sentir el paso del tiempo en su tapa. Entonces ella se fue. Me dejó ahí, arrodillada, con el libro en mis manos y con la muerte merodeando.
Quedé atónito. Demasiadas casualidades, me dije. En un instante pasó por mi mente el tatuaje en el antebrazo de Lourdes y todo lo relacionado a ese libro tan particular. Marina se recostó a mi lado tomando una posición fetal. La abracé manteniendo el silencio. Finalmente cerró sus ojos y terminó durmiéndose entre mis brazos.
Dormimos varias horas. Un ruido penetrante terminó despertándome. Había comenzado a llover una vez más. Negros nubarrones se cernían sobre el centro de la ciudad. El olor a jazmín había desaparecido por completo y un fuerte olor a tierra mojada y humedad lo inundaba todo. Gruesas gotas impactaban contra los vidrios de las ventanas y eso finalmente terminó por despertarme. Marina seguía sumida en un sueño profundo. Observé la hora en mi reloj, eran casi las seis. Me pregunté qué sería de Lourdes, qué estaría haciendo, qué decisiones habría tomado y hacia donde desembocaría todo esto que nos estaba pasando a ambos. Sin embargo la muerte de la cual Marina me había hablado asaltaba todos mis sentidos ¿Podría ser posible que aquella chica del accidente fuera la-chica-de-los-pírsines? Si así fuera, si en verdad era ella, entonces no quedaba duda alguna que su vida estaba destinada a cruzarse una y otra vez con la mía. Siempre he creído en eso, en las almas predestinadas a cruzarse en la vida y todo lo que ese pensamiento conlleva. A lo largo de mi vida he concluido unas cuantas veces en aseverar que ello es verdad, que existen personas en éste mundo que deben de conectarse con uno y descargar “su mensaje” invisible. Tal vez la-chica-de-los-pírsines era una de ella. Ahora la gran pregunta era ¿cuál era ese mensaje? Recordé los días pasados en Colombia, durante mis vacaciones, y lo bien que la pasábamos ella y yo tirados en la arena disfrutando de observar el cielo nocturno. Había cierta conexión entre ambos que me producía una suerte de atracción física, pero a la vez psicológica. Me parecía algo fuera de lugar tener aquellos pensamientos mientras Marina dormía extenuada a mi lado, pero no podía despejarlos de mi mente, y no podía dejar de conjeturar. Presentía que había algo más en mi relación con esa mujer, pero que me era vedado a mi inteligencia y percepción.
Tras levantarme decidí que la búsqueda había llegado a su fin. Que mi encuentro con Lourdes era en realidad el gran sentido de toda la búsqueda, y que aquel regalo que mi padre había hecho a mi madre en su juventud ya carecía de importancia y relevancia, pues mi encuentro con una media hermana era algo más que sorprendente y único. En aquel momento pensaba en mi madre y cómo ella habría tomado la noticia. Seguramente una honda tristeza abarcaría todo su corazón al saber que mi padre de algún modo tuvo una familia paralela. Creo que agradecí a Dios que mi madre nunca se hubiera enterado. Seguramente el destino tenía ese desenlace predestinado para mí y para ella. La vida paralela de mi padre jamás se cruzaría con la que mantenía junto a mi madre, y tampoco la mía con la de Lourdes. Así, del mismo modo que dos autopistas avanzan en la misma dirección y que por más que compartan cientos de kilómetros nunca se cruzarán.
Decidir el fin de la búsqueda no fue una determinación fácil de tomar. Pero Marina estaba agotada y mi vida junto a ella estaba empezando a volverse frágil y tal vez resquebrajarse en cualquier momento. Desde que habíamos iniciado la travesía de la búsqueda del regalo nuestra relación entró en una especie de sueño aletargado, tan solo concentrándonos en todo lo relativo al objetivo que nos hacia viajar y nos mantenía en vilo, y olvidándonos por completo de las miradas, el sexo, las caricias, las sonrisas despreocupadas y cómplices entre ambos. Ella jamás dio señal alguna de cansancio o malestar por ello, pero yo comencé a notarlo. Me alegró darme cuenta que fui el primero en recibir esa alarma. Me hubiera causado demasiada tristeza enterarme al final, como lo hacen casi todos los hombres. En el fondo Marina agradeció también el fin de la búsqueda y esa conclusión final de retornar a nuestras vidas. A lo largo de muchos meses habíamos viajado kilómetros y kilómetros detrás de una vieja historia atrapada en el paréntesis del tiempo, olvidándonos de nosotros, de nuestros trabajos y de todo cuanto nos rodeaba. Las sorpresas nos iban tomando desprevenidos y a la vez nos jugaban distintos tipos de emociones. Marina había sido para mí un gran sostén, la persona capaz de apuntalarme e impulsarme hacia delante para que no claudicara en mi promesa a mi madre. Fue la gestora espiritual y emocional de aquel gran viaje.
Tras hacer las valijas pagamos la cuenta del hotel y nos dirigimos en el automóvil hacia la casa del anciano. Queríamos despedirnos, darle las gracias y tal vez llevarme el último recuerdo viviente de la vida de mi madre en esta Tierra. Estacionamos después del mediodía frente a la vieja casa. Tardé unos segundos en bajar. La visión del jardín, los geranios, el vergel completo, logró hipnotizarme una vez más. Mi madre había estado allí, había pasado parte de su vida entre esas paredes, jugando, sonriendo, sintiéndose plenamente feliz. El pecho pareció arrugárseme por un instante y una profunda sensación de angustia me recorrió por completo. Si bien había hecho lo posible por llegar hasta el regalo de mi padre no había logrado dar con él. Asumí en ese instante que hay gente que logra desentrañar historias y gente que no. Yo me sentía en el grupo de los “que no”. Esa sensación me causaba demasiada angustia, pero ya estaba decidido, la búsqueda había terminado, ahora solo debía entrar, saludar al anciano, estrechar su mano, darle las gracias por todo y salir a la ruta, volver a nuestra vida en pareja, al trabajo cotidiano, a la vida ordinaria.
Toqué un par de timbrazos. Tras esperar unos minutos el anciano abrió la puerta con gesto duro, totalmente carente de sonrisa. En un instante comprendí en el mensaje que su rostro trasmitía. Él sabía que me marchaba, que yo había renunciado a la búsqueda. Nos saludamos con un abrazo e intercambiamos elogios del uno hacia el otro. Marina nos observaba desde el automóvil. Expliqué brevemente mi decisión sin dejar de mirar fijamente 4sus ojos. En su mirada, bien en el fondo, había cierta luminiscencia fulgurante que tan solo los gratos y bellos recuerdos mantienen encendida con el tiempo. Me escuchaba con atención, pero podía percibir perfectamente que no era a mí a quien escuchaba sino el susurro de los recuerdos. Voces que seguramente le hablaban a través del tiempo, débilmente, pero cargadas de nostalgias y alegrías vividas. El corazón se me estrujó repentinamente. Me sentí un verdadero cobarde. Volteé y miré a Marina. Su mirada era la misma que la del anciano. Creí por un instante que ambos estaban complotados para hacerme sentir así, con culpa, con ese sentimiento horrible de no haber logrado la meta y faltarle a la promesa de mi madre. Finalmente estreché una vez más la mano del anciano y nos dimos un fuerte abrazo. Sus manos apretaron fuertemente mi espalda y transmitieron un sentimiento inexplicable y extraño, el cual nunca había experimentado. Crucé el jardín y me senté en el automóvil. Apoyé las manos en el volante y miré fijamente hacia la plaza. Ahí estaba la iglesia, tal como el primer día de nuestra llegada. La hora de la siesta había comenzado. El tráfico había mermado y casi no se veía a nadie en la calle. Un sol altivo hacía olvidar la lluvia nocturna. La ciudad parecía estar preparada para nuestra partida y para el posterior olvido. Giré la llave y encendí el motor. Pisé los pedales, y avanzamos.
“Las historias tienen un principio y un fin, Esteban. Todos escribimos historias en esta vida” Esa fue la frase que cruzó por mi cabeza mientras salíamos de la ciudad. La había dicho la-chica-de-los-pírsines esa tarde en que ella, Lourdes y yo nos encontramos en la iglesia. Y ante tanta simplicidad de palabras caí en la cuenta que el mensaje que daba lo englobaba todo, desde el primer día en que mi madre me había contado lo del regalo hasta ese momento que me estaba marchando de la ciudad y dando por concluida aquella travesía. Parte de mi historia había tenido un comienzo y en ese preciso momento se estaba gestando un final. Ella tenía razón. Así como comienza, como inicia, un día concluirá, por un motivo u otro, concluirá al fin. Sin embargo es en medio de la historia, durante el tránsito que recorremos dentro de ella en donde somos capaces de satisfacernos a nosotros mismos o echar por la borda sacrificios y esperanzas. Y eso mismo estaba haciendo yo en aquel instante: echaba por la borda todos los sacrificios que hice para estar allí tras el regalo de mi padre, perdiendo así todas las esperanzas que albergaba desde un principio. Decidí estacionar. Apagué el motor. Me quedé durante un momento con las manos sujetas al volante mirando hacia el frente, hacia un punto que tan solo yo veía. Lo curioso fue que Marina no preguntó nada, tan solo se limitó a mantener el silencio y observar mi perfil ¿Porqué aquella chica con pírsines en su rostro aparecía y desaparecía de mi vida?, ¿ella era quien realmente había fallecido?, ¿por qué?, ¿por qué yo?
— No es bueno que algo quede inconcluso —dijo finalmente Marina—. Te quedarás vacío al momento de responderte alguna pregunta que cuestione este accionar que estás teniendo. No hagas nada de lo que te vayas a arrepentir. Si realmente quieres irte, hagámoslo ya, pero no te arrepientas después. Sino da la vuelta, busca a Lourdes y trata de desentrañar todo esto.
— ¿Pero cómo? —respondí furioso y dando golpes al volante—, ¿cómo puedo resolver algo que realmente no entiendo y que a medida que más indago más me doy cuenta que es todo muy confuso y doloroso? No lo sé, Marina… no sé cómo…
— Lourdes es tú hermana. Ahora lo sabes. Tienes una hermana, alguien más en el mundo, alguien de tu misma sangre, un ser humano a quien puedes tenderle tú propia mano y sabrás que al tocarlo estás tocando parte de las fibras de tú padre. Te guste o no, así se escribió la vida de tú padre, y ni Lourdes ni tú son culpables de nada. Absolutamente de nada.
Marina tenía razón. Estaba huyendo. Alejándome de Lourdes, de los recuerdos, de lo que había descubierto sobre mi padre, de todo. Si bien mi mente me decía que no, que el motivo principal era dedicarle más tiempo a mi pareja, a mi vida, a mi labor, en realidad me mentía. Era el chivo expiatorio perfecto para ocultar los detalles verdaderos y dejar el caso sellado. Pero tarde o temprano resurgiría, tal como el Fénix, tal vez no desde las cenizas sino desde las cavernas más oscuras de mi memoria. Sí, Marina una vez más tenía la razón.
— Busca a Lourdes. Habla con ella. Es hora que esta historia increíble que para ambos empezó hace tiempo vaya finalizando.
— Sí.
— Lourdes seguramente está igual que tú, o aún peor. Es fuerte, pero está sola. Por más que esa mujer que la acompaña sea en estos momentos su sostén ella necesita mucho más que el apoyo de una desconocida que la vida puso en su camino. Te necesita, Esteban. Lourdes, tú hermana, te necesita.
No lo pensé más. Encendí nuevamente el motor y marchamos rumbo al hotel donde Lourdes y su compañera de viaje se alojaban. Tras llegar, Marina me abrazó. Observé cómo su mirada me acariciaba más que la tibieza que mil soles podían irradiar. Entré corriendo al hotel, pregunté por ambas. El conserje me señaló que descansaban y que aún permanecían en la habitación. Dije que me anunciara, que le comunicara a Lourdes que abajo, en el hall de entrada, estaba su hermano esperándola.
(continuará en un próximo capítulo...)
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